Lucie pasó una noche agitada, con pesadillas. Algunas imágenes habían aprovechado aquellas horas de calma para acosarla: la chiquilla del columpio, el toro, los conejos, Judith Sagnol en el film con el ojo cortado y el vientre mutilado en forma de gran ojo negro.
Mientras daba vueltas y más vueltas en la cama y veía en el reloj digital del televisor cómo se diluía cada minuto, Lucie sólo tenía una urgencia: que por fin amaneciera.
Y amaneció. A las nueve en punto de la mañana, Lucie caminaba por las calles de la ciudad quebequesa y aprovechaba el fresco de la mañana para combatir la pesadez acumulada en sus músculos.
El centro de los archivos de Montréal se hallaba a un centenar de metros del Vieux-Port, en el corazón de una zona muy arbolada. Era un edificio gubernamental de estilo Beaux-Arts, de grandes piedras blancas y columnatas macizas que, en el pasado, albergó la Escuela de Estudios Superiores Comerciales.
Cuando Lucie accedió al interior, con su mochila cargada de fruta del hotel, una botella de agua, un bloc de notas y un bolígrafo, tuvo la impresión de ser una ridícula hormiga perdida en un desierto de papel. Al decir de la primera técnica en documentación con la que se encontró, en aquellas paredes, bajo aquellos techos altos esculpidos y unas lámparas magníficas, había más de veinte kilómetros de datos, repartidos entre archivos privados, gubernamentales y civiles. Se podía acceder a la vida de las grandes familias de la historia de Montréal y Quebec como los Papineau, los Lacoste o los Mercier, pero también obtener información acerca de la inmigración, la educación, la energía, el turismo o los casos judiciales, sin olvidar los nueve millones de fotografías o los doscientos mil dibujos, mapas y planos… Una ciudad de papel dentro de la ciudad de acero y hormigón.
Para facilitar la tarea, Lucie había preparado en pocas palabras una síntesis de lo que buscaba. Se presentó como policía francesa en busca de una persona de la que tenía una foto. La mujer que la atendió al llegar la dirigió a una colega que conocía mejor el período de los años cincuenta de la historia de Quebec. La identificación sujeta con un imperdible a su blusa blanca rezaba «Patricia Richaud».
Lucie explicó brevemente el objeto de su visita.
—Busco a una niña que a buen seguro estuvo interna en un convento o en un orfelinato en los años cincuenta. Si hiciera falta una fecha más precisa, diría que en 1954 o 1955. La institución se hallaba probablemente en los alrededores de Montréal. Tengo también el nombre de una monja con la que estuvo en contacto: sor María del Calvario.
La técnica en documentación examinó la foto de la niña en el columpio y la invitó a acompañarla.
—¿Sabe cuántas hermanas llamadas María del Calvario hubo en esa época? Desgraciadamente, ese dato no le será de gran ayuda.
Richaud tenía unos cincuenta años, cabello claro recogido en una cola y gafitas redondas. Ambas mujeres avanzaron por interminables pasillos que nada tenían que ver con la imagen anticuada que uno podría hacerse de este tipo de instituciones. Líneas claras, limpias y diseño vanguardista. Incluso había visitas guiadas: grupos de gente circulaban por el corazón de la inmensa biblioteca siguiendo a un guía. Lucie tuvo la certeza de que habían caminado por lo menos cinco minutos, subiendo y bajando escaleras, hasta llegar a una minúscula sala circular, sin ventanas, iluminada por fluorescentes. Los expedientes, ordenados en centenares y centenares de ficheros, se elevaban a varios metros de altura y se podía acceder a ellos mediante una escalera con ruedas. La policía pudo leer, entre otras referencias: «Tribunal de menores delincuentes (1912-1958)», «Tribunal de bienestar social (1950-1974)»… La documentalista se detuvo en medio de la sala.
—Aquí es. A mi entender, aquí es donde tiene más posibilidades de obtener lo que busca. La mayoría de los expedientes conservados aquí son de huérfanos de menos de dieciséis años. Los del tribunal de menores delincuentes, por ejemplo, corresponden a niños abandonados, o cuyos padres perdieron la tutela, y se hallaban en circunstancias que podían convertirlos en delincuentes.
Lucie señaló otra parte de la sala, que le interesaba particularmente: «Comunidades religiosas (1925-1961)». Mientras la documentalista tomaba aire, le preguntó:
—¿Y eso?
Richaud se tocó instintivamente la medalla que lucía al cuello, colgando de una cadena de oro.
—Tiene usted suerte, se trata de unos archivos recuperados hace unas semanas y que hasta ahora no se podían consultar, puesto que se hallaban en instituciones religiosas. Pero la provincia de Quebec se aparta cada vez más de su religión a favor de un mundo asediado por la modernidad, y esas instituciones cierran una detrás de otra por un cruel problema de dinero. Así que nosotros recuperamos sus archivos, pues ya no tienen donde guardarlos.
Suspiró.
—Como puede ver, hay muchos expedientes, ya que aquí se guardan también los de los orfelinatos de las ciudades y regiones vecinas. Esas comunidades religiosas fueron boyantes en su momento y acogían sobre todo a huérfanos ilegítimos.
—¿Ilegítimos? ¿Puede usted ser más precisa, por favor?
Como si no la hubiera oído, la especialista se dirigió hacia un conjunto de archivadores metálicos. Abrió uno de ellos, que contenía innumerables fichas de cartulina.
—Aquí están los índices. Si supiera el nombre de la niña hubiera podido acceder directamente al expediente correspondiente, hubiera sido cuestión de cinco minutos. Sin embargo, dada la escasa información de que dispone, tendrá que consultar el registro del año de internamiento o el de la institución en aquellos archivadores de allí. Contienen las listas de admisión de los niños. Es probable que se encuentre con las mismas identidades en varias instituciones y en períodos diferentes, ya que en aquella época a menudo se efectuaban traslados de una institución a otra y los niños no se quedaban nunca más que unos años en el mismo lugar. Una vez provista de la ficha de un individuo en particular, tendrá que acceder al expediente para compararlo con sus fotos. Bueno, la dejo. No dude en utilizar aquel teléfono si tiene alguna pregunta.
—¿Ese teléfono permite hacer llamadas al exterior? Mi móvil no funciona.
—Sí, pero tendrá que abonar el importe de las llamadas. Y llame a recepción antes de salir, de lo contrario se perderá.
Lucie se dirigió de nuevo a ella antes de que desapareciera.
—No me ha respondido. ¿Qué son esos niños ilegítimos?
Patricia Richaud se quitó sus gafitas redondas y las frotó meticulosamente con un paño.
—Como su nombre indica, se trata de niños nacidos fuera del matrimonio. Usted es policía, ¿verdad? ¿Qué busca, exactamente?
—Debo confesarle que ni yo misma lo sé.
—Si se aventura en el pasado de Quebec, le ruego que no lo haga a la ligera. Esa época fue muy negra y aquí todos tratamos de olvidarla.
—¿A qué se refiere?
Salió apresuradamente y dio un portazo. Lucie depositó su mochila sobre una mesa redonda. ¿Qué había querido decir aquella mujer? Una época negra… ¿Tenía relación con su investigación?
Con un suspiro, miró a su alrededor.
—Bueno… No va a ser coser y cantar…
Se armó de valor y, puesto que desconocía el apellido, se dirigió directamente a los registros que reunían a los niños por años. Reflexionó rápidamente: el film fue revelado en 1955 y la chiquilla debía de tener más o menos ocho años. Era poco probable que hubiera sido internada aquel mismo año, puesto que parecía conocer bien el lugar y a la gente. Y la especialista del lenguaje labial había señalado cierta evolución en su crecimiento. Lucie comenzó, pues, por el año precedente.
—Dios mío…
Sólo en el año 1954 había censadas tres mil setecientas doce admisiones en las diversas instituciones religiosas de la región. Un auténtico éxodo de niños.
Lucie se concentró en su tarea. Ante todo, disponía de un nombre de pila muy valioso. Unas sílabas descifradas en los labios de una niña filmada en un viejo cortometraje en blanco y negro. Abrió su cuaderno y revisó los apuntes que había escrito unos días antes, durante la reunión con su comandante y la especialista en lenguaje labial: «¿Qué le sucedió a Lydia?».
Lydia…
Lucie sacó la treintena de listados del año 1954 y se sumergió en la lectura de las identidades, clasificadas por el orden alfabético de los apellidos. Niñas y niños estaban mezclados. Sólo se indicaban, manuscritos, el nombre, el apellido, la edad y el número de expediente correspondiente.
La primera vez que Lucie dio con el nombre de Lydia —Lydia Marchand, siete años—, estuvo convencida de haber dado con ella. Provista del número de expediente, se precipitó hacia las murallas de papeles, extrajo el documento correcto y lo abrió. La foto de identidad no coincidía con las de las otras niñas que había podido imprimir a partir del film. ¿Y si Lydia no participó en la matanza de conejos?
Lucie no se dio por vencida. Lo importante, en ese caso, era la institución indicada, a la cual pertenecía Lydia: Convento de las Hermanas del Buen Pastor de Quebec… La policía regresó a los archivadores, dio con el registro correspondiente a aquella institución y cogió las fichas de las internas, trescientas cuarenta y siete.
Trescientas cuarenta y siete internas. Sólo niñas.
Para dar con la chiquilla del columpio, la amiga de Lydia, la única opción era revisar manualmente los trescientos cuarenta y siete expedientes y comparar las fotos de identidad de cada documento con sus propias fotos.
Transcurrió la mañana entera, sin éxito. Así que no se trataba de aquella Lydia… Primer golpe a su moral. Al tomar consciencia de la dimensión de la tarea, Lucie cogió una manzana de la mochila y estiró la nuca. Sus ojos comenzaban a enrojecer. La luz de los fluorescentes, agotadora, y aquellos nombres escritos con letra diminuta unos tras otros no eran lo ideal. ¿Por lo menos estaba consultando los archivos de la ciudad correcta?
Se convenció de ello. Todo la llevaba allí, a Montréal.
A la una y cuarto comenzó a revisar el año 1953. Hacia las cinco de la tarde, tras dos plátanos y un paseo hasta el servicio, comenzó con el año 1952. Esa vez, también, apareció una enésima Lydia que la llevó a otra institución religiosa, llamada Hospital de la Caridad de Montréal.
Mecánicamente, Lucie extrajo la alta pila de expedientes relativos a la institución y se puso manos a la obra en su última búsqueda del día. Los archivos cerraban a las siete de la tarde y, de todas formas, su cabeza no tardaría en estallar. Nombres, nombres y más nombres. Cuando abrió el expediente situado más o menos a tres cuartas partes del paquete, y en cuanto vio la fotografía que lo acompañaba, se le hizo un nudo en la garganta.
Era ella, la niña del columpio.
Alice Tonquin.
Tres años separaban la foto del expediente y la impresa a partir del film, pero Lucie no tenía ninguna duda. Los ojos, profundos, directos, el óvalo del rostro…
Con el corazón latiendo a toda velocidad, la joven policía recorrió la información contenida en el expediente. Alice Tonquin, nacida en las Hermanas de la Misericordia en Montréal en 1948… Estuvo allí hasta los tres años… Transferida a continuación por un plazo de dos años a las Pequeñas Franciscanas de María en Baie-Saint-Paul… Llegó luego al Hospital de la Caridad de Montréal en 1952, así que… Fin del itinerario o, mejor dicho, el resto debía de figurar en otro expediente, puesto que el que tenía en sus manos correspondía únicamente a su admisión en el Hospital de la Caridad.
Los detalles, escasos, eran puramente administrativos, pero eso no importaba: Lucie poseía finalmente la identidad que buscaba. Tomó notas, rodeó «Hospital de la Caridad de Montréal» y descolgó el teléfono de la sala.
Llamó a su jefe Kashmareck, quien, desde Francia y desde el inicio de la investigación, se había puesto en contacto varias veces con la Sûreté de Quebec. Le pidió que les previniera y que pidiera una identificación de Alice Tonquin y Lydia Hocquart.
Mientras esperaba que le devolviera la llamada, indicó, también por teléfono, a Patricia Richaud que podía ir a buscarla al cabo de media hora. El tiempo necesario para ordenar los papeles.
En la tranquilidad de la sala, Lucie se dejó caer en su silla, echó la cabeza hacia atrás y se bebió luego hasta la última gota de agua de su botella.
Lo había conseguido… Una foto, una simple foto le había permitido retroceder en el tiempo y acercarse al objetivo. Pensó en Alice, aquella niña anónima que había dejado de serlo. Huérfana, sin padre ni madre, enviada a conventos y hospitales, sin lazos, sin puntos de referencia, sin nada. Educada en la frialdad de la institución religiosa: oraciones durante las comidas, tareas domésticas, noches en dormitorios colectivos y vida austera, a la orden y obediencia de Dios. ¿Cuál fue su futuro tras un inicio de su vida tan catastrófico? ¿Cómo creció? ¿Qué sucedió en aquella sala con los conejos? En el fondo de su corazón, Lucie deseaba tener respuesta cuanto antes. Era necesario que todos aquellos pensamientos, aquellos rostros que la perseguían día y noche, cesaran. Alice tenía que entregarle sus secretos.
El teléfono de la sala sonó veinticinco minutos después, mientras ordenaba los últimos expedientes. Era Kashmareck… Lucie descolgó y no le dejó ni hablar:
—¡Dígame que ha averiguado alguna cosa!
Por la manera en que se aclaró la voz, Lucie comprendió que aquello conduciría de nuevo a un fracaso.
—Sí, algo hemos averiguado, pero no es gran cosa. En primer lugar, no hay rastro de esa tal Alice Tonquin, ni en Canadá ni en Francia. Los policías de la Sûreté disponen de su certificado de nacimiento, establecido en un hospital de Trois-Rivières, pero no hay mucho más. Me han dicho que la pérdida de identidad era frecuente en aquella época. Debido a los diferentes traslados entre instituciones, era difícil seguir su rastro y los documentos desaparecían con facilidad. Después de 1955, probablemente fue adoptada por una familia bajo otro nombre, como la mayoría de niños de la época. Si hoy en día sigue viva, será bajo otra identidad.
—¡Dios mío, todo el mundo parece estar al corriente de esas desapariciones en masa excepto nosotros! ¿Y Lydia Hocquart, su amiga?
—Falleció en 1985 en un hospital psiquiátrico tras un paro cardíaco. Sufría trastornos graves de conducta, y su corazón no resistió la medicación que tomaba desde hacía años.
—Pida que le envíen toda la información y rebótemela por correo electrónico. ¿Cómo se llama el hospital donde estuvo Lydia?
—Espera… Aquí está, Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax.
—¿Y cuánto tiempo estuvo en ese hospital?
—No lo sé. Todo eso son informaciones médicas confidenciales. ¿Sabes que habitualmente soy yo quien hace las preguntas?
Detrás de Lucie se abrió la puerta. Patricia Richaud inspeccionó en silencio el lugar, para asegurarse de que todo estaba ordenado.
—Sí, lo recuerdo —dijo Lucie.
Colgó, con las mandíbulas apretadas. Trastornos graves de conducta… hospital psiquiátrico…
La voz áspera de la documentalista interrumpió sus cavilaciones.
—¿Ha encontrado lo que buscaba?
Lucie se sobresaltó.
—¿Eh? Sí, sí… Tengo el nombre que buscaba, así como el de la última institución conocida donde estuvo, el Hospital de la Caridad de Montréal.
—La congregación de las monjas grises…
—¿Cómo ha dicho?
—Digo simplemente que esa institución alberga a una congregación religiosa católica romana, a la que aún hoy se conoce como las monjas grises. Su hospital ha sido adquirido por la Universidad de Montréal, la prensa ha hablado mucho de ello estas últimas semanas. En los próximos años, las monjas se trasladarán a la isla de Saint-Bernard pero, de momento, la mayoría de ellas aún residen en el ala B del hospital, y se niegan a abandonar el lugar. Por lo que respecta a sus archivos, ya han sido trasladados aquí y son los que le han permitido dar con lo que buscaba…
Las monjas grises… Sólo el nombre le hacía que se le pusiera la piel de gallina. Imaginaba unos rostros pétreos, unos ojos de mercurio apagado.
—¿Podría conseguirme la lista de las monjas que aún se encuentran allí?
Lucie pensaba en sor María del Calvario. Richaud frunció el ceño.
—Debería ser factible, sí.
—¿Y podría explicarme también qué es esa época negra de su país? Quisiera saber de qué se trata, con todo detalle.
La empleada se quedó inmóvil durante unos segundos. Depositó un pesado manojo de llaves sobre la mesa y barrió con la mirada las torres de papeles.
—Todo gira en torno a esos miles de niños, señorita. Una generación entera de chavales sacrificados, torturados, cuyo único rastro que aún existe es lo que queda aquí, en esta sala. Les llamaron los huérfanos de Duplessis.
Se dirigió a la puerta.
—Ahora vuelvo con su lista.