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—¿A qué se dedicaba antes de trabajar en la OCRVP, comisario Sharko?

—Para ir al grano, le diré que estuve bastante tiempo en la criminal.

—Está bien…

Georges Péresse, comisario del SRPJ de Rouen encargado del caso, era un hombre de rostro duro. En el coche, Lucas Poirier lo había descrito como un individuo rígido, testarudo y alérgico a cualquier forma de intromisión en sus dominios. Péresse, ataviado con un traje gris, medía a duras penas un metro y sesenta centímetros pero tenía una voz a lo Barry White. Cuando alzaba la voz, uno tenía la impresión de que la atmósfera vibraba.

—No tenemos costumbre de trabajar con… analistas. Espero que se las componga usted solo, pues andamos cortos de efectivos y mis hombres están muy ocupados.

Sharko estaba sentado frente a él, con las manos sobre las rodillas. El calor le asfixiaba.

—Puede estar tranquilo, seré mudo como un informe de autopsia y es probable que en sólo dos o tres días alce el vuelo con un montón de fotocopias bajo el brazo. Lo importante es que pueda tener acceso a la información —apoyó su índice sobre el rutilante escritorio—, toda la información, quiero decir, y que mi habitación de hotel disponga de bañera, pues con estas temperaturas me gusta disfrutar de un baño helado.

El comisario Péresse soltó una carcajada prodigiosa. Se puso en pie y aumentó la velocidad del ventilador, situado justo frente al retrato del presidente Sarkozy.

—Así que desea toda la información… Pues bien, la investigación de proximidad, por el momento, niet. Testigos directos o indirectos, niet. Aparte de los cadáveres putrefactos, sobre el terreno no hemos hallado indicio alguno, cosa lógica teniendo en cuenta que llevan meses enterrados y que hemos soportado unos cuantos aguaceros. El cuerpo médico al completo —forense, antropólogo y entomólogo— lucha denodadamente para saber qué pertenece a quién. Es peor que un puzzle de mil piezas. Doy por hecho que aún tendrán que dedicar toda la noche a su trabajo. Nuestra única certidumbre es que se trata de seres humanos y adultos. Desgraciadamente, me temo que tendrá que conformarse con eso, comisario. O lo que es lo mismo, con poca cosa.

Sharko cerraba los ojos cada vez que el aire del ventilador le rozaba las mejillas.

—¿Y qué hay del archivo de personas desaparecidas?

—Aún es pronto para decirlo, estoy a la espera del informe del Instituto de Medicina Legal con la datación de los cadáveres y sus características físicas. Lo que sí es seguro es que no tenemos ninguna desaparición en masa ni individual, ni en la región ni en el territorio nacional.

—¿Y fuera del territorio nacional? ¿Han contactado con la Interpol?

—Lo haremos a su debido momento, la investigación acaba de ponerse en marcha. La prioridad es, simplemente, saber a qué nos enfrentamos. No tengo inconveniente en pedir información a la Interpol, pero estaría bien saber qué información queremos que nos den, ¿no cree?

Se cruzó de brazos y observó a través del cristal ahumado. La comisaría central, un búnker de cristal y acero, desentonaba en el entorno de la orilla izquierda. Péresse se volvió hacia su colega parisino.

—¿Y cuáles son sus primeras deducciones?

Por lo general, en los expedientes voluminosos, Sharko se basaba en cuatro elementos primordiales para comenzar a trazar un perfil. La escena del crimen en sí misma, el modus operandi, el estado psíquico del asesino durante el crimen y su estado psíquico cotidiano. De momento, no disponía de ningún indicio preciso. La única hipótesis plausible era que las víctimas no fueron asesinadas en el lugar donde fueron halladas. Abrir un cráneo no es una operación que pueda practicarse en una esquina.

—Para serle sincero, no tengo gran cosa. Sin embargo, sería bueno que investigara a los delincuentes o los criminales violentos de la región. Aquellos que han salido de la cárcel recientemente, por ejemplo. A la vista del número de cadáveres, no puede descartarse una venganza. En la mayoría de las ocasiones, los criminales atacan a personas a las que conocen. Habría que buscar a alguien que dispusiera de una camioneta o de un vehículo de gran capacidad. No es tan fácil transportar cinco fiambres. ¿Quizá habría que echar un vistazo a las empresas de alquiler de vehículos?

—Así lo haremos.

Sharko recuperó la americana que había colgado del respaldo de la silla y se la echó al hombro.

—Mañana pasaré por el Instituto de Medicina Legal, una vez que hayan concluido las autopsias. ¿Podrá encargarse de que estén al corriente de mi visita?

Un leve suspiro.

—Como desee. ¿Alguna cosa más?

Sharko le ofreció su pesada mano.

—Hasta mañana, comisario. Esperemos que esos cadáveres sean parlanchines. En otro tiempo estuve en su lugar. Sé que no es divertido.

Media hora más tarde, Sharko cenaba tranquilamente en la terraza de una cervecería frente a la magnífica catedral de Rouen. Un antiguo recuerdo de la escuela hizo que le viniera a la mente que la cripta guardaba el corazón de Ricardo Corazón de León. Sharko sonrió, aún tenía buena memoria, y la mantenía en forma regularmente con crucigramas. Una de sus pocas cualidades que no le habían abandonado. En ese momento se sentía satisfecho, casi feliz. Deshacerse de los gigantescos tentáculos que le aprisionaban en su vida cotidiana le sentaba bien. Allí, la vida parecía diferente, más lánguida y pausada. Para su satisfacción, había encontrado una habitación con bañera, en la quinta planta de un hotel Mercure, detrás de la catedral.

Se hinchó a comer pasta hasta saciarse, luego ingirió un infecto helado de reblochon y camembert —a todas luces, una estafa para los turistas— y bebió agua hasta encharcarse. Aquel calor, incluso nocturno, acabaría con él.

Regresó al hotel. Tras el baño helado, se quedó en calzoncillos, lustró sus zapatos y extrajo de su bolsa de deportes un paquete embalado y un viejo magnetófono a pilas. Desenvolvió delicadamente el papel de burbujas y descubrió una locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para la leña y el carbón. Una de las bombillas frontales estaba rota, pero la máquina batía récords de velocidad en el gran circuito instalado en su apartamento.

El comisario la depositó sobre la mesilla de noche, se tragó un Zyprexa con un vaso de agua y se tumbó sobre las sábanas, con las manos detrás de la cabeza. El hotel… La humedad de una habitación anónima… Para él, que desde hacía algunos años llevaba a cabo sus investigaciones sin despegar el culo de un sillón de cuero, todo eso quedaba muy lejos.

Ahora se hallaba de nuevo sobre el terreno, en contacto con la sangre y las vísceras, y desconocía aún el impacto que aquello tendría. A buen seguro podría retomar su antiguo olfato, pero el pasado amenazaba con aparecer de nuevo y en bloque. Sería mejor mantener cierta distancia, mantenerse dentro de los límites de los procedimientos, hacer su trabajo y volver detrás de un cristal. De lo contrario, Eugénie se lo haría pagar caro. La chiquilla que tenía en la cabeza detestaba que se saliera del camino trazado.

Una vez apagadas las luces, se tumbó de costado y puso en marcha el magnetófono. Aquella noche probablemente Eugénie no le visitaría. Esas radiaciones en su cerebro conseguían adormecerle un poco.

Los chirridos de los trenes en miniatura, a toda máquina sobre los raíles, retumbaron a través del altavoz. Sharko se durmió con una sonrisa, contemplando los rostros de su esposa y de su hija, desaparecidas cinco años antes en unas condiciones abominables.

Había ido a Rouen para investigar un crimen infame, pero eso poco importaba. Solo en medio de la cama, con sus trenes y una bañera cerca de él, se sentía bien.