Tras su desventurado paso por casa de Ludovic Sénéchal, Lucie depositó el execrable film en la dirección de Claude Poignet, el restaurador. El septuagenario especialista en autopsias de films encajó la noticia de la ceguera de Ludovic y se quedó con la bobina, a la que prometió echarle un vistazo de inmediato.
En aquel momento, Lucie se hallaba junto a su hija. Con un largo suspiro, aproximó una vez más la cuchara a la boca de Juliette. Los médicos le habían dicho que insistiera, que era necesario que comiera. Pero era más fácil decirlo que hacerlo.
—Vamos, haz un pequeño esfuerzo, por favor.
La niña sacudió la cabeza y se echó a llorar. Tenía la tez olivácea y las mejillas hundidas. Lucie empujó el carrito sobre el que reposaba el plato asqueroso de puré de guisantes y abrazó a su hija. Sintió sus manitas ya sin fuerzas agarrarse a su espalda. Era difícil soportar ver a una chiquilla de ordinario tan viva y sonriente perdida en un pijama demasiado grande por lo mucho que había adelgazado, desplazarse con una perfusión en el brazo.
—No pasa nada, cariño.
—¿Cuándo voy a ver a Clara, mamá?
Desde hacía dos días, Lucie había sopesado el alcance de su error. Dudaba si hacer que la gemela regresara de sus primeras colonias en Isère. Pero Clara anhelaba tanto aquellas vacaciones con sus amigas…
—Muy pronto, Juliette. Muy pronto. Te enviará una postal muy bonita, lo prometió.
Lucie comprobó que no estuviera por llegar algún miembro del personal y sacó de su bolsillo unas galletas de chocolate.
—¿Te apetece una?
Juliette asintió pausadamente.
—¿Puedo?
—Por supuesto. Pero no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? Chócala.
Juliette palmeó suavemente la mano de su madre con una sonrisa y a continuación se comió dos galletas. Su cuello se tensó. Podían distinguirse las venas y tendones. Lucie se ocupó de esconder el envoltorio, feliz de que su hija por fin tuviera algo en el estómago.
Juliette se tumbó en la cama, exhausta por la enfermedad. Al pasar la enfermera para anotar los datos, apuntó con una mueca: «Dos cucharadas de puré, media galleta y nada de jamón». En otras palabras, que no iban a quitarle la perfusión. Y, en consecuencia, quedaba lejos siquiera la sombra de una próxima salida.
Lucie, agotada, se quedó con su hija hasta que ésta se durmió, con los ojos hacia la pantalla de la tele.
Hablaban del sórdido asunto junto al gasoducto, en la región de la Alta Normandía. Un montón de cadáveres, cráneos partidos… Un profiler, cuyo rostro pudo ver en pantalla en aquel mismo instante, se había sumado al caso. Un tipo robusto, corpulento como un policía, nadie hubiera dicho que pudiera tratarse de un psicólogo. ¿De dónde había salido aquel tipo, de qué escuela? ¿Había estado metido ya en algún caso de asesinatos en serie? En cierta medida, Lucie lo envidiaba. Aquella historia de cadáveres con el cráneo serrado era el tipo de investigación en la que se hubiera metido sin pensárselo dos veces. El subidón del descubrimiento, la persecución de un ente maligno, pernicioso… Pero, Dios mío, si estaba de vacaciones, en pleno verano. Un momento en el que parece que todo el mundo está obligado a divertirse, a andar de fiesta y vaciar su cerebro. Aquella noche, sola con su hijita en un hospital, se sentía a años luz de ese mundo.
Lucie dejó junto a Juliette el nuevo peluche —un elefante azul que le había regalado su madre—, informó a la enfermera de que se marchaba y se fue a Salengro, a un centenar de metros del ala de pediatría. El doctor Tournelle tenía noticias acerca de Ludovic Sénéchal.
El médico la recibió en una sala amplia desde donde podía verse, a través de unos grandes ventanales, un escáner y material ultramoderno. Frente a Lucie, y sobre una pared luminiscente, colgaban expuestas unas radiografías. Encima de una mesa había documentación y láminas anatómicas del ojo, del sistema nervioso y del cerebro. El doctor se rascó nerviosamente el mentón. Desde que le había visto aquella madrugada, el cabello se le había aplastado sobre el cráneo y las bolsas debajo de los ojos se habían hinchado. Ya no parecía tan atractivo, simplemente un tipo reventado por el trabajo, como cualquier otro.
—Le hemos hecho pruebas durante todo el día. Ludovic Sénéchal ha sido trasladado a psiquiatría, en Freyrat, apenas hace una hora.
Lucie se quedó de piedra.
—¿Psiquiatría? ¿Y cómo es eso?
Tournelle se quitó las gafas y se masajeó las sienes.
—Permítame que le explique… Ludovic no está ciego, en el sentido fisiológico del término. Como le he dicho esta mañana, la evaluación de los reflejos pupilares y de las estructuras oculares no muestra ninguna anomalía significativa. En cambio, el paciente presenta mirada errante y ausencia de contacto visual.
—¿Ha dicho psiquiatría…? ¿Así que no se trata de un tumor?
El doctor se volvió hacia la veintena de radiografías del cerebro de Ludovic y descolgó una.
—No. Mire, está limpio, ni una anomalía.
Era como si le hubiera mostrado el cerebro de una vaca, pero Lucie se sentía tranquilizada. Ludovic no iba a morirse.
—Si usted lo dice, le creo.
—También hemos comprobado que no hubiera lesiones en las zonas del córtex visual, que podrían explicar una ceguera cortical, pero no hemos hallado nada.
—¿Una ceguera cortical?
El doctor le dirigió una sonrisa fatigada.
—Tenemos tendencia a creer que es el ojo el que ve, pero no es más que un instrumento, en definitiva, un pozo de luz. Lea esto y lo comprenderá.
Lucie tomó la cartulina impresa que le ofrecía:
Este txeto meustra que nuesrto cererbo no traudce literlamente lo que ve nuesrto ojo. Inlfuido por su epxeriencia, rceonoce globlamente las palarbas, sin perocuparse del odren de las lertas.
—Impresionante…
—¿Verdad? La retina simplemente presta su cuerpo, si me permite la expresión, para materializar una imagen física, como lo haría una pantalla de cine. Se trata simplemente de un objeto pasivo, de una lentilla. Es el cerebro el que interpreta, a partir del conocimiento y de la experiencia o del entorno cultural. Es el cerebro el que hace de la imagen lo que es: un objeto significativo.
Volvió a colgar la radiografía en su sitio.
—Lo prodigioso en el caso de este paciente es que puede evitar ciertos objetos sin verlos. Por ejemplo, una caja situada en su trayecto. Una silla, un mueble. Le hemos filmado y podrá ver las grabaciones. Es impresionante.
—No, gracias, le creo. Así que ve sin ver. Es incomprensible.
—Incomprensible desde el punto de vista médico. Pero si nosotros los médicos no encontramos nada, es que el origen es psíquico.
—¿Se refiere a algo como… depresión o esquizofrenia? ¿Alguna cosa así le impide ver?
—Estaría más cerca si hablara de neurosis, angustia, fobia o histeria. En este caso, sospechamos que pueda tratarse de una ceguera histérica. Se trata de un trastorno sensorial que forma parte de las histerias de conversión: parálisis imaginarias, sordera, anestesias de los miembros… Uno de los ejemplos más conocidos es el del miembro fantasma.
Apagó las luces e invitó a Lucie a que le acompañara por los pasillos de la unidad de neurología. La iluminación pálida le daba un aire futurista, aséptico.
—Un psiquiatra se lo explicaría mejor que yo, pero la histeria es un mecanismo de defensa cuya función es proteger la psique de una agresión repentina. Aparece brutalmente a consecuencia de un elemento desencadenante relacionado con la infancia del paciente, un elemento profundamente traumático.
—¿Eso podrían provocarlo determinadas imágenes?
—Sé en lo que está pensando. Esa película, que al parecer le ha dejado ciego… El señor Sénéchal me ha hablado mucho de ella. Sí, es posible, en teoría, y a la vista de las circunstancias creo que ésa es la causa, puesto que la ceguera se produjo en plena proyección. El quid de la cuestión, sin embargo, es que el paciente afirma que las imágenes proyectadas no le impresionaron. Está acostumbrado a ver ficciones y ese ojo cortado del que me ha hablado al inicio de la película no le sobrecogió. Por lo que respecta al resto, y por lo que cuenta, no parece traumático. Ni siquiera pudo ver el final del cortometraje, pues ya estaba ciego.
—¿No vio la escena del toro?
—¿Un toro? No, no lo ha mencionado. En cambio, ha hablado mucho acerca de sentirse indispuesto, de una angustia creciente y progresiva. Como si algo le asiera la garganta y le asfixiara hasta hacerle perder la vista.
Lucie también la había sentido, aquella misma sensación de ahogo. Se frotó los brazos. Y, sin embargo, entre el corte del ojo y la degollación del animal, que Ludovic no había visto, no había nada inquietante, sólo una chiquilla que acariciaba unos gatos o desayunaba.
—¿Es posible que eso lo hayan provocado unas imágenes ocultas?
El doctor se quedó en silencio mientras reflexionaba.
—¿Se refiere a unas imágenes subliminales? Es una pista que habría que explorar.
—Y… ¿qué le sucederá a Ludovic? Podría…
El doctor detuvo sus pasos. Llegaban a su oficina.
—Debería recuperar la vista progresivamente. La cuestión es tratar de comprender el origen del trauma y hacer que salga a la luz. Mis colegas psiquiatras saben perfectamente cómo lograrlo, sobre todo mediante hipnosis. Si lo desea, le daré los datos del doctor que se ocupará del señor Sénéchal. No lo visite antes de mañana por la tarde. Y mientras, intente avanzar con el film.
Lucie tomó nota de los datos y regresó junto a su hija, reconcomida por aquella disparatada historia. El shock traumático, las pesquisas en casa de Ludovic, la sensación de malestar durante el visionado… ¿Qué escondía aquella misteriosa película? ¿Quién trataba de hacerse con el film? ¿Y por qué razón?
Sin hacer ruido, se lavó en el minúsculo baño y se puso el pijama. Inmóvil, se contempló en el espejo. No a ella sino a su reflejo, aquella proyección de luz sobre los objetos. El doctor Tournelle llevaba razón: el ojo no discernía más que un conjunto de colores, de formas, pero el cerebro, en cambio, veía a una mujer de treinta y siete años, con los rasgos cansados por falta de sueño, de amor y de sexo. El cerebro interpretaba cada pulsación luminosa y trataba de apegarse a episodios vividos.
Eso llevó a Lucie a pensar en los diferentes primeros planos del rostro de la chiquilla del columpio en el cortometraje. La pupila palpitante, los movimientos del iris. Aquella sensación de intrusión, de voyeurismo, con el filtro en forma de óvalo: el ojo que absorbe la luz y observa en silencio… Y, sobre todo, en aquel globo ocular cortado en dos, la primera secuencia de la proyección. Recordaba haber vuelto la cabeza, prueba de que su cerebro había reaccionado violentamente, de que se había producido una interpretación.
A partir de ello, su visión del film cambió. El realizador tal vez había insertado aquella secuencia inicial, muy impresionante, no por el mero deseo de hacer gala del terror, sino para significar algo: «Concéntrense y no se pierdan detalle de lo que voy a mostrarles» o «Hagan como yo con mi escalpelo. Abran los ojos…».
Abran los ojos…
A medianoche vibró su móvil, situado a los pies del sillón. En esta ocasión Lucie no se despertó; estaba demasiado cansada.
El SMS rezaba: «Claude Poignet, el restaurador. Pase mañana hacia mediodía. Tengo noticias extrañas acerca de su película».