EL ENCUENTRO EN LA CALLE
Mr. Dyson, paseando despacio por la calle de Oxford y parándose a contemplar con apacible curiosidad cualquier cosa que le llamase la atención, paladeaba en sus más raros sabores la sensación de estar trabajando muy duramente. La observación de la humanidad, el tráfico y los escaparates de las tiendas halagaban sus facultades con un aroma exquisito. Iba muy serio, como quien está encargado de graves e importantes problemas; miraba con atención a la derecha y a la izquierda, por temor de que se le escapase algún hecho de la más vasta trascendencia. Había estado a punto de ser atropellado por un coche de mudanzas, pues detestaba apurar el paso, sobre todo en una tarde calurosa como ésta; se acababa de detener ante un puesto de bebidas cuando, de pronto, quedó clavado en el sitio, la boca abierta como un pescado, al reparar en un hombre bien trajeado que hacía gestos asombrosos al otro lado de la calle. Una triple fila de coches, carros, simones y omnibuses se precipitaba al este y al oeste, y ni el más audaz aventurero de las calzadas se hubiese atrevido a probar suerte cruzando la calle; a pesar de ello, la persona que había llamado la atención de Dyson parecía enloquecer de impaciencia al borde mismo de la acera, se lanzaba una y otra vez en medio del tráfico, con peligro de muerte inminente, y al ser rechazada volvía a su puesto bailando de excitación, entre las risas de los transeúntes. Por fin, al presentarse en la apretada fila de vehículos un resquicio que hubiera puesto a prueba el valor de un muchacho, el hombre echó a correr como un poseído, casi muere aplastado, y se abalanzó sobre Dyson como un tigre que salta sobre su presa.
—Lo he visto mirando en torno suyo —balbuceó atropelladamente—. Dígame, el hombre que salió de esa panadería y subió a un cabriolé hace tres minutos: ¿era un joven de bigotes oscuros y anteojos? ¿No sabe usted hablar, hombre de Dios? Por amor del cielo, ¿no sabe usted hablar? Contésteme, que es cosa de vida o muerte.
En la furia de la emoción las palabras le bullían en la boca y se le escapaban a borbotones, la cara pasaba de la congestión a la palidez y gruesas gotas de sudor le brillaban en la frente; golpeaba el pie contra el suelo mientras hablaba y se tiraba de la chaqueta, como si algo se fuese hinchando en él y le impidiese respirar hasta ahogarlo.
—Mi querido señor —respondió Dyson—, me gusta ser preciso siempre. Su observación es perfectamente exacta. Como usted dice, un joven, un hombre de aspecto más bien tímido diría yo, salió corriendo de esa tienda, subió de un salto a un cabriolé, que debía estarlo esperando, y partió de inmediato hacia el este. Su amigo, como usted señala, llevaba anteojos. ¿Quiere que le llame un simón para que vaya usted tras él?
—No, gracias, sería perder el tiempo —el hombre pareció tragar algo que le subía en la garganta. Dyson, no sin cierta alarma, lo vio agitarse con una risa histérica: vacilaba, aferrado a un farol, bamboleándose como un barco agitado por el temporal.
—¿Y con qué cara me presento ahora ante el doctor? —murmuraba, hablando consigo mismo—. Es demasiado, fracasar en el último momento —luego pareció volver a sus cabales e, irguiéndose, miró con más calma a Dyson—. Tengo que pedirle disculpas por mi violencia —dijo—. Muchos no hubieran sido tan pacientes conmigo. ¿Sería usted todavía tan amable como para acompañarme un poco? No me siento muy bien; debe ser el sol.
Dyson asintió y, mientras avanzaban juntos, examinó de reojo al extraño personaje. Era un hombre vestido con gusto discreto y el más escrupuloso de los críticos nada hubiese encontrado que objetar al corte o la factura de sus ropas y, sin embargo, del sombrero a los botines, todo parecía fuera de lugar. Ese sombrero de copa, pensó Dyson, debería ser más bien un sombrero hongo de forma detestable, usado con una chaqueta llena de bolsas; por lo demás, se lo advertía el instinto, este hombre no estaba acostumbrado a llevar un pañuelo limpio en el bolsillo. La cara no era de las más agradables, y en nada la mejoraban un par de bulbosas patillas de color jengibre, que se unían imperceptiblemente a unos bigotes del mismo color. No obstante, a pesar de estos avisos de la naturaleza, Dyson sentía que el individuo que caminaba a su lado era algo más que un epítome de vulgaridad. Lo veía luchar consigo mismo, haciendo lo posible por dominar sus sentimientos, aunque una y otra vez la pasión le oscurecía las facciones y era evidente que sólo a costa de un supremo esfuerzo lograba contenerse para no desvariar como un loco. Para Dyson resultaba curioso, y también un poco terrible, el espectáculo de una emoción oculta que pugnaba por manifestarse y a cada instante amenazaba con irrumpir violentamente. Recorrieron juntos cierta distancia antes de que el desconocido que había encontrado por un azar tan singular fuese capaz de hablar con sosiego.
—Es usted verdaderamente muy amable —dijo—. Vuelvo a presentarle mis excusas: mi descortesía fue del todo injustificable. Comprendo que mi conducta exige una explicación y tendré mucho gusto en dársela. ¿Conoce usted por aquí cerca un lugar donde podamos sentarnos? Realmente tendría mucho gusto.
—Mi querido señor —respondió Dyson solemnemente—, el único café de Londres está a un paso. Le ruego que no se considere obligado a darme una explicación, aunque yo escucharé de buena gana lo que usted quiera decirme. Vamos por aquí.
Doblaron la esquina de una calle cualquiera y a mitad de ella, tras abrir una reja de hierro, pasaron por un estrecho pasaje de baldosas, con macetas de arbustos a ambos lados. La sombra de los muros creaba un fresco muy agradable después del cálido aliento de la calle soleada y poco más allá del pasaje se ensanchaba en una diminuta plazuela, un sitio encantador, un pedazo de Francia transportado al corazón de Londres. La plaza estaba rodeada de muros muy altos cubiertos de enredaderas, a cuyos pies crecían varios macizos de capuchinas, geranios y maravillas en torno a una fuente, escondida en medio de la verdura, que lanzaba su chorro frío en el aire perfumado de teseda. Al caer en el agua de la taza, el chorro sonaba gratamente al oído. A un lado había sillas y mesas dispuestas ante una sala larga y oscura, ocupada por dos únicos clientes que escribían y bebían acodados a sus mesas. A este lugar retirado el tráfico llegaba sólo como un rumor lejano.
—Ya lo ve usted, aquí estaremos tranquilos —dijo Dyson—. Siéntese usted, por favor, Mr. …
—Wilkins. Henry Wilkins, para servirlo.
—Siéntese aquí, Mr. Wilkins. Creo que el asiento es cómodo. ¿Supongo que no conocía usted el sitio? Ésta es la hora de calma. A las seis de la tarde, en cambio, será una verdadera colmena y las mesas llegarán hasta ese callejón que ve usted allá.
Dyson llamó al camarero agitando una campanilla y, tras interesarse cortésmente por la salud del dueño, M. Annibault, pidió una botella de vino de Champigny.
—El Champigny es un vino de Turena, de mucho mérito —le explicó a Mr. Wilkins, quien parecía serenado por la quietud del lugar—. Aquí está: permítame llenarle el vaso y dígame qué le parece.
—Muy bueno, en efecto —respondió Mr. Wilkins, después de probarlo—. Lo hubiera creído un borgoña, y de los mejores. El aroma es exquisito. Tengo la suerte de haber tropezado con un buen samaritano como usted. Me extraña que no me tomara por loco. Estoy seguro, sin embargo, que si supiera usted los terrores que me rodean, ya no lo sorprendería mi conducta que, esto no se discute, no tiene justificación alguna.
Bebió un trago y se echó atrás en el asiento, disfrutando del murmullo de la fuente y de la fresca vegetación que rodeaba el pequeño puerto en que se habían refugiado.
—Sí —dijo por fin—, no hay lugar a dudas, es un vino admirable. Muchas gracias. ¿Me permite usted que lo invite a otra botella?
Llamaron nuevamente al camarero quien, tras desaparecer por una trampa abierta en el suelo de la sala oscura, volvió con más vino. Mr. Wilkins encendió un cigarrillo y Dyson sacó la pipa.
—Le prometí una explicación de mi extraño comportamiento —dijo Mr. Wilkins—. Es una historia más bien larga, pero ya he comprendido, señor, que no es usted un frío observador de la vida, sino que se preocupa, de manera cordial e inteligente, por lo que le sucede al prójimo. Lo que voy a contarle, estoy convencido, no le parecerá a usted sin interés.
Mr. Dyson asintió a todas estas afirmaciones y, aunque el modo de hablar de Mr. Wilkins le parecía algo pomposo, se dispuso a escuchar la historia. El otro, que enloqueciera de pasión media hora antes, se hallaba ahora perfectamente tranquilo y, acabado de fumar su cigarrillo, se puso a contar, con voz pausada, la
Novela del valle oscuro
Soy hijo de un clérigo pobre pero estudioso del Oeste de Inglaterra… aunque olvido que estos detalles no tienen especial interés. Baste decir que mi padre, hombre de estudio como he dicho, ignoró siempre las turbias artes de adular a los poderosos y no se rebajó nunca a la despreciable actividad de cultivar el propio renombre. Si bien su afición por las ceremonias antiguas y las costumbres pintorescas, junto con una bondad sin igual y una piedad primitiva y ferviente, le habían ganado el cariño de sus feligreses de los páramos, éstas no son las vías por las que se hace carrera en la Iglesia y, a los sesenta años, mi padre seguía dependiendo del humilde beneficio que aceptara al cumplir los treinta. Las rentas alcanzaban apenas para vivir con la decencia que se espera de un pastor anglicano y a la muerte de mi padre, hace unos cuantos años, yo, su único hijo, fui arrojado al mundo con un magro capital que no llegaba a cien libras y con todo el problema de la existencia ante mí. Pensé que nada podía hacer en la provincia y, como suele ocurrir en estos casos, Londres me atrajo con la fuerza de un imán. Una mañana de agosto a primera hora, mientras el rocío brillaba aún en la hierba y en los setos del camino, un vecino me condujo a la estación y me despedí de la tierra de anchos páramos y rudos peñascos. A las seis de la tarde mi tren se acercaba a Londres; el humo gris y malsano de las ladrilleras de Acton entraba a bocanadas por la ventanilla y la bruma cubría el suelo. Las calles desabridas y uniformes que divisé desde mi asiento me infundieron una sensación de monotonía; el aire se volvía cada vez más caliente y, cuando pasamos cerca de Paddington, frente a las casas tristes y miserables que muestran al tren sus patios sucios y descuidados, me pareció que el ambiente enfermizo de Londres acabaría por ahogarme. En la estación tomé un coche de punto y las calles del centro no hicieron sino aumentar mi desánimo. Todo lo que veía me estrujaba el corazón: casas grises con las persianas corridas, avenidas casi enteramente desiertas, unos cuantos transeúntes que más que caminar parecían tembalearse de cansancio. Esa noche me alojé en un hotelito cerca del Strand donde paraba mi padre en sus raras y breves visitas a Londres. Después de cenar salí a dar una vuelta, pero el bullicio y la animación del Strand y Fleet Street no me valieron, porque no había en la gran ciudad un solo ser humano que tuviese la menor relación conmigo. No abusaré de su paciencia contándole la historia del año que siguió a esa noche, pues las aventuras de un hombre que se va hundiendo son demasiado vulgares para que valga la pena recordarlas. El dinero no me duró mucho tiempo. Comprobé que debía vestirme correctamente, o las personas a quienes me dirigía no me harían caso, y residir en una calle decente si quería ser tratado con buena educación. Solicité varios puestos para los cuales, ahora me doy cuenta, carecía de las calificaciones necesarias; traté, sin ninguna experiencia, de entrar a una casa de comercio; descubrí, a mi costa, que un conocimiento general de la literatura y una caligrafía abominable no son dotes que se miren a favor en los medios mercantiles. Había leído uno de los mejores libros de un famoso novelista contemporáneo y empecé a frecuentar las tabernas de Fleet Street, con la esperanza de ganar amigos en el ambiente literario y conseguir así las presentaciones que, a mi juicio, eran indispensables para una carrera en las letras. Fue una decepción; en una o dos ocasiones me atreví a presentarme a los señores sentados en las mesas vecinas y me respondieron cortésmente, pero dándome a entender que mis gestiones resultaban insólitas. Mis escasos recursos fueron menguando libra a libra; ya no podía pensar en las apariencias; emigré a un barrio más modesto y mis comidas se convirtieron en simples ceremonias: dejaba mi cuarto a la una de la tarde para volver a las dos y, entretanto, sólo había probado un pastelito de leche. En suma, conocí el infortunio, y sentado en un banco de Hyde Park, con los pies en el lodo y el hielo, mientras roía un pedazo de pan, comprendí lo amarga que es la pobreza y lo que siente un caballero reducido a una condición peor a la de un vagabundo. Sin embargo, a pesar del desaliento, no cejé en mis esfuerzos por ganarme la vida. Consultaba las ofertas de empleo, leía los anuncios pegados en los escaparates y mantenía los ojos abiertos al acecho de una oportunidad, pero todo en vano. Una tarde, sentado en la biblioteca, leí un anuncio en el periódico. Decía, más o menos: «Caballero busca persona de gusto y capacidad literaria como secretario y amanuense. Debe estar dispuesto a viajar.» Naturalmente, sabía que un anuncio de esta clase recibe centenares de respuestas y abrigaba pocas esperanzas de conseguir el puesto, pero acudí a la dirección indicada y escribí a Mr. Smith, quien residía en un gran hotel del West End. Debo confesar que el corazón me dio un vuelco cuando, un par de días más tarde, recibí una nota pidiéndome que me presentara lo antes posible en el Cosmopole. No sé, señor, qué experiencias ha tenido usted en la vida y no sabría decir si ha conocido tales momentos. Mientras caminaba hacia el Cosmopole sentía un ligero mareo, el corazón que me latía más rápido que de costumbre y, una vez allá, un bulto en la garganta casi no me dejaba hablar: tuve que repetir mi nombre para que el portero me entendiese y al subir tenía las manos húmedas. El aspecto de Mr. Smith me sorprendió mucho: parecía menor que yo y había en su expresión algo de manso y titubeante. Cuando entré estaba leyendo y levantó la vista al oír mi nombre.
—Mi querido señor —dijo—, estoy verdaderamente encantado de verlo. He leído con toda atención la carta que tuvo usted la bondad de enviarme. ¿Debo entender que este documento es de su puño y letra? —Me mostró la carta que le había escrito y le respondí que mis medios no me permitían contar con un secretario—. Entonces, señor —siguió diciendo—, el puesto del anuncio está a su disposición. ¿Supongo que no tiene inconveniente en viajar?
Como puede usted imaginarse, cerré de inmediato el trato que me ofrecía y entré al servicio de Mr. Smith. Durante las primeras semanas muy poco tuve que hacer; recibí un trimestre de sueldo adelantado y una buena cantidad para mis gastos personales. Por fin, al presentarme una mañana al hotel, conforme a mis instrucciones, mi empleador me informó que debía prepararme para un viaje por mar y, por no entrar en detalles, diré tan sólo que quince días más tarde desembarcamos en Nueva York. Mr. Smith me anunció que se hallaba dedicado a unos trabajos de carácter especial, una compilación que exigía determinadas investigaciones; en suma, me dio a entender que debíamos seguir viaje al Oeste.
Después de pasar una semana en Nueva York nos instalamos en nuestros vagones y dimos comienzo al viaje más aburrido que se pueda imaginar. Día tras día y noche tras noche el gran tren seguía su marcha a través de ciudades de nombres desconocidos para mí, reduciendo la velocidad al pasar por peligrosos viaductos, orillando sierras y pinares, internándose en bosques profundos en los cuales, milla tras milla y hora tras hora, lo único que podía verse era la misma vegetación monótona, mientras que el estruendo incesante de las ruedas en las vías mal construidas casi no nos dejaba oír a nuestros compañeros de viaje. Formábamos un grupo heterogéneo que iba modificándose todo el tiempo. Muchas veces me despertó a mitad de la noche el brusco estrépito de los frenos y, al mirar afuera, comprobé que nos habíamos detenido en las calles miserables de alguna población improvisada, que iluminaban con luz chillona las ventanas de la taberna. Unos cuantos individuos de mala catadura venían a mirar de cerca los coches, quizá unos pasajeros bajaban del tren, dos o tres personas los aguardaban en los andenes de madera. Muchos de los viajeros eran ingleses, familias humildes arrancadas a sus hogares de mil años y con destino a un problemático paraíso en el desierto alcalino de las Montañas Rocosas. Escuchaba a los hombres charlando sobre lo mucho que se puede ganar en las tierras americanas mientras que dos o tres de ellos, que eran obreros, se hacían lenguas de los magníficos salarios que pagan a la mano de obra capacitada los ferrocarriles y fábricas de los Estados Unidos. Por lo general, la conversación se apagaba pasados unos minutos, y entonces veía la tristeza y el desaliento reflejarse en sus caras, mientras pasaba ante ellos la siniestra vegetación o el espacio desolado de la pradera, que interrumpen aquí y allá casas sin jardines, ni flores, ni árboles, completamente aisladas en la vasta extensión, que es como un mar oscuro y congelado. Día tras día el horizonte ondulado y la aridez de la tierra sin forma, ni color, ni variedad nos estrujaba el corazón, por lo menos a los ingleses, y una noche que no lograba dormir escuché a una mujer sollozar y quejarse, preguntándose para qué había venido a ese lugar. El marido trataba de consolarla diciéndole, con el espeso acento de Gloucestershire, que la tierra era tan rica que bastaba ararla y los girasoles crecían solos, pero ella seguía llorando como una criatura por su madre, su casita y sus colmenas. Tanta congoja me abrumaba y no me quedaban ánimos para pensar en otra cosa; no se me ocurrió enterarme de lo que tenía que hacer Mr. Smith en este país, y qué investigaciones literarias eran las suyas que podían llevarse a cabo en estos desiertos. En varias ocasiones, sin embargo, me dije que mi situación era curiosa; había sido contratado como asistente literario, con un sueldo excelente, pero mi empleador seguía siendo para mí casi un desconocido; a veces venía a mi lado en el coche y hacía una cuantas observaciones intrascendentes sobre la región que atravesábamos, aunque por lo general se mantenía apartado y sin cambiar palabra con nadie, abstraído al parecer en sus pensamientos. Por fin —creo que fue al quinto día de haber salido de Nueva York— vino a avisarme que pronto dejaríamos el tren; yo había estado mirando unas montañas agrias y escarpadas que se levantaban a lo lejos, y hubiera querido saber si existían seres humanos tan desgraciados como para dar el nombre de patria a esos peñascos, cuando Mr. Smith me tocó ligeramente el hombro.
—Estoy seguro de que no le pesará dejar estos coches, Mr. Wilkins —me dijo—. Miraba usted las montañas, me parece. Espero que llegaremos a ellas esta noche. El tren para en Reading y me atrevo a decir que sabremos dar con el camino.
Unas horas más tarde bajamos del tren en la estación de Reading. La ciudad, aunque casi enteramente construida en casas de madera, era mayor y más activa que las que habíamos atravesado los dos últimos días. La estación estaba llena de gente y, cuando sonaron la campana y los silbatos, vi que muchas personas se disponían a dejar los coches y todavía más esperaban el momento de subir. Además de los pasajeros había una apretada multitud, gentes venidas a recibir o despedir amigos, cuando no simples haraganes. Varios de los ingleses que fueran nuestros compañeros de viaje bajaron en Reading, aunque la confusión era tal que los perdí de vista en el acto. Mr. Smith me indicó con un gesto que fuese tras él y se metió por en medio de la muchedumbre; sonaban las campanas, pitaban los silbatos, el vapor se escapaba de la locomotora con un ruido ensordecedor y todo el mundo hablaba al mismo tiempo; aturdido, luchaba por seguir a mi empleador, atinando apenas a preguntarme adónde nos dirigíamos y cómo podríamos hallar el camino en un país desconocido. Mr. Smith se había calado un sombrero de ala ancha que le caía sobre los ojos y, como casi todos los hombres llevaban sombreros semejantes, me era difícil distinguirlo entre la multitud. Salimos por fin de la estación, Smith tomó por una calle lateral y dobló un par de veces, a la derecha y a la izquierda. Caía la tarde; atravesábamos seguramente un barrio pobre de la ciudad; había muy poca gente por las calles mal iluminadas, apenas unas cuantas personas de aspecto miserable. De pronto nos detuvimos en una esquina, ante una casa. En la puerta, un hombre parecía esperar a alguien y me di cuenta de que cambiaba con Smith miradas de inteligencia.
—¿Viene de Nueva York, señor?
—Sí, de Nueva York.
—De acuerdo. Están listos, los tendrá usted cuando quiera. Ya ve que conozco mis órdenes y pienso cumplirlas al pie de la letra.
—Muy bien, Mr. Evans, eso es lo que queremos. Ya sabe usted que tenemos dinero. Tráigalos ahora mismo.
Escuché el diálogo en silencio, sin saber de qué hablaban. Smith se puso a caminar con impaciencia de un lado a otro mientras que Evans, tras lanzar un agudo silbido, se quedó como estaba, sin moverse de la puerta. No me quitaba los ojos de encima, como para asegurarse de que se acordaría de mi cara en otra oportunidad. Estaba pensando en lo que significaba todo esto, cuando por un pasaje apareció un chico feo y encorvado que traía de la brida un par de caballos escuálidos.
—A caballo, Mr. Wilkins, y lo antes posible —dijo Smith—. Ya deberíamos estar en camino.
Empezaba a hacerse de noche cuando salimos y un rato más tarde, al mirar atrás, divisé a nuestras espaldas la ancha llanura y las luces de la ciudad que brillaban débilmente; ante nosotros se alzaban las montañas. Smith conducía su cabalgadura por los caminos fragosos con la misma facilidad que si estuviera paseando por Piccadilly y yo iba tras él como mejor podía. Me sentía dolorido y exhausto, incapaz de fijar la atención en lo que me rodeaba, aunque me daba cuenta de que subíamos gradualmente y de cuando en cuando distinguía unas rocas enormes al borde del camino. La jornada me ha dejado una impresión confusa. Tengo idea de que atravesamos un bosque de pinos muy denso y oscuro, en el que los caballos debían buscar el camino entre las peñas, y me acuerdo del efecto que me hizo el aire enrarecido a medida que subíamos más y más. Creo que pasé la segunda mitad del viaje dormido y de pronto me sobresaltó oír que Smith decía:
—Hemos llegado, Wilkins. Estamos en Blue Rock Park. Mañana disfrutará usted del paisaje. Ahora tenemos que comer algo y meternos en la cama.
De una tosca cabaña salió un hombre que se hizo cargo de los caballos. En el interior nos esperaba un pedazo de carne y un áspero whisky. Habíamos llegado a un lugar extraño. La casa tenía tres cuartos: uno en el que comimos, el de Smith y el mío; el viejo sordo que nos había recibido dormía en un cobertizo. A la mañana siguiente, al salir de la cabaña, advertí que nos hallábamos en una especie de valle entre las montañas; los bosques de pino, y unas enormes peñas de color gris azulado que se veían entre los árboles, le habían dado el nombre de Blue Rock Park. Por todas partes nos rodeaba la sierra cubierta de nieve, el aire era como vino y, cuando subí a una ladera y miré en torno comprendí que, en cuanto a tener compañía de seres humanos, lo mismo hubiera sido naufragar en un islote a mitad del Pacífico. La única señal de que el sitio no estaba completamente deshabitado era la cabaña de troncos donde pasara la noche; en mi ignorancia, no sabía entonces que existían otras viviendas semejantes a distancias que, para las Montañas Rocosas, eran relativamente accesibles. En ese momento me abrumó la sensación de una soledad absoluta, aterradora, y al pensar en la gran pradera y el gran océano que me separaba de mi mundo conocido se me hizo un nudo en la garganta y tuve miedo de morir en ese valle perdido entre las montañas. Fue un instante terrible y aún no lo he olvidado. Naturalmente, conseguí dominar mi horror; me dije que la experiencia me haría más fuerte y resolví poner al mal tiempo buena cara. A partir de ese día comenzó para mí una vida muy dura, como eran duras la casa y la comida. Quedé enteramente librado a mi propia suerte. No veía casi nunca a Smith y ni siquiera sabía cuándo se hallaba en la casa. Muchas veces lo hacía ausente y tenía la sorpresa de verlo salir de su cuarto, cerrar la puerta con llave y echarse la llave al bolsillo, y en varias ocasiones, creyéndolo ocupado en su habitación, lo vi entrar con las botas cubiertas de barro. Por lo que toca al trabajo, había dado con una verdadera sinecura; mis únicas ocupaciones eran caminar por el valle, comer y dormir. Entre una cosa y otra me fui acostumbrando a mi nueva vida, conseguí instalarme cómodamente y poco a poco me animé a aventurarme más y más lejos de la casa y a explorar los alrededores. Un día llegué hasta un valle vecino y me encontré a un grupo de hombres ocupados en aserrar madera. Fui hasta ellos con la esperanza de que alguno fuese inglés; eran, en todo caso, seres humanos, y volvería a oír hablar articuladamente, pues el viejo que se ocupaba de la casa, además de ser medio ciego y sordo como una tapia, fue siempre completamente mudo en sus relaciones conmigo. Esperaba ser recibido con llaneza, sin las formas que ordena la cortesía, pero los ceños torvos y las respuestas breves y hoscas que fueron toda mi acogida me dejaron asombrado. Los leñadores cambiaron entre sí miradas que no presagiaban nada bueno, y uno de ellos echó mano del fusil, de modo que tuve que volver sobre mis pasos, maldiciendo la suerte que me había traído a una tierra donde los hombres eran más feroces que las mismas fieras. La soledad comenzó a agobiarme como una pesadilla, y unos días más tarde decidí caminar hasta una estación situada a pocas millas, una pobre hostería de cazadores y turistas. De vez en cuando algún caballero inglés pasaba en ella la noche, y pensé que tal vez encontraría a una persona de mejores modales que los habitantes de la región. Como lo esperaba, había un grupo reunido ante la casa de troncos que hacía las veces de hotel, seis o siete cazadores que, al acercarme, se miraron entre sí con sorpresa y luego clavaron en mí los ojos con expresión de odio, en la que también había algo del asco con que se mira a una víbora inmunda y venenosa. Ya no tuve paciencia para soportarlo más y grité:
—¿Hay aquí un inglés o cualquier otra persona que sea un poco civilizada?
Uno de ellos se llevó la mano al cinto pero su vecino lo contuvo con un gesto y me respondió:
—Ya verá usted muy pronto que tenemos ciertos recursos de gentes civilizadas y creo que no le gustarán mucho. En todo caso, hay un inglés que se hospeda aquí, seguramente tendrá mucho gusto de verlo. Aquí está: ése es Mr. D’Aubernoun.
Apareció en la puerta un joven, vestido como un squire inglés, que puso en mí los ojos. Uno de los hombres, señalándome, le dijo:
—Éste es el tipo de quien hablábamos anoche. Pensamos que le gustaría echarle una mirada, squire, y aquí lo tiene.
La expresión cordial del joven inglés se nubló en el acto, me miró severamente y se apartó con un gesto de aversión y desprecio.
—Señor —lo llamé a gritos—, no sé lo que he hecho para que me traten de esta manera. Es usted mi paisano y esperaba un gesto de cortesía.
Me lanzó una mirada de indignación y ya entraba en la casa cuando, cambiando de parecer, dio media vuelta y se dirigió a mí:
—Creo que se porta usted de manera más bien imprudente. Abusa usted de una tolerancia que tal vez no dure mucho, que a decir verdad durará muy poco tiempo más. Permítame decirle, señor, que bien puede llamarse inglés, y arrastrar por el lodo el nombre de Inglaterra, pero no debe contar con que la influencia inglesa venga en su ayuda. Si yo fuera usted no me quedaría aquí ni un minuto más.
Entró a la hostería y los hombres quedaron mirándome a la cara en silencio mientras yo me sentía a punto de perder la razón. Salió entonces la mesonera, que fijó en mí la vista como en una fiera o un salvaje. Volviéndome a ella le dije, en tono sereno:
—Estoy muerto de hambre y de sed. Vengo a pie desde muy lejos. Tengo bastante dinero. ¿Puede usted darme algo de comer y beber?
—No, no puedo —me contestó—. Más vale que se vaya de aquí.
Volví a casa poco menos que arrastrándome, como un animal herido, y me acosté. Todo era para mí un enigma incomprensible. Sentía cólera, vergüenza y terror, y a los pocos días sufrí todavía un poco más, pues al pasar ante una casa en el valle vecino unos niños que jugaban huyeron de mí dando gritos despavoridos. Si quería ocuparme en algo sólo me restaba caminar; me hubiera muerto de quedarme sentado mano sobre mano en Blue Rock Park, mirando todo el día las montañas, pero cada vez que me encontraba con un ser humano veía en sus ojos la misma mirada de odio y repugnancia. En una ocasión, mientras pasaba a través de un monte muy cerrado, oí un disparo y una bala me zumbó malignamente junto a la cabeza.
Otro día escuché una conversación que me dejó consternado. Me había sentado a descansar tras una roca cuando dos hombres que venían por el camino se detuvieron a unos pasos, donde no podían verme. Uno de ellos se enredó los pies en unas plantas salvajes y echó unas cuantas maldiciones, pero el otro le respondió riendo que a veces esas plantas eran muy útiles.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Nada, nada. Pero estas hojas son muy resistentes y la soga está muy cara y escasa.
El hombre de las maldiciones rió también y los oí sentarse y encender las pipas.
—¿Lo has visto últimamente? —preguntó el humorista.
—Me lo encontré el otro día pero la maldita bala me salió alta. Tiene la suerte de su amo, supongo, pero no puede durarle mucho. Ya sabes que se presentó en Jinks, con el mayor desparpajo, pero el joven inglés le bajó los humos y de qué manera.
—¿Y qué diablos significa todo eso?
—No lo sé, pero creo que hay que acabar, y como en los viejos tiempos. ¿Sabes cómo se les arregla cuentas a los negros?
—Sí, hombre, algo de eso he visto. Un par de galones de queroseno cuestan un dólar en la tienda de Brown, pero en este caso, digo yo, salen a buen precio.
Dicho esto se alejaron y yo me quedé quieto detrás de la roca, con el sudor corriéndome por la cara. Me sentía tan mal que a duras penas logré ponerme de pie y fui hasta la casa como un viejo, inclinado sobre mi bastón. Demasiado bien entendí que los hombres hablaban de mí y me prometían una muerte horrenda. Esa noche no conseguí dormirme; me daba vueltas en la cama, atormentándome por hallarle un sentido a lo que sucedía. Por último, a media noche, me vestí y salí de la casa. No me importaba por dónde iba, sentí que debía caminar hasta agotarme. Era una noche de luna, muy clara, y al cabo de dos horas me di cuenta de que me acercaba a un lugar de triste fama en la sierra, un profundo barranco llamado el Cañón Negro. Hace de esto muchos años, varios hombres y mujeres venidos de Inglaterra acamparon en ese lugar y cayeron en manos de los indios quienes, después de ultrajarlos, les dieron muerte en medio de torturas casi inconcebibles; los más rudos cazadores y leñadores preferían dar un gran rodeo para evitar el Cañón, aun en pleno día. Esa noche, mientras me abría paso entre los densos matorrales que crecen encima del barranco, escuché voces y, curioso de saber quién se encontraba en ese sitio y a esa hora, seguí adelante, andando más despacio y haciendo el menor ruido posible. Un gran árbol crecía al borde mismo de las rocas y me escondí tras él para mirar sin ser visto. A mis pies se abría el Cañón Negro, iluminado hasta lo más profundo por la luz de la luna que, al dar contra las peñas, proyectaba sombras negras como la muerte, mientras del otro lado la empinada pendiente se perdía en la oscuridad. De rato en rato un ligero velo oscurecía la noche, cuando una nube pasaba ante la luna, como he dicho, y vi a veinte hombres de pie, formando un semicírculo en torno a una roca. Los conté uno a uno y conocía a casi todos. Eran lo peor de lo peor, gente más vil de la que puede encontrarse en el más infecto tugurio de Londres, y sobre la cabeza de muchos pesaban asesinatos y hasta crímenes peores que el asesinato. De cara a ellos y a mí estaba Mr. Smith, con la roca delante, y sobre la roca había una gran balanza, de esas que se ven en las tiendas. Escondido detrás del árbol escuché su voz que resonaba en el Cañón y al oírla se me heló la sangre en las venas.
—Vidas por oro —gritaba—. Una vida a cambio de oro. La sangre y la vida de un enemigo por cada libra de oro.
Uno de los hombres dio un paso adelante, levantó una mano y con la otra arrojó algo reluciente en el platillo de la balanza, que se hundió con un gran estruendo, mientras Smith le murmuraba algo al oído. Luego gritó otra vez:
—Sangre por oro, por una libra de oro la vida de un enemigo. Por cada libra de oro en la balanza, una vida.
Uno a uno se acercaron los hombres, cada uno de ellos con la mano derecha en alto; ponían el oro en el platillo de la balanza para pesarlo, y Smith, inclinándose, le hablaba al oído a cada uno. Volvió a gritar:
—El deseo y el placer a cambio del oro en la balanza. Por cada libra de oro, el goce de un deseo.
Vi lo mismo de antes: la mano levantada, el oro pesado en el platillo, la boca susurrante, la oscura pasión en todas las caras.
Luego los hombres se acercaron uno a uno para hablar con Smith. Se entendían en murmullos. Veía que Smith explicaba y daba órdenes, gesticulando como quien señala el camino, y una o dos veces agitó las manos rápidamente, indicando que el camino estaba abierto y bastaba con seguirlo. Yo le tenía puestos los ojos en la cara con tal intensidad que no reparaba en otra cosa y, de pronto, cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de que el Cañón estaba vacío. Un momento antes creía estar viendo el grupo de rostros siniestros y, un poco apartados, a los dos hombres que hablaban junto a la roca; miré a otro lado un instante y cuando volví la vista al barranco no había nadie. Regresé a casa sobrecogido de terror y al llegar estaba tan exhausto que con sólo echarme a la cama me dormí profundamente. Sin duda hubiera dormido muchas horas, pero cuando desperté el sol se estaba levantando y la luz me daba en la cara. Abrí los ojos sobresaltado, con la sensación de una sacudida violenta; miré en torno mío, confundido, y vi para mi sorpresa que había tres hombres en el cuarto. Uno de ellos me puso la mano sobre el hombro y dijo:
—Vamos, despiértese. Creo que le ha llegado la hora. Los muchachos están esperando afuera y tienen prisa. Vamos hombre, vístase usted, que hace un poco de frío esta mañana.
Los otros dos sonreían con sarcasmo pero yo no entendía nada. Me puse las ropas y dije que estaba listo.
—Bueno, pues andando. Pasa tú primero, Nichols, que Jim y yo le daremos el brazo al caballero.
Me sacaron a la luz y me di cuenta de lo que era el sordo rumor que me intrigara mientras me estaba vistiendo. Afuera aguardaban unos doscientos hombres —había también unas cuantas mujeres— que dejaron escapar al verme un gruñido inarticulado. Yo ignoraba lo que había hecho, pero al oír ese ruido el corazón me latió más de prisa y la frente se me llenó de sudor. Veía confusamente, como a través de un velo, el tumulto y la agitación de la multitud, de la que se elevaban notas discordantes, y no hallé una sola mirada de piedad en las caras deformadas por un furor insano y para mí inexplicable. Poco después me encontré en una procesión que subía por la ladera del valle, rodeado de hombres revólver en mano. Por momentos llegaban a mis oídos unas voces y escuchaba unas palabras o frases sin entender gran cosa. Comprendía, sin embargo, que todas eran de execración; distinguía trozos de historias extrañas e inverosímiles. Alguien hablaba de hombres atraídos con engaños fuera de sus casas para ser asesinados en medio de horribles martirios, que luego fueron hallados en lugares oscuros y solitarios, retorciéndose de dolor como víboras heridas y pidiendo a gritos que les atravesaran el corazón y pusieran fin a sus tormentos; otro contaba de muchachas inocentes que desaparecieron de sus hogares uno o dos días y volvieron para morir, rojas de vergüenza aún en la última agonía. Seguía sin saber lo que todo eso significaba o lo que estaba por suceder; me sentía tan agotado que avanzaba como en sueños y lo único que quería era dormir. Por fin nos detuvimos. Habíamos llegado a la cima de una montaña sobre el valle de Blue Rock, junto a un bosquecillo donde viniera muchas veces a sentarme. Me encontraba en medio de una partida de hombres armados, de los que dos o tres amontonaban leños mientras otros se ocupaban en desatar una cuerda. De pronto la multitud se estremeció y abrió paso para que trajeran a rastras a un hombre atado de pies y manos. Su rostro era de una maldad indecible, pero el sufrimiento que le agitaba las facciones y le torcía la boca me hizo compadecerlo: era uno de los que estaban reunidos alrededor de Smith en el Cañón Negro. En un abrir y cerrar de ojos lo desataron y desnudaron y, llevándolo bajo el árbol, le echaron al cuello un lazo corredizo que habían sujetado al tronco. Una voz gritó roncamente una orden; hubo un ruido de pies que se arrastraban por el suelo y la soga se puso tirante; entonces, ante mis propios ojos, vi la cara amoratada, los miembros distorsionados, la vergonzosa agonía de la muerte. Estrangularon uno tras otro a media docena de hombres que había visto en el Cañón la noche anterior y arrojaron los cadáveres por tierra. Luego hubo una pausa y el hombre que me despertara poco antes vino hasta mí y dijo:
—Ahora te toca a ti. Tienes cinco minutos para ajustar tus cuentas y, en cuanto pasen, por Dios santo que te vamos a quemar vivo en ese árbol.
Sólo entonces me desperté del todo y comprendí lo que estaba sucediendo.
—¿Por qué, qué he hecho yo? ¿Por qué quieren matarme? No soy un criminal, no les he hecho nunca ningún daño —me cubrí la cara con las manos. Todo me parecía lastimoso, era una muerte tan horrible.
—¿Qué he hecho? —dije otra vez, a gritos—. Ustedes no me conocen, me confunden con otra persona.
—Te conocemos muy bien, demonio —dijo el hombre que estaba a mi lado—. Cuando estés ardiendo en el infierno no habrá nadie en treinta millas a la redonda que no maldiga a Jack Smith.
—Pero yo no soy Smith —respondí, con la poca esperanza que me quedaba—. Yo me llamo Wilkins. Soy el secretario de Mr. Smith pero no sé nada de él.
—¡Oigan al mentiroso! —contestó el hombre—. ¡Vaya un secretario! Tuviste la astucia de salir sólo de noche y de esconder la cara, pero al fin te echamos mano. Te ha llegado la hora. Vamos allá.
Me arrastraron hasta el árbol y me sujetaron a él con cadenas. Vi que amontonaban en torno mío atados de leña y cerré los ojos. Sentí que me rociaban con un líquido y volví a abrir los ojos: una mujer que me sonreía aviesamente acababa de vaciar sobre mí y sobre la leña una gran lata de gasolina. Una voz gritó: «¡Métanle fuego!» y en ese momento me desmayé y ya no supe nada más.
Al recobrarme me encontré acostado sobre un camastro en un cuarto estrecho y desnudo. Un médico me hacía respirar un frasco de sales y, de pie junto a la cama, un señor —después supe que era el sheriff— me dijo:
—Se ha librado usted por un pelo. Los muchachos encendían la hoguera cuando llegué con la partida y a duras penas logré sacarlo vivo, se lo aseguro. La verdad es que no los culpo; estaban convencidos de acabar con el jefe de la banda del Cañón Negro y no querían creer que no era usted Jack Smith. Por suerte hay uno de por aquí, Evans, que venía con nosotros y juró que lo había visto a usted junto con Smith. De modo que lo trajimos de vuelta y lo metimos en la cárcel, pero puede usted irse cuando quiera, si se le ha pasado el desmayo.
Tomé el tren al día siguiente y tres semanas más tarde estaba en Londres, otra vez sin un penique. A partir de ese momento empezó a cambiar mi fortuna. Me hice de varios amigos influyentes, los banqueros buscaban mi compañía, los directores de periódicos me abrían los brazos. Sólo me quedaba elegir carrera y no tardé en persuadirme de que la naturaleza me había destinado a una vida de relativo ocio. Con una facilidad que parece ridícula conseguí un puesto bien pagado en un próspero club político. Tengo un apartamento magnífico en el centro, cerca de los parques, el cocinero del club se esmera cada vez que voy a comer, los mejores vinos de la bodega están a mi disposición. Sin embargo, desde que regresé a Londres no he tenido un solo día de paz y tranquilidad. Cuando me despierto tiemblo de encontrar a Smith a mi cabecera y me parece que a cada paso que doy me acerco al borde del abismo. Me enteré de que Smith logró escapar a sus perseguidores y, a partir de entonces, desfallezco con sólo pensar que está de vuelta en Londres y que un día, de improviso, me veré frente a él cara a cara. Cada mañana, al dejar mi casa, me asombraba al mirar a todos lados, creyendo ver la siniestra figura al acecho; a veces me quedaba paralizado en una esquina, con el corazón en la boca, aterrado de que unos pasos más pudiesen reunirnos; no me atrevía a frecuentar los teatros por miedo de que un remoto azar lo sentase junto a mí. A veces, contra mi voluntad, he debido salir de noche y una sombra me ha hecho temblar en las plazas silenciosas. En medio de la multitud que llena las calles me he repetido: «Tiene que suceder, tarde o temprano; sin duda volverá a la ciudad y me tropezaré con él cuando me sienta más seguro.» Recorría atentamente los periódicos en busca de un indicio o una simple sugerencia del peligro que se acercaba, sin saltarme ni siquiera las noticias más triviales impresas en el tipo más pequeño. Sobre todo leía las columnas de anuncios, pero sin resultado alguno. Pasaron los meses sin que Smith diese señales de vida y, aunque estaba lejos de sentirme tranquilo, dejé de sufrir a todas horas la opresión intolerable del terror. Esta tarde, mientras me paseaba por la calle de Oxford, levanté los ojos, miré al otro lado de la calle y, por fin, vi al hombre que durante tanto tiempo ha sido mi obsesión.
Mr. Wilkins terminó su vaso de vino y, echándose atrás en la silla, miró tristemente a Dyson; luego, como si se le acabara de ocurrir, sacó del bolsillo interior del chaleco una cartera de cuero, de la que retiró un recorte de periódico que puso sobre la mesa.
Dyson agarró el recorte, tomado de las páginas de un diario de la tarde, que decía lo siguiente:
LINCHAMIENTO EN MASA
TRÁGICOS SUCESOS
«Un telegrama de la agencia Dalziel procedente de Reading (Colorado) anuncia que, según informaciones recibidas de Blue Rock Park, ha ocurrido en esa localidad un terrible caso de venganza popular. Durante cierto tiempo la población había estado aterrada por una banda de malhechores quienes, valiéndose de su eficaz organización, perpetraban las más infames crueldades en hombres y mujeres. Se formó un Comité de Vigilancia y se descubrió que el jefe de la banda era un residente de Blue Rock Park llamado Smith. El Comité pasó a la acción y seis de los forajidos fueron sumariamente ajusticiados en presencia de doscientas o trescientas personas. Se afirma que Smith consiguió escapar.»
—Terrible historia —dijo Dyson—. Entiendo muy bien que lo asalten día y noche recuerdos de las escenas tan espantosas que me ha contado. Pero, bien mirado, ¿qué razón tiene para temer a Smith? Es él quien debe sentir miedo de usted. Piénselo bien: basta que haga usted una declaración ante la policía y de inmediato se dictará contra él una orden de detención. Por lo demás, estoy seguro de que me disculpará usted por lo que voy a decirle.
—Mi querido señor —respondió Mr. Wilkins—, le ruego que me hable con la más entera libertad.
—Pues bien, le confieso que tuve la impresión de que se sentía usted más bien decepcionado por no haber detenido a ese hombre antes de que se fuera. Me pareció que le molestaba no poder cruzar la calle.
—La verdad, señor, es que no me daba cuenta de lo que pasaba —explicó Mr. Wilkins—. Vi a Smith sólo durante un instante y la excitación que usted observó se debía a los tormentos de la duda. No me sentía completamente seguro de que fuese él y la idea de que Smith se hallara de regreso en Londres me abrumó. Tiemblo al pensar que ese demonio encarnado, ese alma ennegrecida por tantos crímenes atroces, se mezcla con toda libertad y sin que nadie lo advierta a la multitud, meditando quizá una nueva serie de infamias aún más horribles. Le aseguro que un ser abominable camina en este momento por las calles, un ser ante el cual el mismo sol debería oscurecerse y el aire del verano volverse frío y malsano. Esto es lo que me pasó por la cabeza con la fuerza de un torbellino; creí que perdía el juicio.
—Ya veo —respondió Dyson—. Comprendo, en parte, sus sentimientos, pero quisiera asegurarle que en realidad no tiene nada que temer. Smith no lo molestará en modo alguno, puede usted contar con ello. No se olvide de que él mismo ha recibido una advertencia; más aún, aunque sólo alcancé a verlo un instante, me dio la impresión de ser un hombre asustado. Pero se hace tarde y, con su permiso, Mr. Wilkins, creo que debo irme. Si vuelve usted por aquí seguramente nos encontraremos.