Por un momento pude ver cómo el cálido brillo del poder de Geminus se disolvía y dispersaba a través de su piel igual que la luz del sol se disipa a través de un paño. Todo se tornó blanco y dorado; toda la sala se bañó de un fuego rojizo e intermitente. Fue extrañamente bello, pero a diferencia del resto de los presentes yo no perdí el tiempo y no me quedé a verlo. Había visto morir a demasiados vampiros y sabía qué ocurriría después.
Los jóvenes no resultan tan llamativos en el momento de la muerte porque tienen poco poder que expandir. Pero Geminus tenía dos mil años de energía acumulada, y esa energía tenía que ir a alguna parte. Y a diferencia de Elyas, sus maestros no estaban allí para absorberla.
Alcancé el descansillo superior de las escaleras justo en el momento en el que se producía un repentino y fuerte resplandor ya casi a mi espalda. Volví la vista atrás para ver serpentear los cálidos hilos blancos alrededor del cuerpo tendido en el suelo. Después se produjo el relámpago… y por un momento Geminus se convirtió en una antorcha humana de una brillantez imposible. Aceleré al sentir que algo enorme azotaba todo el lugar: una energía invisible que hacía temblar el aire y que provocaba una lluvia de polvo procedente de las vigas. Después el mundo desapareció con el estruendo de un trueno.
Yo iba por la mitad de un pasillo que descendía, pero la reacción fue lo suficientemente violenta como para lanzarme media docena de metros más allá. Aterricé de lado y rodé, me aparté del resplandor y me tapé los ojos con las manos. No sé si al liberar Geminus su poder las escaleras se vinieron abajo o si a la gente le entró pánico y trató de salir por la puerta principal, pero a mí nadie me siguió por las profundidades del túnel excepto el polvo ondulante y muchos gritos.
Por un segundo permanecí en el suelo respirando pesadamente, cubierta de polvo y llena de heridas. Hasta que parte del techo se derrumbó y tuve que salir corriendo a cuatro patas para alejarme de la lluvia de cascotes. Sentí como si una docena de puños me cayeran encima y vi cómo se abrían rápidamente las rajas del techo.
Había un túnel lateral más adelante así que me lancé hacia allí, temerosa de convertirme en una residente permanente de los bajos fondos de Chinatown. Pero al final no se produjo la esperada destrucción completa. Aquellos túneles llevaban en pie desde el siglo diecinueve; supongo que habían aguantado cosas peores.
De todos modos me aferré a la pared. Oía mi propia respiración trabajosa en los oídos. No me gustan los sitios oscuros. De verdad: no me gustan los lugares cerrados, oscuros y bajo tierra. Y el hecho de que acabara de producirse un asesinato allí mismo no contribuía a calmar mi fobia.
Saqué la linterna del bolsillo de la chaqueta. Tengo bastante buena vista y por lo general no la necesito, pero la había cogido por si acaso. Aquella herramienta de acero servía también como porra y me resultó reconfortante sentir su solidez en la mano al encenderla.
Al principio lo único que vi fue el ladrillo deshecho, la suciedad, el polvo y una piedra cubierta de telarañas a un lado. Pero luego el rayo de luz alumbró una mancha oscura en el suelo. Sangre. Fresca.
Me agaché, escuché atentamente y oí una débil voz que juraba desde algún lugar al fondo de aquel laberinto. Podía ser cualquier cosa o cualquier persona. Yo sabía que mucha gente usaba esos túneles, pero sin duda los asesinos no querrían llamar la atención y procurarían no hacer ruido. Además no había ninguna pista en absoluto en la dirección contraria y tampoco tenía ni idea de cómo era aquel laberinto. Así que seguí la pista de la sangre.
No fue difícil. Además de la mancha de sangre había una ancha franja de suelo malamente fregado cerca de la pared con marcas a su alrededor. No parecían marcas de zapatos o de botas, sino más bien el rastro que deja algo al arrastrarlo por la mugre. Algo o alguien que podía haber luchado, porque también había señales con aspecto de huellas de dedos.
Y después había más sangre. Probablemente habría podido seguir el rastro sin la linterna porque el olor era fuerte. Demasiado fuerte para un rastro tan débil.
Me arrodillé y tomé una muestra de la porquería centenaria del suelo con un dedo. Me lo acerqué a la nariz. Y lo aparté corriendo al sentir una carga eléctrica recorrerme toda la espina dorsal. Sangre de vampiro. De un vampiro viejo, a juzgar por la sensación. Era una sangre densa y oscura, más negra que roja y con una textura extraña, casi como de terciopelo. Muy viejo, pensé alzando la vista.
La idea me hizo vacilar. No me tengo por una persona particularmente cobarde y, por una vez, llevaba un montón de armas y no sentía el menor reparo en utilizarlas. Pero en su desesperación por curarse un maestro herido podía succionarme toda la sangre antes incluso de que a mí me diera tiempo siquiera a verlo. Y en ese caso de nada me serviría ningún arma.
Aunque por otro lado él tenía que saber que yo andaba por allí: estaba tan cerca que sin duda él podía oler mi aliento y oír los latidos de mi corazón. Y todavía no se había alimentado. Seguía maldiciendo cada vez más. Pero no en inglés. Escuché, fruncí el ceño, di un paso adelante y adiviné qué lengua estaba corrompiendo más o menos en el mismo instante en el que giraba en una esquina y lo veía.
Estaba tirado en el asqueroso suelo, reptando apoyándose sobre los codos, arrastrando las piernas por la mugre. La túnica, una vez blanca, estaba empapada en sangre que aún no había tenido tiempo de secarse. Había ido limpiando con ella la capa gris de mugre que se había ido acumulando por las paredes igual que la espuma se acumula en el mar. El resultado era impactante: era como una especie de bollo de polvo al que yo me quedé mirando por un segundo, paralizada del susto.
—¿Anthony?
El estimado cónsul del poderoso Senado europeo alzó la vista por encima del hombro sucio. Y una expresión de profundo alivio relajó sus rasgos antes tensos y casi aterrados.
—¡Oh, gracias a los dioses!
Parpadeé. No era ésa la recepción que solían otorgarme los vampiros y mucho menos los maestros. Me acerqué y él me cogió de la mano. Balbuceaba antes incluso de que yo hubiera podido pronunciar una palabra.
—Tenemos que salir de aquí. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
—Tranquilo —le dije. Traté de soltarme porque me agarraba con tal fuerza, que estaba a punto de romperme los huesos de la mano—. El techo se sostiene.
No creo que estemos en peligro de…
—¡Ah, claro que estamos en peligro, sí señor! —exclamó él, soltando casi una risita tonta que me hizo sospechar que lo decía con un doble sentido.
Los cónsules jamás se ríen de esa forma. Yo creía que ni siquiera sabían cómo reírse.
—¿Peligro de qué? —le pregunté cauta—. Geminus está muerto.
—¡Geminus! —silbó él el nombre entre dientes—. Ojalá pudiera matarlo por haberme metido en esto.
—¿Es que no has sido tú quien lo ha matado?
No había mucha gente que pudiera vencer a un maestro de primer nivel en la arena de combate, pero yo estaba delante de una de esas personas. Según parecía, después de todo, Louis-Cesare tenía razón.
Sin embargo Anthony me lanzó una mirada irritada y exclamó:
—¡No seas ridícula!
—Entonces, ¿quién ha sido?
Sus ojos se lanzaron como flechas a un lado y a otro. Vi el blanco alrededor de sus pupilas. No sé si el gesto se debía al nerviosismo o a la forma en que su piel parecía haberse desprendido un tanto de los huesos. El viejo Anthony no tenía muy buen aspecto.
—Ha sido esa cosa —susurró él.
—¿Qué cosa? —le pregunté yo mientras él luchaba por ponerse en pie.
No lo consiguió.
—¡Esa horrible cosa! Está por ahí, y nos va a pillar a nosotros también. ¡Oh, sí, porque no creo que te desperdicie a ti tampoco! —añadió, señalándome con un dedo—. Tú eres medio vampiro, ¿no?
Yo no tenía ni idea de qué diablos estaba hablando o si todavía seguía cuerdo; parecía haberse vuelto un poco loco. Pero en ese momento me preocupaba menos cualquier posible monstruo mítico que la razón por la que él no podía ponerse en pie. Hace falta mucha fuerza para derribar a un maestro vampiro, y Anthony estaba gravemente herido.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.
Tiré de los pliegues de la túnica que todavía tenía medio enrollada alrededor del cuerpo. E inhalé profundamente.
Ya sabía de dónde procedía la sangre, pensé con cierta sensación de mareo. Anthony no tenía clavada una estaca. Ni siquiera una docena. Tenía todo el cuerpo acribillado con ellas como un puercoespín humano. Después de observar la sangre y las vísceras me fijé. No parecían estacas normales. Eran más bien trozos de madera arrancados de alguna tabla. Pero habían servido para su fin. Algunas le habían atravesado todo el cuerpo y le llegaban a la parte trasera de la toga.
Y una de ellas le atravesaba directamente el corazón.
—¿Por qué no te has sacado esto? —le pregunté con desagrado y con cierta sensación de malestar.
—¡No las toques! —me gritó con fiereza—. ¡Bastante me ha costado metérmelas!
Tardé un segundo, pero por fin capté lo que quería decir. O eso creí.
—¿Te has apuñalado a ti mismo?
—No tenía elección. La estaca que me atraviesa el corazón está untada con cera. Tenía que vaciarme de sangre para que me bajara la temperatura del cuerpo. De otro modo ya se habría derretido.
—Y como el cuerpo de un vampiro no sangra mucho por una sola herida, por eso…
—¡Tuve que seguir apuñalándome! De no haber tenido cerca unos viejos cajones de madera, ahora mismo estaría muerto.
—Tratas de ganar tiempo para que se te cure el cuello —dije yo, impresionada muy a mi pesar.
Yo había matado a muchos vampiros, pero a ninguno de ellos se le había ocurrido jamás nada semejante. Por supuesto la mayoría se quedaban paralizados con la estaca clavada en el corazón. Me pregunté cuánto poder tenía que tener Anthony para ser capaz de moverse a pesar de las estacas y de la inmensa pérdida de sangre.
Y luego me pregunté qué habría ocurrido de haber actuado Anthony de otro modo. Geminus casi había tirado abajo el techo. Anthony era al menos tan viejo como él y bastante más poderoso.
—Tenemos que salir de aquí —dije yo, tratando de ponerlo en pie.
—¡Vaya! ¿Cómo no se me había ocurrido a mí antes? —comentó él con cierto malévolo sarcasmo.
Dadas las circunstancias decidí dejarlo pasar y concentrarme en buscar un sitio por el que agarrarlo. No le quedaba mucho hueco libre en el cuerpo, así que al final lo rodeé por la cintura con un brazo. Lo puse en pie de un tirón sobre las temblorosas piernas. Habría estado bien poder apoyarlo contra la pared, pero eso le habría producido más daño. Y no parecía que él pudiera soportar mucho más.
—¿Conoces estos túneles? —le pregunté.
Necesitaba saber cuál era la salida más cercana.
—¿Tú no?
—¿Por qué iba a preguntártelo si los conociera? —contesté yo. No quería gritarle, pero pesaba una tonelada y él apenas cargaba con nada de su propio peso—. Nunca había estado aquí.
—Pero tú vives aquí. ¿Es que no vas nunca de exploración?
—¿Bajo tierra? No.
—Bajo tierra es donde ocurren las cosas divertidas.
—Bajo tierra es donde viven los monstruos.
Anthony soltó una carcajada sorprendentemente estridente que reverberó por las paredes. Y luego se agarró a ellas musitando otra frase soez en latín. Mis conocimientos de latín no son muy extensos, pero creo que dijo algo acerca de la abuela de alguien y de un burro con una sola pata.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
Me sentí un tanto estúpida incluso en el momento en que le hacía la pregunta. Porque era evidente que no. Pero su salud no parecía ser una prioridad en su mente.
—¡Ha vuelto! —siseó, mirando a su alrededor muerto de miedo.
—¿Qué es lo que ha vuelto?
—¡Esa cosa! ¡Dioses! ¡Creí que se había ido!
Me quedé mirándolo. Me preguntaba cómo iba a sacar de aquel laberinto subterráneo a un cónsul gravemente herido cuando estaba claro que el tipo se había vuelto medio loco.
Y entonces yo también lo oí: el eco lejano de un suspiro.
—¡Anthoniiiiiii…!
—¡No me digas que no lo has oído! —me dijo Anthony, mirándome con ojos de loco.
—He oído algo.
Hice una pausa para tratar de oír algo más aparte de los acelerados latidos de mi corazón dentro del pecho… El nerviosismo de Anthony era contagioso. Pero el sonido no volvió a repetirse.
—¿Dónde está? ¿De dónde procede? —me preguntó él en tono exigente.
—No lo sé.
—¡Oh, dioses!
Los maestros vampiros detestan que nadie les vea perder la sangre fría, y además se supone que los cónsules están muy por encima de semejantes asuntos humanos. Pero evidentemente Anthony estaba aterrado. Decidí que no quería saber qué podía asustar a un tipo que podía apuñalarse a sí mismo dos docenas de veces sin vacilar.
—Vamos.
Lo arrastré por el túnel más rápidamente de lo que sus pies estaban dispuestos a andar. Él no dejaba de tambalearse de un lado para otro y estuvo a punto de empujarme de cabeza contra la pared en más de una ocasión. Finalmente lo levanté y me lo cargué al hombro. Al fin y al cabo la mayoría de las estacas le habían traspasado ya todo el torso y le habían llegado a la espalda después de haberse arrastrado por el suelo.
Llegamos al túnel principal unos pocos minutos más tarde: Anthony colgado de mi hombro como un borracho y yo sudando. Apoyé la mano en la pared por un momento y traté de recuperar el aliento. Cuando la aparté, vi que había dejado una silueta de sudor. Me quedé mirando la huella con resentimiento, respirando trabajosamente y preguntándome por qué nunca me tocaban los sinvergüenzas flacos. Y entonces oí ese sonido otra vez. Y a menos que me equivocara, estaba más cerca que antes.
Sin embargo seguía sin poder descifrar la dirección de la que procedía. Había demasiados túneles laterales y demasiados ecos. Incluso nuestras propias voces sonaban de una forma extraña, como si vinieran de muchos sitios al mismo tiempo.
—¡Vamos, vamos!, ¿a qué estás esperando? —me preguntó Anthony en tono exigente y con mucha ansiedad.
Estaba decidiendo si dejar el culo de aquel gilipollas allí o no, pero eso no se lo dije.
—¡Hay que moverse! —añadió Anthony, dándome golpecitos con el dedo.
Me aparté de la pared y volví a cargármelo al hombro.
—Lo haré si me dices qué estabas haciendo aquí.
—Geminus me llamó por teléfono muerto de miedo, despotricando acerca de un fey, de no sé qué venganza y Zeus sabe de qué más. Resulta que alguien le estaba haciendo chantaje por culpa de esa maldita runa y a él se le había metido en la cabeza que la tenía yo. Me amenazó con ir al Senado a menos que se la diera.
—¿Y se la diste?
—¿Cómo iba a darle una cosa que no tengo? —dijo Anthony irritado.
—Entonces, ¿por qué creía él que la tenías?
—¿Quién sabe? Ya sabes cómo son los gladiadores. En cuanto se les mete una cosa en la mollera…
—Claro, no son como los senadores —dije yo, haciendo una parada—. A esos sólo se les va un poco la lengua.
Anthony esperó medio minuto a ver si yo decía algo más y por fin se desmoronó.
—¿Serías capaz de dejarme aquí tirado? ¿Dejarías tirado a un hombre herido?
—Tú no eres un hombre y te aseguro que no tardaría ni un latido.
Entonces él me dio una clase acelerada para aumentar mi vocabulario de tacos en latín antiguo. Yo me quedé ahí escuchando.
—¡De acuerdo, muy bien! —exclamó Anthony resentido—. Ayer por la noche Geminus me vio entrar en el despacho de Elyas momentos antes de que él muriera.
—Así que Louis-Cesare tenía razón. Tú lo mataste.
—Puede que yo no sea perfecto, pero soy leal con aquéllos que lo son conmigo. Y Elyas era una vieja alianza. ¡Yo no entré ahí para matar a ese hombre!
—¿Y para qué entraste?
—Fui a por Christine. Louis-Cesare llevaba un siglo buscándola; tiene una extraña obsesión con esa mujer. Pensé que si conseguía tenerla bajo mi control lo atraería también a él. Fui a hacer un trato con Elyas. Estaba dispuesto a protegerlo de cualquier venganza de Alejandro si él me daba a la chica.
—Pero no conseguiste a la chica —dije yo.
Por fin eché a caminar medio tambaleándome en dirección a la arena donde había caído Geminus. Solo esperaba que las escaleras siguieran en pie.
—¡No, gracias a los dioses!
—¿Qué ocurrió?
—Cuando llegué a la casa para ver a Elyas me dijeron que estaba en su despacho. Fui allí y llamé a la puerta, pero no respondió. Entré y me lo encontré atado como un ganso de Navidad.
—¿Y por qué no hiciste algo? Podías haberlo salvado…
—¡No podía hacer nada! Ya he visto el truco una o dos veces y me basta con un simple vistazo. La cera estaba blanda. De haberme puesto a revolver la hoja no habría conseguido más que acelerar la muerte.
—Pues haberlo curado.
Él emitió un gemido de desesperación.
—Puede que tú sepas hacer esas cosas, pero yo no estoy tan bien dotado. Y aunque lo hubiera estado, dudo que hubiera podido ayudarlo. Ya le viste la garganta: no tenía una raja, tenía el cuello seccionado en dos. Le quedaban unos segundos para morir; era inevitable.
—¿Y eso fue lo que hiciste? ¿Nada?
—Lo interrogué para tratar de averiguar quién había sido, pero estaba grogui. No conseguí sacarle nada con sentido, y estaba a punto de arrancarle una segunda palabra cuando llegó Louis-Cesare.
—El despacho estaba insonorizado —señalé yo—. No pudiste oírlo llegar.
—El encantamiento no funciona cuando la puerta no está cerrada, y para mi sorpresa resulta que no me había molestado más que en entornarla.
Traté de recordar y me pareció que me decía la verdad. Al menos de momento. La puerta del despacho estaba entreabierta cuando yo llegué; recuerdo que salía luz del despacho hacia el pasillo. Por eso es por lo supe adónde dirigirme.
—Oí que el sirviente lo precedía por el pasillo —continuó Anthony—. Y… se me presentó la oportunidad ella solita.
—Dejaste allí a Elyas a sabiendas de que moriría y que le echarían la culpa a Louis-Cesare.
—Y a sabiendas también de que yo lo salvaría. Louis-Cesare jamás estuvo en un verdadero peligro: solo su orgullo lo estuvo. Pero su orgullo bien podía soportar una mancha o dos, digo yo.
Anthony suspiró tristemente y continuó:
—El plan era demasiado perfecto. Debería de haberme dado cuenta: las Moiras jamás han estado de mi parte.
Me detuve porque habíamos llegado a la puerta que daba a la arena, o al menos yo supuse que debía de estar al otro lado. Una montaña de cascotes, ladrillos y rocas nos bloqueaban el paso. Puede que solo esa zona se hubiera derrumbado por ser un punto más débil o puede que todo el sótano se hubiera desplomado. Solo había un modo de averiguarlo.
Juré entre dientes y enfoqué con la linterna hacia el techo irregular; es decir, hacia lo poco que se podía ver de él a través de la nube de polvo suspendida en el aire. Veía por qué lugar habían cedido los viejos ladrillos, dejando caer una tonelada de tierra y una cascada de raíces largas y blancas. A la escasa y oscilante luz casi parecían dedos dispuestos a agarrarme, dedos que se extendieran…
Sí, bien. Ya era suficiente. Llevaba allí abajo demasiado tiempo, escuchando a Anthony despotricar. Tenía que salir de allí y sacarlo a él de inmediato, aunque lo que veía no resultaba nada prometedor. El único modo de atravesar el montón de cascotes caídos, si es que había alguno, era subiéndome encima.
De pronto tuve una visión de mí misma penetrando por el hueco boca arriba, bailando y meneándome con las rocas a unos centímetros de la nariz justo cuando estaba a punto de producirse otro derrumbamiento…
¿He dicho ya que de verdad, en serio que detesto los sitios pequeños y oscuros?
Pero en este caso no había otra alternativa. Me guardé la linterna en el cinturón para tener las dos manos libres.
—Voy a ir a echar un vistazo —le dije a Anthony—. Quédate aquí.
—¿O si no? —preguntó él con ironía.
—Vuelvo volando —le prometí.
No sé a quién pretendía reconfortar: si a él o a mí misma. A juzgar por la expresión de Anthony, creo que él sí lo adivinó, pero no me dijo nada. Comencé a escalar.
Resultó tan divertido como yo esperaba. Todo estaba completamente negro a excepción del rayo de luz saltarín de la linterna, que jamás parecía enfocar donde yo lo necesitaba. Y cuando por fin lo hacía en realidad no iluminaba más que la nube de polvo que se me pegaba a la garganta, lo cual no me ayudaba en absoluto ni a ver ni a respirar. Calculé mal una distancia y me di con la cabeza en el destartalado techo, y después metí el pie por un agujero en la tierra que cedió y provocó una miniavalancha.
En el último segundo encontré apoyo en un trozo de pared de ladrillo que se había caído entero y de una sola pieza. Me sujeté y me protegí la cara tapándome con la chaqueta para tratar de no respirar los kilos de polvo que flotaban a mi alrededor. Finalmente todo se quedó quieto, alcé la vista y parpadeé para quitarme la suciedad y el polvo de los ojos.
Prácticamente estaba enterrada; solo mi cabeza sobresalía de aquel agujero. Tosí, me armé de valor y traté de salir de allí, pero solo conseguí remover más los escombros. Por desgracia la mayoría de ellos volvieron a caerme encima. Me revolví tratando de salir y creí ver un agujero más arriba, por encima de mí. Pero, de pronto, una cascada de piedras me hizo resbalarme y caer de bruces para abajo, y luego un montón de rocas, raíces y afilados ladrillos me aporrearon por todas partes.
Caí a los pies de Anthony. El aire había vuelto a llenarse de polvo igual que si hubiera neblina y yo jadeaba y tosía.
—¿Y ahora qué? —preguntó él exigente.
No parecía que la paciencia fuera la mejor cualidad del cónsul.
Le hice un gesto de mal humor con la cara arañada y sucia.
—Ahora vamos a tener que encontrar otra…
—¡No! —gritó él, de nuevo aterrado—. No hay tiempo. Tenemos que salir de aquí.
—No llevo ninguna grúa en el bolsillo —solté yo de mal humor.
Me puse en pie y traté en vano de sacudirme el polvo de la ropa, pero entre mi sudor y su sangre la suciedad se me había pegado de tal modo, que formaba un bonito pastel. Sólo conseguí extender más la porquería. Decidí que quizá eso podía esperar y alcé la vista hacia Anthony, que se había quedado mirándome.
Él no iba a rogar; no estaba a punto de suplicarme nada. Pero su rostro lo hacía por él. La fría luz de la linterna alumbró unos rasgos apagados y una tez sin color. Alrededor de sus muchas heridas tenía círculos oscuros y brillantes como bocas voraces que le teñían la ropa y la piel. Sin embargo no parecía que le siguiera saliendo sangre. Me figuré que no le quedaba mucha más.
Se le acababa el tiempo.
Observé la negrura del túnel a nuestra espalda, pero no vi nada. Mi cerebro no obstante me proporcionó una imagen de esa oscuridad, de esos desconocidos túneles que probablemente se abrían a más cavernas y más túneles… a vueltas e infinitas vueltas más para penetrar todavía más profundamente en la silenciosa oscuridad. Antes o después yo acabaría por encontrar la salida, de eso no me cabía duda. Pero no arrastrando a Anthony, y no estaba muy segura de qué me iba a encontrar cuando volviera a buscarlo.
—Lo intentaré otra vez —dije reacia.
Él asintió ligeramente aliviado. Puso una mano en mi espalda y me empujó, y yo trepé por la resbaladiza pendiente una vez más.
No sé si el corrimiento anterior había terminado de derribar la mayor parte de los cascotes sueltos o si es que yo comenzaba a hacerme con la situación, pero en esa ocasión llegué a la cima con escasa dificultad y puse una mano en el techo para no golpearme la cabeza. Me metí en un hueco entre el techo y la pared y lancé un pálido rayo de luz sobre el pequeño espacio que había podido atisbar momentos antes.
Sin duda era un agujero. Pero no pude ver nada al otro lado. No sé si porque la luz de la linterna no llegaba tan lejos o porque no había nada que ver. Podía deslizarme hasta allí y encontrarme con que solo había otra pared de suciedad y roca. O puede que se me viniera encima otra avalancha.
Me dolían los dedos de agarrar la linterna con tanta fuerza y de todos modos tampoco iba a servirme de gran ayuda. Me la guardé en el cinturón y comencé a reptar antes de cambiar de opinión. El agujero sobre la cima de la montaña de cascotes era claustrofóbicamente pequeño y el aire resultaba casi irrespirable. Y cuanto más avanzaba yo más pequeño se hacía, hasta el punto de que me rozaba los codos por los dos lados e iba raspando la pared con la barbilla.
Resultaba casi impensable arrastrar a Anthony por allí incluso aunque hubiera una abertura al otro lado. Lo más inteligente era dar la vuelta, buscar otra salida lo más rápidamente posible y enviarle ayuda. Él era más duro que una piedra, tal y como ya había demostrado; quizá aguantara una hora más o dos…
De repente saqué la cabeza por un hueco abierto en el que el aire estaba repleto de polvo. Me resultó tan inesperado que me pilló por sorpresa y no fui capaz de parar con la suficiente rapidez. Caí por otra pendiente de cabeza en la oscuridad.
Me quedé allí un momento, aplastada sobre un montón de duros escombros que había al fondo, tratando de respirar. Al principio me costó porque me había quedado sin aliento. Apenas había podido inhalar algo de aire al ver a alguien de pie, justo en la sombra de una puerta.
Aquella figura estaba cortada por bandas diagonales de luz rojiza que procedían de algún lugar por detrás de él. Creí reconocer vagamente que se trataba del marco del grafiti; su luz se filtraba a través de la neblina de polvo. No podía distinguir mucho ni siquiera con esa luz: el aire estaba enrarecido. Pero una monstruosa sombra se extendía en el suelo a su lado.
Observé, apenas sin aliento y sintiéndome momentáneamente impotente mientras trataba de ponerme en pie. Entonces me enganché el pie izquierdo con algo y antes de que pudiera comprender con qué, la silueta indescriptible se echó hacia delante. Levantó la mano llevándose consigo el negro apéndice del suelo, ondulante, gigante y aterrador.
Venía a por mí.