CAPÍTULO VII

EXTRAÑO SUCESO EN CLERKENWELL

Mr. Dyson ocupaba desde años atrás un par de habitaciones en una calle pasablemente silenciosa de Bloomsbury, en la cual, como él mismo decía con cierta solemnidad, tenía puesto el dedo sobre el pulso de la vida sin que lo ensordecieran los mil rumores de las principales arterias de Londres. Para él era de particular, aunque esotérica, satisfacción saber que al lado de su casa, por la esquina de Tottenham Court Road, pasaban un centenar de omnibuses hacia los cuatro extremos de la ciudad; le complacía explayarse sobre las posibilidades de visitar Dalston y celebraba la línea admirable que llega a los últimos rincones de Ealing y más allá de Whitechapel. Sus habitaciones, que fueran en un principio un «apartamento amueblado», habían sido purgadas gradualmente de los elementos más ofensivos y, aunque no se encontrarían en ellas las esplendideces de su anterior alojamiento, en una transversal del Strand, no faltaba en los muebles cierta gracia severa que acreditaba el buen gusto del dueño de la casa. Las alfombras eran antiguas, de una auténtica belleza desvaída; los grabados, casi todos ellos pruebas de artista, estaban bien presentados, con anchas márgenes blancas y marcos negros; la madera negra de roble, material espurio, había quedado rigurosamente excluida. A decir verdad, el mobiliario era escaso: en una esquina una mesa pobre pero honrada, sencilla y resistente; una larga banca del XVIII frente a la chimenea; dos poltronas, una estantería estilo Imperio y nada más, con una sola excepción digna de nota. Dyson no estimaba ninguna de esas cosas y, por lo general, pasaba hora tras hora ante su escritorio, una pieza curiosa y antigua de madera laqueada, vuelto de espaldas a la habitación, y dedicado a la desesperada empresa de la literatura o, como él llamaba a su profesión, a la caza de la frase. Los cajones y casilleros, dispuestos en hileras simétricas, se hallaban repletos y desbordantes de manuscritos y cuadernos, los experimentos y esfuerzos de muchos años, y la cavidad interior, receptáculo vasto y cavernoso, henchida de ideas acumuladas. Dyson era un artesano enamorado de todos los detalles y técnicas de su oficio y si bien, como ya se ha insinuado, se engañaba un poco a sí mismo dándose el nombre de artista, sus entretenimientos resultaban, hasta donde es posible saberlo, eminentemente inocuos, puesto que, con muy buen tino, prefería (o preferían las editoriales) no fatigar al mundo con más papel impreso.

En este lugar se encerraba Dyson con sus fantasías, experimentando con las palabras y luchando, al igual que su amigo, el recluso de Bayswater, con el problema casi invencible del estilo, aunque sostenido siempre por una espléndida confianza, en extremo distinta a la depresión crónica del realista. Desde la noche de su aventura con la ingeniosa inquilina del primer piso de Abingdon Grove, Dyson había venido trabajando en una idea, que se le antojaba de posibilidades casi mágicas; sólo al dejar la pluma, en la agitación del triunfo, reparó en que se le habían pasado cinco días sin ver la calle. El entusiasmo de la labor cumplida le duraba aún en el cerebro cuando guardó sus papeles y salió a caminar, al comienzo con la extraña exaltación de quien descubre posibilidades de una obra maestra en cada piedra del camino. Se estaba haciendo tarde, empezaba a caer la noche de otoño entre velos de neblina y, en el aire quieto, las voces y los pasos incesantes de los transeúntes, y el rugido del tráfico, le recordaban a Dyson el escenario luminoso y sonoro que, al levantarse el telón, aparece frente al teatro en silencio. En la plaza caían las hojas, densas como una lluvia de verano, y más allá la calle comenzaba a brillar al encenderse las luces de la carnicería y las tiendas de verduras. Era sábado por la noche y los tugurios populosos bajaban en enjambres hacia el centro; las mujeronas vestidas de negro manoseaban los montones de carne sobre los mostradores o se extasiaban ante repollos no muy frescos; había en las tabernas una gran demanda de cerveza. Dyson dejó atrás, no sin cierto alivio, esos fuegos nocturnos. Le gustaba meditar mientras paseaba, pero sus reflexiones no eran las de De Quincey después de absorber su dosis; le daba absolutamente igual que las cebollas estuviesen caras o baratas y se habría enterado sin entusiasmo de que el precio de la carne había bajado dos peniques por libras. Absorto en la extravagancia del cuento que había escrito, repasando minuciosamente los recursos del argumento y la construcción, saboreando en el recuerdo algún acierto expresivo, temeroso de haber fracasado en alguna parte, pasó a través del ruido y la agitación de las calles iluminadas y se puso a recorrer otras más desiertas.

Se había desviado sin darse cuenta hacia el norte y ahora pasaba por una calle antigua y venida a menos, en la que se veían muchos letreros anunciando apartamentos y oficinas por alquilar, pero donde subsistía algo de la gracia y la tiesura de la Edad de las Pelucas: ancha calzada, ancha acera y, a cada lado, una grave línea de casas con ventanas largas y estrechas que se abrían en las viejas fachadas de ladrillo. Dyson caminaba con paso ligero mientras decidía si suprimir determinado episodio; como se sentía en la feliz disposición de inventar, no tardó en surgir un nuevo capítulo en la cámara más íntima de su cerebro y se demoró gustosamente en los incidentes que escribía. Era muy agradable recorrer las calles silenciosas; en su fuero interno hizo de todo el barrio su gabinete de estudio y se prometió regresar. Sin atender por dónde lo llevaban sus pasos, volvió otra vez hacia el este y pronto se encontró sumido en una red miserable de casas grises de dos pisos, de donde, pasando ante terrenos baldíos y muros de ladrillo a medio construir, fue a dar a unos callejones y senderos cubiertos de desperdicios, detrás de una enorme fábrica, que lo llevaron a otros parajes, cada vez más ruines, siniestros y mal alumbrados. De pronto, al dar vuelta a una esquina, surgió ante él lo que menos se esperaba: en medio de los terrenos llanos se levantaba una empinada colina, con la subida iluminada por faroles encendidos. Dyson llegó hasta ella sintiendo la alegría del explorador y preguntándose dónde lo habían traído sus tortuosos caminos. Aquí todo volvía a ser otra vez decoroso, aunque de una extrema fealdad. El constructor, hundido en las profundas tinieblas, allá por 1820, había concebido la idea de villas gemelas de ladrillos grises cuyo trazo evocase el Partenon, y en cada una había reproducido la forma clásica en altos listones de estuco. El nombre de la calle era por completo desconocido para Dyson, a quien aguardaba una nueva sorpresa al llegar arriba: la colina estaba coronada por un cuadro irregular de césped y unos cuantos árboles melancólicos; el conjunto llevaba el nombre de plaza y en él subsistía el tema del Partenón. Más allá las calles eran pintorescas, de un arbitrario desorden: aquí una hilera de viviendas estrechas y sórdidas, de aspecto sucio y equívoco, y poco más allá, sin que nada la hubiese anunciado, una mansión muy pulida y peripuesta, con persianas y aldaba de bronce, limpia y estirada como la casa del médico en una aldea perdida. Tantas sorpresas y descubrimientos fatigaban ya a Dyson quien, al divisar las luces de una taberna, fue hacia ella de buena gana, con intención de probar lo que bebían los habitantes de estas regiones, tan remotas como Libia y Panfilia o partes de la Mesopotamia. El rumor de voces que venía del interior le advirtió que estaba a punto de asistir al verdadero parlamento del trabajador londinense, y dio unos pasos más, hasta llegar a la puerta de la sección reservada. Una vez dentro, tras tomar asiento en una estrecha banca y pedir una cerveza, se dedicó a escuchar la gritería que le llegaba de la sección pública, un poco más lejos. Era una discusión sin sentido, por momentos furiosa o sensiblera, con invocaciones a Bill y a Tom, y supervivencias del inglés medieval, palabras que Chaucer dejara caer paladeándolas una a una, a las que servía de acompañamiento el fragor de las jarras y el tintineo de las monedas contra el cinc del mostrador. Dyson estaba fumando su pipa con entera tranquilidad, entre trago y trago de cerveza, cuando una figura de apariencia indefinida se deslizó —no hay otra palabra— en el compartimiento. El recién llegado dio un salto al verlo plácidamente sentado en su rincón y luego miró con ansiedad a su alrededor. Parecía movido por alambres, como si estuviese regido por una máquina eléctrica, y casi se arroja de un salto a través de la puerta cuando el tabernero vino a preguntarle qué le servía. Le temblaba la mano al tomar el vaso. Dyson lo miró con cierta curiosidad. El hombre se mantenía embozado hasta la boca y el ala del sombrero de fieltro le cubría los ojos: estaba claro que quería sustraerse a las miradas. De pronto, en el estruendo que llegaba al compartimiento, una voz más ronca cubrió a las demás y, al oírla, el hombre se echó a temblar como una masa de gelatina. Da lástima ver a alguien tan poseído por el nerviosismo, y Dyson se hallaba a punto de dirigirle una observación trivial, preguntándole cualquier cosa, cuando entró al compartimiento otra persona, que puso la mano sobre el brazo del hombre embozado, masculló algo entre dientes y desapareció como había venido. Dyson tuvo tiempo de reconocer a Burton, su ex amigo, tan bien afeitado como suelto de lengua, que demostrara el más suntuoso talento para la mentira, y, sin embargo, no le dio importancia, pues toda su facultad de observación estaba absorbida por el espectáculo grotesco y lamentable que tenía ante sí. Al sentir la mano que le tocaba el brazo, el pobre desgraciado se dio la vuelta, girando sobre su eje, y se retrajo con el grito sordo y lastimero de un animal caído en la trampa. Palideció de golpe y la piel de la cara se volvió de color gris, como si la sombra de la muerte pasara por el aire y cayese sobre ella. Dyson alcanzó a oír un murmullo ahogado:

«¡Mr. Davies! ¡Por amor de Dios, tenga piedad de mí, Mr. Davies! Le juro que…», y la voz se hundió en el silencio y se mordía los labios, tratando en vano de llamar en su ayuda algún asomo de hombría. Todavía se quedó un instante más en la taberna, temblando como la hoja de un álamo, y luego se echó a la calle. A encontrarse con su destino, pensó Dyson, y no había pasado ni un minuto cuando cayó en la cuenta de que lo conocía: era, sin duda alguna, el joven de anteojos, en cuya búsqueda andaban empeñadas tantas personas de ingenio; es cierto que hoy no llevaba anteojos, pero bastaban para identificarlo la palidez, el bigote oscuro y las miradas tímidas. Dyson comprendió en el acto que se había tropezado sin quererlo con la pista de una desesperada conspiración, sinuosa como la huella de una serpiente detestable, que entraba y salía por las calles y senderos del cosmos de Londres; en un abrir y cerrar de ojos se dibujó ante él la verdad y supo que, aunque indiferente e inconsciente, le había correspondido el privilegio de ver las sombras de formas ocultas corriendo y persiguiéndose, atacando y desvaneciéndose sobre el telón reluciente de la vida diaria, sin una palabra ni un sonido, o bien contando gárrulamente fábulas y engaños. En ese momento, las voces estridentes, el esplendor chillón, el tumulto vulgar de la taberna se convirtieron para él en parte de la magia; aquí, ante sus propios ojos, acababa de transcurrir una escena de misterio y había visto la carne humana volverse del color de la ceniza en la parálisis del miedo; el mero infierno de la cobardía y el terror había bostezado junto a él y le hubiera bastado estirar el brazo para tocarlo. En medio de estas reflexiones, volvió a entrar el tabernero y se lo quedó mirando de hito en hito, para darle a entender, que había agotado su derecho a que no lo molestasen. Dyson renovó el arriendo de su sitio pidiéndole más cerveza y, al repasar en la memoria su breve atisbo de la tragedia, recordó que, con el primer respingo que le hizo dar el terror de la persecución, el joven de anteojos se había sacado bruscamente la mano del bolsillo, dejando caer algo al suelo. Dyson fingió que había perdido la pipa y se puso a buscar en el rincón, rozando el suelo con los dedos. Sintió algo, lo atrajo hacia sí, y una ojeada que le dio al echárselo al bolsillo le hizo saber que era un pequeño libro de anotaciones, encuadernado en marroquí verde pálido.

Bebió la cerveza de un trago y dejó la taberna, feliz con su afortunado descubrimiento y haciendo conjeturas sobre la posible importancia del hallazgo. Por momentos temía encontrarse un volumen de hojas en blanco, o los meticulosos disparates de un cuaderno de apuestas, pero la desvaída encuademación de marroquí prometía cosas mejores y apuntaba a nuevos misterios. Logró salir, no sin dificultad, del barrio al que entrara de tan buen humor, se encontró, por fin, en Gray’s Inn Road, siguió por Guilford Street abajo, y apretó el paso para llegar a casa, sin más deseo que una lámpara encendida y la soledad.

Dyson se sentó a su escritorio y puso ante sí el pequeño volumen: le costaba salir de dudas y correr el riesgo de un desengaño. Por fin, con un gesto de desesperación, metió el dedo al azar entre las páginas y abrió el libro. Se alegró de ver una escritura compacta y con margen, y sucedió que, al primer golpe de vista, puso los ojos en cuatro palabras que parecieron separarse de las demás. Leyó:

«el Tiberio de oro»

y la pasión y la buena fortuna del cazador lo hicieron sonrojarse.

Volvió en el acto a la primera página y empezó a leer, absorto, la

Historia del joven de anteojos

En un oscuro e inmundo alojamiento situado en lo que creo uno de los más sórdidos tugurios de Clerkenwell, escribo esta historia de una vida que, amenazada día a día, no puede durar mucho tiempo más. Cada día —no, cada hora— mis enemigos aprietan sus redes a mi alrededor; en este mismo instante estoy condenado a la prisión de mi cuarto miserable y sé que, cuando salga, estaré yendo a la muerte. Mi historia, si tengo la suerte de que caiga en buenas manos, servirá quizá para advertir a los jóvenes de los peligros y asechanzas a que inevitablemente nos expone cualquier desviación del camino recto.

Me llamo Joseph Walters. Al llegar a la mayoría de edad me encontré en posesión de una renta pequeña pero suficiente y decidí dedicar mi vida al estudio de las humanidades. No empleo el término en el sentido que prevalece en nuestro días; no abrigaba la menor intención de asociarme a esas personas que pasan la existencia en la degradante ocupación de «editar» a los clásicos, ensuciando los anchos márgenes de los libros más hermosos con anotaciones vanas y superfinas, y haciendo lo que está a su alcance para inspirar una perpetua repugnancia por toda belleza. Una abadía entregada a los bajos usos de un establo o una panadería es triste cosa de ver, pero aún más digna de lástima una obra maestra desfigurada por la pluma del comentador y por su marca abominable: «cf.».

Por mi parte, elegí la gloriosa carrera de humanista en el antiguo sentido de la palabra; deseaba poseer conocimientos enciclopédicos, envejecer entre libros, destilando, día tras día y año tras año, la íntima dulzura de todas las obras de valor. No era lo bastante rico para formarme una biblioteca, y por ello tuve que recurrir a la sala de lectura del Museo Británico.

¡Oh sombría, elevada y poderosa cúpula, Meca de muchas inteligencias, mausoleo de muchas esperanzas, triste mansión donde todos los deseos desfallecen! Aquí acuden los hombres con corazones levantados y mentes soñadoras; para ellos tus nobles gradas son la escalera a la fama, tu pórtico solemne la puerta del conocimiento, y al entrar no encuentran sino vanidad de vanidades y todo es en vano. Aquí, mientras las calles profundas retumban, sólo hay silencio y un crepúsculo eterno y el olor de la gravedad. Aquí la sangre se vuelve más tenue y fría, el cerebro se reseca y consume; aquí es la caza de sombras, el asedio de fantasmas desplegados, la pugna con espectros, la guerra en que no hay victoria. ¡Oh cúpula, tumba de los ardientes! Por tus galerías, donde no se escucha ninguna voz resonante, corren suspiros susurrantes, murmullos de esperanzas muertas; las almas de los hombres ascienden como mariposas atraídas por la llama y caen quemadas y ennegrecidas a tu suelo, ¡oh sombría, elevada y poderosa cúpula!

Lamento amargamente el día en que me senté por primera vez a mi pupitre y di comienzo a mis estudios. No llevaba muchos meses de habitué del sitio cuando trabé relación con un caballero sereno y bondadoso, de edad algo más que madura, que ocupaba siempre el pupitre vecino al mío. Poca cosa hace falta para conocer a alguien en la sala de lectura, apenas si ofrecerle ayuda, una simple indicación al revisar el catálogo, la cortesía normal entre gentes que se sientan lado a lado; así fue como conocí al hombre que se llama a sí mismo el doctor Lipsius. Me acostumbré a buscar su presencia y a echarlo de menos cuando no venía, como ocurría a veces, y acabamos por hacernos amigos. Su inmensa erudición se hallaba, sin límite alguno, a mi servicio; muchas veces me asombró esbozando en unos minutos la bibliografía de un determinado tema y, por mi parte, no tardé en confiarle mis ambiciones.

—Ah, tendría que haber nacido usted alemán —me decía—. Yo también era así, de muchacho. ¡Qué vocación maravillosa, qué carrera infinita! «Lo sabré todo»: sí, es un proyecto extraordinario. Pero esto es lo que significa: una vida de trabajos sin fin y, para terminar, el deseo insatisfecho. El estudioso debe morir, y morir diciendo: «¡Qué poco sé!»

Poco a poco, con palabras como éstas, Lipsius me fue seduciendo: elogiaba mi empresa y, al mismo tiempo, dejaba entender que era tan desesperada como la búsqueda de la piedra filosofal y así, valiéndose de arteras sugerencias insinuadas con la más extrema habilidad, fue minando paulatinamente todos mis principios. «A fin de cuentas, la mayor de las ciencias, la llave de todo conocimiento, es la ciencia y el arte del placer —solía decirme—. Rabelais fue quizá el más grande de los humanistas enciclopédicos y, como usted sabe, escribió el libro más notable que se haya escrito nunca. ¿Y qué nos enseña su libro? Sin duda alguna, la alegría de vivir. No es preciso que le recuerde las palabras suprimidas en la mayoría de las ediciones, la clave de toda la mitología rabelaisiana, de todos los enigmas de su gran filosofía: Vivez joyeux. Aquí tiene usted su entera sabiduría; su obra es la institución del placer como una de las bellas artes, la más bella de todas, el arte de las artes. Rabelais poseía toda la ciencia pero también la vida. Mucho hemos avanzado desde entonces. Es usted, creo, una persona ilustrada; poco le importan las mezquinas reglas y disposiciones que una sociedad corrompida dicta para defender sus propios intereses egoístas y nos presenta como decretos inmutables de lo eterno».

Éstas eran las doctrinas que predicaba el doctor Lipsius y, con tan insidiosos argumentos —avanzando paso a paso, aquí un poco y otro más allá— acabó por hacer de mí un hombre en guerra con todo el sistema social. Anhelaba una oportunidad de romper mis cadenas, para vivir en adelante una vida de libertad en la que yo mismo fuese mi propia norma y medida. Miraba la existencia con ojos de pagano y Lipsius conocía a la perfección el arte de fomentar mis inclinaciones, naturales en un joven que hasta entonces viviera como un ermitaño. Al levantar la vista se me aparecía la gran cúpula iluminada por las llamas y colores de un mundo de tentación que me era desconocido; la imaginación me pintaba mil engaños licenciosos y lo prohibido me atraía tan seguramente como la piedra imán llama al hierro. Tomé al fin una decisión y tuve la audacia de pedirle a Lipsius que fuese mi guía.

Me dijo que saliera del Museo a la hora de siempre, las cuatro y media, que fuese caminando despacio por la acera norte de Great Russell Street y esperase en la esquina; alguien se acercaría a mí y me daría unas instrucciones que debía obedecer en todo. Hice como me lo ordenaba y, al detenerme en la esquina, mirando en torno mío ansiosamente, respiraba con dificultad y el corazón se me salía del pecho. Esperé un buen rato, y ya temía que me hubiesen gastado una broma, cuando me di cuenta de que, en la acera opuesta, un caballero tenía puestos en mí los ojos, con aire de divertirse muchísimo. Atravesó la calzada y, al llegar a mi lado, se levantó el sombrero y me pidió educadamente que lo siguiera; así lo hice sin decir palabra, preguntándome para mis adentros adónde íbamos y qué ocurriría. Me llevó ante una casa de aspecto tranquilo y respetable, en una calle al oeste de la calle de Oxford, y llamó a la puerta. Un servidor nos hizo pasar a una gran sala discretamente amueblada de la planta baja. Nos sentamos un rato en silencio y me di cuenta de que los muebles, aunque nada llamativos, eran de mucho valor. Vi unos armarios de roble, dos estanterías muy elegantes y, en una esquina, un arcón tallado que debía ser medieval. Por fin entró el doctor Lipsius. Me saludó como siempre y, tras cambiar con él unas frases sin importancia, mi guía dejó la habitación. Apareció entonces un señor entrado en años que se puso a charlar con Lipsius y, por lo que dijeron, entendí que mi amigo comerciaba en antigüedades; hablaron del sello hitita y de las perspectivas de nuevos descubrimientos. Luego se nos juntaron otras dos o tres personas y la conversación giró en torno a la posibilidad de explorar de manera sistemática los monumentos pre-célticos de Inglaterra. En suma, asistía a una recepción no oficial de arqueólogos y, a las nueve de la noche, una vez que se retiraron los anticuarios, Lipsius debió entender por mis miradas que me sentía desconcertado y aguardaba una explicación.

—Ahora —dijo— vamos a los altos.

Mientras subíamos las escaleras —Lipsius iba delante, alumbrando el camino con una lámpara—, oí ruidos de cerraduras, trancas y cerrojos en la entrada principal. Mi guía abrió una puerta cubierta de bayeta, pasamos por un corredor y escuché unos ruidos raros, como de gente que se ríe; luego me empujó a través de una segunda puerta y comenzó mi iniciación. No soy capaz de escribir las cosas de que fui testigo esa noche; me resulta intolerable acordarme de lo ocurido en esas habitaciones secretas, en que las gruesas persianas y cortinas no dejaban escapar ni un rayo de luz a la calle silenciosa; me dieron a beber vino tinto y, mientras lo probaba, una mujer me dijo que era el vino del Jarro Rojo que hiciera Avellanus. Otra me preguntó si me gustaba el vino de los faunos, y escuché una docena de nombres fantásticos, mientras el licor me ardía en las venas y, creo yo, despertaba en mí algo que dormía desde el día en que nací. Me pareció que mi timidez me abandonaba; no era un ser pensante, sino, a un tiempo, sujeto y objeto; participé en horribles juegos y asistí al misterio de los bosques y fuentes de Grecia que se desenvolvía ante mis ojos; vi la danza tambaleante y escuché el llamado de la música junto a mi compañera y, sin embargo, todo lo veía desde fuera, observaba como un espectador ocioso la parte que me tocaba en la representación. Me dieron a beber el cáliz en medio de ritos extraños y a la mañana siguiente, al despertarme, era uno de ellos y había jurado serles fiel. En un comienzo me mostraron el lado halagador de las cosas, ordenándome que disfrutara y me dedicase tan sólo al placer; el propio Lipsius me dijo que el mayor de los goces era ver los terrores de los desdichados que, de cuando en cuando, eran atraídos a la casa del mal. Pasado un tiempo me hicieron saber que también a mí me tocaba una parte del trabajo y me vi obligado a actuar, a mi vez, de seductor: me pesa sobre la conciencia haber conducido a más de uno a lo profundo del abismo.

Un día Lipsius me mandó llamar a su estudio y me anunció que debía encargarme una tarea difícil. Abrió un cajón, sacó una hoja escrita a máquina y me pidió que la leyera.

Era una nota sin firma, y sin indicación de lugar o fecha, que decía lo siguiente:

El 12 del presente, Mr. James Headley, F.S.A., recibirá de su agente en Alemania una moneda única, el Tiberio de oro. La moneda lleva en el reverso un fauno y la leyenda VICTORIA. Se trata, al parecer, de una pieza de valor inestimable. Mr. Headley vendrá a la ciudad para mostrar la moneda a su amigo, el profesor Memys, de Cheyies Street, calle de Oxford, entre el 13 y el 18.

El doctor Lipsius rió entre dientes al ver mi cara de sorpresa cuando acabé de leer la singular comunicación.

—Tendrá usted ocasión de mostrar su buen criterio —me dijo—. No se trata de un caso corriente; exige mucha prudencia y un tacto infinito. Bien quisiera disponer ahora de un Panurgo, pero veremos lo que es usted capaz de hacer.

—¿No es una broma, entonces? —le pregunté—. ¿Cómo sabe usted, o mejor dicho, cómo puede saber este corresponsal suyo, que le han despachado de Alemania una moneda a Mr. Headley? ¿Y cómo es posible prever con exactitud el momento en que se le ocurrirá a Mr. Headley venir a la ciudad? Mucho suponer me parece.

—Mi querido Mr. Walters —me contestó—, aquí no nos dedicamos a suponer. Lo aburriría si entrase en detalles y le mostrara, por así decirlo, las ruedecillas que mueven la máquina. ¿No le parece más entretenido estar sentado en el patio de butacas y admirarse, que no pasar detrás de la escena y descubrir el mecanismo? Más vale que lo hagan temblar los truenos, créame usted, y no ver al tramoyista que hace rodar una bala de cañón. En fin, no tiene usted que preocuparse del cómo y el porqué: más le vale encargarse de la propia tarea. Naturalmente, le daré instrucciones detalladas, pero mucho depende del tino con que se lleven las cosas. A menudo oigo a gente muy joven sostener que el estilo lo es todo en literatura, y puedo asegurarle que en nuestra profesión, actividad mucho más delicada, se aplica la misma máxima. Para nosotros el estilo lo es absolutamente todo y por eso tenemos amigos como usted.

Salí de allí más bien inquieto: Lipsius dejaba las cosas rodeadas de misterio, sin duda a propósito, y yo ignoraba el papel que me había asignado. Aunque había asistido a escenas de odioso esparcimiento, no era todavía insensible a un sentimiento de humanidad y temblaba pensando que tal vez recibiera la orden de convertirme en el verdugo de Mr. Headley.

Una semana más tarde, el 16 del mes, Mr. Lipsius me pidió que fuese a verlo.

—Es para esta noche —comenzó diciendo—. Por favor, Mr. Walters, atienda usted con mucho cuidado a lo que voy a decirle porque le va la vida en ello. Es un asunto peligroso, le repito que se juega usted la vida y que debe seguir al pie de la letra mis instrucciones. ¿Me entiende usted? Pues bien, esta noche a eso de las siete y media, vaya usted a pie tranquilamente por Hampstead Road hasta llegar a Vincent Street. Aquí doble la esquina y siga hasta la tercera calle a la derecha, que será Lambert Terrace. Siga usted por ella, cruce la avenida y tome Herford Street hasta la plaza Lillington. La segunda esquina que encontrará en la plaza se llama Sheen Street, pero es en realidad menos una calle que un pasaje entre dos muros. Pase lo que pasare, tenga usted la seguridad de hallarse en esa esquina a las ocho en punto. Entre usted a la calle y en el recodo, cuando pierda de vista la plaza, encontrará usted a un caballero de barba y bigote blancos. Es probable que esté protestando porque el coche de plaza lo ha traído a Sheen Street en vez de llevarlo a Chenies Street. Acerqúese a él cortésmente y póngase a su disposición; él le dirá adónde quiere ir y usted se ofrecerá a indicarle el camino. Debo añadir que el profesor Memys se mudó a Chenies Street hace un mes; Mr. Headley todavía no lo ha visitado en su nueva casa y, por lo demás, es muy corto de vista y conoce muy mal la topografía de Londres. Más aún, ha llevado siempre una vida solitaria y estudiosa en Audley Hall. ¿Hace falta que le diga algo más a una persona de su inteligencia? —prosiguió Lipsius—. Lo traerá usted a esta casa, él llamará a la puerta y vendrá a abrirle un mayordomo de librea. Su labor habrá terminado en ese momento, estoy seguro de que con éxito. Deje a Mr. Headley en la puerta, siga usted su camino y espero verlo mañana. Creo que no hay nada más que pueda decirle.

Cumplí las minuciosas instrucciones hasta el último detalle. Confieso que no caminé hasta Tottenham Court Road ciegamente, sino con la inquietud de quien llega a un punto decisivo de su vida. Los ruidos y rumores de las calles llenas de gente no eran para mí sino un espectáculo mudo; le daba vueltas una y otra vez a la misión que me había sido encomendada y me interrogaba sobre sus posibles resultados. Acercándome ya al sitio donde debía doblar, pensé que acaso corría peligro; me vino a la cabeza la idea de que se sospechaba de mí y se me vigilaba, y en cada transeúnte que ponía en mí los ojos veía un oficial de policía. Se me acababa el tiempo, el cielo se había oscurecido y dudé, casi decidido a no seguir adelante y a abandonar a Lipsius y a los suyos para siempre. Estaba por hacerlo cuando, de pronto, sentí la convicción de que todo no pasaba de ser una broma gigantesca, una invención completamente disparatada. ¿Quién puede haber comunicado la información sobre el agente armenio?, me pregunté. ¿Por qué medios se ha enterado Lipsius del día y hasta del tren en que viajaría Mr. Headley? ¿Cómo lograr que tome un determinado coche de plaza cuando hay varias docenas que esperan clientes en Paddington? Concluí que todo no era sino una patraña y seguí la ruta que con tanto detalle me había trazado Lipsius. Muchas de las calles eran silenciosas y de una pobreza vergonzante; estaba oscuro y me sentí solo en las viejas plazas por las que no pasa nadie. Las sombras se hacían más negras cuando entré a Sheen Street que, como Lipsius me había dicho, era más un pasaje que una calle; de un lado se veía un muro bajo, jardines descuidados y la parte trasera de una hilera de casas; del otro, un almacén de maderas. Di vuelta a la esquina, perdí de vista la plaza y me encontré, para mi asombro, con la escena anunciada. Había un simón detenido junto a la acera y un anciano, que llevaba un maletín en la mano, insultaba con violencia al cochero quien, sentado en el pescante, era la imagen misma del desconcierto.

—Sí, señor, pero estoy seguro de que dijo usted Sheen Street y aquí lo he traído —decía cuando me acerqué, mientras el caballero de barba blanca ardía de cólera y lo amenazaba con llamar a la policía y llevarlo ante los tribunales.

Ver esto fue para mí una gran sorpresa y decidí, en un abrir y cerrar de ojos, hacer lo que me habían mandado. Di unos pasos y, sin hacer caso del cochero, me quité el sombrero para saludar educadamente al anciano Mr. Headley.

—Perdone usted, señor —le dije—, ¿hay algún problema? Veo que está usted de viaje; tal vez el cochero se ha equivocado. ¿Puedo serle útil en algo?

El viejo se volvió hacia mí y noté que gruñía al hablar, mostrando los dientes como un perro furioso.

—Este idiota, este borracho, me ha traído aquí —me contestó—. Le dije que me llevara a Chenies Street y me trae a este rincón infernal. Pensaba pagarle espléndidamente, pero ahora no verá ni un cuarto de penique. Voy a buscar un policía, haré que lo metan preso.

La amenaza pareció asustar al cochero, quien miró en torno suyo como para asegurarse de que no había ningún policía en las inmediaciones, y acabó por marcharse, protestando airadamente, mientras Mr. Headley, con una feroz sonrisa de satisfacción por haberse ahorrado la carrera, se echaba al bolsillo un chelín y seis peniques, la espléndida suma que el cochero había perdido.

—Mi querido señor —le dije—, temo que esta tontería haya sido para usted una verdadera molestia. Estamos lejos de Chenies Street, y tendrá cierta dificultad en dar con ella a menos que conozca muy bien Londres.

—Casi no lo conozco —respondió—. No vengo nunca, como no sea por asuntos muy importantes, y en mi vida he estado en Chenies Street.

—¿De veras? Le enseñaré yo el camino, con mucho gusto. He salido a dar una vuelta y para mí no será ninguna molestia acompañarlo.

—Quiero ir acasa del profesor Memys, que vive en el número quince. Me resulta muy molesto, pues soy corto de vista y ni siquiera alcanzo a distinguir los números de las casas.

—Venga usted por aquí —le dije, y emprendimos la marcha.

Mr. Headley no me dio la impresión de ser una persona simpática; a decir verdad, no hizo sino regañar durante todo el camino. Cuando me dijo su nombre tuve buen cuidado en responder: «¿El conocido anticuario?», y a partir de ese momento no me quedó más remedio que escuchar la historia de sus complicadas pendencias con los editores que, según me aseguró, se habían portado con él como unos miserables. El hombre era un capítulo del Mal Humor de los Autores. Me explicó que había estado a punto de ganar una fortuna para varias casas editoriales, pero que debió abandonarlas ante la negra ingratitud de que fue víctima. Además de estas antiguas ofensas, y del más reciente percance con el cochero, guardaba aún otra grave queja por presentar. Esa tarde venía en el tren sacándole punta al lápiz y, al llegar a la estación, una brusca sacudida lo hizo herirse en la cara con la navaja: me mostró, en efecto, una pequeña herida triangular en la mejilla. Acusó a la empresa de ferrocarriles, lanzó imprecaciones sobre la cabeza del conductor y habló de una demanda por daños y perjuicios. Maldecía todo el tiempo, sin advertir en absoluto por dónde íbamos; tan poco amable me pareció su conducta que empecé a alegrarme de la broma que le estaba gastando.

No obstante, el corazón me latía un poco más fuerte cuando llegamos a la calle en que esperaba Lipsius. Pueden ocurrir mil accidentes, pensé, podemos encontrarnos con un amigo de Headley; quizá aunque no haya estado nunca en Chenies Street, conoce la calle adonde lo llevo; es corto de vista pero bien puede distinguir el número de la casa o, si de pronto sospecha algo, dirigirse al policía de la esquina. Cada paso que dábamos por la acera, acercándonos a la meta, era para mí una punzada y un susto, cada transeúnte que nos cruzábamos una amenaza y un peligro. Tragué saliva con gran esfuerzo, conseguí tranquilizarme y dije despreocupadamente:

—¿Me parece que dijo usted el número quince? Es la tercera puerta. Con su permiso, lo dejaré aquí. Llevo un poco de retraso y debo ir al otro lado de Tottenham Court Road.

Gruñó algo así como un agradecimiento y, dando media vuelta, me fui por donde había venido. Al cabo de uno o dos minutos volví la cabeza y vi a Mister Headley esperando ante la casa; luego se abrió la puerta y entró. Por mi parte, di un suspiro de alivio, me apresuré a dejar el barrio y esa noche traté de divertirme en grata compañía.

A la mañana siguiente no fui a ver a Lipsius. Me sentía ansioso, pero ignoraba lo que había ocurrido o estaba ocurriendo, y una solicitud razonable por mi propia seguridad me aconsejaba quedarme quieto en mi casa. Sin embargo, pudo más la curiosidad y, al caer la noche, decidí enterarme de cómo había terminado el pequeño drama en el que me tocara una parte. Al verme llegar, Lipsius me saludó inclinando la cabeza y dijo que quería hablar conmigo cinco minutos. Fuimos a su estudio y se puso a caminar de arriba para abajo mientras yo esperaba.

—Mi querido Mr. Walters —dijo por fin—, lo felicito muy sinceramente: hizo usted el trabajo que le había encargado de la manera más cumplida y artística. Usted llegará lejos. Mire esto.

Fue a su escritorio y apretó un resorte secreto; se abrió un cajón, del cual retiró algo que puso sobre la mesa. Era una moneda de oro; la examiné con el más vivo interés y leí la inscripción en torno a la figura del fauno.

—Victoria —dije sonriendo.

—Sí: una presa magnífica y a usted se la debemos. Tuve muchas dificultades para convencer a Mr. Headley de que se había cometido un pequeño error: así presenté las cosas. Se portó de una manera desagradable y hasta, diría yo, poco caballeresca. ¿A usted no le pareció que se trataba de una persona muy irritable?

Levanté la moneda para admirar el diseño raro y escogido, tan nítido como si acabara de salir del troquel. El oro fino ardía y resplandecía como una lámpara.

—¿Y qué ocurrió al fin con Mr. Headley? —pregunté.

Lipsius sonrió y se encogió de hombros.

—¿Qué más da? Podría estar aquí, allá o en cualquier parte, pero ¿qué importancia puede tener? Por lo demás, su pregunta me sorprende. Usted, Mr. Walters, es un hombre inteligente. Piénselo bien y estoy seguro de que no repetirá la pregunta.

—Mi querido señor —le contesté—, creo que no me trata usted con justicia. Acaba usted de dirigirme unos elogios muy amables por la parte que me tocó en la captura, y es natural que me interese saber cómo terminó el asunto. Aunque conozco muy poco a Mr. Headley, me imagino que tendría usted con él ciertas dificultades.

No me respondió por el momento, sino que se puso a caminar otra vez por la habitación, al parecer absorto en sus pensamientos.

—Bueno, supongo que no le falta razón —dijo al fin—. No hay duda de que estamos en deuda con usted. Ya le he dicho que tengo una alta opinión de su inteligencia, Mr. Walters. Venga usted por aquí, por favor.

Abrió una puerta que daba a otra habitación y señaló algo. Sobre el suelo había una gran caja en forma de ataúd. Al acercarme me di cuenta que era el féretro de una momia, como los que se ven en el Museo Británico, pintado vivamente con brillantes colores egipcios y no sé qué proclamación de honores o de esperanzas en la vida inmortal. Dentro había una momia amortajada, envuelta en vendas y con la cara descubierta.

—¿Va usted a despachar esto? —dije, olvidándome de la pregunta que acababa de hacer.

—Sí, es un pedido de un museo de provincias. Mire usted más de cerca, Mr. Walters.

Me llamó la atención su tono de voz y, mientras Lipsius levantaba la lámpara, me incliné a mirar la cara. La piel estaba ennegrecida por el paso de los siglos pero de pronto vi en la mejilla derecha una pequeña cicatriz triangular y comprendí el secreto de la momia: lo que veía ante mí era el cadáver del hombre que yo mismo trajera con engaños a la casa.

No me pasó por la cabeza ninguna idea, ningún propósito de hacer algo. Guardaba aún en la mano la maldita moneda, quemándome con un anuncio del infierno, y súbitamente huí, como hubiese huido de la peste y la muerte, y me lancé a la calle ciego de terror, sin saber por dónde iba. Sentí la moneda que llevaba apretada en el puño, la arrojé no sé dónde y seguí corriendo por oscuros pasajes y callejuelas, hasta que fui a parar a una avenida llena de gente y logré serenarme. Entonces, al volver en mí, advertí el gravísimo peligro que corría y lo que me sucedería de caer en poder de Lipsius. Había alzado la mano no tanto contra un hombre como contra un mecanismo implacable. Mi reciente aventura con el desventurado Mr. Headley bastaba para convencerme de que Lipsius disponía de agentes en todas partes; preveía que, si llegaba a apoderarse de mí, se mantendría fiel a su doctrina del estilo y me haría morir en medio de horribles e ingeniosas torturas. Tendría que dedicar toda mi inteligencia a esconderme de él y de sus emisarios, tres de los cuales habían demostrado su habilidad para averiguar el paradero de gentes que, por diversas razones, preferían ocultarse. Estos servidores de Lipsius eran dos hombres y una mujer: esta última, sin comparación, la más sutil y peligrosa. Sin embargo, tampoco yo me creía desprovisto de astucia y tomé mi decisión en el acto. A partir de entonces he luchado día a día y hora a hora contra la sagacidad de Lipsius y sus secuaces. Durante un tiempo, tuve éxito; aunque me buscaron furiosamente por todo Londres, me mantuve oculto y hasta observé divertido sus frenéticos esfuerzos por recobrar la pista que habían perdido en dos o tres minutos. Recurrieron a toda clase de engaños y celadas para hacerme dejar mi escondite; leí avisos en los periódicos anunciándome que habían recobrado lo que llevé conmigo y proponiéndome reuniones en las que tendría mucho que ganar sin el menor de los riesgos. Sus tretas me hacían reír, empecé a despreciar un poco a la organización que había temido y me aventuré a salir un poco más. No una ni dos, sino varias veces, reconocí a los dos hombres encargados de apoderarse de mí y, aunque los tuve cerca, conseguí eludirlos fácilmente; llegué a la conclusión, un poco apresurada, de que nada había que temer y de que mi inteligencia era superior a la suya. Entre tanto, mientras me felicitaba de mis ardides, el tercer emisario de Lipsius, la mujer, estaba tejiendo sus redes. En mal hora se me ocurrió visitar a un viejo amigo, un escritor llamado Russell que vive en una calle tranquila de Bayswater. La mujer, lo supe sólo hace uno o dos días, demasiado tarde, ocupa unas habitaciones en la misma casa: me hizo seguir y descubrió mi refugio. Demasiado tarde me di cuenta, ya lo he dicho, de que había cometido un error fatal y me hallaba rodeado. Tarde o temprano caeré en poder de un enemigo sin piedad; no me queda otro remedio que salir de esta casa y será para perderme. Apenas si me atrevo a suponer la suerte que me está reservada; mi imaginación, siempre muy vivaz, me pinta imágenes espantosas de las indecibles torturas a que seré sometido; sé que cuando muera Lipsius estará a mi lado, gozando con los refinamientos de mi dolor y mi vergüenza.

Las horas y hasta los minutos se han vuelto preciosos para mí. A veces estoy imaginando mis torturas y me detengo a preguntarme si aún ahora no podré dar con una jugada maestra, un plan de infinita sutileza que me libre de sus lazos. Pero descubro que he perdido la facultad de combinar; soy como el sabio del viejo mito, abandonado por el poder que hasta ahora me ayudara. No sé cuándo vendrá el momento supremo, si tarde o temprano, pero es inevitable; dentro de poco seré sentenciado y entre la sentencia y la ejecución no mediará mucho tiempo.

No puedo seguir más tiempo prisionero en este lugar. Saldré esta noche, cuando las calles están llenas de gentes y de clamores, y haré un último esfuerzo por escapar.

Dyson cerró el libro lleno de profundo asombro y pensó en la extraña serie de incidentes que lo había puesto en contacto con las intrigas y conjuras urdidas en torno al Tiberio de oro. Había guardado la moneda en lugar seguro y tembló ante la sola posibilidad de que llegasen a saberlo los miembros de la maligna asociación, que parecían disponer de fuentes de información tan extraordinarias.

Se había hecho tarde mientras leía y guardó el libro, esperando de todo corazón que, aun en la hora undécima, el desgraciado Walters hubiera logrado burlar el destino que tanto temía.