Llegar el primero.
En cuanto leyó el anuncio, al alba, Ludovic Sénéchal se lanzó a la carretera y devoró en un tiempo récord los doscientos kilómetros que separan el extrarradio de Lille y Lieja.
«Se vende colección de films antiguos de 16 mm y 35 mm, mudos y sonoros. Todos los géneros: cortometrajes, largometrajes, años treinta y posteriores. Más de 800 bobinas, entre ellas 500 películas de espías. Hacer oferta in situ…»
Ese tipo de anuncio es más bien raro en un sitio generalista de Internet. Normalmente, los propietarios acuden a ferias, como la de Argenteuil, o subastan sus bobinas por unidad en eBay. Aquel anuncio parecía el de un frigorífico del que quisieran deshacerse. Era buena señal.
Ludovic aparcó con dificultad en pleno centro de la ciudad belga. Alzó la vista hacia el número de la casa y se presentó a su ocupante, Luc Szpilman, de unos veinticinco años, zapatillas Converse, gafas de surf, camiseta de los Bulls y también algunos piercings.
—Ah, sí, viene por las pelis. Sígame, están en el desván.
—¿Soy el primero?
—He recibido varias llamadas y los demás no tardarán en llegar. No me imaginaba que todo fuera a ir tan deprisa.
Ludovic le siguió. En el interior de la casa, colores tibios y ladrillos oscuros. Todas las habitaciones se articulaban en torno al hueco de la escalera, con la estancia principal iluminada por un pozo de luz.
—¿Por qué se deshace de esas películas viejas?
Ludovic había escogido cuidadosamente las palabras: «deshacerse», «viejas»… El regateo ya había comenzado.
—Ayer murió mi padre, y nunca me dijo qué había que hacer con ellas.
Ludovic alucinaba: aún no lo habían enterrado y ya despojaban al patriarca de sus bienes. Además, aquel hijo zoquete no veía interés alguno en conservar unos largometrajes que podían pesar hasta veinticinco kilos, cuando se pueden almacenar mil veces más imágenes con un peso mil veces inferior. ¡Vaya generación sufrida…!
La escalera era muy empinada, como para romperse el cuello. Una vez en el desván, Szpilman encendió una bombilla de poca potencia. Ludovic sonrió y su corazón de coleccionista brincó de alegría. Allí estaban, completamente al abrigo de la luz natural… Latas multicolores apiladas en torres de veinte. Olía a celuloide y el aire circulaba sutilmente entre las estanterías. Una escalera con ruedecillas permitía acceder a los estantes más altos. Ludovic se aproximó: a un lado las de treinta y cinco milímetros, muy voluminosas, y al otro las de dieciséis milímetros, que le interesaban más. Las latas estaban etiquetadas y perfectamente ordenadas. Clásicos del cine mudo, largometrajes de la edad de oro del cine francés y sobre todo películas de espías, en gran número en más de la mitad de los estantes… Ludovic tomó una: La sombra del zar amarillo, un film de John Lee Thompson sobre la CIA y la China comunista. Una copia íntegra, intacta, preservada de la humedad y de la luz, como un buen reserva. Incluso había tiras de pH en las latas para controlar la acidez. Ludovic apenas podía contener la emoción. Aquel tesoro debía de valer, por sí solo, unos quinientos euros en el mercado.
—¿Su padre era muy aficionado a las películas de espías?
—Y que lo diga, y no ha visto su biblioteca. Teoría de la conspiración y esas cosas. Rayaba en la obsesión.
—¿A cuánto las vende?
—He mirado en Internet y a ojo de buen cubero son cien euros la bobina. Pero lo que me interesa es desembarazarme de todo lo antes posible porque necesito espacio, así que podemos negociar.
—Eso espero.
Ludovic siguió rebuscando.
—Imagino que su padre tenía una sala de proyección privada…
—Sí, pronto vamos a reformarla. Hay que tirar lo viejo y reemplazarlo por lo nuevo. Pantalla LCD y home-cinema de última generación. Aquí ensayaré con mi grupo de música.
Asqueado ante semejante falta de respeto, Ludovic se dirigió hacia la derecha, rebuscó en las pilas y se impregnó del perfume del celuloide. Descubrió películas de Harold Lloyd y de Buster Keaton y luego, más allá, otras como Hamlet o El capitán Fracassa.
Hubiera querido quedarse con todas, pero su salario de funcionario de la seguridad social y sus diversas cuotas —Meetic, Internet, cable, satélite— no le permitían más que un estrecho margen de maniobra cada mes. Así que había que elegir.
Se aproximó a la escalera. Luc Szpilman le previno:
—Vaya con cuidado. De ahí se cayó mi padre y se partió la crisma. ¡Menuda ocurrencia subirse ahí a los ochenta y dos años!
Ludovic dudó un instante y, sin embargo, se aventuró. Pensó en el anciano, tan apasionado que al final sus películas lo habían matado. Se encaramó tan alto como pudo y prosiguió con su selección. Detrás de La carta del Kremlin, en una hilera invisible, descubrió una lata negra sin etiqueta. Ludovic la alzó, manteniendo el equilibrio. A primera vista, en el interior había un cortometraje, ya que la longitud de la película no llenaba el espacio de la lata. Entre diez y veinte minutos de proyección, como máximo.
Probablemente un film perdido, único, que el propietario nunca logró identificar. Ludovic se hizo con la lata, descendió y la apiló con las nueve películas de culto que había seleccionado. Esas bobinas anónimas eran la guinda de sus sesiones de proyección.
Al darse la vuelta aparentó calma, pero sus arterias hervían de emoción.
—Desgraciadamente, la mayoría de sus películas no valen gran cosa. Son muy comunes. Y además… ¿no nota ese olor?
—¿Qué olor?
—Vinagre. El celuloide sufre el síndrome del vinagre, lo que quiere decir que en poco tiempo estará muerto.
El joven se aproximó y olisqueó.
—¿Está seguro?
—Absolutamente. Le desembarazaré de esas diez. Treinta y cinco euros cada una, ¿de acuerdo?
—Cincuenta.
—Cuarenta.
—De acuerdo…
Ludovic le extendió un cheque de cuatrocientos euros. En el momento en que largaba velas, un coche con matrícula francesa intentaba aparcar.
Sin duda se trataba ya de otro comprador, a aquella hora tan temprana.
Ludovic salió de su cabina de proyección privada y se instaló, solo con una lata de cerveza, en uno de los doce sillones de escay estilo años cincuenta recuperados tras el cierre del Rex, el cine de su barrio. En el sótano de su casa se había construido una auténtica sala que llamaba su cine «de bolsillo». Tenía todo lo necesario: butacas abatibles, tarima, pantalla de tela perlada y proyector Tri-Film Heurtier. A sus cuarenta y dos años, sólo le faltaba una novia a la que abrazar mientras visionaban la versión original de Lo que el viento se llevó. Pero, hasta el momento, los sitios de Internet de contactos y relaciones que frecuentaba sólo le habían conducido a amoríos o a fracasos.
Eran casi las tres de la madrugada. Atiborrado de imágenes de espionaje y de guerra, remató su interminable sesión de proyección con aquel cortometraje desconocido, increíblemente preservado. Aparentemente, se trataba de una copia. Esos films sin nombre a veces desvelan auténticos tesoros o, con suerte, obras perdidas de célebres cineastas: Méliès, Welles, Chaplin… Como a todo buen coleccionista, le gustaba soñar. Al desenrollar el inicio de aquella película anónima para engranarla en el proyector, Ludovic leyó en el celuloide: «50 imágenes por segundo». Era extraño, pues la norma habitual de 24 por segundo ofrecía una velocidad suficiente para crear la impresión de movimiento. A pesar de ello, cambió la velocidad de obturación de su aparato para fijar el valor aconsejado. No era cuestión de ver un film al ralentí.
De inmediato, la blancura de la pantalla dio paso a una imagen oscura, velada, sin título ni créditos. En el ángulo superior derecho apareció un círculo blanco. Ludovic se preguntó, en un primer momento, si acaso no se trataría de un defecto de la película, como a menudo sucede con las bobinas antiguas.
Y la película comenzó.
Ludovic cayó pesadamente mientras corría hacia la planta baja.
No veía nada, ni siquiera con las luces encendidas.
Se había quedado ciego.