LA IMAGINACIÓN DECORATIVA
En unas pocas semanas Dyson se acostumbró a las constantes incursiones del ingenioso Mr. Burton, quien parecía dispuesto a presentarse a todas horas, no se mostraba reacio a tomar un trago y le ofrecía sus sabias orientaciones ante los complejos problemas de la vida. Sus visitas aterraban y al mismo tiempo encantaban a Dyson, quien ya nunca estaba a salvo de una interrupción cuando se sentaba al escritorio para dedicarse a sus labores literarias, cada una de las cuales debía ser una obra maestra. De otra parte, escuchaba con vivo placer opiniones tan originales, si bien los razonamientos de Mr. Burton eran por momentos ligeramente falaces. Dyson cedía de buena gana a su gusto por la novedad y nunca dejó de ofrecer a su visitante una franca y cordial bienvenida. Mr. Burton comenzaba siempre preguntando por el desaprensivo Robbins y sufría una profunda decepción cada vez que Dyson le aseguraba no haberse encontrado con este ultraje a toda moralidad, como lo designaba Burton, quien juraba vengarse tarde o temprano de su desvergonzado abuso de confianza.
Una tarde pasaron un buen rato discutiendo la posibilidad de establecer para la generación presente, y para nuestro orden social moderno tan intensamente complicado, unas reglas de diplomacia social como las que dictó Lord Bacon a los cortesanos de Jacobo I.
—Es un libro que habría que escribir —decía Mr. Burton—, ¿pero quién será capaz de escribirlo? Le aseguro que la gente espera con ansia un libro como éste, que haría la fortuna del editor. Los Ensayos de Bacon son magníficos pero no tienen ya aplicación práctica; tampoco saca mucho provecho el estratega moderno del tratado De Re Militari, escrito por un florentino del siglo XV. Las condiciones sociales de la época de Bacon y las de la nuestra no son menos distintas; las normas que fija de modo tan exquisito para el cortesano y el diplomático de los tiempos de Jacobo I nos servirían de muy poco hoy, en nuestras luchas desordenadas. Me temo que la vida se ha deteriorado, no quedan ya ocasiones para las finas agudezas con que hacía su carrera un hombre de estado. Salvo en negocios como el mío, en los que a veces se presenta una oportunidad, la sociedad se ha convertido, como tengo dicho, en un gran desorden; todos quieren prosperar, es cierto, pero ¿cuál es el moyen de parvenir? Una mera imitación, y no muy elegante, de las artes del vendedor de jabones y el dueño de la fábrica de harina. Cuando pienso en estas cosas, mi querido Dyson, le confieso que me siento tentado a desesperar del siglo en que me ha tocado vivir.
—Es usted demasiado pesimista, mi estimado amigo —respondió Dyson—, y su criterio demasiado exigente. Estoy de acuerdo, por supuesto, en que vivimos tiempos con muchos aspectos de decadencia. Admito que, en general, nuestra apariencia es miserable; mucha filosofía haría falta para extraer lo noble y lo hermoso de Cromwell Road o de la conciencia de un sectario no conformista. Los vinos australianos de tipo borgoña, las novelas escritas por señoras de la generación pasada y de la presente, los periódicos de gran tirada: todos estos factores contribuyen, qué duda cabe, a la depresión. No obstante disponemos de algunas ventajas: ante nosotros se desarrolla el más grande de los espectáculos que el mundo haya visto nunca: el misterio de las calles innumerables e interminables, las extrañas aventuras que por fuerza deben surgir de una acumulación tan compleja de intereses. Diré más: quien se ha detenido en la encrucijada de un suburbio, y ha visto extenderse ante sí las calles relucientes, vacías y desoladas, no ha vivido en vano. Este cuadro es, en realidad, más maravilloso que cualquier perspectiva de Bagdad o el Gran Cairo. Usted mismo, aparte de la interesante historia de la piedra preciosa que me contó el otro día, debe haber tenido muchas singulares aventuras en su propia carrera.
—Quizá no tantas como usted cree —respondió Mr. Burton—; buena parte, la mayor parte de mi negocio, es cosa tan rutinaria como vender artículos de lencería. Algo sucede de cuando en cuando, por supuesto. Hace diez años que monté mi oficina y supongo que también un corredor de fincas que ha practicado su profesión durante el mismo tiempo podría contarle unas cuantas historias curiosas. Una de estas noches le daré una muestra de mis experiencias.
—¿Y por qué no ahora mismo? Me parece que la hora conviene admirablemente a una historia extraordinaria. Mire usted la calle: inclinándose un poco puede usted verla sin dejar su asiento. ¿No es algo fascinante? La doble hilera de faroles que van a juntarse a lo lejos, el borroso perfil de los plátanos en la plaza, y las luces de los cabriolés que navegan de un lado a otro, se acercan y luego desaparecen; sobre todo el cielo tan despejado y azul y luminoso. Vamos, hombre, cuente usted una de sus cent nouvelles nouvelles.
—Mi querido Dyson, encantado de entretenerlo.
Con estas palabras Mr. Burton prologó la
Novela de la Doncella de Hierro
Creo que el hecho más extraordinario que recuerdo ocurrió hace unos cinco años. Todavía me estaba orientando; había decidido dedicarme a los negocios e iba todos los días a mi oficina, pero aún no contaba con relaciones verdaderamente lucrativas y, por consiguiente, disponía de mucho tiempo libre. No he pensado nunca en molestarlo con detalles de mi vida privada, que serían para usted enteramente desprovistos de interés. Debo decirle, no obstante, que tenía un amplio círculo de amigos y que al acabar la jornada no me faltaba nunca compañía. Por suerte, mis amigos pertenecían a casi todos los medios sociales: nada más lamentable, a mi juicio, que un círculo especializado en el cual se discuten y vuelven a discutir constantemente las mismas ideas. Siempre he tratado de encontrar tipos y personas que tengan en la cabeza algo que sea para mí una novedad; es posible adquirir conocimientos hasta en una conversación entre empleados de la city escuchada por azar en un ómnibus. Entre mis amistades figuraba un joven médico, que vivía en un suburbio muy alejado del centro, y a menudo emprendí un viaje de tren intolerablemente largo por el placer de oírlo hablar. Una noche estábamos tan embebidos en la conversación, fumando nuestras pipas y bebiendo whisky, que se pasó la hora sin que nos diéramos cuenta; de pronto, comprobé con sorpresa que sólo me quedaban cinco minutos para alcanzar el último tren. Eché mano del bastón y el sombrero, bajé de un salto los escalones de la entrada y me lancé a la carrera calle abajo. En vano: oí el pitido de la locomotora y desde la puerta de la estación, al fondo de la vía larga y oscura, divisé una luz roja que brillaba un instante y desaparecía. En ese momento se acercaba el portero a cerrar la reja.
—¿Qué distancia hay a Londres? —le pregunté.
—Unas buenas nueve millas hasta el puente de Waterloo —me contestó antes de irse.
Ante mí comenzaba la larguísima calle suburbana, lóbregas distancias marcadas sólo por hileras de faroles parpadeantes, cuyo aire estaba envenenado por el olor ligeramente repugnante de las ladrilleras; la perspectiva no era, por cierto, muy alentadora y debía recorrer nueve millas a través de esas calles, tan desiertas como las de Pompeya. Sabía hacia dónde dirigirme, de modo que emprendí el camino con muy poco entusiasmo, mirando la sucesión de luces que se perdían a lo lejos; mientras andaba se abrían a mis lados calles tras calles, unas muy profundas y casi interminables que iban a dar a otras redes de tráfico, unas cuantas callejuelas protoplásmicas que empezaban ordenadamente con apretadas casas de dos pisos y acababan de repente en terrenos baldíos o grandes fosos, en muladares o campos de los que toda magia había desaparecido. He hablado de redes de tráfico y le aseguro que, caminando por esos lugares silenciosos, la fantasía se apoderó de mí y creí sentir el encanto del infinito. Me encontraba en medio de una inmensidad que me hacía pensar en las tinieblas exteriores del universo; pasaba de lo desconocido a lo desconocido por un camino señalado por faroles como por estrellas, y a ambos lados se extendía una región misteriosa, en que habitaban y dormían miríadas de seres humanos y en que las calles sucedían a las calles, como hasta el final del espacio. En un comienzo pasé ante casas de indecible monotonía, una sola muralla desnuda de ladrillos grises al borde de la acera, interrumpida por dos pisos de ventanas; luego noté poco a poco ciertas mejoras: las casas tenían jardines que se iban haciendo más grandes; el constructor de los arrabales se permitía algunas libertades; durante cierta distancia las escalinatas se hallaban defendidas por un par de leones de yeso y el perfume de las flores prevalecía sobre la emanación de los ladrillos recalentados. La calle subía una colina, al fondo de una transversal se elevaba la media luna sobre los árboles y, más allá, el horizonte parecía cubierto de una nube que difundía olor a incienso: un gran espino blanco recién florecido. Seguí adelante tercamente, aguzando el oído por si escuchaba el ruido de algún simón extraviado por esos parajes, pero los coches de plaza no suelen llegar al territorio de las gentes que van al centro por la mañana y vuelven al caer la tarde, y ya me había resignado a andar todo el camino cuando, de pronto, me di cuenta de que alguien venía en sentido contrario por la misma acera. Parecía un hombre salido a dar un paseo, y aunque la hora y el lugar hubiesen justificado una manera de vestir poco convencional, llevaba la levita, la corbata negra y el sombrero de copa de la civilización. Nos encontramos bajo un farol y, como muchas veces sucede en esta gran ciudad, resultó que los dos transeúntes que se cruzaban por azar se conocían.
—¿Mr. Mathias, si no me equivoco? —le dije.
—Sí señor, y usted es Frank Burton. No le pediré disculpas por la confianza, puesto que ése es su nombre. ¿Puedo preguntarle dónde va?
Le expliqué mi situación y agregué que había atravesado una región tan desconocida para mí como el más oscuro rincón del África.
—Creo que me quedan aún otras cinco millas —terminé diciendo.
—¡Qué tontería! Se viene usted a casa conmigo. Vivo cerca de aquí, estoy dando una vuelta antes de acostarme. Venga usted: más le valdrá pasar la noche en una cama, aunque sea improvisada, que caminando cinco millas.
Dejé que, tomándome del brazo, me llevara con él, aunque mucho me sorprendía tanta cordialidad en alguien que, después de todo, no pasaba de ser un simple conocido del club. No creo haberle dirigido la palabra media docena de veces hasta esa ocasión; Mr. Mathias era hombre de estarse horas enteras en su sillón sin decir esta boca es mía, sin leer y sin fumar, aunque de cuando en cuando se humedecía los labios con la lengua y sonreía de una manera extraña. Confieso que nunca me había atraído y que, a fin de cuentas, hubiese preferido seguir andando, pero me llevó agarrado del brazo por una calle lateral hasta que nos detuvimos ante un muro muy alto. Pasamos luego a través de un jardín silencioso e iluminado por la luna, bajo la sombra de un viejo cedro, y entramos en una antigua casa de ladrillos, con varios tejados. Me sentía muy cansado y, lanzando un suspiro de alivio, me dejé caer en un sillón de cuero. Usted conoce ese cascajo infernal que echan en las aceras de los suburbios; andar resulta una penitencia y mi caminata de cuatro millas me había fatigado más que diez millas por una vereda de campo. Miré con cierta curiosidad en torno mío: una lámpara de pantalla arrojaba un círculo de luz sobre unos papeles desperdigados en un escritorio con incrustaciones de bronce, de esos del siglo pasado, pero lo demás se encontraba en la penumbra y sólo me di cuenta de hallarme en una sala baja y alargada, llena de objetos que no distinguía y que podían ser muebles. Mr. Mathias tomó asiento en un segundo sillón y miró alrededor con esa peregrina sonrisa suya. Era hombre de cincuenta a sesenta años y de aspecto muy particular: siempre bien afeitado y tan pálido que hasta los labios los tenía blancos.
—Ya está usted aquí —comenzó diciendo—. Ahora debo infligirle mi colección. ¿No sabía usted que soy coleccionista? He dedicado muchos años a reunir curiosidades y en mi caso creo que se trata de algo que de verdad es curioso. Pero necesitamos más luz.
Fue al centro de la sala y encendió una lámpara que colgaba del techo; no bien se prendió el círculo de la mecha cuando de todas partes de la habitación surgieron imágenes de horror. Apoyados contra la pared se veían grandes marcos de madera provistos de complicados aparatos de sogas y poleas; una rueda de apariencia siniestra se levantaba al lado de lo que parecía una parrilla gigantesca; sobre varias mesitas relucían instrumentos de acero, dispuestos como al azar y listos para ser utilizados; una máquina de tornillo y tuerca arrojaba sombras inquietantes y del fondo de un nicho asomaban los dientes crueles y filosos de una sierra.
—Sí —dijo Mr. Mathias—, como usted ve son instrumentos de tortura, de tortura y de muerte. Algunos, muchos podría decir, han sido utilizados; unos cuantos son reproducciones de modelos antiguos. Esos cuchillos han servido para desollar; ese bastidor, excelente ejemplar, por cierto, es un potro de tortura. Mire esto: viene de Venecia. ¿Ve usted esa especie de collar en forma de herradura? Pues el paciente, por llamarlo así, se sentaba con toda comodidad y se le ajustaba la herradura en torno al cuello. Luego se unían ambos extremos con un cordón de seda y el verdugo daba vueltas a la manivela que acciona el cordón; la herradura se contraía poco a poco, a medida que el cordón se iba poniendo tirante, y no había sino que seguir dando vueltas a la manivela hasta que el hombre moría estrangulado. La ejecución se hacía en silencio, en una de las mazmorras que están bajo los Plomos. Todas estas cosas son, claro está, europeas; los orientales son mucho más ingeniosos. Vea usted mis máquinas chinas: ¿ha oído hablar de la «Muerte Lenta»? Estos objetos, sabe usted, son mi manía. A veces estoy aquí sentado hora tras hora, pensando en mi colección. Me imagino que veo aparecer en la oscuridad las caras de los hombres que han sufrido, caras perfiladas por la agonía, empapadas en el sudor de la muerte, y los oigo que piden piedad a gritos. Pero quiero enseñarle mi última adquisición. Venga conmigo a la otra sala.
Fui tras Mr. Mathias. El cansancio de la caminata, lo tardío de la hora y lo inverosímil de toda la escena me hacían sentirme como en un sueño; nada hubiera podido sorprenderme mucho. La segunda sala, al igual que la primera, estaba repleta de instrumentos atroces; bajo una lámpara había una plataforma de madera y sobre ella una figura. Era una estatua, en bronce verde, de una mujer desnuda, con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios; podía pasar por una Venus y, sin embargo, algo tenía en su aspecto de mortal y perverso.
Mr. Mathias la miró con aire de satisfacción.
—¡Una verdadera obra de arte! —exclamó—. ¿No le parece? Está hecha de bronce, como usted ve, aunque hace mucho tiempo que se llama la Doncella de Hierro. Me acaba de llegar de Alemania; esta misma tarde la sacamos de la caja y ni siquiera he tenido tiempo de leer la carta con las instrucciones. ¿Ve usted ese botón entre los senos? Pues se ataba a la víctima contra la Doncella, se apretaba el botón y los brazos se cerraban lentamente, apretando el cuello. Ya se imagina usted el resultado.
Mientras hablaba, Mr. Mathias daba a la estatua unos golpecitos cariñosos. Me aparté y volví la cara hacia otro lado, pues me repugnaban tanto el hombre como su tesoro abominable. Sentí un ligero ruido, apenas más fuerte que el tictac de un reloj, al que no presté atención, y luego, de pronto, un zumbido, el ruido de una máquina en marcha. Me di media vuelta. No he olvidado nunca la horrible agonía que vi en la cara de Mathias cuando los brazos implacables le apretaron el cuello; hubo una breve lucha, como de fiera que cae en la trampa, y después un grito que acabó en un quejido ahogado. El zumbido se convirtió en un pesado traqueteo. Traté con todas mis fuerzas de separar los brazos de bronce pero nada pude hacer. La cabeza se había inclinado levemente y los labios verdes estaban sobre los labios de Mathias.
Naturalmente, tuve que asistir a la audiencia. La carta que llegó con la estatua se encontró sin abrir sobre la mesa del estudio. La empresa de comerciantes alemanes advertía a su cliente que tuviese mucho cuidado al tocar la Doncella de Hierro, pues el mecanismo estaba listo para ser utilizado.
Durante varias semanas Mr. Burton deleitó a Dyson con su agradable conversación, adornada de anécdotas y entremezclada con el relato de singulares aventuras. Por último, se desvaneció tan súbitamente como había aparecido y, en su última visita, consiguió llevarse consigo un ejemplar de la Anatomía que es obra de su tocayo. Dyson, habida cuenta de este violento ataque al derecho de propiedad, así como de algunas incoherencias manifiestas en la conversación de su ex amigo, llegó a la conclusión de que sus historias eran simples fábulas y de que la Doncella de Hierro sólo existía en el ámbito de una imaginación decorativa.