CAPÍTULO I

LA AVENTURA DEL TIBERIO DE ORO

La relación entre Mr. Dyson y Mr. Charles Phillips surgió de uno de los infinitos azares que se presentan cada día en las calles de Londres. Mr. Dyson era un hombre de letras y un ejemplo lamentable de talento mal empleado. En efecto, aunque sus dones hubieran hecho de él, en la flor de la juventud, uno de los novelistas más solicitados de Bentley había preferido mostrarse intratable; poseía, sin duda, buenos conocimientos de lógica escolástica, pero todo lo ignoraba de la lógica de la vida y, si bien se otorgaba a sí mismo el título de artista no pasaba de ser un observador vago y curioso de las actividades ajenas. Entre sus muchas ilusiones abrigaba con mayor exaltación la de ser un trabajador infatigable; solía entrar con gesto de cansancio supremo en su lugar más frecuentado, una tabaquería de Great Queen Street, y proclamar ante quien quisiera escucharlo que había visto levantarse y ponerse el sol de dos días consecutivos. El dueño de la tienda, hombre de edad madura y singular cortesía, toleraba a Dyson, en parte llevado por su buen carácter y en parte porque era de sus clientes habituales. Le permitía sentarse en un barril vacío y exponer sus opiniones sobre cuestiones literarias y artísticas hasta cansarse o hasta que llegase la hora de cerrar; tal vez no atrajera nuevos clientes pero cabía suponer que su elocuencia no ahuyentaba a nadie. Dyson era muy dado a practicar experimentos impetuosos con el tabaco y no se cansaba de ensayar nuevas combinaciones; una tarde acababa de entrar a la tienda anunciando la última de sus fórmulas descabelladas cuando un joven, más o menos de su edad, que se hallaba presente, pidió al dueño que le preparase a él la misma receta, al tiempo que dirigía a Mr. Dyson una sonrisa de buena educación. Dyson se sintió profundamente halagado y, tras cambiar unas cuantas frases, los dos se pusieron a charlar; una hora más tarde el tabaquero vio a los nuevos amigos, sentados lado a lado en sendos barriles, completamente enfrascados en la conversación.

—Mi querido señor —decía Dyson—: diré a usted, en dos palabras, cuál es la función del hombre de letras. Lo que debe hacer es esto y nada más: inventar una historia maravillosa y contarla de una manera maravillosa.

—Se lo concedo —respondió Mr. Phillips—, pero permítame usted señalar que, en manos de un verdadero artista de la palabra, todas las historias son maravillosas y cada incidente tiene su propio encanto. El fondo es de poca importancia, todo está en la manera. Más aún, la mayor habilidad consiste en elegir un asunto aparentemente vulgar y, gracias a la alta alquimia del estilo, transmutarlo en el oro puro del arte.

—Eso demuestra gran habilidad, por supuesto, pero aplicada tontamente o al menos con poco criterio. Es como si un gran violinista quisiera demostrarnos las armonías extraordinarias que puede arrancar del banjo que toca un chico.

—No, no, se equivoca usted de medio a medio. Veo que se hace usted una idea falsa de la vida. Pero esto tenemos que discutirlo. Venga usted a mi casa, vivo cerca de aquí.

Así fue como Mr. Dyson trabó relación con Mr. Charles Phillips, quien vivía en una plaza silenciosa no lejos de Holborn. A partir de ese día se visitaron mutuamente en sus apartamentos, a intervalos que podían o no ser regulares, y concertaron citas para reunirse en la tienda de Queen Street, donde su charla robó al tabaquero la mitad del placer que le dejaban sus ganancias. Libraban entre ellos un interminable combate de fórmulas literarias: Dyson exaltaba los derechos de la imaginación pura, mientras que Phillips, estudioso de las ciencias físicas y también un poco etnólogo, insistía en que toda literatura debe asentarse sobre una base científica. Gracias a la extraviada benevolencia de parientes fallecidos, ambos jóvenes se hallaban fuera del alcance del hambre y, meditando altas empresas, pasaban la vida en un ocio agradable, saboreando las despreocupadas alegrías de una bohemia a la que faltaba la sal de la adversidad.

Una noche de junio, Mr. Phillips estaba sentado ante la ventana abierta en su tranquilo retiro de Red Lion Square, fumando plácidamente y mirando el movimiento de la calle. El resplandor de la puesta de sol se había demorado largo rato en el cielo claro. La luz rojiza del atardecer de verano, en lucha con los faroles de la plaza, formaba un claroscuro con algo de sobrenatural; los chicos que corrían de un lado a otro, los ociosos que tomaban el fresco, los transeúntes que pasaban apretando el paso, parecían figuras que revoloteasen suspendidas en un juego de luces más que seres de carne y hueso. En las casas del otro lado de la plaza fueron encendiéndose uno a uno varios rectángulos de luz; una silueta se perfilaba un momento contra las persianas y desaparecía, y esta magia casi teatral tenía por adecuado acompañamiento las fugas y adornos de una ópera italiana que unos pocos pasos más allá tocaba un organillo, sobre el profundo bajo continuo del tráfico de Holborn. Phillips disfrutaba de la escena y de sus efectos; la luz se desvaneció, la oscuridad ganó el cielo, la plaza quedó gradualmente en silencio, pero él siguió soñando frente a la ventana, hasta que lo hizo volver en sí el tintineo agudo de la campanilla y, al sacar el reloj, comprobó que eran pasadas las diez de la noche. Llamaban a la puerta y un instante después entró al salón el amigo Dyson quien, como era su costumbre, se arrellanó en una butaca y se puso a fumar en silencio.

—Usted sabe, Phillips —dijo por fin—, que siempre he defendido lo maravilloso. Recuerdo haberle oído decir, sentado en esa misma silla, que en literatura nadie debe utilizar lo increíble, lo improbable, la coincidencia extraordinaria, puesto que lo increíble y lo improbable no suceden en la realidad y las vidas de los hombres no están, en la práctica, conformadas por extrañas coincidencias. Observe usted que, aunque así fuera, no aceptaría yo su conclusión, puesto que para mí toda la teoría de la literatura como «crítica de la vida» no pasa de ser una sandez. Pero niego su premisa. Esta noche me ha ocurrido algo curiosísimo.

—Créame usted, Dyson, que me alegro de oírselo decir. No estaré, naturalmente, de acuerdo con sus razones, sean las que fueren, pero si tiene usted la bondad de contarme su aventura, lo escucharé con mucho gusto.

—Bueno, pues esto fue lo que pasó. He tenido un día de trabajo agotador. A decir verdad, apenas si me he movido de mi viejo escritorio desde anoche a las siete. Quería desarrollar esa idea que discutimos el martes pasado, sabe usted, la del adorador de fetiches.

—Claro que me acuerdo. ¿Y ha conseguido usted algo con ella?

—Sí. La cosa salió mejor de lo que esperaba. Con grandes dificultades, por supuesto, las angustias de siempre entre la concepción y la ejecución. En todo caso, terminé a eso de las siete de la tarde y tuve ganas de respirar un poco de aire fresco. Salí y me eché a vagar sin dirección alguna; tenía la cabeza llena de mi historia y apenas si me daba cuenta de por dónde caminaba. Me metí por esas calles tranquilas al norte de la calle de Oxford, yendo hacia el oeste, un barrio residencial de gentes de buen pasar, hecho de estuco y prosperidad. Di otra vez vuelta hacia el este, sin reparar en ello, y ya había anochecido cuando pasé por una callejuela apartada, mal alumbrada y desierta. No tenía en ese momento la menor idea de dónde me encontraba, aunque comprendí después que no debía ser lejos de Tottenham Court Road. Me paseaba distraído, disfrutando de la calma; caminaba junto a lo que debía ser la parte de atrás de uno de esos grandes almacenes, piso tras piso de ventanas polvorientas que se levantaban en la noche, arriba aquellos aparatos en forma de horca que sirven para izar mercancías pesadas y abajo las grandes puertas bien cerradas y trancadas, todo ello oscuro y con aire de desolación. Luego siguió un enorme depósito, una larga pared desnuda como el muro de una cárcel, el cuartel de un regimiento de voluntarios y, al final, un pasaje que iba a dar a un patio donde guardaban varios coches de alquiler. Casi podía decirse que era una calle deshabitada y apenas se veía una que otra ventana con luz. Justamente me sorprendía haber dado con una paz y oscuridad tan extrañas, y tan cerca de una de las avenidas más grandes y ruidosas de Londres, cuando oí los pasos de alguien que se acercaba a todo correr, y de un estrecho pasaje, un callejón o algo así, como lanzado por una catapulta, surgió ante mis narices un hombre, que, al pasar corriendo a mi lado, arrojó algo al suelo. Un instante después había desaparecido por otra calle, casi sin que yo me diera cuenta de lo ocurrido, aunque a decir verdad no me ocupaba de él pues mi atención estaba puesta en otra cosa. Le he dicho que arrojó algo; al menos vi algo que volaba por el aire, en una línea de fuego, y rebotaba sobre el pavimento. Me incliné instintivamente y me pareció ver una moneda brillante, como de medio penique, que rodaba cada vez más despacio hasta una boca de alcantarilla y bailaba un instante en el borde antes de desaparecer. Creo que grité con verdadera desesperación, aunque no tuviese la más mínima idea de lo que era; luego comprobé con alegría que, en vez de caer al fondo, la moneda había quedado entre dos barras de la rejilla. Me incliné a recogerla, me la eché al bolsillo y me hallaba a punto de seguir mi camino cuando volví a escuchar el ruido de una persona que venía a la carrera. No sabría decirle por qué lo hice, pero lo cierto es que entré de un salto en el callejón, o lo que fuese, y me oculté como mejor pude en la oscuridad. A unos pasos de donde me encontraba pasó el hombre que corría y me felicité de haberme escondido. No logré ver muy bien sus facciones, pero iba mostrando los dientes, le ardían los ojos y llevaba en la mano un cuchillo de muy mal aspecto. Pensé que el primer caballero pasaría un rato muy desagradable si el segundo ladrón, o la víctima del robo, o lo que usted quiera, conseguía darle alcance. Le aseguro a usted, Phillips, que la caza del zorro puede ser emocionante, cuando suena el cuerno una mañana de invierno, se echan a correr los perros y los cazadores sueltan las riendas de sus cabalgaduras, pero nada se compara a la caza del hombre y eso es lo que, durante un momento, he entrevisto esta noche. Lo que brillaba en los ojos del perseguidor era el crimen y no creo que hubiese mucho más de cincuenta segundos entre ambos. Espero tan sólo que haya sido suficiente.

Dyson se echó atrás en el sillón, volvió a encender la pipa y dio unas cuantas pitadas con aire meditativo. Phillips se puso a caminar de arriba abajo por el salón, pensando en la historia que había oído: la muerte violenta que va de caza y a la carrera en medio de la calle, el puñal que brilla a la luz de los faroles, la furia del perseguidor y el terror del perseguido.

—Bueno —dijo por fin—, ¿y qué era, a todo esto, lo que recogió usted del suelo?

Dyson tuvo un gesto de sobresalto, claramente sorprendido.

—No tengo idea. No se me ocurrió mirar. Pero ahora lo veremos.

Buscó en el bolsillo del chaleco, sacó un objeto pequeño y reluciente y lo puso sobre la mesa. Era una moneda, que brillaba bajo la lámpara con la gloria radiante del mejor oro viejo; la figura y la leyenda se destacaban en relieves tan puros y nítidos como si hubiese salido del troquel tan sólo un mes antes. Los dos amigos se inclinaron sobre ella y Phillips la levantó para mirarla de cerca.

—Imp. Tiberius Caesar Augustus —dijo, leyendo la inscripción. Dio vuelta a la moneda para ver el reverso, lo contempló con asombro y por último se volvió a Dyson con una mirada de júbilo.

—¿Sabe usted lo que ha encontrado? —le preguntó.

—Al parecer una moneda de oro de cierta antigüedad —respondió Dyson sin inmutarse.

—Pues sí, un Tiberio de oro. No, me equivoco: ha encontrado usted el Tiberio de oro. Mire el reverso.

Estampada en la moneda, Dyson vio la figura de un fauno, erguido en medio de juncos y agua que corría. Las facciones, aunque diminutas, resaltaban con delicada precisión; era un rostro gracioso y, sin embargo, terrible, que hizo pensar a Dyson en la historia del compañero de juegos del niño que creció con él y fue ganando estatura y corpulencia, hasta que el aire se llenó del fétido hedor del macho cabrío.

—Sí —dijo—, es una moneda curiosa. ¿La conoce usted?

—Algo sé de ella. Es uno de los objetos históricos, muy contados, que han llegado hasta nosotros desde la Antigüedad con su propia historia, como esas joyas sobre las que todos hemos leído algo. Hay un verdadero ciclo de leyendas en torno a esta moneda. Se dice que Tiberio la mandó acuñar para conmemorar algún exceso infame. Mire usted la inscripción del reverso: «Victoria». Se dice también que, por un extraordinario accidente, toda la emisión fue a parar al crisol y sólo se salvó este ejemplar. Desde entonces reluce en la historia y la leyenda, aparece y desaparece con intervalos de cien años en el tiempo y continentes enteros en el espacio. Fue «descubierta» por un humanista italiano, perdida y hallada otra vez. Nada se sabía de ella desde 1727, en que Sir Joshua Byrde, que comerciaba en Turquía, la trajo de Aleppo, la mostró a los conocedores y se desvaneció con ella un mes más tarde, como si se lo hubiera tragado la tierra. Y ahora, aquí la tiene usted.

—Guárdesela en el bolsillo, Dyson —añadió, tras una pausa—. Si estuviera en su lugar no se la mostraría a nadie. Ni siquiera hablaría de ella. ¿Está usted seguro de que ninguno de los dos hombres alcanzó a verlo?

—Creo que no. Me parece que el primero, el que salió como alma que lleva el diablo del pasaje oscuro, no veía absolutamente nada, y estoy seguro de que el segundo no puede haberme visto.

—Y en realidad usted tampoco les vio. ¿Podría usted reconocer a cualquiera de ellos si mañana se tropezara con él en la calle?

—No, no lo creo. Ya le digo que la calle estaba muy mal alumbrada y los dos corrían como locos.

Los dos amigos quedaron un buen rato sin decir palabra, tejiendo sus propias fantasías con la historia, pero el apetito de lo maravilloso iba ganando lentamente las ideas más serenas de Dyson.

—Todo esto es más extraño de lo que imaginaba —dijo, rompiendo el silencio—. Lo que vi era ya bastante raro. Un hombre va de paseo por una calle tranquila y ordinaria en el Londres de todos los días, una calle de casas grises y paredes desnudas, cuando, de pronto, durante un instante, se descorre un velo, los adoquines de la calzada dejan escapar exhalaciones del abismo, el suelo le hierve al rojo vivo bajo los pies y le parece que oye crepitar las calderas del infierno. Pasa, enloquecido de terror, un hombre que huye para salvar la vida y detrás pisándole los talones, viene el odio rabioso, cuchillo en mano. Esto es horrible, qué duda cabe, pero todo ello poca cosa al lado de lo que usted acaba de contarme. Phillips, se lo aseguro a usted: todo empieza a cobrar sentido, a partir de ahora nuestros pasos estarán rodeados de misterio, los hechos más comunes han de encerrar una significación oculta. Oponga usted la resistencia que quiera y cierre los ojos: se los abrirán por la fuerza. Recuerde lo que le estoy diciendo, tendrá usted que rendirse ante lo inevitable. Hemos llegado, por azar, ante una pista y no tenemos más remedio que seguirla. El culpable o los culpables de este extraño caso no pueden escapársenos, nuestras redes están tendidas a lo largo y lo ancho de la gran ciudad y en cualquier momento, en medio de calles y plazas llenas de gente, sabremos de alguna manera que estamos en contacto con el criminal desconocido. Más aún, me imagino que lo veo venir paso a paso a esta plaza tan callada donde usted vive; se demora en las esquinas, vaga sin dirección aparente por las profundas avenidas, pero a cada instante está más y más cerca, atraído por un magnetismo irresistible, como los barcos atraídos por la Piedra Imán de las Mil y una noches.

—Lo que sí creo —respondió Phillips— es que si sigue usted sacando la moneda y metiéndosela a todo el mundo por las narices, como en este preciso momento, es muy probable que acabe por encontrarse con el criminal o, en todo caso, con un criminal cualquiera. No hay duda de que acabarán por robársela, y de manera violenta. Aparte de esto, no advierto ninguna razón de que lo ocurrido sea una molestia para usted o para mí. Nadie lo vio recoger la moneda, nadie sabe que se encuentra en su poder. Por mi parte, me echaré a dormir en paz y seguiré ocupándome de mis asuntos, con una sensación de seguridad y una confianza inquebrantable en el orden natural de las cosas. Lo que sucedió esta tarde, la aventura en la calle, fue algo sorprendente, no seré yo quien lo niegue, pero estoy enteramente decidido a no ocuparme más del caso y, de ser necesario, recurriré a la Policía. No me convertiré en el esclavo del Tiberio de oro, por más que haya trabado conocimiento con él de modo algo melodramático.

—Y yo, por mi parte —dijo Dyson—, salgo, como el caballero andante, en busca de aventura. Aunque no tendré necesidad de buscar; más bien, la aventura me buscará a mí. Seré como la araña en el centro de su tela, sensible al menor movimiento, siempre alerta.

Poco después Dyson se despidió y Mr. Phillips pasó el resto de la noche examinando unas puntas de flecha hechas de pedernal que había comprado. Tenía buenas razones para suponerlas obra de un contemporáneo y no de un hombre paleolítico, pero se llevó un disgusto cuando un estudio más detenido le permitió comprobar que sus sospechas eran fundadas. Que haya infames capaces de engañar a un etnólogo provocó en él tal cólera que no pensó más en Dyson ni en el Tiberio de oro y al llegar la hora de acostarse, con las primeras luces del alba, toda la historia se le había ido de la memoria.