Lucie y el comandante Kashmareck llegaron juntos a las dependencias de Nanterre. Habían tomado el TGV en la estación Lille-Europe y luego, en la estación del Norte, cogieron un taxi que les dejó frente al edificio central de la DCPJ. En previsión de aquella jornada ajetreada, Lucie había optado por una vestimenta particularmente masculina: vaqueros ceñidos, jersey gris de manga corta y unas Kickers de puntas protectoras. Le gustaba vestirse de chico, fundirse con la masa. En la calle —aún no eran las diez de la mañana— el sol ya calentaba el asfalto. Lentamente, la nube de polución se levantaba sobre la ciudad y su periferia.
En el interior del edificio, la atmósfera era bastante fría. En la sala de reuniones, Sharko y Martin Leclerc discutían acaloradamente acerca de la carta incendiaria que el jefe de la OCRVP acababa de recibir por fax desde la embajada de Francia en Egipto.
—Lebrun le ha hecho llegar copia a Josselin. Esta historia acabará por estallarte en los morros.
Sharko se encogió de hombros.
—El big boss hace tiempo que me tiene ojeriza. Qué más da otra gilipollez.
—Pues justamente se trata de eso… No puede haber más gilipolleces. Le has dado la excusa para que se te eche encima. ¿Te das cuenta de que me pones en un compromiso? Como si no tuviera suficientes marrones ahora mismo.
Sonó su móvil y su rostro se descompuso al instante cuando consultó la pantalla de cristal líquido. Descolgó y se alejó:
—Kathia…
Sharko le observaba ir y venir. Su jefe y amigo no parecía estar en su estado normal. Demasiado nervioso, demasiado ajeno al caso. La entrada de Lucie y de Kashmareck en la sala interrumpió sus pensamientos. Martin Leclerc colgó rápidamente, mordiéndose los labios. Los cuatro policías se estrecharon las manos. Intercambio de saludos. Lucie le reservó una pequeña sonrisa al comisario, mientras Kashmareck y Leclerc se apartaban para conversar y tomar un café.
—Egipto no le ha sentado bien —dijo ella discretamente—. Su nariz… ¿Qué le ha pasado?
—Un mosquito gordo, muy gordo. ¿Está contenta de estar entre nosotros?
Lucie miró a su alrededor. Sus ojos chispeaban.
—El corazón de la policía judicial francesa. El lugar por donde pasan los más importantes casos criminales. Hace sólo unos años, no conocía este lugar más que por las novelas leídas a salto de mata entre los informes que tenía que mecanografiar para mis jefes.
—Nanterre está bien, pero el 36…
—El 36… ¡Es mítico!
—Un día me fui del Norte para ir a trabajar al famoso número 36 del Quai des Orfèvres. Imagínate mi orgullo cuando ascendí por primera vez los viejos escalones crujientes, como Maigret. Tuve acceso a los casos más tétricos, los más retorcidos e inquietantes. Era feliz como un niño con zapatos nuevos, aunque había perdido cuanto tenía a mi alrededor: una región, una calidad de vida, las relaciones humanas con mis vecinos, mis amigos… El 36 huele a asesinato y a sudor en unas oficinas cutres a morir, ésa es la verdad.
Lucie suspiró.
—¿Me da a mí la sensación o tiene un don para arruinar las conversaciones?
En los minutos siguientes se instalaron en una mesa redonda, cada uno con unas hojas de papel y un bolígrafo.
Péresse llegó en el último instante, víctima de los atascos de tráfico parisinos.
Leclerc hizo un rápido resumen: se trataba de exponer los avances y de atar los cabos de la investigación para que todo el mundo dispusiera de la misma información. Para empezar, el jefe de la OCRVP proyectó el film de 1955, la versión íntegra y la de las imágenes ocultas. Una vez más, en los rostros pudo leerse la curiosidad y el asco.
A continuación, Péresse, el comisario de Rouen, tomó la palabra y desveló varias malas noticias. Las investigaciones en hospitales, centros de desintoxicación y prisiones de la región normanda no habían aportado nada acerca de los cuerpos exhumados. Dado que el archivo de desapariciones tampoco había aportado nada, la pista de los inmigrantes clandestinos o de extranjeros en situación irregular en territorio francés era la más probable, hipótesis reforzada por la presencia de un asiático entre el grupo. En aquellos momentos, la policía criminal de Rouen colaboraba con otros servicios de la policía judicial para tratar de investigar las redes de trata de seres humanos. Tal vez se tratara de una pista que no condujera a nada, admitió Péresse, pero a la vista de los escasos indicios con que contaban sus hombres de momento no contemplaba ninguna otra vía de investigación. Confiaba en que el ADN obtenido de los cadáveres y cuyos análisis estarían disponibles aquel mismo día o al día siguiente ofrecería nuevos datos.
Kashmareck fue más locuaz y explicó detalladamente el homicidio de Claude Poignet, así como los salvajes asesinatos de Luc Szpilman y de su novia. Las primeras deducciones inducían a pensar que se trataba de los mismos asesinos y que actuaron en ambos casos la misma noche. Un individuo de unos treinta años, corpulento, con botas militares, y otro individuo completamente invisible. Dos asesinos fríos, organizados, sádicos, de los cuales uno cuenta con conocimientos cinematográficos y el otro de medicina. Unos ejecutores dispuestos a cualquier cosa para hacer desaparecer toda pista relacionada con la bobina.
El comandante de Lille habló a continuación de los avances de los investigadores belgas con relación al pasado de Wlad Szpilman.
—Por lo que respecta al padre, ayer por la tarde logré reunir algunas informaciones muy interesantes. Los investigadores belgas han confirmado que Szpilman obtuvo la bobina en la Federación Internacional de Archivos Fílmicos, en Bruselas. Y cuando digo obtuvo, me refiero a que la robó: Szpilman tenía tics de cleptómano. En la FIAF han puesto en evidencia un hecho interesante. Hará unos dos años, se presentó un tipo para visionar el film y el conservador de aquella época descubrió que la película, que tenía que estar en su archivo, había desaparecido. Evidentemente, ignoraba que Szpilman se había hecho con él.
—¿Dos años? ¿Así que los asesinos ya andaban tras la bobina desde entonces?
—Eso parece. Szpilman, voluntaria o involuntariamente, les puso palos en las ruedas.
—¿Y de dónde procedía el film, exactamente? Antes de llegar a la FIAF, me refiero.
—Formaba parte de un lote de cortometrajes enviados por la Oficina Nacional del Film de Canadá, que se deshizo de parte de sus archivos. Según los viejos ficheros canadienses, el film llegó allí a finales de 1956 a través de una donación anónima.
Sharko se acomodó en su silla.
—Una donación anónima… —repitió—. Acabado de realizar y ya lo meten en un archivo. ¿Y cómo ese individuo que anda tras la bobina pudo estar al corriente de que la habían enviado a la FIAF?
Kashmareck revisaba sus notas. Se humedeció el índice.
—Tengo la información. La mayor parte de los films están referenciados por título y año, además de por todas las informaciones inscritas en la bobina: país de origen, número de película, manufactura. Todo está centralizado y es accesible en la página web de la FIAF. Con el motor de búsqueda se pueden seguir los films que salen de un archivo o llegan a otro. Luego no hay más que filtrar los resultados con los datos de que se dispone —año, manufactura, país de origen— para restringir los campos. Se puede incluso solicitar un aviso de alerta en caso de que un film se desplace. A todas luces es lo que sucedió en este caso…
—¿Es posible rastrear a los internautas que se conectan al sitio de la FIAF? —preguntó Henebelle.
—Por desgracia, no, las búsquedas no se archivan.
Sharko observaba a Henebelle de reojo, justo a su izquierda. La luz le daba en el rostro de una manera particular, como si se debilitara al contacto de su piel. El policía podía ver su determinación, su concentración, las peligrosas llamas que ardían en el fondo de sus iris azulados. Aquella mirada le era demasiado familiar.
Leclerc tomó buena nota de las investigaciones de Kashmareck y prosiguió:
—¿Y Wlad Szpilman? ¿Quién era, además de un coleccionista con tendencias cleptómanas?
—Los investigadores belgas han hecho descubrimientos interesantes. Según sus amistades, justamente estos dos últimos años Wlad Szpilman parecía ir tras alguna cosa. Robaba o compraba legalmente todos los films o documentales relacionados con los servicios secretos americanos, ingleses e incluso franceses… La CIA, el MI5, reportajes sobre la guerra fría, la carrera de armamentos y muchos más.
—Estos dos últimos años… —repitió Sharko—. Es curioso, el anónimo confidente canadiense nos explicó, por teléfono, que también él investigaba este asunto desde hacía «dos años». Todo parece haberse iniciado a partir del momento en que el film llegó a manos de Szpilman.
—Fue también entonces cuando Szpilman llevó el film a analizar al centro de neuromarketing —añadió Lucie.
Kashmareck aprobó con una inclinación de cabeza. Sharko miró durante unos instantes la silla vacía frente a él, y luego de nuevo al comandante de Lille, que siguió hablando.
—Pero eso no es todo. Szpilman también pasaba buena parte de su tiempo en la biblioteca de Lieja. Un día olvidó un documento en el escáner y la bibliotecaria no se lo devolvió. Según ella, Szpilman estaba siempre en la sección «Historia del siglo XX».
Sacó una hoja de su cartera de cuero y la hizo circular. Lucie la cogió la primera. Se trataba de una foto en blanco y negro que, efectivamente, parecía escaneada de un libro. En medio de un campo, había unos soldados alemanes apuntando con sus fusiles a unas mujeres y unos niños que tenían abrazados contra ellas. El pie de foto indicaba: «Soldados alemanes encañonando a madres judías y a sus hijos frente al fotógrafo, durante los fusilamientos masivos de judíos en Ivangorod, Ucrania, 1942». Lucie observaba la mirada del soldado en primer plano, con su fusil en ristre. La mirada helada de sus ojos y la mueca maligna de sus labios eran puramente abominables: ¿cómo se puede asesinar frente a un fotógrafo? ¿Cómo se puede hacer abstracción de una presencia que inmortaliza en una película un rostro ante la muerte?
Lucie le tendió la foto a Péresse. Kashmareck puso un libro sobre la mesa.
—Éste es el libro del que procede la fotografía. Trata de los fusilamientos masivos en la Shoah. He encontrado esta imagen en la página 47. En la página siguiente, todos los cuerpos de las mujeres y de sus hijos están en el suelo, muertos de un disparo en la cabeza.
Sharko hojeó el libro y observó atentamente las ilustraciones.
—El genocidio de los judíos, sí —dijo él.
Pensó en el libro que había leído en el avión. Una «histeria colectiva criminal». No podía tratarse de una simple coincidencia. Szpilman andaba tras algo relacionado con las muchachas asesinadas en Egipto.
Kashmareck jugueteaba nerviosamente con un cigarrillo. Se lo hubiera fumado allí mismo, en aquel preciso instante. Retomó la palabra:
—Hay que admitir que Wlad Szpilman multiplicó extrañamente sus idas y venidas a la biblioteca, y eso también en los dos últimos años. Curiosamente, nunca se llevaba los libros en préstamo y, por lo tanto, no dejaba rastro alguno en los ficheros. Lo mismo con su conexión a Internet. Un verdadero fantasma.
Lucie intervino:
—Vi algunos de los libros de su biblioteca personal, libros que los asesinos robaron. Versaban sobre los grandes conflictos de la historia. Las guerras, los genocidios… Y también había sobre espionaje… Yo…
Lucie trató de recordar. No había focalizado precisamente su atención en aquellas estanterías repletas.
—… Recuerdo nombres como… no sé, se parecía a «artichaut» [6].
—Artichoke —corrigió Leclerc—. Un proyecto de investigación de la CIA sobre técnicas de interrogatorio. En los años cincuenta hubo numerosos experimentos no siempre brillantes, como la hipnosis o el uso de diversas drogas, entre ellas el LSD, para inducir amnesia u otros estados.
—En los años cincuenta… —repitió Lucie—. Y el film es de 1955. ¿Se trata de una coincidencia? Hay imágenes del film que se me han quedado en la cabeza, en particular la de las pupilas dilatadas de la niña, como si le hubieran inyectado alguna droga. Y también la del toro que se detiene en seco frente a ella… Ha mencionado usted la hipnosis y el LSD, ¿acaso podría tratarse de eso? Y además…
Rebuscó en su carpeta de gomas y extrajo una foto, que tendió a Leclerc.
—Ésta es la foto de la chiquilla, extraída del film, antes del ataque a los conejos. Compárela con la del soldado alemán. Mire la expresión de sus rostros, justo antes de que maten.
Leclerc encaró ambas fotos.
—La misma expresión fría.
—La misma mirada, el mismo odio, las mismas ansias por matar… Uno tiene unos treinta años y la otra apenas siete u ocho años. ¿Cómo puede tener esa expresión esa niña a su edad?
Silencio. El jefe de la OCRVP hizo circular la foto, adusto. Aprovechó para alzarse a llenar un vaso de agua del depósito que se hallaba al fondo de la sala y consultar su móvil. Regresó tratando de simular aplomo, pero Sharko comprendió que no estaba en forma. Algo sucedía con Kathia.
—¿Algo más, comandante Kashmareck?
El de Lille negó con un gesto de cabeza.
—La lista de las llamadas de Szpilman de los últimos meses no nos ha dado nada. Parece probable que utilizara a menudo Internet para comunicarse con el canadiense. De momento, sin embargo, nuestros equipos no han podido avanzar. El belga utilizaba un sinnúmero de sistemas que hacían que sus comunicaciones fueran completamente anónimas. Y en sus correos electrónicos no parece que haya nada relacionado con nuestro caso.
Leclerc hizo un gesto con la cabeza para agradecer su intervención y se dirigió a su comisario.
—Tu turno. Así que en Egipto…
Sharko se aclaró la voz y comenzó a explicar su aventura egipcia. Por descontado, evitó hablar de Atef Abdelaal y del episodio en el desierto, y afirmó haber seguido la pista de los hospitales tras el interrogatorio de uno de los familiares de las víctimas. Se dio cuenta de que aún conservaba su talento para contar mentiras.
Durante su monólogo, Lucie le observó con atención. Un tipo como hay pocos, con un cuerpo de los que ya no se fabrican, con las manos cubiertas de cicatrices, cortes antiguos a navaja en las mejillas y el mentón, unas sienes robustas y una nariz que le habían roto en diversas ocasiones. Si no hubiera sido policía, hubiera podido ser boxeador, de la categoría de los pesos medios. No era un tipo cañón, pero Lucie le veía el encanto y una fuerza interior que irradiaba de su cuerpo vigoroso.
—Aquellas muchachas fueron víctimas de una histeria colectiva —concluyó el policía—. Y si miran bien la película, eso es precisamente lo que les ocurre a las chiquillas con los conejos.
—Exacto —admitió Leclerc—. ¿Y cuál es tu opinión?
Todas las miradas se dirigieron a Sharko.
—En resumen… Año 1954 o 1955, cerca de Montréal, sin duda: una sala que recuerda a una habitación de hospital. Unas chiquillas a un lado y unos conejos al otro. Una cámara para filmar el fenómeno… Y el fenómeno se produce. Las chiquillas empiezan a masacrar a los animales en un arranque de locura. 1993, El Cairo. Una ola de histeria inexplicable arrasa todo Egipto, de norte a sur del país. La información circula entre las comunidades científicas del mundo entero. Un año más tarde, un asesino ataca a las muchachas a las que aquella ola provocó la variante más agresiva. Tres asesinatos, tres cerebros extraídos.
—Sin olvidar los ojos —añadió Lucie.
—Sin olvidar los ojos… En resumen, en 2009, dieciséis años más tarde. Desenterramos cinco cadáveres cuya muerte se remonta a seis meses o un año atrás. Todos muertos o heridos de bala. Proyectiles en el torso o el cráneo, un tiro por delante o por detrás. ¿Qué sugiere esa última escena?
Lucie tomó la palabra:
—¿Gente que huye en todos los sentidos? ¿También esas personas fueron víctimas de la locura?
—O gente que intenta atacar, al igual que las chiquillas. Un ataque breve, instantáneo, sin signo precursor. No hay más opción que acabar con ellos y ocultar sus cuerpos.
Se puso en pie y se apoyó sobre la mesa, con las manos muy planas.
—Imaginen un grupo de cinco hombres. De unos veinte años, robustos, en buena forma física. En su mayoría, ex drogadictos que han dejado de consumir, obligados por las circunstancias: cárcel, internamiento, encierro disciplinario… Esos individuos no proceden de un entorno fácil, presentan numerosas fracturas antiguas, de las que uno se hace en una pelea. Sin olvidar los tatuajes, que señalan la necesidad de crearse una identidad, de mostrarse fuerte o de pertenecer a un clan. La presencia de un asiático subraya la diversidad de ese grupo y puede hacer suponer que no se conocían de partida. Esos hombres están juntos, en algún lugar. Les vigilan por lo menos otros dos hombres, armados con pistolas o fusiles.
—¿Por qué dos? —le interrumpió Péresse.
—Por el ángulo de entrada de los proyectiles, y la diversidad de los impactos. Delante, detrás… Luego, algo empezó a joderse. A los jóvenes se les cruzan los cables y se vuelven agresivos e incontrolables. Como las niñas con los conejos. Como las jóvenes víctimas egipcias. Son víctimas de una histeria colectiva.
Leclerc respiraba profundamente.
—Una agresividad que les ciega. Lo ven todo rojo, como… un toro bravo.
—Sí, es exactamente eso, un toro bravo. Y, sin embargo, a la vista del film, uno puede creer que a ese toro lo han logrado amansar. A los hombres, sin embargo, no se les puede amansar. Se les ordena que se detengan, pero no hay nada que hacer. Y entonces, como respuesta, se les dispara. Los que vigilaban no han tenido otro remedio. Les matan o les hieren. De una u otra manera, nuestros asesinos —el perfil del cineasta, el perfil del médico— están inmediatamente al corriente de que de nuevo se ha manifestado una histeria, así que se plantan allí y vuelven a empezar. Extirpan ojos y cerebros y luego entierran los cadáveres a dos metros bajo tierra…
—Así que, en tu opinión, ¿los asesinos de las muchachas en Egipto y los de los cinco hombres son los mismos?
—Así lo creo, aunque exista una enorme diferencia respecto al modus operandi utilizado en Egipto: allá, las víctimas aún estaban vivas cuando las sometieron a esos actos bárbaros, hubo torturas y mutilaciones post mórtem. Aquí, la ejecución fue mucho más sumaria.
Kashmareck, de tanto juguetear con su cigarrillo, había acabado por partirlo en dos.
—¿Qué pretendían realmente los asesinos?
—Aún lo ignoro, pero creo que está relacionado con esos fenómenos de histeria colectiva. En cualquier caso, tengo la impresión de que no estamos ante unos individuos independientes, aislados en un rincón. Hubo quien financió a Atef Abdelaal para que matara a su hermano, y los cadáveres de Gravenchon dan prueba de una gran profesionalidad.
Sharko miró a su jefe.
—De hecho, si pudieras ordenar que investigaran el término «síndrome E»… Fue el médico del Centro Salam quien me lo mencionó, a la par que las histerias colectivas. Simplemente un término que recordaba, sin que supiera su significado.
Leclerc tomó nota rápidamente.
—Perfecto. Bueno, voy a redactar el acta de la reunión. Las prioridades son: recuperar la lista del personal de las organizaciones humanitarias presentes en El Cairo en marzo de 1994. Me ocuparé de ello. En cuanto a usted, comisario Péresse, seguir la pista de la trata de seres humanos, por si acaso.
—De acuerdo.
—En cuanto a usted, comandante Kashmareck…
—Seguiré trabajando con los belgas. Y tengo entre manos un asesinato importante, el de Claude Poignet. Mis equipos están trabajando a tope y las vacaciones no ayudan.
—Muy bien… —Se volvió hacia Sharko—. Y tú…
El comisario miró su reloj y señaló a Lucie con un gesto de cabeza.
—Nos vamos a Marsella. Se ha podido identificar a la actriz de la película. Se llama Judith Sagnol y seguro que tendrá cosas que explicarnos. ¿Henebelle? ¿Nos lo explicas, para cerrar la reunión?
Lucie hojeó su cuaderno de notas.
—En la actualidad tiene setenta y siete años. Vive en París pero en esta época del año se halla de reposo en el hotel Sofitel del Vieux-Port. Es viuda y heredera de un antiguo abogado de empresa con el que contrajo matrimonio en 1956, o sea uno o dos años después del rodaje del film. Actuó en varias películas porno de los años cincuenta y posó para fotógrafos de desnudos y de calendarios y participó en lo que se llamaban home movies, películas amateurs en 8 milímetros. Según el historiador que la ha identificado, esa mujer no era precisamente recatada, y en círculos cerrados hacía algunos números sexuales bastante atrevidos.
—¿Ese historiador tiene alguna idea acerca de quién podría ser el propietario del film?
—Ninguna. Desconoce de dónde procede esa bobina y quién podría ser el realizador. De momento, la bobina sigue siendo un misterio absoluto.
Sharko se puso en pie y recuperó su carpeta de gomas y su cartera.
—En ese caso, esperemos que Sagnol conserve la memoria.