26

Debieron de circular una media hora. En cuanto el coche comenzó a dar tumbos, Sharko dejó de oír el ruido de la circulación. Sólo chisporroteos bajo los neumáticos. Luego, cada vez más, le pareció que tenía lugar el fin del mundo, tras la chapa del coche. Rugía un viento infernal, y por doquier caía una lluvia que crepitaba con una especie de campanilleo.

Una tormenta de arena.

Atef le llevaba al desierto.

Trató de liberarse por todos los medios, en vano.

Las vueltas de cinta adhesiva le cortaban las muñecas y el asqueroso trapo embutido en su garganta le había provocado ganas de vomitar varias veces. Bajo su nariz se agitaba gasolina en un barril. ¿Acaso iba a morir como un perro? ¿Cómo? ¿Le verterían gasolina sobre la cabeza y le prenderían fuego, como a Mahmud? Tenía miedo, terror a sufrir antes de irse al otro barrio. Podía soportar mucho, y morir entraba en las reglas del juego, pero no con sufrimiento. Ahora, la gran mano de las tinieblas iba a cerrarse sobre él como un sarcófago.

Reunirse con Suzanne y Éloïse, por un mal camino.

El todoterreno se detuvo. Cayó sobre él una luz gris y un montón de kilos de arena penetraron en el reducto y le azotaron el rostro. El viento gemía. Con la nariz tapada con una prenda de vestir, Atef Abdelaal le hizo salir del portaequipajes y le tiró del brazo. Tenía la sensación de que le azotaban las mejillas, la frente y los ojos. Anduvieron dos minutos, en línea recta al frente. En la niebla de arena y polvo, Sharko entrevió unas ruinas de piedra, con el techo hundido, roídas por las tempestades y el paso del tiempo. Una vivienda abandonada desde hacía mucho tiempo.

Su tumba. El lugar más miserable y anónimo del mundo.

Una vez en el interior, Atef le soltó. Cayó al suelo, tosiendo en su mordaza.

Un balde de agua en plena cara. La arena resbaló hasta su cuello. Atef maldecía en árabe.

El egipcio le desgarró la camisa y dio varias vueltas de cinta adhesiva alrededor de su torso para atarlo a una silla metálica. Sharko trataba de respirar con dificultad por la nariz. La sed le revolvía el estómago. Atef le arrancó la mordaza. El policía escupió varias veces antes de poder decir, con un hilo de bilis:

—¿Por qué?

Atef le dio un puñetazo en la nariz. El odio le deformaba los rasgos.

—Porque me lo han pedido, y porque por hacerlo me pagan como a un sultán.

Agitó el móvil de Sharko.

—Has recibido un mensaje.

Lo escuchó y colgó de inmediato.

—Una mujer de tu país, de voz bonita… ¿Te la tiras? ¿Está buena, hijo de perra?

Se echó a reír ruidosamente y consultó la lista de llamadas.

—Desde ayer no has llamado a nadie, muy bien, eres hombre de palabra y eso es algo raro entre los tuyos, los occidentales. Y para tu conocimiento: mi tío murió hace diez años.

El torturador desapareció en otra habitación. Alrededor de la casa en ruinas, la piel del desierto se adhería a la puerta y ventanas y se colaba por las grietas. Los dinteles estaban rotos, el suelo estaba cubierto de tejas y de las paredes sobresalían barras de hierro como puñales. Sharko sintió la cinta adhesiva alrededor de sus muñecas; ardía.

El egipcio regresó con una batería, pinzas de cocodrilo, cuchillos de punta curva y un bidón de gasolina. En aquel momento, el policía supo que iba a pasarlas moradas. Se debatió y recibió un puñetazo en el vientre. Alzó lentamente el mentón. Su nariz chorreaba sangre.

—Tu hermano… Fuiste tú…

—Nunca aceptó mi homosexualidad. A él le debo haber pasado cuatro días en las mazmorras putrefactas de Kasr El Nil. ¿Sabes qué es lo que más les gusta allí? Colgarte de la falaka, azotarte los pies con una fusta y darte por el culo con su porra.

De una pequeña mochila extrajo un dictáfono y una cantimplora de agua. Bebió un trago.

—Me ocupé de él personalmente. Un juego de niños. Tenía que dejar de meter las narices en aquel caso.

—¿Quién da las órdenes?

—No me creerás si te digo que no lo sé, pero me trae sin cuidado. Esa gente me ofreció una vida, me permitieron ser alguien respetable. Y ahora, explicarás en esta cinta magnetofónica todo lo que la policía francesa sabe sobre el asunto. Responderás a mis preguntas o te cortaré a pedazos.

Se frotó la boca y sus ojos de demente. Los granos de arena atravesaban el cuartucho y rechinaban contra las paredes. Maldijo en árabe y puso en marcha la batería. Las pinzas emitieron una carcajada sarcástica entre un chorro de centellas, y pareció que el aire chisporroteaba. Sin previo aviso, el egipcio las pegó contra el pecho de Sharko.

Su alarido se mezcló con el gemido del desierto.

Atef le dio al botón del dictáfono. Aquel cerdo estaba disfrutando.

—Háblame de los cadáveres desenterrados. ¿Hay manera de poder identificarlos?

En los ojos del policía se formaban lágrimas.

—¡Jódete! Mátame si quieres… Ya me da lo mismo…

Atef agitó el barril de gasolina.

—Te voy a quemar un poco, jugaré con mis cuchillos y luego te soltaré vivo en el desierto para que en unas horas se te coman las hienas y los buitres. Nunca encontrarán tu cuerpo.

Golpeó a Sharko en el rostro con el bidón.

Un crujido. Un chorro de sangre.

—Quieren la grabación, ¿me entiendes? Tengo que probarles que he hecho bien mi trabajo, que pueden confiar en mí. Todo esto no habría pasado si no hubieras sido tan testarudo. Pero eres como mi hermano, hubieras seguido hasta el final. Husmeando, interrogando a quien hubiera hecho falta, hubieras acabado por descubrir la pista de los hospitales tú solo.

La aguja del voltaje de la batería recorrió el cuadrante en una décima de segundo. Sharko se contorsionó y apretó las mandíbulas. En su frente se hinchó una vena y le pareció que sus órganos deseaban abandonar su cuerpo. Tras cesar la tormenta eléctrica, sintió que su cabeza caía hacia un lado y una violenta bofetada le hizo volver en sí.

—¿Qué sabes del síndrome E?

El comisario alzó el mentón, al borde de la inconsciencia. Todo su cuerpo le torturaba.

—Más de lo que… puedas imaginar.

Otra bofetada. Sus ojos se volvieron hacia la parte trasera de la habitación. Eugénie estaba sentada como una india en un rincón, y desgranaba arena entre sus dedos. Le miraba con su mirada más dura.

—¿Se puede saber qué hacemos aquí, Franck?

Sharko tenía la vista empañada y las lágrimas le inundaban los ojos. Sus labios se despegaron y desvelaron una sonrisa triste. De su nariz y sus encías chorreaba sangre.

—¿De verdad crees que he tenido elección?

Atef frunció el entrecejo y volvió a mostrar las pinzas amenazadoramente.

—¿Qué dices?

Eugénie se puso en pie, con la mirada encolerizada.

—Siempre se puede elegir.

—No cuando uno tiene las manos atadas a la espalda.

Los globos oculares de Sharko giraban en sus órbitas siguiendo el desplazamiento de la chiquilla. Atef dio un paso atrás y se volvió. Entonces, el comisario se puso en pie y se abalanzó sobre él, junto con la silla, con la cabeza por delante. Dio contra Atef con toda su fuerza, en pleno abdomen. El impacto impulsó al árabe hacia atrás y se produjo un ruido de aspiración cuando chocó contra la pared. Una barra de acero salió por el costado izquierdo de su pecho. Sus miembros se distendieron, pero no estaba muerto. Su rostro se retorcía de dolor y su boca ya no emitía sonido alguno. Se llevó las manos a la barra de metal, sin fuerzas para nada más. De sus labios comenzó a manar sangre, probablemente de un pulmón perforado.

Sharko se dejó caer de costado, extenuado, con la espalda dolorida. Eugénie se había aproximado a Abdelaal y le observaba con una mueca.

—Tu vida siempre es así. Muertos, miedo, sufrimiento… No tengo diez años, querido Franck, y admiro el espectáculo que me ofreces desde hace tiempo. Es asqueroso.

En una posición forzada, Sharko logró arrastrarse hasta los cuchillos, que pudo asir con sus dedos.

—Nunca te he retenido. Nunca te he obligado a seguirme. No me lleves la contraria.

Sin excesiva dificultad, logró deshacerse de sus ataduras. Se puso en pie y se lanzó a por la cantimplora de agua que Atef había traído consigo. Bebió hasta saciarse. El líquido le chorreaba por el mentón y el torso, allí donde se le habían quemado puñados de pelos. Olía a quemado. Con un trozo de tela se frotó la nariz y se acercó a Atef, que aún respiraba. Sharko registró los bolsillos de su torturador. Documentación, cartera y un encendedor. Recuperó las llaves del coche y su propio móvil y vertió gasolina sobre la cabeza del árabe. Los ojos del agonizante aún hallaron fuerzas para abrirse como platos.

Sharko señaló con el mentón a Eugénie, sentada en un rincón.

—No estás obligada a verlo.

—Quiero verte a ti. Quiero ver de qué horrores te alimentas para vivir.

—Se lo merece. ¿Puedes comprenderlo?

Sharko apretó las mandíbulas, dubitativo. Lentamente, sus ojos fulminantes se alzaron hacia los de Atef. Se acercó a diez centímetros de sus labios.

—Durante toda mi vida he perseguido a cerdos como tú. Si hubiera podido, los hubiera matado a todos. Me revuelven las entrañas.

Le dio a la piedra del encendedor y sonrió:

—Gracias por la pista de los hospitales. Y esto es por tu hermano, hijo de puta.

Se quedó allí, inmóvil, quería que el árabe se fuera al infierno con la imagen de su rostro como última imagen. Volvió a sonreír cuando Atef se retorció al exhalar el último aliento y su piel comenzó a crepitar.

Luego se despreocupó de Eugénie y salió corriendo, con la cabeza gacha. A su alrededor era el apocalipsis. El desierto se agitaba y no se veía a diez metros de distancia. El humo negro se mezclaba con la arena. Sharko vio el todoterreno y se refugió en él. Tuvo que esperar media hora hasta que amainó la tempestad, que se alejaba hacia el oeste como el rodillo de una apisonadora gigante. El registro del coche no aportó nada. Ni móvil, ni notas manuscritas. Sólo un bolígrafo y unos Post-it. Aquel cerdo engominado había sido prudente. Por lo que respecta al mensaje en el móvil, se trataba de Henebelle. Sharko la llamaría una vez de vuelta en París.

El vehículo disponía de GPS, y podía utilizarse en inglés. El policía probó «Cairo center». Y, por alucinante que pueda parecer, el chisme calculó y le propuso un itinerario. Unos quince kilómetros por delante, diez de ellos sobre los pedruscos ardientes del desierto. Nadie encontraría a Abdelaal en mucho tiempo.

Contempló sus manos: no temblaban. Le había quemado el rostro a un hombre a sangre fría, sin asco. Simplemente animado por un odio peligroso. Ya no se creía capaz, pero en él habitaban aún las tinieblas, vivas y coleando. Uno no se deshace nunca de esas cosas.

Antes de ponerse en camino, Sharko anotó precisamente las coordenadas GPS de su posición, aunque no creía que nunca tuviera que regresar a aquel lugar…

Enseguida reconoció los primeros contrafuertes de las colinas del Mokatam, y la ciudadela de Saladino. Una vez llegado a la ciudad, tiró el GPS por la ventana y abandonó el todoterreno en un rincón despoblado, cerca de la Ciudad de los Muertos, con las puertas abiertas. Dado el barrio y la cantidad de vendedores de piezas de automóvil por metro cuadrado, en menos de una hora el vehículo estaría completamente desguazado.

Tenía suerte. En Francia, difícilmente hubiera podido escapar de un crimen semejante, con los medios técnicos y el empecinamiento de las unidades de la policía por descubrir la verdad. Pero allí… El calor, el desierto, los carroñeros y, sobre todo, unos policías incompetentes…

A pie, Sharko llegó hasta unas calles más anchas, al otro lado de la ciudadela. Por una vez, el zumbido de la circulación producía un efecto tranquilizador. Un taxi hizo sonar el claxon y Sharko levantó la mano. El taxista le miró extrañado cuando tomó asiento detrás.

That's OK?

That's OK

Sharko indicó el Centro Salam, en el barrio de Ezbet El Nagl.

Are you sure?

Yes.

Se enjugó el rostro con un pañuelo y lo retiró cubierto de sangre y arena. A cada gesto rechinaba por todas partes, hasta los zapatos.

En un primer momento pensó en contárselo todo a Lebrun, pero luego cambió de opinión. No se imaginaba anunciando a la embajada de Francia que había matado a un hombre en legítima defensa en territorio egipcio. Nadie creería su historia, y Nuredín le tenía entre ceja y ceja. No se andarían con chiquitas y se arriesgaba a provocar un incidente diplomático o acabar en prisión. El talego egipcio no, gracias, ya había recibido una ración de torturas. Así que no tenía elección, tenía que mantener el secreto y actuar por su cuenta. Y, consecuentemente, dejar de lado la oportunidad de obtener información investigando el pasado de Atef Abdelaal.

De camino, trató de poner orden a aquella historia disparatada.

Quince años antes, un asesino con conocimientos de medicina había eliminado violentamente a tres muchachas, sin dejar rastro alguno aparente. El caso llega a un punto muerto, pero un policía egipcio puntilloso se empecina, sigue una pista y envía un telegrama a la Interpol. El asesino, o alguien en contacto con el asesino, está al corriente de ello. ¿Son policías? ¿Políticos? ¿Altos funcionarios con acceso a ese tipo de información? En resumen, esas personas deciden hacer desaparecer a Mahmud y buena parte del dossier del caso. Para actuar, utilizan al hermano del policía, que se convierte, en cierto modo, en su centinela en territorio egipcio. Aquí todo se compra con dinero. El odio que separa a los hermanos es conocido por los que mueven los hilos… Pasa el tiempo. El descubrimiento de Gravenchon alborota el gallinero y se establece, aunque tenue, la relación con Egipto. Sharko desembarca en Egipto, el árabe alerta a sus contactos, probablemente tras el encuentro en el terrado del edificio. «Alguien» le pide que indague, que trate de averiguar cuáles son los planes del policía francés. Y probablemente le dan una última orden: eliminar al policía si éste mete las narices en el caso. Para hacer caer a Sharko en la trampa y cazarlo, Abdelaal le habla de su tío, antes de tratar de liquidarlo al día siguiente.

En su interrogatorio, el árabe había mencionado el síndrome E. «¿Qué sabes del síndrome E?», le preguntó. ¿Qué se ocultaba tras aquel término bárbaro? ¿Y qué temían que se descubriera los hombres ocultos tras aquella historia?

Con un suspiro, Sharko se palpó los brazos y las mejillas. Estaba allí, y vivo. Sí, su cerebro patinaba, pero su carcasa aún tenía aceite en el motor. Y, a pesar de los pequeños michelines que se habían acomodado en su cintura y de sus huesos que a menudo se quejaban, estaba orgulloso de aquel cuerpo que nunca le había abandonado.

Hoy, había vuelto a convertirse en policía de calle.

Un fuera de la ley.