—Te dije que era malvada —dijo alguien nada más verme parpadear e intentar abrir los ojos.
Estaba en mi dormitorio. Sobre la cama incidía una estela de luz del sol poniente que teñía de amarillo las sábanas viejas. A mi vera había un vampiro sentado que también iba vestido de amarillo. Yo sabía quién era antes de que mis ojos pudieran enfocar su rostro. Ni siquiera en el mundo de los vampiros había mucha gente que creyera que el satén del color de los narcisos resultara apropiado para vestir de día.
Radu cruzó las piernas y pasó la página de la revista que estaba leyendo: «Coches y conductores». Un tema arriesgado en el mismo momento en el que yo comprobaba mi estado de salud. Las partes de mi cuerpo que sobresalían de la descolorida camiseta azul parecían funcionar bien, aunque la mayoría debían de estar decidiéndose entre los esquemas de colores morados o azules oscuros. No obstante otras veces había estado peor, y ciertamente me había encontrado en situaciones infames. Y francamente, estaba agradecida de poder al menos sentir algo.
Aunque no comprendiera cómo era posible.
Me coloqué otra almohada debajo de la cabeza, me incorporé y me senté.
—Quizá tú puedas aclararme una cosa que me he preguntado siempre —dije yo, enfocando aquellos famosos ojos azul turquesa que enseguida se fijaron en los míos.
—¿Sí?
—¿Por qué te empeñas en vestirte como el friki de D’Artagnan cuando tú naciste doscientos años antes que él?
Radu frunció el ceño.
—La ropa formal de mi época eran las batas, Dory.
—¿Y?
—Esas horribles, largas, tórridas y asfixiantes batas son buenas en invierno, por supuesto, y el resto del tiempo…
—Los vampiros no sudan.
—No, es cierto, pero los pantalones hasta las rodillas resultan mucho más favorecedores. Así puedes verme las piernas.
—¿Quieres que la gente te vea las piernas?
—¡Tengo unas piernas muy bonitas!
Los dos nos callamos un momento para admirar sus piernas.
—¿Has venido a sacarme la pasta del coche? —pregunté yo, cambiando de tema—. Porque yo no tengo trescientos mil dólares.
Du echó un vistazo a los muebles viejos y al edredón usado.
—¡Jamás me lo habría imaginado!
—Ni creo probable que los tenga en un futuro próximo tampoco.
Du frunció el ceño.
—¡No he venido por el coche, Dory! Además, lo compré por Gunther. Yo no conduzco.
—¿Gunther?, ¿tu guardaespaldas?
—Es un buen guardaespaldas.
Yo lo miré con severidad.
—Du, te estás enamorando de un humano, ¿verdad? Ya sabes que eso es una horterada.
—¡Desde luego que no me estoy enamorando! —negó él, sacudiendo una manga—. Además, ya le he comprado otro.
Yo sonreí.
—¡Para ya!
—Si no has venido por el coche, ¿a qué has venido? —pregunté yo con curiosidad.
Sin duda Radu era lo suficientemente fuerte como para soportar la luz del sol, pero eso no significaba que le resultara cómodo.
Él me sirvió un vaso de agua de la botella que había sobre la mesilla y volvió a sentarse con aire de disgusto.
—¡Ah, no lo sabes, claro! Quizá porque se me ocurrió que a lo mejor querías saber cómo iba el juicio.
Me erguí un poco más.
—¿Todavía no ha terminado?
—¡Pues claro que todavía no ha terminado! Elyas sigue muerto, ¿no?
—Que yo sepa. ¿Qué ocurrió?
—Louis-Cesare fue absuelto por la muerte de esa criatura llorica —dijo él. Yo sentí que mi espalda se relajaba suavemente sobre la almohada—. Pero lo condenaron por ocultar a una resucitada a sabiendas y ponernos a todos en grave peligro.
Volví a echarme hacia atrás, tensa.
—¿Cómo?
—Bueno, ¿y qué esperabas? Casi hace una carnicería con Anthony.
—¿Cuál es la sentencia? —pregunté con el alma en los pies.
—A muerte.
—¿A muerte?
—Pero como Christine estaba bajo la tutela de Elyas cuando cometió los crímenes, y por lo tanto supuestamente bajo su supervisión, Mircea ha estado argumentando con gran éxito para conseguir que le transfieran la pena a él.
—¿A Elyas?
—Mmm… hmm.
—Pero Elyas está muerto.
—Sí, muy oportuno él.
—Así que… ¿van a soltar a Louis-Cesare sin más?
Una medida así no me parecía propia del Senado.
—No del todo. Al fin y al cabo él fue su creador y falló a la hora de solucionar el problema. Ha tenido suerte de que no lo trataran peor.
—¡Radu! ¿Qué le han hecho?
—Expulsarlo del Senado… a los dos. Y a él le han prohibido ocupar un puesto oficial durante al menos un siglo —me explicó Radu, que apartó las piernas del trozo donde daba el sol y las volvió a cruzar—. Por supuesto no es más que una solemne tontería. Pero era la única solución de compromiso a la que consiguieron llegar para solucionar el problema de cuál de los dos Senados se quedaría con él. Ninguno estaba dispuesto a ceder, y no podemos permitirnos el lujo de mantener otro conflicto más aparte de los que hay ya…
—¿Entonces Louis-Cesare tendrá que volver a luchar con la espada?
—Por decirlo de alguna manera. A mi entender, yo creo que debería de estar contento. Ahora mismo el Senado va a ser un infierno hasta que se decida quiénes van a ocupar las sillas.
—¿Entonces los desafíos han seguido adelante sin ninguna pega?
—De momento. Aunque por supuesto la prueba de esta noche ha sido solo el primer combate y nadie esperaba realmente que se presentara ningún problema.
—Y supongo que los candidatos de Ming-de estarán barriendo con los primeros puestos, ¿no?
—No. De hecho han tenido una actuación muy pobre. Los únicos candidatos de la delegación china que han pasado a la final son Zheng-ze y lord Cheung, pero estamos solo en los primeros días.
—¿Zheng-ze?
—Sí, aunque por muy poco. ¡Y lo creas o no, luchó durante toda la noche con una cabeza colgada del cinturón!
Así que después de todo Caramarcada iba directo hacia su silla del Senado. Yo sonreí.
—Lo creo.
Alguien llamó a la puerta. Instantes después una cabecita peluda se asomó y unos ojos grises grandes me miraron en silencio. A continuación Apestoso se subió a la cama trepando por el cabecero y se sentó a mi lado. Llevaba algo mojado que goteaba, y antes de que pudiera detenerlo me lo estampó en la frente.
—Gracias —le dije al sentir el agua helada goteándome por el cuello.
—Lo siento —se disculpó Claire, que entró seguidamente en la habitación con Aiden sobre una cadera—. Apestoso insistió. Creo que está convencido de que es una especie de medicina mágica que lo cura todo.
Aquel día Claire llevaba el pelo especialmente voluminoso. Supongo que se había puesto rulos. Detrás de ella entró una persona rubia. Yo le pasé disimuladamente el chorreante regalo a Radu, que lo dejó sobre la mesilla.
—Creo que me estoy curando muy bien sin él, aunque no comprendo cómo.
—Yo sí —dijo el hombre rubio que había entrado detrás de Claire. Llevaba una silla en cada mano. Las dejó en el suelo para darme un beso—. Hola, Dory.
—¡Caedmon! ¿Cuándo has llegado?
—Anoche, en cuanto nuestras corrientes del tiempo coincidieron la una con la otra —dijo el rey fey.
—Heidar también está aquí —me dijo Claire—. Ha venido con cincuenta guardias. No te puedes imaginar la locura de casa que hay abajo.
—Podría ser peor. Heidar quería traerse a todo el ejército —comentó Caedmon secamente.
—No nos habría venido mal —dije yo—. ¿Cómo diablos consiguió escapar Ǽsubrand? Claire me dijo que era imposible.
—El truco fue inteligente —admitió Caedmon—. Mi hermana me escribió rogándome que la dejara ver a su hijo. Cometí un error tonto, según se ha visto después. Tengo que admitirlo.
—¿Por qué un error tonto?
—Efridís es muy hábil con el glamour. Tanto, que es capaz de engañar incluso a nuestra gente. Fue a visitar a Ǽsubrand, estuvieron un rato hablando y luego ella se marchó. Al menos eso es lo que dicen mis guardias que pasó.
—¿Quieres decir que ella se quedó en lugar de él? —pregunté yo. Él asintió—. Pero ¿cómo? Si sabías que Ǽsubrand tenía la misma capacidad que ella para…
—Al contrario. A él siempre se le ha dado mal el glamour. En eso se parece a su padre. Pero mi hermana llevaba un velo al llegar, así que al salir apenas le notaron la rudeza de los rasgos. Y debido al rango de mi hermana, los guardias tampoco lo examinaron muy de cerca. Y además, por otro lado, el aspecto del prisionero era perfecto.
—¿Así que tienes a tu hermana en prisión?
—De momento, sí. Recuperó su forma en cuanto su hijo estuvo lejos y a salvo. Sin embargo, la situación es insostenible. No puedo retener indefinidamente a la princesa svarestri, y ella lo sabe.
—¿Entonces ella está hospedada de balde, jugando a las cartas o lo que sea, mientras ese hijo de puta sigue tratando de matar a Aiden?
—Por lo que me ha contado Claire, Ǽsubrand no pretendía matar a Aiden en ninguno de esos ataques. De hecho ni siquiera lo buscó. En ambas ocasiones fue directamente a por ti. Incluso la segunda vez esperó a que tú llegaras a casa para atacar.
—Porque quería que yo le dijera dónde estaba Aiden.
—¿Eso te lo dijo él?
Traté de recordar. No me resultaba nada fácil. Tenía la mente borrosa y la lengua como el papel de lija. Me bebí parte del vaso de agua que me había servido Radu.
—No con muchas palabras, no. Pero era la idea.
—¿Y no te parece significativo que en ningún momento centrara su atención en Claire? Ella suponía una doble amenaza para él. Primero porque su habilidad para anular hechizos le permitía destruir el encantamiento que él había creado, y segundo porque su herencia fey de la oscuridad hacía de ella un contrincante formidable, sobre todo a la hora de defender a su hijo.
—Puede que pensara que ella jamás le diría dónde estaba su hijo, y que creyera que yo sería un objetivo más fácil.
—Quizá, pero ya había luchado antes contigo y no había logrado vencerte. Yo en su lugar me habría centrado primero en matar a Claire, luego a ti y por último habría buscado al niño tranquilamente.
Claire lo miró horrorizada y preguntó:
—¿Tú harías eso?
—Sólo estoy hablando de cuál sería el procedimiento militar más correcto —contestó él con paciencia—. Y Ǽsubrand fue entrenado exactamente igual que yo para optar por la alternativa más lógica en la elección de los objetivos. No obstante su decisión no fue lógica… si es que su objetivo era Aiden.
—¿Es que no crees que los svarestris quieran matarlo? —pregunté yo.
—¡Ah, por supuesto que sí! Pero no creo que les corra tanta prisa. Pasarán décadas e incluso siglos antes de que Aiden tenga el suficiente poder como para suponer una amenaza para ellos.
—Ya han tratado de matarlo antes —dijo Claire en un tono enfadado.
—Sí, pero como colofón, digámoslo así, después de intentar asesinarme a mí. Él se convirtió en una prioridad en el momento en el que creyeron que yo estaba muerto. Entonces fue el único obstáculo que se interponía entre Ǽsubrand y el trono. Pero mientras yo viva, él está a salvo.
—¿Entonces crees que el ataque al castillo no tenía nada que ver con Ǽsubrand? —preguntó Claire con escepticismo.
—Sí y no. No creo que él ordenara ese ataque, pero el principal conspirador en ese asunto fue el padre de Ölvir, uno de los traidores al que me vi obligado a ejecutar después del reciente intento de golpe de Estado. Su padre se suicidó antes de que pudiéramos ponerle las manos encima, pero dejó una carta. Decía que como yo le había privado de su hijo, él iba a privarme a mí de mi nieto.
Claire se estremeció.
—De todos modos Ǽsubrand ha estado muy ocupado buscando la Naudiz. Habría podido ganar muchas causas para sí con semejante comandante invencible en el bolsillo, además de ser un poderoso símbolo. Esa piedra solo puede llevarla el heredero del trono —añadió Caedmon.
—Pero acabas de decir que venía a por mí —señalé yo.
—Sí.
Tardé un segundo, pero por fin caí.
—¡Yo no la tengo, Caedmon!
—Ya no —convino él.
Caedmon alzó la mano con la piedra toscamente cortada, de un blanco sucio, del tamaño de un dedo pulgar. Tenía unas rayas talladas por un lado que eran un glifo. Me abalancé sobre ella.
—¿De dónde la has sacado?
—La encontró el vampiro.
—¿Louis-Cesare?
—Sí. Ése cuyo ridículo nombre se escribe con guión.
—La encontró debajo de tu cuerpo cuando te sacó del derrumbamiento —explicó Radu, que le lanzó a Caedmon una mirada muy poco amistosa.
—¿Y qué hacía allí? —pregunté yo, incómoda.
Caedmon se encogió de hombros y contestó:
—Se te soltó de la piel después de expandir su energía para desviar la explosión.
—¿De mi piel?
—La Naudiz está hecha para llevarla encima durante la batalla. Cuando se invoca su hechizo, la piedra se derrite en la piel y es imposible quitársela.
—¿Igual que un tatuaje?
—No. Los tatuajes mágicos de los magos son visibles en el cuerpo. Una de las ventajas de la Naudiz es que es invisible. Por eso el enemigo nunca puede estar seguro de cuando su contrincante está o no protegido, y sabe que cualquier ataque a esa persona es muy arriesgado.
—Por eso todo el mundo la quería para el desafío —intervino Radu—. Es posible detectar casi cualquier hechizo mágico, pero la Naudiz está diseñada para que nadie la detecte.
Me quedé mirando aquella diminuta cosa en la palma de la mano y sentí que la cabeza me daba vueltas.
—¿La tenía yo? ¿Todo el tiempo recorriendo Nueva York de un lado para otro, volviéndome loca buscándola, y resulta que la llevaba pegada a la piel?
—Por suerte. De no haber sido así, ahora sin duda estarías muerta —contestó Caedmon.
—Sí, pero… ¿cómo se me pegó?
—Tenemos una teoría acerca de eso —dijo entonces una voz que me sonó.
Tardé un segundo en reconocer al tipo que estaba de pie en el umbral de la puerta porque, por una vez, todas sus partes estaban donde tenían que estar.
—¡Ray! Así que han vuelto a reconstruirte, ¿eh?
—Estoy como nuevo —contestó él, que se acercó a la cama y se inclinó para enseñarme la cicatriz—. Incluso mejor —añadió en voz baja—. El Senado tiene buenos bokors en su nómina. Nada más terminar con el cuello les pedí que me echaran un vistazo a… otras partes.
—¿Así que ya no eres el Señor Bulto?
—¡Qué va! ¡Ahora soy todo un semental, muñeca!
—Te tomo la palabra —le dije yo.
Ray se hizo a un lado y se apartó del sol. Yo miré a Caedmon.
—¿Cómo es que al final acabé yo con la Naudiz? Yo no estaba en la subasta y jamás conocí a Jókell.
—Pero yo sí —dijo Ray.
—¿Y qué tiene eso que ver?
Ray se apoyó en la pared y se puso cómodo antes de explicar:
—Creemos que debió de ocurrir algo así: Jókell estaba en mi despacho, esperando a que el luduan autentificara la piedra para marcharse con la pasta. Se abrió la puerta, pero no sintió ningún peligro. No era más que una humana que buscaba a alguien.
—Porque el aura de poder de Christine era engañosa —lo interrumpí yo—. Era una de esas escasas vampiros capaces de ocultar su verdadero poder.
—Exacto. Así que él siguió tranquilo. Ningún humano podía suponer un problema para él. De modo que ella lo pilló por sorpresa y lo destripó.
—Eso no es mera especulación —afirmé yo—. Ayer hablé con el luduan y eso es exactamente lo que ocurrió.
—Sí, nosotros también hemos hablado con él esta mañana. Nos ha dicho que Jókell tenía la runa en la mano y que estaba a punto de dársela para que la autentificara cuando apareció Christine.
—Sí, a mí me dijo lo mismo —asentí yo.
—Vale, así que ahí estaba Christine, que debía de haber oído hablar a Elyas de la runa. Ella sabía que él iba a presentarse en cualquier momento a por la piedra, así que no tenía mucho tiempo. Registró a Jókell y le dio la vuelta a los bolsillos, pero no la encontró. Y entonces sintió que Elyas se acercaba y tuvo que marcharse para no delatarse tan pronto.
—Hasta ahí te sigo.
—Elyas entró en el despacho. Vio a Jókell tirado, medio muerto y con el colgante que había visto en la subasta al cuello. Cogió el colgante creyendo que la piedra estaba dentro y se marchó antes de que nadie lo viera. Y dejó a Jókell con la runa en la mano —explicó Ray.
—Pero si en ese momento él tenía la piedra, ¿por qué no invocó el hechizo? —pregunté yo—. Él tenía que saber cómo funcionaba la runa para poder venderla. De otro modo no habría podido darle esa información al comprador.
—Es que sí la invocó.
—Entonces, ¿por qué está muerto?
—Porque cometió un error. Una vez pronunciado el encantamiento, la Naudiz tarda unos segundos en activarse. Él estaba medio inconsciente debido a la pérdida de sangre y al dolor. Cuando yo volví al despacho, él no pensaba más que en llamarme la atención para que lo ayudara.
Yo comenzaba a comprender.
—Y te agarró del tobillo —dije yo, que entonces recordé que él mismo me lo había contado.
En aquel momento el detalle no me había parecido importante.
—Con la mano en la que tenía la Naudiz —confirmó Ray—. Me transfirió la piedra y un segundo después murió.
—Pero eso no explica cómo llegó hasta mí.
—La Naudiz está diseñada para mantener la vida —intervino entonces Caedmon—. No puede funcionar adecuadamente en una criatura que, según su propia definición de los términos, ya está muerta. La piedra le proporcionó a Ray cierta energía adicional mientras buscaba otro cuerpo vivo con el que seguir funcionando, pero no podía hacer nada más por él.
—Los bokors dijeron que ésa es la razón por la que superé tan bien todo el desmembramiento —añadió Ray—. Según ellos, debería haber muerto.
Pensándolo bien, Ray me había parecido notablemente… resistente.
—¿Pero por qué transferírmela a mí?
—Por ninguna razón en especial: simplemente porque fuiste el primer cuerpo vivo con el que Raymond tuvo un largo contacto —explicó Caedmon.
—¡Sí, me pusiste las manos encima pero bien! —comentó Ray con una risita maliciosa—. Y en determinado momento…, ¡zas!, se transfirió. Probablemente durante la locura de la persecución. Quiero decir que… bueno, ¿quién iba a darse cuenta, no?
—Sí, pero me he hecho muchas heridas desde entonces —protesté yo—. ¡Ǽsubrand me rompió la muñeca!
—La Naudiz no es un escudo, Dorina —dijo Caedmon—. No te protege de todas las heridas. Sólo te garantiza que esas heridas no sean mortales.
Asentí y pregunté otra cosa, pero en medio de la frase tuve que bostezar.
—Está cansada —dijo Claire, poniéndose en pie—. Deberíamos dejarla descansar.
—Estoy bien —protesté yo.
Claire me lanzó una mirada severa.
—Los curanderos han dicho que necesitas mucho descanso. Probablemente tendrás que descansar durante toda la semana que viene. La runa te habrá mantenido viva, pero te has llevado una buena paliza.
—No ha podido ser tan terrible. Tenía…
—¡Louis-Cesare tuvo que sacarte de los escombros!
De pronto me alegré de no acordarme de nada.
—Vale, pero una cosa más —dije yo mientras todo el mundo se ponía en pie—. ¿Cómo sabía Ǽsubrand que yo tenía la runa? Ni siquiera lo sabía yo.
—La explicación más sencilla es que él siguiera al fey a la discoteca y viera a Christine salir del despacho —dijo Caedmon—. Por la descripción del luduan debía de llevar mucha ropa encima, y según tengo entendido se parece un poco a ti.
No se me había ocurrido pensarlo, pero vistas desde lejos es posible que Christine y yo nos pareciéramos: pelo oscuro, ojos oscuros, piel pálida y la misma estatura más o menos. Ella tenía el pelo más largo pero siempre lo llevaba recogido. Y el luduan había dicho que llevaba capucha. Me pareció verosímil. Aunque también poco convincente.
—Debe de haber miles de personas en Nueva York que se parezcan a mí —señalé yo.
—Sí, pero no hay miles de personas que puedan luchar contra un fey y salir vivas. Ǽsubrand vio que una mujer menudita de cabello oscuro y sin ningún halo de poder destacable salía del despacho poco antes de que encontraran muerto a Jókell. Él no conoce a muchos humanos, así que sin duda pensó inmediatamente en ti. Sus espías habían estado vigilando esta casa y sabían que Claire estaba aquí. La conclusión lógica era que ella te había pedido que fueras a recuperar la piedra, y que eso era lo que habías ido a hacer tú allí.
—¡Hijo de puta!
—Mi gente me ha dicho que ha vuelto a Fantasía. Sin duda al enterarse de que nosotros estamos aquí ha comprendido que de momento ha perdido la batalla —dijo Caedmon, que me miró muy serio—. Pero deberías de tener cuidado, Dory. Ǽsubrand no es el tipo de persona que se olvide de una derrota, y tú lo has vencido ya dos veces delante de sus hombres. Creo que es probable que vuelvas a verlo.
Me acordé del fey que había estado siguiendo a Louis-Cesare. ¿Esperaba Ǽsubrand que él lo condujera hasta mí? Decidí que les debía una copa a los chicos de Marlowe.
Claire se inclinó sobre la cama para llevarse a Apestoso.
—Ponte buena pronto —me dijo—. Quiero ir a ver unas cuantas películas, comer comida basura humana, ir de compras…
—Entonces, ¿no te marchas?
Ella sacudió la cabeza y dijo:
—Ya sé que por mi modo de hablar no lo parece, pero hay cosas que adoro de Fantasía. Sólo que también soy medio humana. Y me parece que he estado lejos mucho tiempo.
—Entonces puede que vengas de visita más a menudo.
—Puede —dijo ella con una sonrisa.
Radu fue el último en marcharse. Se sentó junto a mi cama con una cara muy seria.
—Louis-Cesare está abajo. Ha estado aquí desde que te trajo.
—¿Y por qué no ha subido?
—Cree que tú no quieres verlo. Le he dicho que eso es ridículo, pero ya sabes como es.
—Sí, ya me voy dando cuenta.
—¿Quieres que le diga que suba?
—Sí.
Tenía que hacerle unas cuantas preguntas.
Radu asintió, pero no se marchó.
—¿Sabes? Aunque no hubiera sido una malévola mutante, esa mujer siempre fue mala para él. No es que yo me entrometiera en sus asuntos, claro.
—Por supuesto que no.
—Pero no era buena. Él necesita a una chica buena y sensata. Tú eres sensata, Dory.
—Yo estoy loca, Du.
—Bueno, no siempre. Y cuando no lo estás, eres una chica adorable… a tu extraña manera, claro.
—¡Vaya, gracias!
Radu me dio unos golpecitos en el brazo.
—De nada.
Nada más marcharse Radu cerré los ojos durante lo que me pareció un instante, pero cuando volví a abrirlos estaba todo oscuro otra vez. La luz de la luna entraba por la ventana y llegaba hasta mi cama. Dibujaba el rostro de Louis-Cesare con un suave trazo de plata.
—Supongo que Claire tenía razón —murmuré yo—. Debo de estar cansada.
—Y con razón —dijo él en voz baja.
—No hace falta que te quedes.
Él apartó un mechón sudoroso de pelo de mis ojos.
—Ya te he dejado dos veces, y en ambas ocasiones casi te matan.
—Entonces quizá sea mejor que no vuelvas a dejarme.
Sus dedos, suaves y ligeros como una pluma, rozaron mi rostro.
—No voy a ninguna parte. Pero tienes que dormir.
—Mm… hmm. Pero no vas a largarte así de fácil.
No tenía ganas de levantarme, así que lo agarré de su bonita camisa azul y tiré de él para que se tumbara a mi lado. Su pecho era una buena almohada, pensé mientras cerraba los ojos sin querer, muerta de sueño.
Me esforcé por abrirlos porque había un par de cosas que quería saber. Decidí empezar primero por la gorda:
—¿Es cierto que Christine era tu amante?
—Durante un breve período de tiempo, sí, antes de la transformación. Pero después… aunque yo me hubiera sentido inclinado a continuar la relación, ella detestaba a los vampiros. Jamás se habría mezclado con ninguno de nosotros.
—Entonces, ¿por qué le decías a la gente que era tu amante?
—Ella requería una vigilancia constante y no era una tarea que pudiera encargarle a nadie. De haberse escapado, las muertes que hubiera provocado habrían recaído sobre mí. Tenía que mantenerla a mi lado en todo momento, y necesitaba una razón verosímil para hacerlo.
—¿De modo que dejaste que todo el mundo pensara que sufrías cuando ella no estaba a tu lado?
—En resumen, sí. Pero cuando a Alejandro se le ocurrió que secuestrar a mi adorada amante sería el modo perfecto de obligarme a batirme con Tomas, entonces me salió el tiro por la culata.
—Por eso estabas tan desesperado por recuperarla. Sabías lo peligrosa que podía ser.
—No sabía hasta qué punto podía ser peligrosa —dijo él secamente—. Ella ocultaba muy bien sus habilidades. Me preocupaba más la posibilidad de que ella misma se delatara. Christine solía estar muy lúcida la mayor parte del tiempo, pero a veces…
—Sí, ya lo vi.
Tardaría en olvidar la imagen de Christine jugando con el pecho acribillado de Anthony. Parecía tan… feliz.
—Sin embargo en la corte de Alejandro la excentricidad está a la orden del día, así que nadie notó nada. Alejandro la mantenía bien encerrada porque sabía que yo buscaría el modo de recuperarla.
—Pero Elyas no era tan cuidadoso.
—No. Alejandro mandó trasladar a Christine allí en cuanto descubrió que Tomas había desaparecido. Temía que yo tomara medidas desesperadas ante su amenaza de matarla. Elyas accedió a tenerla en su casa, pero según parece la única medida de seguridad que tomó consistió en decirle al portero que no la dejara salir. Le pareció una mujer tímida y sin ningún poder; no creyó que mereciera la pena preocuparse por ella, no reconoció el peligro.
—Y por eso a ella le resultó tan fácil matar. Todo el mundo pensaba exactamente lo mismo.
—Por suerte, parece que llegó a la conclusión de que matando vampiros de uno en uno no iba a acabar con toda la raza tal y como se proponía. Sólo que gracias a eso se delató y la ejecutaron antes de que llegara a poner en marcha su gran plan. Al menos Marlowe no tiene noticias de más muertes misteriosas ni aquí, ni en casa de Elyas. No sabemos qué ha podido ocurrir en la corte de Alejandro, pero me figuro que lo mismo.
—No, creo que ella estaba esperando el gran momento.
—Eso parece.
Rodé en la cama para verle la cara.
—Vale, ya basta de preguntas fáciles. ¿Qué estabas haciendo en mi cabeza?
—La comunicación mental es parte de tu herencia de tu mitad vampiro. Me imagino que el vino que has estado bebiendo ha permitido que esa habilidad se manifieste.
El vino fey: una maldición y una bendición al mismo tiempo, pensé. Entrecerré los ojos.
—Pero ¿cómo lo sabías? Yo no he estado comunicándome mentalmente ni contigo, ni con nadie.
Él apartó la vista y se lamió los labios con la lengua.
—Puede que tuviera unas cuantas pistas cuando capté ciertos… pensamientos.
—¿Pensamientos?
—Sentimientos, más bien.
—¿Sentimientos buenos?
Él volvió los ojos hacia mí y sus labios dibujaron una leve sonrisa.
—Muy buenos.
Teniendo en cuenta las cosas que había estado captando yo de él, decidí dejar el tema. De momento.
—Vale, pero ¿por qué me contaste toda esa milonga acerca de Christine y de ti? Me hiciste creer que ibais a volver a empezar juntos otra vez.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Te has pasado la vida matando resucitados. ¿Cómo iba a decirte que yo protegía a uno de ellos?
—¿Tenías miedo de que la matara?
—Sí, de eso también. Pero luego además estaba tu reacción. Yo sabía que a ti te sorprendería, que te desagradaría, que te horrorizaría… todo lo que vi en tu rostro cuando estábamos en el túnel. No quería que pensaras mal de mí y sabía que…
—¿Sabías qué?
—¡Sabía que tú y yo no teníamos ninguna oportunidad!
Su rostro tenía una expresión seria, apasionada. Me daban ganas de darle un puñetazo.
—¿Por qué? ¿Sólo porque Marlowe lo desaprueba y al Senado no le va a gustar? Para mí, personalmente, eso es una especie de aliciente más.
Él me miró incrédulo.
—Te he robado. Te he mentido acerca de Christine. Te he dejado con esa loca…
—Dos veces.
—¡Tienes todo el derecho a no querer volver a verme nunca más!
—Sí. Pero también me has ayudado a luchar contra un montón de feys locos, has huido de tu propio juicio por asesinato porque creías que yo estaba en peligro y podía necesitar ayuda y, según he oído, me has sacado de debajo de los escombros.
Bostecé, y cuando volví a levantar la vista, Louis-Cesare tenía esa misma expresión que yo había visto ya una vez en él y que era una mezcla de esperanza, incertidumbre y miedo.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó él con precaución.
—Digo… —comencé yo.
Inmediatamente hice una pausa. ¿Qué estaba diciendo? ¿Estaba de hecho pensando en ese asunto? ¿En serio estaba pensándolo? Porque después de toda una vida de locura, una cosa así tenía que tener un precio. Los dhampirs no mantienen relaciones… al menos no a largo plazo. Y desde luego no con criaturas a las que se supone que tienen que cazar. No sabía qué diablos estaba haciendo, y probablemente todo acabaría en un desastre. Todo el mundo lo sabía: los finales felices no existen, y los príncipes no acaban formando una familia con un paria.
Pero según parece yo ahora también soy un paria, se coló por mi mente.
—¡Basta! —dije yo, reclinándome encima de él.
Sus brazos me sujetaban con fuerza, pero sus manos eran delicadas. Podía oír sus latidos en mi oído, que sonaban de lo más natural y me resultaban tranquilizadores.
—¿Qué estás diciendo? ¿Quieres decir que no puedo corromperte? —preguntó él.
Rozó sus labios contra los míos con el más ligero de los contactos: su aliento contra mi piel.
—Pretendo darte todas las oportunidades para que lo intentes.
Sonreí y volví a dormir. Bien. Sí que iba a funcionar.