Tras el infecto almuerzo con su hija —una loncha de asado y patatas hervidas—, Lucie se pasó por su casa, un pequeño apartamento entre residencias de estudiantes, junto al barrio de la Universidad católica. El bulevar arbolado estaba flanqueado por edificios de arquitectura neogótica, entre ellos el de la Universidad católica, que regurgitaba a sus miles de alumnos a través de las arterias de la ciudad. Rodeada de tantos jóvenes, y con sus hijas que se iban haciendo mayores, Lucie se sentía cada día un poco más vieja.
Abrió la puerta, entró en el apartamento y dejó la bolsa de ropa sucia junto a la lavadora. Necesitaba poner de inmediato una en marcha para deshacerse del horrible tufo del hospital. Luego se dio una ducha tibia y dejó que el chorro de agua le azotara la nuca y le mordisqueara los senos. Esos dos días sin pasar por casa, comiendo hervidos, lavándose de cualquier manera y durmiendo en un sillón le habían hecho ver hasta qué punto a ella le gustaba su vida, con sus hijas, sus costumbres y la película que veía cada noche calzada con las zapatillas con forma de conejo que las gemelas y su madre le regalaron para su santo. Cuando uno se aleja de las cosas más sencillas se da cuenta de que en definitiva no son tan feas.
Una vez seca, optó por ponerse una túnica azul de seda, ligera y suave, que dejó caer naturalmente sobre sus caderas, por encima del pantalón pirata que le llegaba a la pantorrilla. Le gustaba el perfil de sus piernas, bronceadas gracias al footing que practicaba dos veces por semana alrededor de la Ciudadela. Desde que las gemelas iban a la escuela y se quedaban a comer allí, había conseguido conciliar el trabajo, el ocio y la familia. Como decía su madre, volvía a ser una mujer.
Echó un vistazo a su ordenador para consultar su cuenta en Meetic. Su fracaso con Ludovic no había enfriado sus relaciones con el ordenador. No conseguía desprenderse de esa forma de relación, virtual, empaquetada. Era peor que una droga y, sobre todo, permitía ahorrar tiempo. Porque, como a todo el mundo, siempre le faltaba tiempo.
En su perfil se habían acumulado siete nuevas peticiones. Las consultó rápidamente y de entrada rechazó cinco y separó dos, unos hombres morenos de cuarenta y tres y cuarenta y cuatro años. La seguridad que desprende un macho alrededor de la cuarentena era una de las prioridades en su búsqueda. Una presencia tranquilizadora, fuerte, que no la dejaría de lado a las primeras de cambio.
Salió, sintiendo el fresco en la nuca. Se dio cuenta entonces de que su llave encajaba con un roce distinto al habitual en la cerradura. Parecía que se enganchaba con algo en el momento de cerrar con dos vueltas. Lucie se inclinó y observó atentamente el metal, y volvió a intentarlo. Y aunque consiguió cerrar la puerta, el obstáculo seguía allí. Contrariada, volvió a abrir y registró visualmente el interior de su salón y se aventuró en las otras habitaciones. Exploró los armarios donde guardaba sus DVD y sus novelas. A primera vista, parecía que no se había tocado nada… Evidentemente, le vino a la cabeza la presencia fantasmal en la casa de Ludovic. El tipo que había hurgado allí podría perfectamente haber tomado nota de la matrícula de su coche al salir y dirigirse a su casa. Cualquier otra persona hubiera pensado que aquella cerradura ya era vieja y que tal vez le convenía un poco de aceite. Lucie se encogió de hombros, sonrió y finalmente se marchó. Tenía que dejar de preocuparse por minucias. Y sin embargo, no pudo evitar observar largo tiempo a través del retrovisor tras su marcha y trató de convencerse de que la película estaba a salvo en manos de Claude Poignet.
Llegar hasta Lieja en un coche viejo sin aire acondicionado por las autopistas llenas de baches de Bélgica era una proeza, pero logró hacerlo de una tirada. Luc Szpilman le abrió la puerta. Un inmundo piercing le atravesaba el labio inferior.
—¿Es usted con quien he hablado por teléfono?
Lucie asintió y le mostró su carnet tricolor. Había justificado su visita explicando una media verdad: uno de los films que Ludovic Sénéchal se había llevado intrigaba a la policía por la naturaleza de sus imágenes violentas.
—En efecto. ¿Puedo entrar?
Él la examinó con sus ojitos porcinos. Parecía que los cabellos le hubieran estallado sobre la cabeza, al estilo de los Tokyo Hotel.
—Pase, pero sobre todo no me diga que mi padre estaba implicado en algún tipo de tráfico.
—No, no. No se preocupe.
Se instalaron en el amplio salón al que se accedía por unos escalones que sumergían la habitación bajo el nivel del suelo. Un techo de cristal dejaba ver el cielo límpido, de un azul profundo. A Lucie le pareció una especie de invernadero gigante. Luc Szpilman se abrió una cerveza y ella optó por un vaso de agua. En algún lugar de la casa alguien tocaba un instrumento de música. Las notas danzaban, ligeras y hechizantes.
—Un clarinete. Es mi novia.
Sorprendente. Lucie se lo hubiera imaginado más bien con una compañera que tocara la guitarra eléctrica o la batería. Decidió no perder tiempo y centrarse en el motivo de la visita.
—¿Aún vivía con su padre?
—A veces. La verdad es que los dos ya casi no nos hablábamos pero él nunca tuvo el valor de echarme a la calle. Así que me movía entre aquí y la casa de mi novia. Ahora que él ya no está aquí, la decisión está tomada.
Se bebió de un trago la mitad de su cerveza —una Chimay roja de 7°— y la depositó sobre una mesa de cristal, junto a un cenicero en el que había colillas de porros. Lucie intentaba situar a aquel zángano: un chaval rebelde, sin duda mimado en su juventud. La reciente muerte de su padre no parecía haberle afectado mucho.
—Me gustaría conocer las circunstancias del fallecimiento.
—Ya se lo he explicado todo a la policía y…
—Por favor.
Él suspiró.
—Estaba en el garaje. El viejo ya no tenía coche, así que habíamos instalado allí nuestros instrumentos de música. Estaba componiendo un tema con un colega y mi novia. Debían de ser las 20:25 cuando oí un fuerte estruendo en el piso. Primero me precipité aquí, porque a esa hora, la de las noticias, mi padre nunca se levantaba de su sillón. Luego subí al primer piso y entonces vi que la puerta del desván, en el segundo, estaba abierta. Eso sí que era extraño.
—¿Por qué?
—Mi padre tenía más de ochenta tacos. Aún podía andar, incluso a veces iba a pie a la ciudad para ir a la biblioteca, pero ya nunca subía allí porque los escalones son muy empinados. Cuando quería ver una de sus pelis, me la pedía a mí.
Lucie sintió que estaba ante una buena pista. Un hecho tan repentino como inesperado había espoleado al padre a subir sin pedir ayuda a su hijo.
—Y luego, ¿en el desván?
—Allí fue donde descubrí su cuerpo, al pie de la escalera.
Luc miró al suelo, con las pupilas dilatadas, y se recobró en una fracción de segundo.
—Había sangre bajo su cráneo. Estaba muerto. Me pareció curioso verle así, inmóvil, con los ojos abiertos. Inmediatamente llamé a una ambulancia.
Volvió a asir su cerveza con pulso firme, sin dejar entrever nada. En cierta medida, un hijo nacido de un padre ya maduro sin duda no había visto en su progenitor más que a un viejo torpe que nunca pudo jugar un partido de fútbol con él. Lucie señaló con el mentón hacia el retrato de un hombre entrado en años, de mirada firme e iris negros. Un rostro tan severo como la muralla de China.
—¿Es él?
Asintió, estrujando la cerveza con ambas manos.
—«Papá», en todo su esplendor. Cuando lo pintaron yo ni siquiera había nacido y él tenía ya cincuenta años… ¿qué le parece?
—¿Cuál era su profesión?
—Conservador de la FIAF, la Federación Internacional de Archivos Fílmicos. Iba allí a menudo a husmear. La FIAF es el organismo encargado de preservar el patrimonio cinematográfico de numerosos países. Mi padre se pasó la vida en el cine. Era su gran pasión, junto con la historia y la geopolítica del último siglo. Los conflictos más importantes, la guerra fría, el espionaje y el contraespionaje… Lo sabía todo sobre esos temas.
Alzó los ojos.
—Por teléfono me dijo que había un problema con una de las películas del desván…
—Sí, probablemente la que trataba de recuperar aquella noche. Un cortometraje de 1955, en el que en la primera escena aparece una mujer a la que le cortan un ojo. ¿Le suena?
Se tomó un tiempo para pensar.
—Nada, en absoluto. Nunca miraba sus películas, sus viejas historias sobre espionaje no me interesaban. Y mi padre las veía todas en su sala privada. Estaba loco por el cine, y era testarudo, capaz de ver la misma película veinte o treinta veces.
Soltó una risa nerviosa.
—Mi padre… Creo que mangaba muchas de esas bobinas en la FIAF.
—¿«Mangaba»?
—Sí, las mangaba. Era uno de sus defectos de coleccionista, nunca pudo evitarlo. Una especie de tic obsesivo, si quiere llamarlo así. Sé que muchos otros colegas estaban al tanto y hacían lo mismo, puesto que, por lo general, esas películas nunca salen de allí. Mi padre no quería que esas bobinas se pudrieran en largos pasillos sin alma. Era de esos que acarician las latas como si acariciaran a su viejo gato.
Lucie le escuchó y luego le habló de la chiquilla en el columpio, de la escena del toro. Luc siguió negando y parecía sincero, así que ella le pidió que la acompañara al desván.
En las escaleras comprendió por qué el padre ya no subía allí, pues los escalones desafiaban la verticalidad. Una vez en el desván, Luc se dirigió hacia la escalera y la empujó hasta la esquina opuesta.
—La escalera se hallaba aquí, justo en este sitio, cuando descubrí el cuerpo.
Lucie observaba con atención aquel lugar. El antro íntimo de un apasionado.
—¿Por qué se ha movido?
—Por aquí ha pasado un montón de gente, y aún pueden venir más. Desde ayer por la mañana, las películas se venden como rosquillas.
Lucie sintió de repente que en su mente se establecía una conexión.
—¿Todos los visitantes han comprado películas?
—No, todos no.
—Sea más preciso.
—Hubo un tipo que llegó justo después de su amigo, y que tenía una pinta rara.
Hablaba a borbotones, se estaba volviendo locuaz. Efecto de la cerveza, sin duda.
—Sea aún más preciso.
—Llevaba el pelo corto. Rubio, cortado a cepillo. Menos de treinta años. Un tío corpulento con botas militares o unos zapatones similares. Registró el desván de arriba abajo, parecía buscar algo muy concreto entre las bobinas. Al final no se llevó nada pero me preguntó si ya habían pasado otras personas y si se habían llevado películas. Le hablé de Ludovic Sénéchal y cuando le expliqué lo de la película sin etiqueta que se había llevado me dijo que quería hablar con Sénéchal. Por eso le di la dirección.
—¿Tenía su dirección?
—En el cheque de cuatrocientos euros que él me dio.
Así que todo comenzó de esa manera. Al igual que Ludovic, el misterioso individuo debió de leer el anuncio por casualidad y se dirigió allí de inmediato. Llegó demasiado tarde puesto que Ludovic, que vivía cerca de la frontera, le pasó la mano por la cara. ¿Acaso eso significaba que aquel tipo se pateaba los mercadillos, vigilaba los anuncios clasificados desde hacía lustros, con la secreta esperanza de poder hacerse con esa película desaparecida?
Lucie frió a Szpilman a preguntas. El visitante llegó en un coche común, le pareció que era un Fiat negro. Con matrícula francesa, de la que era incapaz de recordar el número.
Regresaron al salón. Lucie observó la gigantesca pantalla plana, incrustada en la pared. Szpilman había dicho que su padre estaba viendo las noticias poco antes de su muerte.
—¿Tiene usted idea de qué llevó a su padre a subir al desván de repente?
—No.
—¿Qué cadena estaba mirando?
—La nacional francesa, TF1. Era su preferida.
Lucie se dijo que tendría que ver las noticias del día de la muerte, por si acaso.
—¿Vino alguien a verle, antes de que subiera al desván? ¿Por la mañana? ¿Aquella tarde?
—No, que yo sepa.
Ella miró en derredor. En la habitación no había teléfono fijo.
—¿Su padre tenía móvil?
Luc Szpilman asintió con la cabeza. Lucie se sirvió otro vaso de agua de la jarra, fingiendo despreocupación. En su interior, estaba en plena ebullición.
—¿Lo llevaba encima en el momento de su fallecimiento?
El joven pareció dar un brinco y aplastó el dedo índice sobre la mesa baja.
—Estaba ahí. Esta mañana lo he recogido y lo he puesto en aquella estantería, allí. La policía ni siquiera preguntó por él. Cree que…
—¿Puede mostrármelo?
Fue en busca del móvil. Evidentemente, no tenía batería. Lo conectó al cargador y enchufó éste, y se lo tendió a Lucie. Un teléfono en un estado lamentable, pero que aún permitía consultar el listado de llamadas, con la fecha y la hora. Primero examinó las llamadas recibidas. La última era de la víspera de la muerte, del domingo por la tarde. Una tal Delphine De Hoos. Luc le explicó que era la enfermera, que de vez en cuando le visitaba para extraerle sangre. Las otras llamadas se alejaban en el tiempo y, según el hijo, eran normales. Simplemente algunos viejos amigos o colegas de la FIAF, con los que su padre bebía vodka de vez en cuando.
Lucie se sumergió luego en la lista de llamadas efectuadas. Su corazón dio un vuelco.
—Vaya, vaya…
La última era del lunes de los hechos, a las 20:08, o sea un cuarto de hora antes de caer de la escalera. Pero había algo aún más interesante que la fecha. El número de teléfono era, como mínimo, poco corriente: +1 514 689 8724.
Lucie mostró la pantalla a Szpilman.
—Llamó al extranjero pocos minutos antes de morir. ¿El número o el prefijo le suenan?
—¿Estados Unidos, tal vez? A veces llamaba allí para sus investigaciones históricas.
—No lo creo…
Lucie sacó su propio móvil y marcó un número, una intuición le rondaba en la cabeza. No pondría la mano en el fuego, pero…
Una voz, al otro lado de la línea, interrumpió sus pensamientos. Información telefónica. Lucie planteó su pregunta:
—Quisiera saber a qué país corresponde este número de teléfono: +1 514 689 8724.
—Un momento, por favor.
Silencio. Lucie, con el móvil sostenido entre la oreja y el hombro, le pidió a Luc papel y bolígrafo y anotó rápidamente el número. La voz volvió al auricular.
—¿Señora? Es el prefijo de la provincia de Quebec. Montréal, para ser más precisa.
Lucie colgó. Una palabra se formaba entre sus labios mientras observaba fijamente a Luc.
—Canadá…
—¿Canadá? ¿Por qué llamaría a Canadá? Si no conocemos a nadie allí…
Lucie se dio tiempo para asimilar la información. Por alguna razón desconocida, Wlad Szpilman llamó de repente a alguien que vivía en el país donde se fabricó la película. Repasó las llamadas precedentes, hasta una semana antes, pero no había rastro alguno de aquel número.
—¿Su padre escribía acerca de sus films o de sus contactos? ¿Unas fichas? ¿Algún cuaderno, tal vez?
—No, que yo sepa. Estos últimos años la vida de mi padre se reducía a unos pocos metros cuadrados, entre aquí, la sala de proyección y su despacho.
—¿Podría echar un vistazo a su despacho?
Luc se mostró dubitativo y acabó su cerveza.
—De acuerdo, pero tendrá que explicarme qué está pasando. Era mi padre y tengo derecho a saber.
Lucie asintió. Luc la condujo a una habitación limpia, bien ordenada, con ordenador, revistas, periódicos y biblioteca. Echó un vistazo a los papeles y los cajones. Sólo material de oficina, un PC, nada sorprendente. La biblioteca, al fondo, contenía muchos libros de historia acerca de las guerras, masacres y genocidios. Armenios, judíos, ruandeses… Había también un buen espacio dedicado a la historia del espionaje: CIA, MI5, teoría de la conspiración… Y libros en inglés, con nombres que nada le decían a Lucie: Bluebird, Mkultra, Artichoke. Wlad Szpilman parecía preocuparse por el lado oscuro del mundo en el siglo pasado. Lucie se volvió hacia Luc, señalando los libros.
—¿Cree que su padre ocultaba algo importante, algún secreto?
El joven se encogió de hombros.
—Mi padre era más bien paranoico. No era de los que me hubieran hablado de cosas así, era su pequeño universo secreto.
Tras recorrer la habitación, Lucie se hizo acompañar a la salida, y le dio las gracias a Luc Szpilman mientras le entregaba su tarjeta profesional, en cuya parte posterior anotó su número de móvil personal, por si le era necesario. Ya en su coche, más tranquila, sacó su móvil y marcó el número de Canadá. Sonaron cuatro señales de llamada estresantes antes de que alguien descolgara. Ni un ruido, ni un diga. Así que Lucie espetó:
—¿Diga?
Un largo silencio. Lucie repitió:
—¿Diga? ¿Con quién hablo?
—¿Quién es usted?
Una voz masculina, con un fuerte acento quebequés.
—Lucie Henebelle. Llamo de…
Un sonido brusco. Habían colgado. Lucie pensó en un tipo nervioso, desconfiado, prevenido. Desconcertada por la brevedad de la conversación, salió de su coche y llamó de nuevo a la puerta de la casa de Szpilman.
—¿Otra vez usted?
—Necesito el móvil de su padre.