Observé cómo las palmas de las manos y luego los brazos de Christine iban poniéndose colorados. No creo que le gustara que habláramos de ella como si no estuviera presente. Y tampoco creo que le gustara recibir órdenes. No dejaba de mirar a Anthony, y en su rostro comenzaba a dibujarse otra vez esa expresión de voracidad.
Anthony no se dio cuenta. Había dejado caer la cabeza sobre el pecho acribillado. No sé si lo hacía de un modo deliberado para ocultar el hecho de que el cuello se le había curado o simplemente porque estaba demasiado cansado como para sujetar la cabeza. Pero a juzgar por la forma en que su piel comenzaba a encogerse y a pegársele otra vez al hueso, yo votaba por la segunda.
Anthony tenía que salir de allí y reunirse con su familia, y tenía que hacerlo ya. Pero de ningún modo podía hacerlo solo. Miré a Louis-Cesare para ver si él se había dado cuenta, y me lo encontré mirándome fijamente.
¿Dorina?
Estuve a punto de saltar del susto al oír el suave eco de esa palabra en mi cerebro.
¿Qué?, pensé yo instintivamente. De inmediato sentí un arrebato de profundo alivio al comprender que la voz que me había llamado no era mía. Aunque en realidad no me sentía aliviada. Estaba aterrada. ¿Desde cuándo has sido capaz de…?
¿Puedes hacerlo?, me preguntó él en silencio, interrumpiendo el ritmo de mis pensamientos.
¿Que si puedo hacer qué?
No voy a dejarte aquí con ella, respondió Louis-Cesare, que entonces miró significativamente hacia Anthony.
¡Me dejaste con ella anoche!
Era casi la hora del amanecer y entonces yo creía que no tenía más poder que un niño. Tú no puedes sujetarla.
No, pensé amargamente. No creía que pudiera sujetarla. Durante todo el día mi culo había pasado de mano en mano y de vampiro en vampiro, y después de ver a Christine en acción con Anthony, dudaba que la escena fuera a ser muy distinta. Pero tampoco podía arrastrar un peso casi muerto por la pendiente, cruzar el hueco repleto de raíces y subirlo por el largo túnel. Y luego nublar la mente de la gente que hubiera al otro lado una vez que lo hubiera conseguido.
Lo pensé en dirección a él con tanta fuerza como pude, y vi que Louis-Cesare hacía una mueca. Probablemente había aplicado la energía de un grito, pero yo no llevaba siglos de entrenamiento como él. Las únicas veces que habíamos establecido algún tipo de contacto mental yo había estado demasiado ocupada como para prestar atención.
También en ese momento estaba muy preocupada, pero había asuntos prioritarios. Como por ejemplo qué sería lo primero que me mataría si Anthony por fin fallecía: si moriría por la tormenta de energía que se liberaría o por el aplastamiento al caérseme el túnel encima. La elección no era nada agradable.
Si Anthony muere yo también estoy muerta. Y si se queda aquí morirá. ¡Sácalo ya!, le dije con el pensamiento.
Si ella te hace daño…
No me lo hará. Soy su compi asesina de vampiros, ¿no te acuerdas? Tú date prisa.
Louis-Cesare me envió de vuelta un tumulto de emociones que me hizo abrir los ojos como platos. No sé silo hizo intencionadamente o no. Por fin añadió: No te mueras.
Sí; bueno, ése era el plan.
—¡Christine! —la llamé yo. Mi voz la sobresaltó un poco—. Estás acabando con Anthony. Y si él muere, nosotros también moriremos, ¿te acuerdas?
Christine se quedó mirándome con ojos brillantes durante un largo rato. Y luego asintió muy despacio.
—Todavía no puedo morir —confesó ella—. No he terminado.
Era increíble cómo tres sencillas palabras podían ponerme la carne de gallina de arriba abajo.
—¿No has terminado?
—Me has preguntado por qué maté a Elyas. Fue por eso —dijo escueta y oscuramente.
—¿Porque era un vampiro malévolo?
—Bueno, sí, por eso también —convino ella. Se apartó un mechón de cabello de la cara. El dorso de la mano rozó la mejilla y dejó una mancha roja que parecía colorete mal aplicado—. Pero por esa razón podría haberlo matado en cualquier otro momento.
—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Para evitar al verdugo de Alejandro?
Yo sabía que esa no era la respuesta correcta antes incluso de que ella contestara. Daba igual a quién mandara Alejandro; quien quiera que fuese, habría despertado muy bruscamente.
—No, fue por la runa.
—La runa.
—Sí. Yo sabía que la tenía Elyas —continuó ella, frunciendo el ceño—. O pensé que la tenía. Cuando maté al fey yo no sabía nada del colgante, ¿comprendes? Le registré los bolsillos, pero no se me ocurrió mirar dentro del colgante. Y luego noté que Elyas estaba cerca y tuve que huir. No pude seguir buscando. No podía permitir que él me viera. No quería que me descubriera. Era demasiado pronto. Pero después lo vi salir con el colgante en la mano y me di cuenta de mi error.
—¿Y cómo sabías tú nada de la existencia de la runa? Tú no estabas en la subasta.
Yo quería saber, pero además quería mantener la atención de Christine fija en mí. Louis-Cesare había dado la vuelta y se había colocado detrás de ella mientras nosotras hablábamos.
—Elyas no hablaba de otra cosa. Estaba todo el día colgado del teléfono hablando con lord Cheung. Hizo de todo menos suplicarle. Tenía miedo de no poder conservar su silla en el Senado una vez que Louis-Cesare abandonara el Senado europeo y dejara de apoyarlo.
—Así que por eso cogiste el colgante cuando estábamos en el despacho.
Ella asintió y continuó:
—Cuando maté a Elyas lo registré. Me acordé de no tocar directamente los cuchillos en el momento de asesinarlo, pero pensé que no quedaría ninguna huella en el colgante porque estaba todo tallado. No me acordé de los videntes.
—¿Y cómo aprendiste a matar vampiros así? No es que sea un conocimiento muy común.
—Tuve que aprender muchos métodos nuevos de caza —explicó ella con cierta frustración—. Louis-Cesare estaba siempre tremendamente atento y alerta; me era casi imposible hacer nada cuando estuve con él. Y con Alejandro no me fue mucho mejor. Me vigilaba constantemente, temeroso de que pudiera escapar. Pero cuando me fui con Elyas todo me resultó mucho más fácil. Jamás sabía dónde estaba.
Ni él ni nadie, pensé yo seria.
—¿Por qué esperaste hasta la fiesta para matar a Elyas? —seguí yo preguntándole—. Podías haberlo matado en cualquier momento.
—Porque antes de la fiesta en casa solo estaba la familia —dijo ella con mucha lógica—. Necesitaba que hubiera otros sospechosos; de otro modo todo el mundo me habría mirado a mí.
—Así que esperaste a que el apartamento estuviera lleno de gente para pillar a Elyas a solas.
—Sí. No pretendía que le echaran la culpa a Louis-Cesare. Yo sabía que esa noche tenía una cita con él; oí que Elyas se lo decía al portero. Pero la cita era mucho antes de mi plan. Esperé para matarlo hasta mucho después de que mi maestro se hubiera marchado.
—Sólo que Louis-Cesare se retrasó —dije yo. Ella asintió—. ¿Y por eso es por lo que mataste a Lutkin? ¿Para que dejaran de sospechar de Louis-Cesare?
—No, ese mago estaba en la fiesta de Elyas. Los vi hablando juntos. Puede que eso no significara nada; a Elyas le gustaban las carreras y además Lutkin era un campeón. Pero pensé que cabía la posibilidad de que un mago poderoso como él le hubiera robado la piedra a Elyas.
Tuve un último pensamiento para el pobre Lutkin, que había muerto solo porque a Christine se le había ocurrido que cabía una posibilidad de que tuviera la piedra. Probablemente ni siquiera la había visto nunca.
—Pero a Lutkin lo mataron a la luz del día.
—Llevo dos siglos de trotamundos a la luz del día.
Eso de «trotamundos a la luz del día» era una expresión antigua que se utilizaba para cualquier maestro que estuviera por encima del tercer nivel, porque eran los únicos que podían soportar la luz directa del sol durante un tiempo indefinido. Según parecía Anthony sabía muy bien de qué hablaba.
—¿Cómo entraste? Las medidas de seguridad en casa de la cónsul son bastante estrictas.
—Me dejaron pasar. El nombre de Louis-Cesare figuraba en la lista de invitados, y yo soy su sierva —contestó Christine, encogiéndose de hombros.
—Así que sólo quedaba Geminus.
—Sí. Yo estaba segura de que él tenía la piedra. Estaba en la discoteca esa noche. Lo vi al marcharme, pero en ese momento no se me ocurrió pensar en él. Y además Geminus estaba en la fiesta. Pero al final resultó que él tampoco la tenía.
—Por eso con él utilizaste el cuchillo recubierto de cera.
Había estado dándole vueltas al asunto. Había maneras mucho más eficaces de matar a la gente.
—Quería registrarlo antes de que muriera y de que se produjera la reacción. Pero entonces llegó Anthony, así que por supuesto tuve que matarlo a él también. Con Anthony mi intención no era usar la hoja recubierta de cera, pero fue la primera que cogí.
Tomé nota mentalmente. Tenía que decirle a Anthony que quizá las Moiras no lo detestaran tanto como él creía.
—Lo mataste porque él podía delatarte.
—Sí. Lo até, lo apuñalé y me marché, pero al ver que no se producía el segundo derrumbamiento supe que algo había salido mal.
—Inteligente.
—Puedo ser inteligente —confirmó ella. Christine miró detrás de sí, hacia la pendiente de cascotes por donde se habían marchado Anthony y Louis-Cesare—. Sé que ahora ellos dos se han ido. Pero no me importa. Anthony tiene que salir de aquí. Puede que con él haya cometido un error, y eso no puedo permitírmelo. Esta noche no.
—¿Qué tiene de especial esta noche?
—¿Pero es que todavía no te has dado cuenta? Por eso es por lo que no me importa si se van o se quedan. Voy a matarlos esta noche. Esta noche voy a matarlos a todos.
—¿Matar a quién? —pregunté yo muy despacio.
Christine no respondió. Había bajado la vista al reloj y había abierto los ojos inmensamente.
—¡No sabía que fuera tan tarde! Tengo que irme.
Christine se giró y echó a caminar por el túnel en dirección contraria a la pendiente. Yo la cogí del brazo. No conseguí siquiera aminorar su ritmo; más bien fue ella la que me arrastró a mí de paseo.
—¡Espera! Todavía no me has dicho para qué querías la runa. Porque no creo que tú necesites protección.
—¡Ah!, claro que la necesito. Por eso he venido aquí esta noche. Era mi última oportunidad de… —Su voz se desvaneció, pero al poco rato volvió a sonar con más fuerza, más resuelta—. Aunque también puede que sea la forma de Dios de decirme que ya basta. Puede que quiera decirme que una vez que haya terminado con todo esto, por fin ya me habré redimido.
—¿Una vez que termines con todo esto?
—He rezado durante tanto tiempo para que se produjera un milagro… pero nada. Durante años pensé que Dios me había abandonado, que estaba manchada. ¡Sucia! —afirmó, mirándose las ropas manchadas de sangre y retorciendo la nariz con desagrado—. Pero luego Él te mandó a ti a mi lado y todo quedó claro.
—¿Todo quedó claro? —seguí yo repitiendo en tono de pregunta, jadeando en mi esfuerzo por mantener su paso.
—También ha sido la tarea de tu vida: eliminar esta mancha de la humanidad. ¡Pero hay tan pocos como tú! Demasiados pocos dhampirs y demasiados como ellos. Y se reproducen a su antojo; constantemente hacen más y más. Necesitas ayuda.
—¿Y tú vas a ayudarme?
—Voy a hacer algo más que eso. Después de esta noche el mundo de los vampiros será un caos: las familias se alimentarán unas de otras como hacían antiguamente, maestro contra maestro, línea sucesoria contra línea sucesoria. Se destruirán a sí mismos y los que queden serán aniquilados en la guerra. Y tú podrás sentarte a observarlo todo. Solo desearía poder estar contigo.
—¿Y por qué no ibas tú a quedarte a verlo conmigo?
Christine me lanzó una mirada confusa.
—¡Porque yo estaré muerta! La runa era mi última oportunidad de sobrevivir a lo que todavía queda por delante. Pero comienzo a comprender que quizá yo no estaba destinada a sobrevivir a algo así. En cuanto el trabajo esté hecho, podré despojarme de esta horrible piel, de estos deseos infundados…
—Si me cuentas algo más de lo que planeas hacer quizá yo pueda ayudarte.
Las líneas de ladrillos colocadas en el siglo diecinueve dieron paso al hormigón moderno.
—Ya me has ayudado bastante. Me diste la clave.
Christine agachó la cabeza para entrar por un túnel lateral y yo me encogí para seguirla.
—Creo que yo me acordaría de haber hecho una cosa así.
—Durante mucho tiempo yo no alcanzaba a comprender por qué Dios había permitido que me ocurriera una cosa así; por qué me había elegido precisamente a mí para cumplir este destino —me explicó Christine—. Pero a lo largo de los años todo se fue aclarando poco a poco: tenía que convertirme en uno de ellos para poder destruirlos. Porque sólo una persona que los conociera íntimamente podía concebir el modo de acabar con ellos.
—Así que llevas planeando esto mucho tiempo.
—Más o menos —convino ella—. Pero me faltaba el elemento clave. Matar a uno o dos vampiros aquí y allá no significa nada. Es mejor matar maestros, porque entonces se debilita toda la línea familiar. Y matar senadores es realmente fructífero, porque mina la estructura política y social e inicia un proceso que lleva a la anarquía. Pero no basta con un senador o dos. Porque los sustituyen, y ya está. Para destruir verdaderamente su sociedad es necesario encontrar el modo de matar a muchos grandes líderes juntos, de una sola vez, y preferiblemente que pertenezcan a varios Senados distintos. Sólo que la empresa me parecía desesperada. ¿En qué momento se reúnen todos?
—Durante un desafío —contesté yo a la pregunta.
Comenzaba a sentir frío.
—Comprendí de inmediato que el desafío constituía mi mejor oportunidad, pero no sabía cómo sacarle partido. Debería de haberme dado cuenta de que Dios jamás me habría permitido llegar tan lejos si no pensaba proporcionarme luego los medios que iba a necesitar.
—¿Entonces Dios te proporcionó la runa?
—¡No, Dory! —rió Christine—. Te trajo a ti. La tarea me parecía imposible, pero tú me enseñaste el camino.
A lo lejos, la oscuridad reinante se fracturaba en mil pedazos al filtrarse una docena de débiles rayos de luz por el fondo del túnel. Resultó que era la boca de una alcantarilla a la que se accedía por una escalera. Cogí a Christine de la manga con ambas manos para retenerla.
—¿Y cómo es que yo hice eso exactamente?
Ella ladeó la cabeza.
—¿Pero es que no lo comprendes? De no haber pasado por el parque aquella noche jamás se me habría ocurrido utilizar el portal.
—¿Qué portal?
—El que está cerca del cuartel general del Senado de la Costa Este. Yo había estado pensando en el modo de poner una bomba en el desafío, pero sabía de antemano que era imposible. Los hechizos de protección la habrían detectado de inmediato y la habrían detonado en un campo de fuerza. Y todos mis esfuerzos habrían sido inútiles.
—Pero entonces me conociste a mí —dije yo con ganas de vomitar.
—Tú me hiciste comprender que no hacía falta poner la bomba en el cuartel general. En realidad ya había una allí: una con la forma de portal.
Christine se metió la mano en un bolsillo de la falda y sacó una bola gris pequeña. Reconocí los restos de mi masilla explosiva.
—Por eso insististe en venir conmigo a casa —dije yo en un tono aburrido—. Querías robármela del petate.
—Lo siento —se disculpó ella con aparente sinceridad—. Te la habría pedido, pero pensé que no me confiarías una cosa así. Después de todo yo soy un vampiro.
—Pero podías habérmela robado en casa de Elyas —continué yo, buscando desesperadamente el modo de retenerla. Jamás lograría alcanzarla en plena calle. Además el cuartel general estaba demasiado cerca: para cuando yo hubiera hecho la llamada telefónica, ella ya estaría allí—. Te quedaste sola con el petate en el despacho mientras yo hablaba con Mircea.
—No, estaba Raymond. Él me habría visto. Sin embargo en tu casa, con la confusión después de que atacaran los feys, fue muy fácil.
Sí, muy fácil. Igual de fácil que dirigirse al cuartel general de la Costa Este. Christine no era una sucia dhampir ni una criminal a la que estuvieran buscando. Probablemente ni siquiera nadie le pondría ninguna objeción para entrar. Y un montón de explosivo como ése, colocado en un portal grande y activo…
Ella tenía razón: era inteligente.
Una cascada de imágenes pasó por delante de mis ojos, solo que en esa ocasión eran todas mías. Radu con su ridícula bata; mi madre, vista a través de los ojos de Mircea en una escena inundada de un amor que yo jamás había creído que existiera; Louis-Cesare con la cabeza echada hacia atrás en el momento de la pasión, aferrándose a mis brazos con dedos firmes como si no quisiera dejarme marchar jamás.
Y Christine iba a destruirlo todo.
Sólo quedaba una solución, aunque eso significara defraudar a Louis-Cesare. No tenía otra alternativa. Si la dejaba marchar todo habría terminado.
Saqué el arma de mi chaqueta. Christine ni siquiera se dio cuenta. Estaba en mitad del tramo de las escaleras, tendiendo la mano hacia la boca de la alcantarilla, contenta y confiada con su nuevo propósito recién descubierto. Y con la masilla explosiva en la mano derecha.
Ni siquiera traté de disimular. ¿Para qué? Si la explosión no me mataba, lo haría la energía que se liberaría al morir Christine. O si no el túnel se derrumbaría y me aplastaría. Lo mirara como lo mirara, yo no iba a salir viva de allí. Pero al menos podía hacer algo. Por una vez no me hacía falta ser más fuerte, más rápida o tener mejores armas para competir. Sólo tenía que apretar el gatillo.
Y eso hice.