EL RECLUSO DE BAYSWATER
Entre los muchos amigos a los que Mr. Dyson favorecía ocasionalmente con el placer de su compañía se hallaba Mr. Edgar Russell, oscuro y abnegado escritor realista que vivía en un pequeño cuarto, sin vista a la calle, en un segundo piso de Abingdon Grove, en Notting Hill. Bastaba alejarse unos pasos de la calle principal para advertir la atmósfera propia de Abingdon Grove: cierta calma, una paz soñolienta en la cual los pies tendían a moverse más despacio. Las casas estaban separadas de la acera por jardines en los que, según la estación, florecían alegremente lilas, laburnos y mayas de color rojo sangre. En una esquina, una antigua mansión, cuya fachada principal daba a otra calle, había logrado mantener en la parte de atrás un verdadero jardín amurallado de gran tamaño, que despedía un delicioso olor a hierba con las lluvias de comienzos del verano, en el que unos viejos olmos guardaban memorias del campo abierto y por el cual era grato caminar sobre el césped. Las casas de Abingdon Grove, pertenecientes en su mayoría al mediocre período estuco de hace unos treinta y cinco años, se hallaban pasablemente construidas y ofrecían un alojamiento tolerable a familias de modestos recursos; casi todas se habían convertido en viviendas de alquiler y no era raro ver sobre sus puertas letreros que anunciaban «Apartamento amueblado». En este lugar, en una casa de suficiente buen aspecto, se había establecido Mr. Russell, para quien la pobreza y la suciedad de la bohemia literaria no pasaban de ser una convención falsa y anticuada, y que prefería, según decía él mismo, vivir donde pudiese ver hojas verdes. En efecto, desde su habitación disfrutaba de una vista magnífica sobre una larga fila de jardines y una hilera de álamos ocultaba durante el verano el melancólico paisaje de las construcciones de Wilton Street. Mr. Rusell, hombre de exiguos ingresos, se alimentaba sobre todo de pan y té, pero cuando Dyson venía de visita enviaba al chico de la casa por un cuarto de cerveza y dejaba a su amigo entera libertad para fumar todo lo que quisiese del propio tabaco. La dueña había tenido la desgracia de quedarse durante varios meses sin inquilino para el primer piso y durante todo ese tiempo un letrero había proclamado en la puerta de la casa el vacío del interior. Una noche de comienzos de otoño, al subir Dyson los escalones de la entrada, sintió que algo faltaba y al mirar al tragaluz se dio cuenta de que había desaparecido el anuncio.
—¿Han alquilado el primer piso? —preguntó, tras saludar a Mr. Russell.
—Así es; lo alquiló una señora hace quince días.
—No me diga —respondió Dyson y, siempre curioso—: ¿Una señora joven?
—Sí, creo que sí. Es viuda y lleva un velo de crespón. Me he encontrado con ella un par de veces, en la entrada y en la calle, pero no le he visto la cara.
—Bueno —dijo Dyson, cuando tuvieron ante sí la cerveza y las pipas encendidas—. ¿Qué ha estado usted haciendo? ¿Cómo va ese trabajo?
—¡Ay de mí! —contestó el joven, con expresión de gran tristeza—. La vida es un purgatorio y poco menos que un infierno. Escribo eligiendo cada una de mis palabras, pesando y equilibrando la fuerza de cada sílaba, calculando los más sutiles efectos que puede producir el idioma, borrando y escribiendo otra vez, pasándome la noche entera en una sola página. A la mañana siguiente, cuando leo lo que he escrito, lo único que puedo hacer es arrojar el papel al canasto, si está escrito por ambos lados, o guardarlo en el cajón sí el reverso está en blanco. Cuando escribo una frase en la que digo algo original o ingenioso, la expresión es vulgar; cuando el estilo es bueno, sólo sirve para esconder la trivialidad de una fantasía trasnochada. Escribir me cuesta un trabajo horrible, Dyson, cada línea es una verdadera agonía. Envidio la suerte del carpintero de la esquina porque comprende su oficio. Cuando le piden una mesa no se retuerce de angustia; en cambio, si yo tuviese la mala suerte de que me encargasen un libro, creo que me volvería loco.
—Mi querido amigo, toma usted las cosas demasiado en serio —dijo Dyson—. Deje usted correr la pluma sobre el papel. Sobre todo, cada vez que se siente a escribir, crea firmemente que es usted un artista y que se trae entre manos una obra maestra. Suponga que le faltan las ideas; diga, como lo oí decir a uno de nuestros artistas más finos: «Qué más da, las ideas están todas allí, en el fondo de la caja de cigarrillos.» Usted fuma pipa pero la receta es la misma. Además, no le han faltado momentos felices, que deben ser consuelo suficiente.
—Quizá tenga usted razón. Pero esos momentos son muy escasos, y en cambio sufro la tortura de una concepción estupenda arruinada por una ejecución que sería indigna de la hoja parroquial. Hace una o dos noches, por ejemplo, me sentí feliz durante un par de horas; estaba despierto y veía visiones. ¡Y luego, por la mañana!
—¿Qué idea era esa?
—Me parecía algo espléndido: pensaba en Balzac y su Comedia Humana, en Zola y la familia Rougon Macquart. De pronto se me ocurrió escribir la historia de una calle. Cada casa sería un volumen. Elegí la calle, veía las casas una a una y leía como en un libro su fisiología y psicología; la calle se extendía ante mis ojos en la forma que de verdad tiene: una callecita que conozco, por la que he pasado cien veces, en que hay unas veinte casas, ricas y pobres, y jardines con lilas en flor. Al mismo tiempo era un símbolo, una vía dolorosa de esperanzas acariciadas y defraudadas, años y años de una existencia monótona sin mayores alegrías o tristezas, nada más que penas y tragedias oscuras; en la puerta de una de las casas vi la mancha roja de la sangre, y detrás de una ventana, dos sombras ennegrecidas y borrosas sobre las persianas, meciéndose al extremo de una cuerda, las sombras de un hombre y de su mujer, ahorcados en un salón vulgar alumbrado con gas. Estas fueron mis fantasías pero, en cuanto la pluma tocó el papel, se marchitaron y desvanecieron.
—Sí, hay mucho de eso —respondió Dyson—. Le envidio a usted el trabajo de transmutar la visión en realidad y, aún más, le envidio el día en que al mirar sus estanterías verá en ellas una colección de veinte volúmenes, la serie completa y terminada para siempre. Permítame rogarle que los haga encuadernar en un buen pergamino con letras de oro: es la única encuademación posible para un libro de valor. Cuando paso ante una tienda de lujo y veo en los escaparates los volúmenes en tafilete, llenos de guarniciones y adornos, en lindos contrastes de rojo y verde, digo para mí: «Esos no son libros, sino bibelots.» Un libro así encuadernado, hablo de un verdadero libro, claro está, es como una estatua gótica cubierta de brocado de Lyon.
—¡Ay! —exclamó Rusell—. No hace falta que discutamos la encuademación, los libros no están comenzados.
Siguieron conversando, como siempre, hasta las once, hora en que Dyson dio a su amigo las buenas noches. Conocía el camino y bajó solo las escaleras, pero cuál no sería su sorpresa cuando, al cruzar el descansillo del primer piso, se entreabrió una puerta y apareció una mano que lo llamaba.
Dyson no era hombre de titubear en esas circunstancias. En un abrir y cerrar de ojos se precipitó a la aventura, diciendo para sus adentros que nunca un Dyson desoyó el llamado de una dama. Hubiera entrado a la habitación en silencio y con los cuidados que exigía el honor de la señora, pero oyó que le decían, en voz baja aunque con toda claridad:
—Vaya hasta abajo, abra la puerta de calle y vuélvala a cerrar, para que lo oigan en la casa. Luego suba a verme y, por amor de Dios, no haga ruido.
Dyson obedeció las órdenes, no sin dudar un poco, pues temía encontrarse a su regreso con la dueña de casa o la criada. Bajó y volvió a subir caminando como un gato, y aunque hizo ruido en cada uno de los escalones, prefirió creer que nadie lo había oído. Al llegar otra vez al primer piso vio abrirse de par en par la puerta y se encontró en medio de un salón, haciendo una reverencia algo desmañada.
—Tome usted asiento, señor. Tal vez esta silla sea la mejor: era la que prefería el difunto esposo de la dueña. Le pediría que fumase, pero el olor puede denunciarme. Mi manera de actuar debe parecerle poco convencional, pero lo vi llegar esta tarde y creo que no negará usted su ayuda a una mujer tan desgraciada como yo.
Mr. Dyson miró tímidamente a la joven que tenía ante sí. Vestía de luto, pero el encanto de los ojos castaños y la expresión de sonriente picardía no se acordaban muy bien con las ropas negras ni con el gastado crespón.
—Señora —contestó con galantería—, su intuición no la ha engañado. No nos preocuparemos, si le parece bien, de la cuestión de las convenciones sociales: un hombre caballeroso no repara en esas cosas. Espero tener el privilegio de servirla.
—Es usted muy amable conmigo, y estaba segura de que así sería —dijo la joven—. Ah, señor, tengo experiencia de la vida y rara vez me equivoco. Sin embargo los hombres suelen ser tan viles y ciegos que temblé antes de dar este paso, que puede resultar tan fatal como desesperado.
—Conmigo nada tiene usted que temer —respondió Dyson—. He sido criado en la fe del caballero y trato de no olvidar nunca la orgullosa tradición de mi familia. Confíe usted en mí, cuente con mi discreción y, de ser posible, con mi ayuda.
—Señor, no le haré perder su tiempo, sin duda muy valioso, con charlas inútiles. Sepa usted, entonces, que soy una fugitiva, escondida en esta casa; me pongo en su poder; no tiene más que describirme y caigo en manos de un enemigo implacable.
Mr. Dyson se preguntó durante un segundo cómo podía ser posible esto, pero no hizo sino renovar su promesa de discreción y repitió que sería el espíritu encarnado del silencio.
—Muy bien —dijo la señora—. El fervor oriental de su estilo es delicioso. Para comenzar debo corregir la impresión equivocada de que soy viuda. Me he visto obligada a vestir estas ropas tan tristes por una serie de extrañas circunstancias; en otras palabras, me ha parecido conveniente disfrazarme. Creo que tiene usted un amigo en la casa, Mr. Russell. Parece hombre de carácter tímido y reservado.
—Perdone usted, señora —dijo Dyson—: no es tímido, sino realista; tal vez sepa usted que no hay cartujo que compita con el encierro claustral al que se retira el novelista realista. Es su manera de observar la naturaleza humana.
—Bueno, bueno —dijo la señora—. Todo esto es de lo más interesante, pero no tiene relación con nuestro asunto. Debo contarle a usted mi historia.
Y con estas palabras la joven empezó a contar la
Novela del polvo blanco
Me llamo Leicester. Mi padre, el general de división Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una complicada enfermedad al hígado contraída en el clima mortal de la India. Un año más tarde, mi único hermano, Francis, volvió a casa tras terminar estudios excepcionalmente brillantes en la Universidad y se dedicó, con la resolución de un ermitaño, a dominar lo que alguien ha llamado con acierto la gran leyenda de la ley. Era un hombre que parecía vivir en completa indiferencia a todo lo que se llama placer, y aunque mejor plantado que la mayoría de los jóvenes, y capaz de hablar con el ingenio y la vivacidad de un simple vagabundo, se retiró de la sociedad y se recluyó en una gran habitación que hay en los altos de la casa, decidido a convertirse en un jurista. Al comienzo se fijó como tarea diaria diez horas de intensa lectura; desde que aparecía la primera luz en el horizonte hasta que caía la tarde estaba encerrado con sus libros, almorzaba conmigo en media hora y con muchas prisas, como si escatimase esos momentos, y por las tardes salía a dar un breve paseo cuando empezaba a oscurecer. Estos estudios incesantes tienen que ser malos para la salud, me decía yo, y trataba de atraerlo para que dejase un poco sus arduas lecturas, pero su fervor aumentó en vez de disminuir y dedicó al trabajo más y no menos horas. Hablé con él seriamente, proponiéndole que se tomase de cuando en cuando un descanso y, por lo menos, consintiese en pasarse una tarde de ocio con una novela entretenida, pero me respondió echándose a reír, que para distraerse repasaba títulos feudales y se burló de mi idea de salir al teatro o de irnos un mes al campo. Tuve que admitir que su aspecto era bueno, y que el mucho trabajo no parecía afectarlo, pero estaba segura de que sus esfuerzos tan poco naturales acabarían por hacerle daño y no me equivocaba. Primero fue una expresión de ansiedad en la mirada, luego pareció que languidecía y, por último, me confesó que su salud ya no era perfecta; lo aquejaba, dijo, una sensación de mareo y solía tener pesadillas horribles que lo despertaban a mitad de la noche, despavorido y empapado en sudores fríos.
—Me estoy cuidando —añadió—, de modo que no te preocupes. Ayer me pasé toda la tarde sin hacer nada, descansando en esa butaca tan cómoda que me diste y escribiendo tonterías en un papel. No, no trabajaré demasiado. Puedes estar convencida de que en una o dos semanas estaré bueno y sano.
Sin embargo, por más que intentase tranquilizarme, yo veía que no mejoraba, sino que se ponía peor; entraba al salón con cara de estar alicaído y frunciendo el ceño, aunque trataba de adoptar un aire alegre cuando yo le ponía los ojos encima. Los síntomas me parecían de mal agüero y a veces me asustaban la irritación nerviosa de sus movimientos y unas miradas que no lograba descifrar. Muy en contra de su voluntad lo obligué a consultar a un doctor y, por fin, fue a ver, de mala gana, al viejo médico de la familia.
El doctor Haberden calmó mis temores después de examinar a su paciente.
—La verdad es que no hay nada serio —me dijo—. Lee demasiado, come muy rápido y vuelve de inmediato a sus libros. Esto provoca, como es natural, trastornos digestivos y una pequeña irritación del sistema nervioso. Creo, sin embargo, no lo digo por tranquilizarla, Miss Leicester, que podemos curarlo del todo. Le he recetado una medicina que le sentará de maravilla. No tiene usted ninguna razón para inquietarse.
Mi hermano insistió en hacer preparar la receta en la botica del barrio; era una tienda pintoresca y pasada de moda, sin los oropeles ni la estudiada coquetería que adornan con tanto brillo los mostradores y anaqueles de las farmacias modernas, pero Francis sentía simpatía por el viejo boticario y tenía confianza en la escrupulosa pureza de sus materiales. El remedio llegó a su tiempo y vi que mi hermano lo tomaba regularmente después de las comidas. Era un polvo blanco, de aspecto inocente; había que disolver un poco en un vaso de agua fría y desaparecía por completo al revolver el agua, que quedaba clara y sin color alguno. Al comienzo, Francis mejoró mucho; se le borró el cansancio de la cara y recobró el buen humor que había perdido desde que dejara la Universidad; hablaba alegremente de reformarse y me confesó que había perdido el tiempo.
—Le he dedicado demasiadas horas al Derecho —me dijo riéndose—. Creo que me has salvado justo a tiempo. Todavía llegaré a Presidente de la Cámara de los Lores, pero no debo olvidarme de la vida. Dentro de poco, tú y yo nos tomaremos unas vacaciones; iremos a París, a divertirnos, y ni siquiera pasaremos cerca de la Bibliothéque Nationale.
Le contesté que me encantaba la idea.
—¿Cuándo vamos? —pregunté—. Puedo salir mañana, si quieres.
—Ah, eso es quizá demasiado pronto. Después de todo, aún no conozco Londres y supongo que hay que probar primero los placeres de la propia tierra. Pero saldremos dentro de una o dos semanas, de modo que puedes ir puliendo tu francés. Yo sólo conozco el francés jurídico y me temo que no baste.
Estábamos acabando de cenar y bebió el remedio con un gesto festivo, saboreándolo como si fuese un vino escogido.
—¿Tiene algún gusto especial? —quise saber.
—No; no sabría que no es agua lo que bebo —contestó y, levantándose de la silla, se puso a caminar de un lado a otro por el comedor, como si no hubiera decidido lo que iba a hacer.
—¿Quieres que tomemos café en el salón? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No. Creo que saldré a dar una vuelta; parece que tendremos una noche agradable. Mira el cielo del atardecer: es como una gran ciudad que se incendia mientras abajo, entre las casas oscuras, cae reciamente una espesa lluvia de sangre. Sí, voy a salir; es posible que vuelva pronto pero, en todo caso, tengo mi llave; buenas noches, querida mía, por si no te veo otra vez.
La puerta se cerró tras de sí y lo vi alejarse por la calle, caminando a buen paso y agitando el bastón. Me sentí agradecida al doctor Haberden por una mejoría tan notable.
Creo que esa noche mi hermano volvió muy tarde de la calle, pero a la mañana siguiente se levantó de excelente humor.
—Anoche salí a dar una vuelta sin pensar adonde iba —me dijo—. Caminaba disfrutando del fresco, contento de mezclarme a la multitud al llegar a los barrios más frecuentados. En medio de la gente me encontré con Orford, un viejo compañero de la Universidad, y luego… bueno, pues nos divertimos. He sentido lo que es ser joven y ser hombre. Tengo sangre en las venas, como los demás. Esta noche me he citado con Orford; nos reuniremos unos cuantos amigos en el restaurante. Sí, me voy a divertir una o dos semanas, pienso echar mi cana al aire y luego nos iremos juntos de viaje.
El carácter de mi hermano se transformó de tal manera que, en unos pocos días quedó convertido en un hombre amante del placer, un bohemio alegre y despreocupado de los barrios del Oeste, cazador de restaurantes de lujo, crítico enterado de los bailes más fantásticos; engordaba a ojos vista y no volvió a hablar de París, pues era claro que había hallado su paraíso en Londres. Todo me parecía muy bien aunque, a decir verdad, empecé a preocuparme, porque en su alegría creía distinguir algo que, por alguna razón, me disgustaba, si bien no hubiese sido capaz de precisar mi sentimiento. Pero luego, poco a poco, se produjo un cambio. Mi hermano seguía regresando a la madrugada, pero no volví a oír hablar de sus placeres, y una mañana, mientras tomábamos el desayuno, lo miré de pronto a los ojos y vi ante mí a un extraño.
—¡Oh, Francis! —exclamé—. ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho? —y no pude seguir porque me ahogaban mis propios sollozos.
Salí llorando del comedor, y aunque no sabía nada, todo lo sabía; en ese momento, por una curiosa asociación de ideas, me acordé de la tarde en que mi hermano salió por primera vez a probar su hombría, y resplandeció ante mí la imagen de la puesta de sol, las nubes ardiendo como una ciudad en llamas y la lluvia de sangre. Sin embargo luché contra estas ideas y me dije que no sería mucho el daño; esa noche, terminada la cena, decidí insistir para que Francis fijase la fecha de nuestras vacaciones en París. Habíamos estado conversando tranquilamente y mi hermano acababa de tomar la medicina como todos los días; estaba a punto de hablarle cuando las palabras que formaba mentalmente desaparecieron, y durante un segundo sentí un peso helado e intolerable que me oprimía el corazón y me sofocaba con el terror indecible de quien, estando vivo, siente cerrarse sobre él la tapa del ataúd.
Habíamos cenado sin encender las velas. El comedor pasó de la luz dudosa del atardecer a la penumbra y las paredes y rincones se perdían en la sombra. Desde mi asiento divisaba la calle y pensaba en lo que le diría a Francis, cuando el cielo comenzó a brillar y a enrojecerse, como en otra tarde memorable, y en el espacio entre dos bloques oscuros de casas surgió un tremendo escenario de llamas: torbellinos incandescentes de nubes retorcidas, profundidades ardiendo, masas grises exhaladas por una ciudad humeante, mientras aparecía una gloria perversa y deslumbrante, atravesada en lo alto por lenguas de un fuego aún más ardiente y hundiéndose por debajo en un profundo lago de sangre. Bajé la vista para mirar a mi hermano, que estaba sentado frente a mí, y cuando iba a hablarle vi la mano que tenía puesta sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice de la mano cerrada había una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y del color que deja un mal golpe. No podía decir por qué, advertida seguramente por un instinto que no alcanzo a definir, supe en el acto que no estaba viendo un simple cardenal. ¡Ay!, si la carne humana ardiera como la llama, y la llama fuese negra como el alquitrán, quedaría la marca que vi entonces con estos ojos. Sin pensamiento, sin palabras, creció en mí un oscuro horror ante lo que veía, que una célula reconoció en mi interior como un estigma. Durante un instante el cielo iluminado se volvió negro como el de medianoche y cuando la luz volvió a mí me encontré sola en el comedor silencioso. Poco después oí a mi hermano que salía de casa.
Aunque era tarde me puse el sombrero y fui a ver al doctor Haberden. En la gran sala de su consultorio, mal alumbrada por una vela que el doctor trajo consigo, le conté con labios temblorosos y una voz que se me quebraba a pesar de mi resolución, todo lo ocurrido desde el día en que mi hermano empezó a tomar la medicina hasta la mancha aterradora vista sólo media hora antes.
Cuando terminé el doctor quedó mirándome un minuto con expresión de piedad.
—Mi querida Miss Leicester —dijo—, veo muy bien que está usted inquieta por su hermano. Estoy seguro de que se preocupa usted por él. Dígame la verdad, ¿no es así, acaso?
—Sí que estoy inquieta —le contesté—. Hace una o dos semanas que no me siento tranquila.
—Precisamente. ¿Sabe usted, por supuesto, qué cosa tan rara es el cerebro?
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no me he engañado. He visto lo que le conté con mis propios ojos.
—Claro que sí. Pero antes había fijado los ojos en la extraordinaria puesta de sol que tuvimos esta tarde. Ésa es la única explicación. Mañana verá las cosas de otra manera, no lo dude usted. Recuerde, sin embargo, que siempre estaré dispuesto a ayudarla en lo que pueda; no dude en venir a verme o en mandarme llamar si algo la preocupa.
Me fui sin haber recobrado la serenidad, sintiéndome perpleja, dolorida y aterrada, sin saber dónde volverme. A la mañana siguiente, en cuanto vi a mi hermano, el corazón me dio un vuelco al advertir que llevaba envuelta en un pañuelo la mano derecha, la mano en que yo había visto claramente una mancha como de fuego negro.
—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté, sin que me temblara la voz.
—Nada grave. Anoche me corté el dedo y sangró un poco. Me he vendado como he podido.
—Te pondré una venda mejor, si quieres.
—No, muchas gracias, así está muy bien. ¿Y si tomáramos el desayuno? Estoy muerto de hambre.
Nos sentamos a la mesa y no dejé de observarlo. Casi no comió ni bebió nada, y le arrojó al perro la carne que le sirvieron cuando creyó que yo no me daba cuenta. Entonces vi en sus ojos una mirada que no le había visto nunca, y me pasó por la cabeza la idea de que era una mirada apenas humana. Estaba convencida de que, por increíble y espantoso que fuese lo que había visto la noche anterior, no era ninguna ilusión, ningún engaño de mis sentidos extraviados, y esa misma mañana regresé a casa del médico.
El doctor Haberden sacudió la cabeza con aire desconcertado e incrédulo y pareció reflexionar unos minutos.
—¿Y dice usted que sigue tomando el remedio? Pero ¿por qué? Entiendo que todos los síntomas de que se quejaba han desaparecido; ¿para qué tomarlo si se siente bien? Y, a propósito, ¿dónde hizo preparar la receta? ¿En la farmacia de Sayce? El viejo se está volviendo descuidado y hace tiempo que no le mando a nadie. Vamos juntos a verlo, me gustaría hablar con él.
Acompañé al doctor a la botica. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden y estaba dispuesto a contestar a sus preguntas.
—Le ha estado usted enviando esto a Mr. Leicester desde hace varias semanas, por receta mía —dijo el doctor, dándole un papel en que había algo escrito.
El boticario se puso unos grandes anteojos y levantó el papel con manos temblorosas.
—Ah, sí —respondió—. Me queda muy poco. Es un fármaco más bien raro y lo he tenido almacenado algún tiempo. Tendré que pedir más si Mr. Leicester lo sigue tomando.
—Permítame echarle una mirada —dijo Haberden y, al recibir el frasco de vidrio, retiró el tapón, olió el contenido y miró con severidad al boticario.
—¿Dónde ha conseguido usted esto? —le preguntó—. ¿Y qué cosa es? Para empezar, Mr. Sayce, no es lo que he recetado. Sí, sí, ya veo lo que dice la etiqueta, pero le aseguro que éste no es el medicamento.
—Lo tengo desde hace mucho —respondió el viejo, asustado—. Lo compré en Burbage, como siempre. No se receta a menudo y ha estado varios años en el anaquel. Ya ve usted que queda muy poco.
—Más vale que me lo lleve —dijo el médico—. Me temo que ha ocurrido algo malo.
Salimos en silencio de la tienda. El doctor llevaba bajo el brazo un paquete con el frasco.
—Doctor Haberden —le dije, una vez que dimos unos pasos—. Doctor Haberden.
—Sí —me respondió, con aire preocupado.
—Quisiera que me dijese lo que ha estado tomando mi hermano dos veces al día desde hace un mes.
—Francamente, Miss Leicester, no lo sé. Hablaremos de eso cuando lleguemos a mi casa.
No dijimos una palabra más hasta entrar al consultorio. El doctor me invitó a sentarme y se puso a caminar de arriba abajo por la sala, poseído —lo notaba en su expresión sombría— por las más graves inquietudes.
—Bueno —dijo al fin—, todo esto es muy insólito y es natural que se sienta usted alarmada. Debo confesarle que yo mismo no las tengo todas conmigo. Dejemos de lado, si me lo permite, lo que me contó usted anoche y esta mañana; el hecho es que durante las últimas semanas, Mr. Leicester se ha estado impregnando el organismo con un fármaco que me es completamente desconocido. Le aseguro que no es lo que yo receté; lo que de verdad contiene el frasco está por verse.
Deshizo el paquete, derramó con cuidado unos cuantos granos en un pedazo de papel y los miró de cerca.
—Sí, parece sulfato de quinina, como usted dice; es una sustancia escamosa… pero sienta el olor.
Me tendió el frasco y me incliné sobre él. Era un olor extraño y nauseabundo, vaporoso e irresistible, como de un fuerte anestésico.
—Haré que lo analicen —dijo Haberden—. Un amigo mío ha dedicado toda su vida a la ciencia química. Entonces sabremos qué pensar. No, no me diga nada más sobre lo otro; no puedo escucharla; siga mi consejo y ya no piense en el asunto.
Esa noche mi hermano no salió a la calle después de cenar, como solía.
—Ya me he divertido bastante —dijo con una risa hueca—, y tengo que volver a mis viejas costumbres. Un poco de Derecho será un descanso después de una dosis tan extrema de placeres —y sonriendo para sí se fue a su cuarto. Seguía con la mano vendada.
El doctor Haberden vino unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia que darle —me anunció—. Chambers ha salido de Londres, de modo que no sé más que usted de la sustancia. Pero me gustaría ver a Mr. Leicester, si se encuentra en casa.
—Está en su habitación —le respondí—. Le diré que ha venido usted a verlo.
—No, no, subiré yo, así podremos conversar tranquilamente. Supongo que nos hemos agitado mucho por algo que no vale la pena puesto que, a fin de cuentas, sea lo que fuere el polvo blanco, parece que le ha hecho bien.
El doctor subió a los altos y desde el salón de la planta baja lo escuché llamar y luego oí el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Esperé una hora en la casa en silencio; la quietud en torno a mí se hizo más y más intensa a medida que el minutero giraba en la esfera del reloj. Por fin una puerta se cerró bruscamente y sentí al médico que bajaba la escalera. Los pasos cruzaron el vestíbulo y se detuvieron ante la entrada de la casa. Me faltaba el aliento y traté de respirar profundamente: me vi muy pálida en un pequeño espejo y en ese momento el doctor apareció en la puerta del salón. Fue hasta una silla y se sujetó poniendo una mano en el respaldo. Brillaba en sus ojos un horror indecible, el labio inferior le temblaba con violencia y antes de hablar tragó saliva y tartamudeó unos sonidos inarticulados.
—He visto a ese hombre —comenzó diciendo en un susurro ahogado—. He estado frente a él una hora. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y no he perdido la razón! Mi oficio ha sido enfrentarme a la muerte y muchas veces he visto en ruinas el tabernáculo terrestre. ¡Pero no esto! ¡No esto! —y se cubrió la cara con las manos como para no ver lo que tenía ante sí—. No vuelva usted a llamarme, Miss Leicester —me dijo, un poco más calmado—. Nada puedo hacer en esta casa. Adiós.
Lo vi bajar tambaleándose los escalones de la entrada y alejarse en dirección a su casa: me pareció que desde esa mañana había envejecido diez años.
Mi hermano no salió más de su cuarto. Con una voz que apenas le reconocí anunció que estaba muy ocupado y me pidió que le dejasen las comidas junto a la puerta; di órdenes para que se hiciera lo que quería. A partir de ese día desapareció para mí la concepción arbitraria que llamamos el tiempo. Vivía en una perpetua sensación de temor, ocupándome mecánicamente de la rutina de la casa y apenas si cambiando unas palabras con los sirvientes. De vez en cuando salía a recorrer las calles durante una o dos horas, pero estuviese dentro o fuera de la casa, mi espíritu se quedaba ante la puerta cerrada de la habitación de los altos y aguardaba temblando que se abriese. He dicho que casi no me daba cuenta del curso del tiempo, pero supongo que habían pasado unos quince días de la visita del doctor Haberden cuando, una tarde, regresé de mi paseo un poco más tranquila y descansada que de costumbre. El aire suave y agradable, las hojas verdes que flotaban como una nube sobre la plaza, el olor de las flores, todo halagaba mis sentidos y me sentía casi contenta mientras avanzaba rápidamente. Me detuve al borde de la acera para dejar pasar un coche y, sin pensar lo que hacía, levanté la vista a las ventanas de la casa; en el acto me ensordeció un furioso remolino de aguas heladas y profundas, el corazón me dio un salto en el pecho y se desplomó hundiéndose en el fondo de un pozo, un terror sin nombre y sin forma me dejó atónita. Extendí a ciegas una mano a través de la oscuridad, desde el valle de sombras en que me hallaba, y logré sostenerme y no caer por tierra, aunque el suelo se agitaba en bruscas ondulaciones y todo lo que era firme huía bajo mis pies. Durante un instante había visto la ventana de mi hermano: descorrían la cortina y algo viviente se asomaba a la calle. No, no puedo decir que fue un rostro lo que vi, ni nada que tuviese apariencia humana: vi algo vivo, me miraron a los ojos dos llamas que ardían en medio de algo tan informe como mi miedo, vi el símbolo y la presencia de toda malignidad, de la más aborrecible podredumbre. Me quedé clavada en el sitio, temblando y estremeciéndome como si me poseyese la fiebre, enferma con las agonías execrables del pavor y el asco, y pasaron cinco minutos antes de que encontrara fuerzas para moverme. Entré a la casa y subí corriendo a golpear la puerta del cuarto de mi hermano.
—¡Francis, Francis! —llamé a gritos—. ¡Contéstame, por amor de Dios! ¿Qué es esa cosa tan horrible que está en tu cuarto? Échala fuera, Francis, no la tengas junto a ti.
Oí un ruido de pies que se arrastraban lenta y torpemente y luego un sordo gorgoteo, como quien trata de hablar; por fin una voz confusa y sofocada dijo unas palabras que entendí a duras penas.
—No hay nada aquí —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me siento muy bien hoy.
Me retiré aterrada y sin defensa. Nada podía hacer sino preguntarme por qué mentía Francis, puesto que aunque sólo divisé un instante la aparición de la ventana, la vi con demasiada claridad como para engañarme. Traté de concentrarme, segura de que había otra cosa, algo que había visto en el primer destello de terror, hasta que los ojos ardientes se fijaron en los míos. De pronto, recordé: al levantar la vista, estaban descorriendo la cortina y alcancé a distinguir lo que la movía. La imagen horrenda me quedará grabada para siempre en el cerebro. No era una mano; lo que sostenía la cortina no eran dedos, sino un muñón negro, con el aspecto consumido y el movimiento torpe de la pata de una fiera, que brilló un instante ante mis ojos: luego me abrumaron las ondas oscuras del terror y me precipité al abismo. Pensar en la atroz presencia en la habitación de mi hermano me llenaba de espanto; volví a su puerta y otra vez lo llamé a gritos pero no contestó. Esa noche una de las sirvientas vino a decirme, en un susurro, que hacía muchos días que la comida depositada ante la puerta quedaba intacta; la criada tocaba la puerta y no le abrían; como yo, había escuchado a alguien que arrastraba los pies. Así pasaron los días. Las comidas de mi hermano fueron hasta su puerta sin que las recogiese, y no me contestó aunque seguí llamándolo. Las sirvientas empezaron a hablarme y estaban tan inquietas como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró, lo oía salir por las noches de su cuarto y andar por la casa; una vez, añadió, la puerta del salón se abrió y se cerró otra vez, pero ahora habían pasado varias noches sin que oyera ningún ruido. Por último, llegó la crisis final. Una tarde, al anochecer, me hallaba en el salón cuando un grito desgarrador rompió el silencio y alguien bajó corriendo de los altos. Un momento después llegó hasta mí la criada, muy pálida y temblando como una hoja.
—¡Ay, Miss Helen! —me dijo, con un hilo de voz—. ¡Por Dios santo, Miss Helen! ¿Qué ha pasado? ¡Míreme la mano, señorita, mire esta mano!
La llevé junto a la ventana y vi que tenía en la mano una mancha negra y húmeda.
—No lo entiendo —dije—. Dígame lo que ha pasado.
—Subí a arreglar su dormitorio —me respondió—. Ahora mismo estaba aireando la ropa de cama y, de repente, me cayó en la mano algo húmedo. Levanté la vista y vi el techo todo negro y goteando.
La miré a los ojos, mordiéndome los labios.
—Venga usted conmigo —le dije—. Traiga una vela.
Mi dormitorio se hallaba debajo de la habitación de mi hermano. Al entrar sentí que me estaba temblando todo el cuerpo. Miré al techo y vi una mancha negra y húmeda: las gotas negras de un licor horrible caían sobre mi cama y formaban un charco en medio de las sábanas blancas.
Subí corriendo a golpear su puerta.
—¡Francis, Francis, hemano querido! —grité—. ¿Qué te ha pasado?
Oí un ruido ahogado, un gorgoteo como de agua que hierve y nada más; llamé más fuerte pero no tuve respuesta.
A pesar de lo que me había dicho el doctor Haberden, recurrí a él. Las lágrimas me corrían por la cara mientras le contaba lo ocurrido y me escuchó con expresión grave y apesadumbrada.
—Lo hago por su padre —dijo al fin—. Iré con usted, aunque no puedo hacer nada.
Salimos juntos. Las calles estaban oscuras y desiertas y se sentía un calor pesado después de varias semanas sin lluvia. A la luz de los faroles veía al doctor blanco como el papel: cuando llegamos a casa le temblaban las manos.
Subimos sin dudar un momento. Yo sostenía en alto una lámpara y él llamó levantando la voz, en tono decidido.
—Mr. Leicester, ¿me oye usted? Insisto en verlo. Contésteme en el acto.
Pero no respondió, y oímos detrás de la puerta el ruido ahogado que ya he dicho.
—Mr. Leicester, lo estoy esperando. Abra la puerta ahora mismo o la abriré yo por la fuerza.
Y llamó una tercera vez, con voz resonante que retumbaba en las paredes.
—¡Mr. Leicester! Por última vez le ordeno que abra usted la puerta.
—Estamos perdiendo el tiempo —me dijo, tras aguardar un momento, en un silencio opresivo—. Tenga la bondad de buscarme una vara de metal o algo por el estilo.
Corrí al desván del fondo de la casa, donde guardábamos toda clase de cosas, y encontré una herramienta pesada, una especie de azuela que podía servir.
—Muy bien, creo que esto bastará —me dijo, y se inclinó para gritar junto al hueco de la cerradura—: Le advierto, Mr. Leicester, que voy a entrar por la fuerza en su habitación.
Golpeó la puerta con la azuela, la madera se partió con un crujido y la entrada quedó libre. Entonces llegó a nosotros del fondo de la oscuridad un grito aterrador, no una voz humana sino el rugido inarticulado de un monstruo, que nos obligó a dar un paso atrás.
—Levante la lámpara —dijo el médico, y entramos al cuarto.
—Aquí está —dijo el doctor Haberden, acezante—. Mire en ese rincón.
Miré, y el horror me apretó el corazón con un hierro candente. Sobre el piso borboteaba en su corrupción abominable una masa oscura y putrefacta, ni líquida ni sólida, que cambiaba y se derretía ante nuestros propios ojos despidiendo gruesas burbujas untuosas como pez hirviendo. En medio de la carroña brillaban dos puntos de fuego que eran dos ojos, vi la masa agitarse y retorcerse como si tuviese miembros, vi algo que se movió y se levantó en ella, algo que podía ser un brazo. El doctor dio un paso adelante, levantó la herramienta de hierro y golpeó sobre los puntos ardientes; hincó el arma y golpeó una y otra vez, con la furia que da el asco. Por fin la cosa quedó en silencio.
Una o dos semanas más tarde, cuando me hube recobrado hasta cierto punto de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a verme.
—He vendido mi consultorio —comenzó diciendo—, y mañana me embarco en un largo viaje. No sé si volveré alguna vez a Inglaterra; probablemente compre tierras en California y pase en ellas lo que me queda de vida. Le he traído este sobre, que puede usted abrir cuando se sienta con fuerzas para hacerlo: es el informe del doctor Chambers sobre la sustancia que le entregué. Adiós, Miss Leicester, adiós.
Abrí el sobre en cuanto me quedé sola: no podía esperar ni un momento para leer lo que contenía. Aquí está el manuscrito y, si usted me lo permite, le leeré la asombrosa historia.
«Mi querido Haberden —empezaba la carta—, me he demorado de manera imperdonable en responder a sus preguntas sobre la sustancia blanca que me hizo llegar. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre lo que debía hacer, pues en las ciencias naturales existe intolerancia y ortodoxia, tanto como en la teología, y estaba persuadido de que, al decirle la verdad, ofendería prejuicios arraigados que una vez yo mismo compartía. Al fin he decidido hablarle con franqueza y para ello debo comenzar por una breve explicación personal.
»Hace muchos años que usted me conoce, Haberden, en mi calidad de hombre de ciencia. Usted y yo hemos conversado a menudo acerca de nuestra profesión y del abismo sin esperanza que se abre a los pies de quienes sueñan con llegar a la verdad por cualquier vía ajena al camino real de la experimentación científica y la observación de hechos materiales. Recuerdo el desprecio con que me habló usted de los hombres de ciencia que, tras ocuparse un poco de lo invisible, han sugerido tímidamente que tal vez, a fin de cuentas, los sentidos no sean las fronteras perpetuas e infranqueables de todo conocimiento, los muros eternos que el ser humano no ha superado nunca. Nos hemos reído juntos de buena gana, creo que con razón, de las locuras del «ocultismo» de nuestra época, que se disfraza con los nombres más diversos —mesmerismo, espiritualismo, materializaciones, teosofías— y de todos los vulgares desvarios de la impostura, la maquinaria de engaños groseros y prestidigitación lamentable, la magia de salón practicada en algunas sórdidas calles de Londres. Y sin embargo, dicho todo esto, debo confesarle que no soy un materialista, entendiendo la palabra, por supuesto, en su sentido usual. Hace muchos años que me he convencido —y no olvide usted que yo era un escéptico— de que la antigua e inflexible teoría es del todo falsa. Quizá esta confesión no lo ofenda tan gravemente como hubiese sido el caso hace veinte años, pues supongo que estará usted al corriente de las hipótesis propuestas hace un tiempo por hombres de ciencia intachables, hipótesis que no hay más remedio que calificar de trascendentales. Sospecho, por lo demás, que la mayoría de los químicos y biólogos de renombre harían suyo el dictum del escolástico, Omnia execunt in mysterium que significa, si no ando descaminado, que todas las ramas del saber humano, una vez rastreadas hasta sus fuentes y principios finales, se desvanecen en el misterio. No he de molestarlo ahora con una relación detallada de los pasos tan arduos que me llevaron a mis conclusiones; unos cuantos experimentos sencillos me hicieron dudar de los puntos de vista que entonces defendía, y las ideas surgidas de circunstancias relativamente insignificantes me condujeron muy lejos; mi antigua concepción del mundo ha desaparecido y ahora me encuentro en un mundo para mí tan extraño y maravilloso como las olas incesantes del océano vistas por primera vez, llenas de luz, desde lo alto de un pico, en Darién. Ahora sé que las murallas impenetrables de los sentidos, que se elevaban hasta el cielo y hundían sus cimientos bajo las más hondas profundidades, aislándonos para siempre, no son las barreras perpetuas e impasables que imaginábamos, sino velos transparentes y finísimos, que se apartan ante el hombre que busca y se disuelven de pronto como la bruma mañanera en las márgenes del arroyo. Sé que usted nunca hizo suya la posición materialista extrema; no es usted de los que tratan de probar una negativa universal, pues su sentido de la lógica lo ha retenido ante este último absurdo, pero estoy seguro de que todo lo que vengo diciendo le parecerá increíble y contrario a sus hábitos mentales. No obstante, Haberden, lo que digo es la verdad y, aún más, para usar el lenguaje que nos es común, la única verdad científica comprobada por la experiencia. El universo es más espléndido y terrible de lo que soñábamos. El universo entero, amigo mío, es un sacramento tremendo; una fuerza y una energía místicas e inefables, veladas por la forma exterior de la materia; y el hombre, y el sol y las demás estrellas, y la flor entre la hierba y el cristal en la probeta del laboratorio son, todo y cada uno de ellos, igualmente espirituales y materiales, y están sujetos a una acción interior.
»Tal vez se pregunta usted, Haberden, adónde nos lleva todo esto, pero creo que si lo piensa un poco le será claro. Comprenderá usted que, con esta perspectiva, cambia toda visión de las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo puede resultar muy posible. En suma, debemos mirar los mitos y leyendas con otros ojos, y estar dispuestos a aceptar historias que creíamos meras fábulas. A fin de cuentas, la ciencia moderna no hace menos concesiones, aunque de manera hipócrita; es cierto que no debe usted creer en la hechicería, pero puede admitir el hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero no faltan razones para justificar la telepatía. Casi podría ser un refrán moderno: dale a la superstición un nombre griego y podrás creer en ella.
»Hasta aquí mi explicación personal. Usted me hizo llegar, Haberden, un frasco taponado y sellado que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso que un farmacéutico había estado administrando a uno de sus pacientes. No me sorprende saber que no consiguiera usted ningún resultado en sus análisis del polvo. Se trata de una sustancia que unas cuantas personas conocían hace muchos siglos, pero nunca creí que llegase a mi laboratorio proveniente de una farmacia moderna. No hay razón alguna para dudar de la historia que cuenta el boticario; sin duda le compró a un mayorista, como dice, el frasco con las sales —más bien poco comunes— que usted recetó a su paciente, y es probable que el frasco permaneciera en sus anaqueles veinte años o quizá más. Entonces se puso en marcha lo que llamamos el azar y la coincidencia; durante todo ese tiempo las sales del frasco estuvieron expuestas a determinadas variaciones recurrentes de temperatura, que debían oscilar entre cuarenta y ochenta grados. Estos cambios, que ocurrían año tras año a intervalos irregulares, con diversas intensidades y duraciones, han constituido un proceso, y un proceso tan complejo y delicado que dudo que un aparato científico moderno, dirigido con la mayor precisión, sea capaz de producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me mandó es algo muy distinto al fármaco que figuraba en su receta; es el mismo polvo con que se preparaba el vino de los aquelarres, el Vinum Sabbati. Sin duda ha leído usted algo sobre los aquelarres de brujas y se ha reído de los cuentos que asustaban a nuestros antepasados: gatos negros, escobas y maldiciones proferidas contra la vaca de una vieja. Desde que supe la verdad he pensado muchas veces que, en resumidas cuentas, es una suerte que la gente crea en estas fábulas, que ocultan cosas que más le vale no conocer. Pero si se da usted el trabajo de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight, encontrará que el verdadero aquelarre era algo muy distinto, aunque el autor ha tenido buen cuidado de no publicar todo lo que sabía. Los secretos del aquelarre vienen de tiempos remotos y sobrevivieron hasta la Edad Media: son los secretos de una ciencia maligna que existió mucho antes de que los arios llegasen a Europa. Se atraía con engaños a hombres y mujeres para que dejaran sus casas, y luego venían a su encuentro seres capaces de asumir, como, en efecto, asumían, el papel de demonios. Estos seres los conducían hasta un lugar desolado y solitario, que los iniciados conocían en virtud de una larga tradición, aunque fuese desconocido para todos los demás. Quizá era una cueva en un monte árido y agostado por los vientos, quizá un claro en lo más profundo de un gran bosque, y allí se celebraba el aquelarre. Allí, al sonar la hora más negra de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se vertía el licor maldito en el cáliz ofrecido a los neófitos, que recibían el sacramento infernal; sumentes calicem principis inferorum, como bien dice un viejo autor. Y de pronto, cada uno de los que había bebido veía a su lado una pareja, una figura seductora de encanto más que terrenal, que lo invitaba con una seña a compartir placeres más intensos y exquisitos que el estremecimiento de los sueños y a consumar la boda del aquelarre. Es difícil escribir acerca de esto, sobre todo porque la figura de incitante belleza no era una alucinación, sino, por más terrible que sea decirlo, el propio hombre. Merced al poder del vino embrujado, a unos cuantos granos de polvo blanco en un vaso de agua, la casa de la vida se partía en dos, se deshacía la trinidad humana, y el gusano que no muere, sino que aguarda dormido en cada uno de nosotros, se convertía en algo tangible y exterior, recubierto de una vestidura de carne. A la medianoche se repetía y representaba la caída original, y volvía a manifestarse el misterio velado en el mito del árbol del paraíso. Así se llevaban a cabo las nuptiae Sabbaii.
»Prefiero no decir más; usted, Haberden, sabe tan bien como yo, que ni siquiera las leyes más triviales de la vida pueden transgredirse impunemente; un acto tan nefando como éste, en el que se profanaba la parte más recóndita del templo, exigía una venganza implacable. Lo que empezó en la corrupción acababa también en la corrupción.»
Debajo, el doctor Haberden ha escrito de su puño y letra lo siguiente:
«Todo lo que antecede es, por desgracia, entera y rigurosamente cierto. Su hermano me lo confesó la mañana que lo visité en su habitación. En un primer momento me llamó la atención la mano que tenía vendada y le obligué a que me la mostrara. Lo que vi hizo que, aunque soy un médico con muchos años de experiencia, me sintiese enfermo de asco, y la historia que escuché fue infinitamente más aterradora de lo que creía posible. Me he sentido tentado a dudar de la Bondad Eterna que permite a la naturaleza ofrecer posibilidades tan abominables; si usted no hubiese visto el final con sus propios ojos, le diría ahora: no crea ni una palabra. Siento que no me quedan sino unas pocas semanas de vida, pero usted es joven y puede olvidar todo esto.
JOSEPH HABERDEN.»
Al cabo de dos o tres meses supe que el doctor Haberden había muerto a bordo, poco después de que su barco dejara Inglaterra.
Miss Leicester dejó de hablar y miró con expresión patética a Dyson, quien no pudo evitar ciertos síntomas de inquietud. Dijo, tartamudeando, dos o tres frases entrecortadas acerca de su profundo interés por la historia extraordinaria que había escuchado, y luego, de mejor talante:
—Pero discúlpeme, Miss Leicester, entiendo que se encuentra en dificultades. Tuvo usted la amabilidad de pedirme que le prestase ayuda.
—¡Ah, lo había olvidado! —respondió la joven—. Lo que ahora me sucede parece de poca importancia comparado a lo que acabo de contarle. Como es usted tan atento se lo diré. Aunque le parezca increíble, hay personas que sospechan, o fingen que sospechan, que he asesinado a mi hermano. Estas personas son parientes míos y sus motivos de lo más sórdido; lo cierto es que me encuentro sometida a la vergonzosa humillación de estar vigilada. Sí, señor, no contentos con seguir mis pasos cuando viajé al extranjero, me impusieron en mi propia casa una observación disimulada pero constante. Para una persona de mi carácter esto resulta insoportable, y decidí valerme de mi ingenio a fin de burlar a mis perseguidores. Por suerte, tuve éxito; me disfracé, como usted ve, y durante un tiempo he vivido tranquilamente, sin que conozcan mi paradero. Sin embargo, tengo razones para creer que mis enemigos han dado conmigo: o mucho me engaño, o ayer vi al detective que se encarga de la odiosa tarea de espiarme. Usted, señor, es hombre alerta y de buena vista: ¿no ha visto a nadie rondando por aquí esta noche?
—No lo creo —contestó Dyson—, pero tal vez podría usted decirme cómo es ese detective.
—Por supuesto. Es un hombre más bien joven, moreno, de bigotes oscuros. Se ha puesto unos grandes anteojos, con idea de que no lo conozca, pero no alcanza a ocultar su nerviosismo, lo denuncian las miradas rápidas e inquietas que lanza a un lado y a otro.
La descripción fue ya demasiado para el desdichado Dyson, que ardía de impaciencia por salir de la casa, y hubiese preferido unos cuantos juramentos del siglo XVIII si no se lo prohibiera la buena educación.
—Perdone usted, Miss Leicester —dijo, con fría cortesía—. No me es posible ayudarla.
—¡Ah!, lo he ofendido en algo —respondió ella—. Dígame lo que he hecho y le rogaré que me perdone.
—Se equivoca usted —dijo Dyson, echando mano del sombrero y hablando con una cierta dificultad—. No ha hecho usted nada, pero, como le digo, no me es posible ayudarla. Quizá —añadió, con un leve matiz de sarcasmo—, quizá mi amigo Russell pueda serle de alguna utilidad.
—Muchas gracias —contestó Miss Leicester—, haré la prueba con él —y acto seguido lanzó una aguda carcajada, que llenó hasta los bordes la copa de escándalo y confusión de Mr. Dyson.
Dyson dejó la casa poco después y saboreó la delicia de una caminata de cinco millas, a través de calles que fueron pasando poco a poco del negro al gris y del gris a luminosos pasajes de gloria donde resplandecía el sol. Aquí y allá se cruzó con noctámbulos extraviados, y le hicieron pensar que nadie había pasado la noche de manera más inútil que él. Al llegar a su casa había formulado sus propósitos de enmienda. Decidió renunciar a todos los métodos milesios y árabes de entretenimiento, y en adelante suscribirse a la biblioteca Mudie para disponer de un suministro regular de novelas sencillas e inofensivas.