Sentí tanto pánico que inmediatamente sacudí el pie con fuerza para liberarme de la gruesa y vieja raíz en la que me había enganchado. Procuré no hacer caso del dolor del tobillo y me incorporé con el arma en la mano. Sólo conseguí que algo me agarrara con fuerza de la muñeca.
La retorcí, pero no logré soltarme, así que hice la segunda cosa que mejor se me daba: arrojar a mi agresor contra la pared. Se estrelló con un fuerte golpe que provocó que nos cayeran encima más polvo y más cascotes a los dos, pero siguió sin soltarme. No sé cómo me dio la vuelta en sus brazos y me agarró de ambas muñecas. Así que yo le pise ambos pies tratando de hacer palanca para…
—¡Por favor!, no me des un golpe por debajo de la cintura —se oyó que decía la voz de un hombre con verdadero pesar—. Todavía estoy tratando de recuperarme de la última vez.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —pregunté yo, relajándome por fin en los brazos de Louis-Cesare.
—He estado siguiendo a Anthony. Quería saber qué era tan importante como para perderse el desafío del siglo. ¿Por qué estás tú aquí?
—Te he seguido a ti —contesté yo. Retorcí las muñecas otra vez para soltarme y él me dejó ir un tanto reacio, creo yo. O quizá es que me gusta pensarlo—. Todo el mundo te está buscando. A la cónsul casi le da una rabieta, Marlowe se está tirando de los pelos y Mircea…
—Lo sé. Lo he llamado hace una hora para informarle de que asistiré al juicio. En ningún momento fue mi intención no presentarme, pero tenía que seguir libre para recabar pruebas, si es que queda alguna.
—Creo que de eso ya se encarga Marlowe.
—Sí, pero hay sitios a los que ni siquiera él puede llegar.
—¿Como por ejemplo?
—Las habitaciones privadas de Anthony. Quería registrarlas para ver si encontraba la piedra…
—¿Has estado registrando mis habitaciones? —preguntó una voz débil y airada desde el otro lado de los escombros.
Louis-Cesare alzó bruscamente la cabeza.
—¿Qué ha sido eso?
—Anthony —dije yo amargamente—. Me lo encontré hace un rato.
—Te lo encontraste… —Louis-Cesare me miró incrédulo—. ¡Podía haberte sacado toda la sangre! ¡Si él es el asesino…!
—No creo que lo sea —dije yo. Quería preguntarle cómo se las había apañado para registrar las habitaciones de Anthony cuando ni el mismo Marlowe podía hacerlo. Pero decidí dejarlo para más adelante—. ¿Encontraste algo?
—No —reconoció él con frustración—. ¡Pero de todos modos es peligroso!
—Ahora mismo no —contesté yo secamente.
—¡Ha matado a Geminus!
—Él dice que no.
—He visto el cuerpo, Dorina. Hay muy pocos contrincantes que puedan hacerle eso a un luchador del calibre de Geminus.
Era exactamente lo mismo que había pensado yo, pero a pesar de todo no tenía sentido.
—A él también lo atacaron.
—Fue Geminus quien lo atacó; sin duda tratando de defenderse.
—Yo pensé lo mismo, pero sus heridas no eran las de una persona que se defiende. Anthony dice que algo mató a Geminus y luego lo atacó a él.
—¿Algo? —repitió Louis-Cesare en un tono de voz sumamente significativo.
—Eso es lo que dice, pero no termina de encajar con…
El grito que rasgó la quietud reinante nos sobresaltó a los dos; nos puso tensos y ambos dimos un paso atrás. Pero el ruido no procedía de nuestro lado de la montaña de cascotes.
—¡Anthony! —gritó Louis-Cesare al tiempo que se lanzaba a escalar por la pendiente.
No hubo respuesta, pero de pronto un extraño olor invadió el aire; una especie de olor dulce al borde de la putrefacción, fuerte y penetrante. Yo lo había olido antes en alguna parte, pero no lograba recordar dónde. Y tenía algo de repugnante, algo que estaba profundamente mal.
Atravesar el diminuto túnel sobre la cima de la pendiente a toda velocidad fue todavía más difícil. Conseguí hacerlo, pero dejándome la piel de ambos codos y dándome varios cabezazos contra el techo. Supongo que fue por eso por lo que me quedé mirando la escena del otro lado un rato. Por un momento creí haberme dado un golpe demasiado fuerte en la cabeza.
Anthony estaba apoyado en la pared con la vista alzada y una expresión de verdadero terror. Le habían sacado media docena de estacas del pecho. Yacían esparcidas por el suelo, señalando con sus sanguinolentas puntas hacia la criatura de tiernas manos rojas que se inclinaba sobre el torso de Anthony.
Aquellos dedos diminutos y delicados se deslizaron por la resbaladiza sangre para palpar los bordes de las heridas mortales casi como si estuvieran jugando.
Pero esas manos eran más fuertes de lo que parecía. Una de ellas de repente giró el rostro de Anthony con el dorso y sus uñas pintadas comenzaron a desgarrar la mejilla y a golpear la cabeza a un lado y al otro para aplastarle la cara contra la tosca pared. Él trató de alzar la cabeza y movió la mandíbula ausente. Un río de sangre recorrió su mejilla e inmediatamente comenzó a curarse.
Eso pareció enfurecer a su torturadora, que entonces soltó otro de esos gritos sobrenaturales. De nuevo comenzó a rebanarlo con las uñas y le abrió el pecho.
Pero aunque Anthony se estremecía de dolor, apretó los dientes y reprimió un grito. Así que aquellas uñas siguieron escarbando y perforando sin piedad para llegar más hondo, hasta que Anthony se retorció impotente de dolor y echó la cabeza atrás de golpe contra los duros ladrillos.
—¡Carroña podrida! ¿Cuántas veces voy a tener que matarte?
—Unas cuantas más, parece —dijo Anthony con una mueca.
Y entonces Anthony tuvo que apretar los dientes para soportar aquellas uñas como cuchillos que fueron desgarrándolo hacia abajo con penetrantes y fuertes tirones.
Esto último me sacó de la conmoción. Un segundo después me deslicé pendiente abajo por la masa de cascotes. Anthony alzaba unos ojos de pesadilla y gruñía. Yo estaba tensa, tenía el arma en una mano y la pesada linterna en la otra. Pero, justo entonces, los labios fijos en un rictus esbozaron una sonrisa y el brillo de odio de los ojos se derritió y desapareció como si jamás hubieran expresado semejante sentimiento. De no haber sido por la sangre del vestido azul claro, el aspecto de aquella mujer me habría parecido absolutamente normal.
—¿Christine?
—Hola, Dory.
Su voz sonaba serena e incluso agradable. De no haber estado observando la escena jamás habría creído que sus dedos pegajosos de sangre habían trazado esos surcos en el pecho de Anthony.
Yo había acabado precariamente de pie sobre un montón de ladrillos caídos, así que di un paso a un lado con mucha precaución. Ella no reaccionó de ningún modo.
—Eh… ¿Qué estás haciendo? —le pregunté con la misma calma de la que hacía alarde ella.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Anthony con voz ronca.
Me pareció que lo más inteligente era que Anthony dejara de llamarle la atención. Nada más volverla vista hacia él, los ojos de Christine se llenaban de odio y se reconcentraban tanto, que yo podía sentir cómo pulsaba esa emoción. Entonces ella agarró con fuerza la estaca clavada al corazón y se la sacó antes de que yo pudiera detenerla.
Anthony reprimió un grito. Christine se inclinó sobre él con la sanguinolenta estaca en la mano. La alzó y la examinó con una expresión de confusión en el rostro.
—¿Por qué no se ha muerto? —me preguntó a mí.
Yo estaba haciéndome la misma pregunta. Hasta que vi el cuello de Anthony. Sólo tenía una línea irregular y fruncida donde antes, hasta hacía solo un momento, había un corte abierto. Se había curado, comprendí incrédula. El muy testarudo hijo de puta se había curado de una herida mortal en el cuello y con una estaca clavada en el corazón. Jamás lo habría creído de no haberlo visto con mis propios ojos.
Era un truco impresionante, pero no creí que Anthony dispusiera de muchos más. La expresión de resignación de su rostro era bastante clara. Anthony se había dado por vencido: estaba convencido de que ése era su final. Y yo no tenía ni idea de por qué.
Hubiera debido de partir a Christine en dos como si se tratara de una ramita; sacarle la sangre, defenderse de mil modos distintos de una persona que apenas tenía más poder que un humano. Pero ni siquiera lo intentaba. Y eso no podía ser bueno.
—La madera lo ha atravesado —se quejó Christine antes de que yo pudiera llegar a alguna conclusión. Me tendió la estaca—. No lo entiendo. La última vez funcionó.
—¿La última vez?
—Con Elyas —dijo ella en tono impaciente.
Me acerqué para coger la estaca. A cada paso que daba iba soltando polvo. Trataba de respirar lentamente y de mantener la calma. No comprendía lo que estaba pasando y eso era malo. Pero el brillo inconfundible de locura de los ojos de Christine era peor. Si su cabeza no regia, entonces cualquier desliz podía suponer un grave problema para mí.
Y matar a Anthony.
Cogí la estaca y la examiné. Me agaché junto a Christine y su presa. Giré la estaca en las manos.
—A mí me parece que a esta estaca no le pasa nada malo —dije yo—. ¿Utilizaste una del mismo tipo con Elyas?
—Sí —dijo ella con ansiedad—. Se las mandé hacer a un orfebre de Zurich siguiendo una serie de características específicas. Es de madera de manzano, pero le dije que incrustara una punta pequeña de plata, ¿lo ves? —me explicó, señalando la punta afilada como una cuchilla con la uña pintada. Habría resultado bonita de no haber tenido un trozo de Anthony pinchado—. Así se clava con más facilidad.
—Apuesto a que así es más fácil que no la desvíe ninguna costilla —dije yo.
Era evidente que ella esperaba que le dijera algo. Ella asintió y añadió:
—Desde luego no es tan afilada como un cuchillo, pero corta.
—Yo probé una vez con una de hierro —dije yo—. Hace mucho de eso, pero descubrí que…
Me interrumpí al recibir una patada en la pantorrilla derecha. Bajé la vista y vi que Anthony me agarraba. Bien.
—Eh… bueno. Entonces, ¿por qué mataste a Elyas?
Christine alzó sus adorables ojos de la estaca y me miró.
—Lo siento. ¿Querías matarlo tú? —me preguntó amablemente.
—No especialmente, no.
—No me extraña. No era un gran reto.
—No como Geminus, ¿no?
—No, desde luego. Él podría haber resultado interesante, pero no se lo esperaba, ¿comprendes? Nunca se lo esperan.
No, nunca se lo esperaban. Yo me había puesto de pie y estaba frente a ella, observando cómo le goteaba la sangre de Anthony de las manos, y sin embargo todavía me costaba creer que fuera una asesina. El olor había desaparecido y su aspecto era el mismo de siempre: dulce, inocente y tan bello, que todo el mundo giraba siempre la cabeza para mirarla.
Pero entonces volvió a clavarle la estaca a Anthony en el pecho y la idea me resultó más fácil de creer.
En esa ocasión Anthony gritó. Emitió un ruido patético parecido a un maullido que me incitó a coger a Christine de la muñeca sin pensármelo dos veces. Ella, en cambio, se quedó ahí agachada, mirándome con una expresión inquisitiva.
—Eh… No puedes matarlo —dije con una voz débil tras unos instantes de vacilación.
Ella ladeó la cabeza con curiosidad.
—¿Por qué?
Mi mente se puso en marcha: trataba de buscar una razón, cualquier razón que pudiera salvar a Anthony. El asunto era complicado porque ni siquiera sabía por qué Christine deseaba tanto verlo muerto. Pero entonces una voz dijo con calma detrás de mí:
—Porque la energía que se liberaría al morir Anthony derribaría el techo. Moriríamos todos.
Christine frunció el ceño y soltó la estaca. Se puso lentamente en pie y se alisó la falda arrugada con las manos sanguinolentas.
—¡Louis-Cesare!
—Christine.
Los miré a los dos. Louis-Cesare parecía sentirse vagamente enfermo. Observaba la escena con una terrible tristeza. Pero no estaba atónito.
No parecía sorprendido.
—¿Qué demonios pasa? —pregunté yo en tono firme y exigente.
Me puse en pie. Él me miró y vaciló. Pero luego tensó la espalda y contestó:
—Convertí a Christine tal y como te conté. Le habían arrebatado la mayor parte de la magia y casi la vida. Estaba al borde dela muerte. Tanto, que de hecho no sabía si el proceso tendría éxito —explicó Louis-Cesare, que se humedeció los labios y continuó—: Al despertar de inmediato fue evidente que… que algo había salido mal. Ella estaba lúcida. Me conocía, pero estaba… perturbada.
—Perturbada en el sentido de…
—Era violenta. Estaba alterada. La eché a dormir. Esperaba que se tratara solo del trauma por lo ocurrido. Pero a la noche siguiente, cuando volví a verla, se había marchado. La seguí hasta el convento en el que había sido novicia, donde la habían dado de latigazos. Me encontré con que había ardido hasta los cimientos y que la madre superiora…
De pronto recordé la visión del edificio carbonizado, de las montañas de cenizas y de los cuerpos secos, delicados y frágiles como el exoesqueleto de un insecto.
—¿Christine?
Louis-Cesare asintió y tragó.
—A otras les había sacado la sangre. Seguí a Christine a lo largo de kilómetros y kilómetros, y finalmente me la encontré con un grupo de peregrinos. O… lo que quedaba de ellos.
—¡Oh, dioses!
Ése había sido Anthony. No sé si gritaba de dolor o porque estaba llegando a la misma conclusión que yo.
—Desde entonces no ha vuelto a hacer nada igual —se apresuró a añadir Louis-Cesare nada más ver el horror reflejado en mis ojos—. Yo la vigilaba y era fácil mantenerla controlada. Su poder es mínimo: no supone un peligro más que para los humanos, y no le está permitido…
—¿Mínimo? —repitió Anthony, tosiendo con una tos húmeda y áspera—. Es una maldita maestra de primer nivel. ¡Debería de haberme dado cuenta!
Christine le metió el delicado zapatito de piel modelo patentado en el pecho como si nada. Oí cómo se le rompían las costillas. Anthony juró.
—Tú no quieres matarlo, Christine. ¿Te acuerdas? —le dijo Louis-Cesare bruscamente.
—¡Ah, ah, sí! Lo siento.
Ella sacó mansamente el pie y Anthony se retorció en el suelo.
Yo me quedé ahí, mareada.
—Es una resucitada —dije medio paralizada.
Louis-Cesare no lo confirmó, pero tampoco lo negó. Simplemente se quedó mirándome con el rostro inexpresivo y pálido de un hombre que estuviera a punto de enfrentarse a la horca.
O con el rostro de un hombre que fuera el padre de un monstruo.
No ocurría a menudo, pero de vez en cuando, si un joven maestro le daba sangre demasiadas veces muy seguidas a una misma persona, le transmitía el virus metafísico que constituía la esencia del vampirismo. Sólo que como esas donaciones no tenían la intención de transformar a esa persona, la sangre que compartía el maestro con el hijo no siempre era la suya, y por lo tanto no se establecía ese lazo de poder entre los dos.
También se creaban resucitados cuando algo salía mal durante el proceso de cambio; o bien por culpa de un error por parte del maestro, o bien por un problema con el sujeto al que había elegido, generalmente la edad o una enfermedad. Si el sujeto era débil, el lazo entre los dos también lo sería y jamás le proporcionaría al maestro el control que necesitaba para guiar el desarrollo del nuevo vampiro.
De una forma o de otra, los resucitados recién nacidos constituían siempre un problema desde el principio. Anhelaban el fuerte lazo con su maestro y el poder que les habría proporcionado de haberlo establecido. Se volvían locos y voraces sin él, atacaban todo lo que se les ponía por delante y buscaban ciegamente algo que jamás lograrían hallar.
De vez en cuando alguno de ellos sobrevivía unos pocos meses; puede que incluso un año si permanecía en un lugar aislado como una cadena montañosa con multitud de escondites. Pero yo jamás había oído hablar de ninguno que hubiera sobrevivido más. Y menos aún había oído decir que alguno hubiera alcanzado una edad suficiente como para aumentar su poder. Jamás se me había ocurrido pensar, ni a mí ni a nadie que yo conociera, que un resucitado pudiera aumentar su poder.
Supongo que todo el mundo daba por sentado que como eran unos inútiles mentales, también tenían que ser unos inútiles físicamente hablando. Y en general era cierto. La idea arquetípica de la leyenda del vampiro pálido, jorobado, al que se le caía la baba, con los colmillos demasiado grandes como para cerrar la boca y una desmesurada voracidad por la sangre, posiblemente provenía de las visiones casuales de los resucitados.
Pero ¿y si una de ellos lograba sobrevivir gracias a su poderoso protector, un protector tan angustiado por la culpa que ni siquiera se sentía capaz de obedecer la ley y destruirla? ¿Y si la resucitada sí ejercía sus habilidades hasta el punto de que, con la debida supervisión, parecía solo una excéntrica en lugar de una verdadera loca? ¿Y si aquella pesadilla se prolongaba durante otros trescientos años?
¿Qué era capaz de hacer una resucitada maestra de primer nivel, aparte de camuflar sus habilidades incluso ante su propio protector que, después de todo, llevaba ya un siglo sin verla?
Desvié la vista hacia Anthony. Creo que sabía qué era capaz de hacer.
—Ella no es… Ella no tiene por qué ser un peligro —dijo Louis-Cesare con desesperación—. Puede ser…
—¡Es una jodida resucitada! —soltó Anthony—. Es peligrosa para todo el mundo. ¡Tú lo sabes! ¿Por qué diablos no dejaste que la mataran cuando te diste cuenta?
—¿Cómo iba a hacerlo? ¡La he matado ya dos veces! La primera cuando se la ofrecí al bastardo del mago, y luego cuando la convertí en vampiro. ¿Cuántas veces tengo que matar a esta pobre mujer? ¿Cuánto daño tengo que hacerle?
A mí no me parecía que ésa fuera la cuestión. La cuestión más bien era: ¿qué más era capaz de hacer él? Igual que los niños humanos, los bebés vampiros tienden a copiar los atributos de los padres. Tanto es así que las líneas sucesorias a menudo llegan a ser conocidas por determinado rasgo. Mircea, por ejemplo, es especialmente bueno en el arte de curar tanto a los demás como a sí mismo. Louis-Cesare había heredado ese don de su padre Radu, pero al hacerse maestro eran sus dotes y sus intereses en particular los que pasarían a sus hijos.
Y como todo el mundo sabía, su gran habilidad era el combate.