El violento timbrazo despertó a Lucie Henebelle. Se incorporó en el sillón, sobresaltada, y respondió a la llamada de su móvil.
—Diga…
Una voz pastosa. Lucie miró el reloj de la habitación. Las cuatro y veintiocho minutos de la madrugada. Su hija Juliette, con una perfusión de solución de glucosa en el antebrazo derecho, dormía profundamente frente a ella.
Al otro lado de la línea, la voz temblaba:
—¿Diga? ¿Quién es?
Lucie, con los nervios a flor de piel, se echó la larga melena rubia hacia atrás. Apenas acababa de dormirse. No era momento para bromas.
—Creo que es usted quien debe decirme quién es. ¿Sabe qué hora es?
—Soy Ludovic, Ludovic Sénéchal… Eres… ¿Eres Lucie?
Lucie Henebelle salió silenciosamente de la habitación al pasillo iluminado por fluorescentes. Bostezó y tironeó de su camisón para tratar de tener mejor aspecto. El llanto lejano de unos recién nacidos se deslizaba a lo largo de las paredes. En pediatría, el silencio es una simple quimera.
Lucie tardó unos segundos en situar a su interlocutor. Ludovic Sénéchal. Una aventura Meetic que, tras varias semanas de MSN intensivo, se acabó por «incompatibilidad de caracteres» siete meses después de su cita en un café de Lille.
—¿Ludovic? ¿Qué sucede?
A través del auricular, Lucie oyó un estrépito, como un cristal que se hiciera pedazos al caer al suelo.
—Que vengan a buscarme. Es necesario que…
No conseguía articular palabra, aparentemente presa del pánico. Lucie trató de calmarle, le aconsejó que hablara más despacio.
—No sé qué ha pasado. Estaba en mi cine «de bolsillo». Escúchame, Lucie, no puedo ver. He encendido todas las luces, y no pasa nada. Creo que… creo que me he quedado ciego. He marcado un número al azar y…
Eso de ver películas a las cuatro de la madrugada era muy propio de él. Lucie, con una mano apoyada sobre los riñones, iba y venía frente a un gran ventanal que daba a los diferentes hospitales del centro hospitalario regional universitario de Lille. Aquel maldito sillón le había dejado la espalda hecha cisco. A los treinta y siete años, el cuerpo ya no aguanta según qué cosas.
—Voy a pedirte una ambulancia.
Tal vez Ludovic se hubiera golpeado la cabeza contra algo. Una herida en el cuero cabelludo o un traumatismo craneal pueden provocar esos síntomas y ser fatales.
—Comprueba que no estés sangrando, tantéate la cabeza y chúpate los dedos. El cráneo, la nariz, las sienes. Si sangras, ponte hielo y aprieta con un paño. La ambulancia te llevará al hospital de aquí al lado e iré a verte. Sobre todo, no te tumbes. ¿Aún vives en la misma dirección?
—Sí. Date prisa, por favor…
Lucie colgó y se dirigió rápidamente a la recepción de urgencias, desde donde dio instrucciones para que enviaran una ambulancia. Definitivamente, sus vacaciones de julio no podían empezar mejor. Su hija de ocho años acababa de ser ingresada con una gastroenteritis viral. Y las desgracias, en verano, nunca vienen solas… Esa enfermedad era un tornado que había deshidratado a la chiquilla en menos de veinte horas. Juliette era incapaz de beber ni un vaso de agua. Los médicos preveían varios días de hospitalización, a los que debería seguir una temporada de reposo y de alimentación regulada. Por eso la pobre no había podido ir a sus primeras colonias con su hermana, Clara. Dura separación para las gemelas.
Lucie se acodó en la ventana. Al ver que se iluminaba el girofaro de una ambulancia, se dijo que en la comisaría central o en cualquier otro sitio, de vacaciones o en el trabajo, la vida siempre acababa por joderla.