Sharko, fuera de sí, abrió las puertas de los lavabos del SRPJ de Rouen una tras otra, para asegurarse de que nadie andaba por allí. A través de los cristales, caía un sol de justicia y el sudor se le pegaba a las sienes. Era abominable. Se volvió bruscamente, con los ojos inyectados de sal y de cólera.
—¿Quieres dejarme en paz, Eugénie? Ya te devolveré la salsa de cóctel, ¡pero ahora no! Estoy trabajando, por si no lo sabes.
Eugénie estaba sentada en el borde del lavabo. Llevaba un vestido azul, zapatos rojos de hebilla, y se había recogido sus largos cabellos rubios con una goma. Disfrutaba maliciosamente jugueteando con un mechón de cabellos entre sus dedos. No sudaba ni una gota.
—No me gusta cuando haces esas cosas, Franck. Tengo horror a los esqueletos y los muertos. Éloïse también tenía miedo, así que ¿por qué vuelves a las andadas y me haces eso? ¿Acaso no estabas bien en tu oficina? Ahora ya no quiero marcharme. Quiero estar contigo.
Sharko iba y venía como un hervidor a punto de estallar. Corrió hasta el lavabo y hundió la cabeza bajo el agua helada. Cuando alzó de nuevo la cabeza, Eugénie aún estaba allí. La apartó con el brazo pero ella no se movió.
—Cállate, Eugénie. Lárgate. Con el tratamiento tendrías que haberte largado, tendrías que haber desapa…
—Pues volvamos a París ahora mismo. Quiero jugar a los trenes. Si eres malo conmigo, si vuelves a ver esqueletos, esto acabará mal. El tonto de Willy ya no te puede molestar, pero yo aún sí. Y cuando quiera.
Peor que una sanguijuela. El comisario se llevó las manos a la cabeza, salió bruscamente de los lavabos y cerró la puerta tras de sí. Giró en un pasillo. Eugénie, con su traje chaqueta, estaba sentada frente a él sobre el linóleo. Sharko pasó junto a ella ignorándola y se dirigió al despacho de Georges Péresse. El jefe de la criminal hacía malabarismos con su móvil y el teléfono fijo. Frente a él se había acumulado el papeleo. Tapó el auricular con la palma de la mano y señaló a Sharko con el mentón.
—¿Qué pasa?
—Interpol… ¿Tiene noticias?
—Sí, sí, ayer se envió el formulario a la oficina central nacional.
Péresse retomó su conversación. Sharko permaneció en el marco de la puerta.
—¿Puedo ver el formulario?
—Por favor, comisario… Estoy ocupado.
Sharko asintió y volvió a su lugar de trabajo, un pequeño espacio que le habían cedido en una sala abierta en la que había cinco o seis funcionarios de policía. Era julio, el cielo azul, las vacaciones. A pesar de la importancia de los casos en curso, el servicio funcionaba al ralentí.
El policía se sentó en su silla. Eugénie le había puesto nervioso, no había logrado canalizarla como en su despacho, en París. Llegaba con las alforjas cargadas de viejos recuerdos, obsesiones, para verterlos en su cabeza. Sabía perfectamente dónde pulsar para herirle profundamente. En definitiva, le castigaba cada vez que volvía a comportarse como un policía.
Se sumergió de nuevo en sus papeles, con un bolígrafo entre los dedos, mientras la chiquilla jugueteaba con un abrecartas. No cesaba de hacer ruido, y Sharko sabía que era inútil que se tapara los oídos: ella estaba dentro de él, en algún lugar bajo su cráneo, y no se largaría hasta que ella misma lo decidiera.
Por supuesto, el policía hizo todo lo posible para que nadie notara nada. Debía parecer normal, lúcido. Así era como había podido salvar el culo en las oficinas de Nanterre. Cuando por fin Eugénie se largó, pudo examinar sus notas. Por el lado médico-forense y el toxicológico, se había avanzado mucho. Los análisis más exhaustivos de los huesos, principalmente con escáner, habían permitido descubrir, en cuatro de los cinco esqueletos, fracturas antiguas —muñecas, costillas, codos…— con consolidación, lo que significaba que se remontaban a menos de dos años, y anteriores a la muerte, puesto que estaban coloreadas. Así que aquellos hombres anónimos no eran de los de matar el tiempo tras una mesa de despacho. Las fracturas podían deberse a caídas relacionadas con su oficio, un deporte singular como el rugby, o peleas. Aquel mismo día, más temprano, Sharko había pedido que trataran de establecer conexiones con los diferentes hospitales y clubes deportivos de la región. La investigación estaba en curso.
A falta de cabellos, el análisis toxicológico del vello púbico fue muy clarificador. Tres de los cinco individuos —y el asiático era uno de ellos— habían sido consumidores de cocaína y de Subutex, un sustitutivo de la heroína. El examen segmentario del pelo, por corte en fragmentos, había mostrado que en los tres casos la absorción de productos estupefacientes primero había disminuido de manera considerable para finalmente desaparecer en las últimas semanas antes de su muerte. El análisis de las pupas de insectos no había revelado nada. Si los hombres se hubieran drogado durante sus últimas horas, se hubieran hallado restos en la queratina de los caparazones de los insectos. Por ese motivo, el comisario había anotado que se verificaran las salidas de los centros de desintoxicación y de las prisiones, ya que el Subutex era una droga corriente entre rejas. Tal vez se trataba de un asunto de ex presidiarios, camellos o tipos implicados en una historia ligada al tráfico de drogas. No había que desestimar ninguna pista.
Por último, el pequeño conducto de plástico hallado junto a la clavícula en el cadáver mejor conservado. Los análisis no habían mostrado presencia de productos ligados a una quimioterapia. Además de las hipótesis planteadas por el forense, el informe establecía que aquella cánula también hubiera podido utilizarse para unir finos electrodos implantados en el cerebro a un estimulador colocado bajo la piel. A esa técnica se la denomina estimulación cerebral profunda y se utiliza para curar depresiones graves, limitar los temblores de la enfermedad de Parkinson o eliminar el trastorno obsesivo compulsivo. Ése era un punto interesante, dado que el asesino parecía interesarse por el cerebro de sus víctimas.
—¿Qué estás escribiendo?
Eugénie había regresado. Sharko la ignoró displicentemente y trató de proseguir su reflexión. La chiquilla golpeteaba la mesa con un abrecartas, cada vez más fuerte.
—Éloïse está muerta, tu mujer está muerta. Éloïse y tu mujer están muertas. Y todo por tu culpa…
La pequeña cabrona… Era su frase preferida, la que lo hería en lo más profundo del corazón. El policía apretó los dientes.
—¡Que te calles, joder!
Unas cabezas se volvieron hacia Sharko. Se puso en pie de un salto, con los puños apretados. Se abalanzó sobre un brigada que hacía fotocopias y le mostró su identificación de comisario.
—Sharko, OCRVP.
—Lo sé, comisario. ¿Desea alguna cosa?
—Necesito que vaya a por unas castañas confitadas y salsa de cóctel. Un bote de un kilo de pink salad. ¿Podrá hacerlo? No importa la marca de las castañas, pero la salsa, no lo olvide, tiene que ser pink salad, no puede ser otra.
El hombre abrió los ojos de par en par.
—Es que…
El policía parisino se llevó las manos a las caderas y sus hombros se ensancharon. Con sus kilos de más, Sharko, ya de constitución robusta, imponía respeto.
—Dígame, brigada…
El joven policía no volvió a protestar y desapareció. Sharko volvió a su lugar. Eugénie le sonreía.
—Hasta luego, Franck.
—Eso, eso, quédate en tu casa.
Ella se puso a correr dando saltitos y desapareció tras un panel de corcho. El comisario inspiró, con los párpados cerrados. Por fin volvía la calma. Ronroneo de los ordenadores, suelas rechinantes de los colegas. Prosiguió con sus cavilaciones y hojeó rápidamente las páginas técnicas de los diferentes informes. No descubrió gran cosa más. Los análisis de ADN estaban en curso, al igual que la reconstrucción facial, que sin duda no conduciría a ningún lado. Hasta el momento, el caso podía reducirse a esta breve descripción: cinco hombres entre veintidós y veintiséis años, uno de ellos asiático, en su mayoría ex consumidores de droga, habían sido heridos o muertos por bala. Cráneos serrados, ojos arrancados, manos cortadas y cuerpos enterrados. Genial…
La investigación en sí misma no progresaba en demasía. Lo peor era que el archivo de desapariciones inquietantes permanecía completamente mudo. No daba respuesta alguna, por ejemplo, cuando se le interrogaba acerca de la desaparición a lo largo de los últimos quince meses de un asiático cuya talla, peso estimado o edad correspondiera con los de la víctima. Pero a fin de cuentas, no era más que un fracaso a medias. La ausencia de registros indicaba que esos hombres podían ser marginados, inmigrantes en situación irregular o simplemente extranjeros.
Más tarde, Sharko fue a refrescarse a la fuente, con la impresión de tener el cerebro hecho puré. Podía imaginarse en el exterior, en la terraza de un café. El brigada le había traído el bote de salsa de cóctel, y las castañas confitadas y, desde entonces, afortunadamente Eugénie le había dejado en paz. No tardaría en volver al hotel, hablar con Leclerc y probablemente largar velas al cabo de un día o dos, porque, cuanto más tiempo pasaba, más pistas se cerraban. Nada en los hospitales. Los tenientes que regresaban de la investigación de proximidad no habían averiguado nada. Entre los cientos de empleados, y de ex empleados, que trabajaban en la zona industrial nadie había visto nada. Además, los crímenes estaban tan alejados en el tiempo que sin duda los recuerdos se habrían desvanecido.
Hasta aquel momento, los cadáveres seguían siendo anónimos. Sharko, sumergido de nuevo en sus documentos, sintió de pronto una presión sobre el hombro. Se volvió. Era Péresse, que observaba el bote de salsa de cóctel y las castañas confitadas. Finalmente dijo:
—Tenemos una pista seria. Venga a ver.
Sharko le acompañó hasta su despacho. El comisario de Rouen cerró la puerta y señaló la pantalla de su ordenador. En ella podía verse el escáner de un documento manuscrito, en inglés.
Un telegrama.
—Lo hemos recibido de la Interpol. No puede imaginarse cómo ha llegado hasta aquí este telegrama. Uno de sus muchachos, que se llama Sánchez, les ha llamado desde el lugar donde pasa sus vacaciones, un camping cerca de Burdeos. Estaba mirando la televisión mientras sorbía tan ricamente su aperitivo cuando le vio a usted cerca de la zona donde se descubrieron los cadáveres, junto al gasoducto.
—¿He salido en la tele? ¡Dios mío, no se les escapa una!
—Así que Sánchez llamó a la oficina y preguntó, quería saber en qué asunto estaba usted trabajando.
—Conozco a Sánchez. Trabajamos juntos en algunos casos a finales de los años noventa, antes de trasladarse a Lyon.
—No es que hubiera visto mucho la televisión últimamente, y desconocía el jaleo mediático en torno a esta historia. Así que sus colegas le explicaron… los cráneos serrados y demás. Y eso le trajo una idea a la cabeza. Pidió que buscaran en los archivos de la Interpol, y ¿a que no sabe qué encontraron allí?
—Ese viejo telegrama…
—Justamente. Un telegrama enviado desde Egipto. Desde El Cairo, para ser exactos.
Sharko plantó su dedo sobre la pantalla.
—Dígame que mis ojos aún ven bien.
—Lo confirmo. Está fechado en 1994. Tres muchachas egipcias que vivían en El Cairo, asesinadas violentamente. Cráneos serrados limpiamente «con una sierra médica», como está escrito, cerebro extraído y enucleadas. Cuerpos mutilados, lacerados a cuchilladas, de la cabeza a los pies, incluidas las partes genitales…
Sharko sentía que le invadía una innoble ebriedad. Su caja torácica se hinchaba, su pecho se comprimía. El monstruo sediento de persecución volvía a asomar la cabeza. Péresse prosiguió su lectura.
—… Y todo ello en menos de dos días. Y esa vez no hubo entierro bajo tierra. Los cuerpos fueron abandonados al aire libre. Nuestro asesino no se entretuvo con tonterías.
El policía parisino se levantó y bajó los párpados. Imaginó a las chicas tendidas sobre la arena del desierto, cosidas a puñaladas. Los órganos a la vista, ofrecidos a los carroñeros. Todas esas imágenes, en su cabeza. Miró la pantalla con un suspiro.
—Fue hace mucho tiempo. Por lo general, las series están más próximas en el tiempo. Y luego la distancia. Normandía y El Cairo no es que estén a la vuelta de la esquina… ¿Acaso nos las vemos con un viajero? ¿La Interpol ha descubierto otros casos similares?
—Ninguno.
—Eso tampoco significa nada. Hace diez años, ese tipo de telegrama era bastante raro. Dedicar tiempo al papeleo es lo último que hace un policía, y eso si quiere devanarse los sesos. Nuestro homólogo egipcio era un policía meticuloso. Y eso es casi una paradoja.
Sharko guardó silencio, sus ojos seguían recorriendo el telegrama mientras su cerebro ya carburaba. Tres chicas en África, cinco hombres en Francia. Laceraciones, cráneos abiertos, ojos arrancados. Dieciséis años de diferencia. ¿Cuál era el motivo de esa espera tan larga entre ambas series? Y, sobre todo, ¿cuál era el motivo de esas dos series? El comisario volvió sobre la descripción sumaria enviada a la Interpol.
—El autor del informe es Mahmud Abdelaal… ¿Es ése el nombre del oficial egipcio que levantó la liebre?
—Eso parece.
—¿Sólo disponemos de ese papel?
—De momento. Primero nos hemos puesto en contacto con la Interpol en Egipto, luego con el servicio de cooperación técnica internacional de la policía cairota, que nos ha remitido a un comisario de la embajada francesa, Mickaël Lebrun, en contacto directo con las autoridades locales. Las primeras noticias no son para lanzar cohetes.
—¿Por qué?
—Al parecer, ese tal Abdelaal no ejerce desde aquel caso.
Sharko guardó silencio.
—¿Alguien puede permitirnos acceder al dossier?
—Sí, se llama Hasán Nuredín, es el inspector principal que dirige la brigada. Según Lebrun, es una especie de dictador. Los locales no se van de la lengua, no les gusta que los occidentales metan las narices en sus asuntos. En Egipto la tortura de los detenidos o el encarcelamiento por una divergencia de opiniones aún son moneda corriente. Por teléfono no habrá manera, y se niegan a enviar sus informes por correo electrónico o postal.
Sharko suspiró; Péresse tenía razón. Las policías de los países árabes, y en particular la de Egipto, estaban a años luz de los modelos europeos. Corrompidas por el dinero y el poder, se dedicaban únicamente a la seguridad interior.
Con un clic del ratón, Péresse ordenó que se imprimiera el telegrama.
—Me he puesto en contacto con su jefe. Está de acuerdo en que le enviemos allí. El Cairo sólo está a cuatro horas en avión. Si lo desea, puede pasar por la embajada francesa. Mickaël Lebrun le presentará a la policía cairota. Y le llevará hasta Hasán Nuredín.
Eugénie entró de pronto en la habitación, colérica. Sharko volvió la cabeza hacia la chiquilla, que le tironeaba de la camisa.
—Venga, vamos, nos marchamos —gruñó ella—. Ni hablar de ir a ese país horrible. No soporto el calor ni la arena. Y tengo pánico a los aviones. No quiero.
—¿…misario? ¿Comisario?
Sharko se volvió hacia Péresse, con la mano en el mentón. Egipto… ¡quién se lo hubiera imaginado!
—Huele a James Bond de pacotilla…
—No hay elección. Nosotros tenemos que ocuparnos de la investigación sobre el terreno y usted…
—Del papeleo, ya lo sé.
Con un suspiro, Sharko recuperó la copia del telegrama. Unas pocas líneas enviadas casi por casualidad, perdidas entre dos continentes, con las cuales tendría que arreglárselas. Pensó en aquel país que sólo conocía gracias a los catálogos de las agencias de viajes, de aquellos tiempos en que aún los hojeaba. El Nilo, las grandes pirámides, el calor aplastante en el corazón de los palmerales… una fábrica para turistas. Suzanne siempre quiso ir, y él se había negado a causa del trabajo. Y hoy era el mismo maldito trabajo el que le empujaba a las arenas malditas de África.
Pensativo, observaba a Eugénie, sentada en una silla del jefe de la criminal y jugando con unas gomas elásticas que hacía restallar contra los muslos de Péresse.
—¿Qué le hace reír? —dijo el de Rouen, volviéndose.
Sharko alzó la cabeza.
—Me imagino que tengo que marcharme lo antes posible.
—Mañana como muy tarde. ¿Tiene pasaporte de servicio?
—Por supuesto. Estoy obligado a ocuparme de investigaciones internacionales. Aunque eso ocurra rara vez.
—Pues acaba de ocurrir. Ándese con cuidado, en El Cairo estará usted atado de pies y manos. La embajada le endosará un intérprete y sólo podrá avanzar merced a la voluntad de los locales. Andará usted pisando huevos. Estaremos en contacto.
—¿Puedo llevar arma?
—¿En Egipto? ¿Está de guasa?
Se dieron la mano educadamente. Sharko intentó marcharse y dejar allí plantada a la muchacha, pero Péresse le llamó de nuevo.
—¿Comisario Sharko?
—¿Sí?
—La próxima vez, no envíe a uno de mis brigadas a hacerle la compra.
Sharko salió del edificio, en dirección al hotel. Bajo un brazo, las copias de los informes, y el bote de salsa pink salad y las castañas confitadas bajo el otro. De camino a un asunto a todas luces particularmente venenoso.
Y dispuesto a sumergirse en las entrañas de una ciudad ardiente y perfumada con especias.
La mítica ciudad de Al Ahira.
El Cairo.