34

La conversación con el luduan no me había ayudado todo lo que yo esperaba porque el único humano involucrado en el asunto estaba muerto. Pero los vampiros tienen siervos humanos e incluso los magos los tienen de vez en cuando. Y el luduan me había proporcionado una diminuta pepita de oro.

Antes de llegar al portal ya tenía el teléfono en la mano.

—Geminus —dije.

—El maestro…

—Va a lamentarlo mucho si no atiende a esta llamada. Puedo hablar con él o con Marlowe acerca del contrabando de peleas que dirige. Él decide.

En menos de un minuto Geminus se puso al teléfono, lo cual era ya bastante significativo. El procedimiento estándar en estos casos consiste en dejar a la gente como yo esperando, aunque claro, él probablemente temía que luego yo hiciera lo mismo. Una llamada al Senado y Geminus sería un chico de lo más infeliz.

—¿Qué quieres? —me soltó en el oído sin darme tiempo siquiera a decirle hola.

—Ya te lo he dicho.

—¡Yo no la tengo!

—¡Lástima! No cabe duda de que hasta ahora has conseguido ocultar tus huellas muy bien, pero eso es porque nadie se ha molestado en observarte de cerca. Lo malo es que ahora eso va a cambiar, no creo que sea difícil encontrar pruebas de tus operaciones de contrabando. Y eso sin tener en cuenta que probablemente los feys…

—¿Dónde estás? —me interrumpió él bruscamente.

—En Chinatown. ¿Por qué?

—Quédate ahí y no te apartes del teléfono.

—Si me estás dando largas…

—No es eso. En serio que no tengo la piedra. Pero puede que sepa quién la tiene.

—¿Quién?

—Eso no tienes porqué saberlo. Iré a por ella y me reuniré contigo. —La conexión se cortó.

Alcé la vista. Frick y Frack me miraban.

—Ése era el senador Geminus —dijo Frick.

—¡Entonces sí que hablas!

—¿Le estás haciendo chantaje?

Aparté el teléfono antes de decir:

—Hemos llegado a un acuerdo mutuamente ventajoso.

—¿Y el contrabando?

Según parecía alguien había estado escuchando. No era de extrañar; ésa era probablemente la razón por la que Marlowe los había enviado.

—Si él se aviene al trato yo tendré que guardar silencio con respecto a ese tema. Aunque, por supuesto, lo que hagáis vosotros no es de mi incumbencia.

Frick y Frack sonrieron.

Media hora más tarde estaba buscando otro diminuto bollito de cerdo a la barbacoa por la escueta y barata bandeja de bambú y observando la escena que se desarrollaba delante del escaparate del restaurante. Chinatown siempre me ha resultado interesante, pero aquella noche estaba especial. Ante mi desfilaba un río de brillante lapislázuli con todas sus escalas de color; un río que giraba y se retorcía en el tradicional baile del dragón con la larga espalda serpenteante casi negra salpicada con las manchas de color de las luces de neón de los alrededores.

El improvisado desfile había pasado ya dos veces por allí. Una multitud de gente seguía a los bailarines como si fuera la marea y bloqueaba la puerta de entrada del restaurante. El propietario no hacía más que quejarse desde su puesto detrás de la caja, pero las camareras y los clientes disfrutaban de su butaca en primera fila. El festival de la Luna de agosto era un acontecimiento importante, y todo el mundo estaba de buen humor.

Todos menos yo. Geminus no me había llamado y su teléfono me mandaba directamente al buzón de voz. Me bebí la cerveza a ver si conseguía calmar los ansiosos latidos del corazón y observé el espectáculo como todo el mundo.

Los palitos de cerdo traqueteaban dentro del cuenco de bambú. Añadí otro trozo de pan rancio a la torre que había montado encima de la mesa. El camarero me miró abriendo enormemente los ojos. Era evidente que se preguntaba dónde metía yo todo eso;

—Es mi metabolismo —le expliqué.

Estaba pensando si pedir más bollitos o el surtido mongol a la barbacoa cuando sentí una carga de energía estática erizarme el pelo de la nuca. Giré la cabeza y vi a un vampiro bajando por la calle y parpadeando por un momento ante la brillante fila de culos de pato del escaparate. Se paró en la esquina. Las sombras se alargaban y se acortaban a su alrededor según incidieran sobre él las luces intermitentes de neón que tenía encima.

No era Geminus. Vi un rostro agradable de rasgos bastante normales bajo una franja de cabello oscuro. No tenía absolutamente nada de extraordinario, excepto la sensación de poder que irradiaba de él como si se tratara de un pequeño sol. Observé cómo su figura se iluminaba y se desvanecía, se iluminaba y se desvanecía, hasta que pareció como si fuera su rostro mismo el que fluía en lugar de la luz.

No había muchos vampiros con un aura de poder tan fuerte, y la mayor parte de ellos estaban en ese momento en el desafío. El tráfico se detuvo y él cruzó la calle. Y yo entrecerré los ojos.

A pesar de los estereotipos hay muchos chinos altos. Y también los hay que rellenan muy bien los vaqueros, cada uno a su manera. Pero hay pocos de cualquier raza o condición que se muevan entre la multitud con la gracia de un bailarín en una pista de baile. Conocía esa forma de moverse.

Y conocía ese inconfundible culo.

Me tragué lo que quedaba de la Kirin, le di un billete de cincuenta al camarero y salí a toda mecha a la brillante y colorida noche.

El vampiro iba ya casi una manzana por delante de mí. Se movía con agilidad entre la masa de gente del barrio con sus bolsas de la compra y los turistas con sus cámaras de fotos. Al llegar al atasco formado alrededor del dragón conseguí acercarme a él lo suficiente como para ser capaz de olerlo. La distancia era la correcta. Inhalé una vez, pero solo capté el olor acre de la pólvora de los petardos prohibidos que tiraban los adolescentes. Entonces el viento cambió y comenzó a soplar en mi dirección. Me eché atrás rápidamente.

Pero alguien me agarró del brazo.

Me giré, tiré a mi agresor contra el escaparate negro de una tienda cerrada y le puse un cuchillo en la garganta.

—Tttu cambio.

—Lo siento —musité nada más reconocer los asustados ojos negros del camarero del restaurante.

Me puso unos billetes en la mano y salió corriendo.

La distracción había sido breve, pero cuando se trata de perseguir a alguien que corre como el viento basta con eso. Corrí por la calle hasta un callejón y me encontré con lo que esperaba. La luna llena colgaba gorda y naranja del cielo, brillante como una lámpara entre las rendijas de los edificios. Iluminaba bloques de cuatro y cinco pisos, cubos de basura y un riachuelo de agua que bajaba por el centro mismo del callejón. Pero nada más.

¡Maldita sea!

De todos modos seguí adelante. Paraba cada pocos pasos para oler el aire. No había conseguido captar su olor, pero tampoco me importaba. Aquella fragancia en particular estaba bien grabada en mi mente. No obstante lo único que pude oler fue a meada de perro, a gasolina y a basura. Esta última tenía un fuerte pestazo a pescado podrido. Probablemente porque al final del callejón había un mercado de pescado, y sus luces eléctricas penetraban la oscuridad como un faro.

El vampiro se había marchado en esa dirección. Finalmente lo capté en el aire. No era más que un sutil hilo de fragancia mezclado con el olor de los limpiadores que usaban los propietarios de los puestos, el cloro del agua y el olor de la vida marina recién pescada. Sin embargo no lo veía por ninguna parte.

Pero sí vi otra silueta.

Di un paso atrás para esconderme entre las sombras. Una figura alta con capa y capucha bajaba por el callejón. En Nueva York, en pleno agosto, no hace falta llevar abrigo a menos que uno quiera ocultar algo. En mi caso ese algo son las armas. Pero no creo que fuera ésa la razón de llevar capa.

Por debajo de la capa, el asfalto iba iluminándose con una débil luz blanca al paso del encapuchado. La silueta también irradiaba un fino halo de luz; era como si la fibra de la capa no fuera lo suficientemente gruesa como para evitar que la luz se esparciera. Probablemente no se notara en la calle, en medio de la claridad y del color, pero en la oscuridad del callejón la figura brillaba.

Frick y Frack se pegaron a mí, cada uno a un lado, como si fueran mis columnas de apoyo.

—Es un fey —dijo uno de ellos.

No necesitaba que me lo dijera.

Un poco más adelante apareció por fin la figura oscura bajo la luz de una farola. Desapareció de la vista al girar en una esquina. El vampiro surgió de la noche y siguió caminando, y el fey lo siguió como un fantasma. Con nosotros a la cola se trataba ya de un desfile. Habría resultado divertido de no ser porque yo estaba convencida de que se nos unirían muchos más.

—¿Podéis distraerlo? —le pregunté a Frick.

—No tenemos órdenes de ocuparnos de ningún fey.

—No te pido que te ocupes de él, sólo que lo distraigas. Asegúrate de que pierde a su objetivo —dije yo. No se molestaron en contestarme y tampoco se movieron—. ¿Cuáles son exactamente vuestras órdenes?

—Ayudarte y protegerte.

—¡Dios!, Marlowe debe de estar desesperado —dije yo. Frick permaneció impasible, pero Frack curvó ligeramente los labios. Lo vi—. Escuchad, no tengo tiempo para explicaciones. Pero si hay un fey, probablemente habrá más… puede que muchos más. Y a ellos no les molestará ni lo más mínimo ocuparse de nosotros.

Frick siguió en silencio, pero Frack se inquietó ligeramente y por fin dijo:

—Si la pillan siguiéndolos no tendremos más remedio que defenderla. Y si hay más no tendremos muchas posibilidades de salir airosos.

Frick siguió sin responder, pero después de una pausa suspiró. Un segundo después se internaban en la noche detrás del fey. Les concedí una pequeña ventaja y después los seguí.

Lejos ya de las mareantes luces del mercado apenas podía distinguirse nada en medio del enredo de las siluetas apresuradas y los extraños ángulos en que se convirtió la calle. La capa no era sino un tenue brillo y las profundas y asfixiantes sombras de ambas aceras se tragaban su escaso resplandor. El vampiro era sólo una textura diferente de la misma noche.

No vi con exactitud lo que ocurrió. Al principio la capa iba alcanzando al vampiro, pero al segundo siguiente simplemente desapareció. Puede que hubiera torcido por otro callejón o que hubiera cruzado a la otra acera, pero no me lo pareció. Visto desde donde yo estaba, pareció simplemente como si desapareciera.

Los chicos de Marlowe eran buenos. Me pregunté qué estarían planeando hacerle. Y decidí que me daba igual.

Llegué al cruce de una calle llena de gente justo a tiempo de ver al vampiro entrar en un garito oriental de sopa de fideos en una esquina. Lo seguí. Entre los camareros que gritaban los pedidos en dirección a la cocina, la gente de pie ante el mostrador haciendo cola para pedir y las pequeñas mesas abarrotadas, estaba todo repleto. Pero un rápido vistazo me bastó para comprobar que ninguno de mis dos objetivos estaba allí.

Crucé la puerta batiente en dirección a la cocina. Esperaba que me llamaran la atención, pero solo me gané una mirada indiferente por parte de los empleados, que sudaban a mares tratando de preparar todos los pedidos. Salí por la puerta de atrás, abierta sin duda con el objeto de ventilar la cocina.

La pared exterior estaba pintada con grafitis. La salida daba a un pequeño hueco en el que había una mesa de piedra, un montón de colillas en el suelo y una pila de bolsas de basura. Un andrajoso toldo se mecía al son de la escasa brisa. Sobre la mesa las moscas husmeaban los restos de una cena.

Estaba oscuro. En silencio. Y parecía de lo más aburrido.

Volví la vista hacia la cocina, en donde los empleados seguían apresurándose de un lado para otro sin hacerme el menor caso. Parecían cómodos con el hecho de que los clientes rondaran por aquel espacio privado. Me dio la sensación de que por allí pasaba mucha gente. La cuestión era: ¿adónde iban?

Me detuve junto a la mesa. A pesar de que la escena resultaba de lo más normal había algo que no encajaba. Tardé un minuto en darme cuenta de que se trataba de la basura.

Las moscas se estaban comiendo la cena, pero no hacían el menor caso del generoso regalo de bolsas de basura que tenían delante. Me acerqué al montón y retorcí la nariz. No por lo que olí, sino por lo que no olí.

Esperaba la peste penetrante de la cerveza amarga, la acidez de las verduras podridas, el hedor de la carne putrefacta. Esperaba que olieran mal. Pero no olían mal. En realidad no olían a nada y no me extrañó porque la verdad era que no estaban allí.

No es buena idea dejar algo que uno teme perder en medio de un hechizo opaco. Volví a la cocina, donde se apilaba una montaña de bolsas de basura de verdad en un rincón. Por fin detrás de la tercera bolsa encontré un contenedor vacío de aluminio de tamaño industrial. Dentro no había más que un tubo largo de cartón que saqué y me llevé al hechizo de fuera.

Como periscopio provisional no era nada del otro mundo, pero me permitió asomarme sin arriesgar la cabeza. El tubo no ardió ni se partió en dos inmediatamente, lo cual también fue una ventaja. Por supuesto eso no significaba que no hubiera trampas explosivas; sólo que si las había, estaban colocadas más abajo.

A través del tubo vi un tramo de escalones que daban a una cancela de seguridad. Por la rejilla ornamental de la cancela salía una luz que dibujaba sombras con forma de arabescos negros sobre las escaleras. También arrojaba la sombra de una silueta pegada a la pared con un objeto que tenía todo el aspecto de ser un rifle sujeto a la altura del codo. No pude captar el olor con la suficiente claridad como para averiguar quién era, pero no por culpa del hechizo. El olor dulce y acre de una marihuana de la mejor calidad subía por las escaleras e inundaba mis vías respiratorias con exclusión de cualquier otro aroma.

El hecho de que tuviera un rifle no significaba que no fuera un vampiro, pero la marihuana sí. Las drogas no tienen efecto sobre los vampiros porque carecen de metabolismo; son algo que por lo tanto no les interesa. Tienen otros vicios para compensarlo.

Me erguí, me guardé el tubo por dentro de la chaqueta y salté a través del hechizo. Cualquier ligera duda que me hubiera quedado con respecto al tipo de portero con el que iba a enfrentarme desapareció al ver que no se producía ninguna respuesta inmediata ante el pitido que emitió el hechizo nada más atravesarlo. La sombra de la bota de tacón del portero incidió por fin sobre el cemento cuando yo ya había bajado toda la escalera y había metido la mano por la rendija de arabescos para agarrarlo de la camisa. Le golpeé la cabeza a toda prisa contra la cancela de dos hojas firmemente cerrada y él se derrumbó. Llevaba las llaves en el bolsillo.

Sencillo.

Lo que no fue tan sencillo fue soportar la reverberación de las paredes. Sonaba como a tambores o como a latidos rápidos de muchos corazones. No pude descifrar qué era, pero me alteraba la presión sanguínea. Entré y salté por encima del portero inerte. Me tomé un segundo para esposarlo a la cancela con las esposas que él tan precavidamente llevaba en el bolsillo de atrás.

Entonces vi que se me habían pegado un par de puntos rojos a los vaqueros. Me despegué uno con el dedo. Dijo «Cuarenta y dos». Me despegué unos cuantos más. Llevaban números escritos. Procedían de una caja en la que había muchos puntos rojos, bastantes naranjas y un par de círculos amarillos brillantes. Todos tenían números escritos encima excepto los amarillos.

Cogí uno de cada, me apoderé de la linterna del portero y seguí andando por el pasillo. Se inclinaba hacia abajo con una fuerte pendiente; no tanta como la de las escaleras, pero casi. El sonido era cada vez más atronador a medida que bajaba porque se producía un extraño eco en aquel lugar cerrado. Y sin embargo me sonaba de algo, había oído antes ese ruido, solo que no conseguía localizarlo.

Hasta que de pronto no necesité darle más vueltas.

Al final del pasillo se abrió de golpe una puerta y un tipo salió, evidentemente en estado ebrio. Al mismo tiempo una ola de luz, ruido y olores penetraron en el pasillo. Sujeté la puerta antes de que se cerrara y vi que me hallaba en la parte trasera de una sala grande con asientos corridos al estilo de gradas repletos de gente. No podía ver gran cosa porque un par de tipos enormes me bloqueaban la visión.

Los dos vampiros me miraron. Uno tenía pinta de aburrido; el otro simplemente de malévolo. El aburrido dijo algo, pero no comprendí qué. Tengo un oído excelente, pero el nivel acústico del local era increíble. El jolgorio que se desarrollaba a sus espaldas había alcanzado su culmen y la multitud charlaba y daba golpes en el suelo con los pies.

Ése era el extraño sonido que había oído: el golpear rítmico y colectivo de cientos de pies sobre el suelo sucio. Aquel lugar parecía un sótano: uno de esos locales de los que hay miles en los viejos edificios de Chinatown. Esos sótanos, junto con los túneles que los conectan, los utilizaban en su día las mafias chinas como ruta de escape en sus constantes rencillas. En la actualidad se han convertido en su mayoría en centros comerciales y en almacenes para guardar las falsificaciones de Gucci de contrabando.

Pero éste tenía otra función.

A lo largo de una mugrienta pared había un grafiti dorado, pero a diferencia del que había en el local de Fin no avanzaba. En su lugar una serie de contornos abstractos enmarcaban una lista de nombres con números en la columna de al lado. Eran apuestas, comprendí.

El vigilante aburrido señaló el punto amarillo pegado a mi ropa y ladeó un dedo a la izquierda. Yo no sabía qué significaba el gesto, pero seguí su indicación. Al menos podía pasar.

Rodeé a la multitud sin alejarme de la pared en busca de la figura a la que había estado persiguiendo por la calle. No fue fácil, porque yo estaba al fondo y mi cabeza quedaba a la altura de los hombros de muchos de los clientes. Pero aquí y allá capté lo que me pareció una versión en vivo y en directo de los enormes pechos de Olga.

Un enorme ogro con un taparrabos de piel pinchaba con una lanza a un trol vestido con la misma escasa indumentaria. El trol tenía una porra, pero no la usaba. La tenía tirada en el suelo; la pesada madera era un pobre sustituto de sus propias manos, que eran como piedras.

Parecía como si el trol quisiera cascarle la cabeza al ogro como si se tratara de una nuez. La idea no hacía muy feliz al ogro, que no dejaba de pinchar al trol con la lanza en los diminutos ojos. Pero teniendo en cuenta lo inútiles que son los ojos de los trols, la estrategia me pareció poco eficaz. Y además tenía el contraproducente efecto de cabrear al trol.

Por suerte para el ogro, que debía de ser la mitad de grande que el trol, las montañas de carne de trol no se mueven con demasiada rapidez. No hacía más que mantener las enormes manos alzadas hasta que una de ellas cayó al suelo con un tremendo golpe. Según parecía comenzaba ya a sentirse frustrado, pero también el ogro empezaba a hartarse. Aquello no duraría mucho más.

Vi una especie de asientos construidos con cajas por encima de nuestras cabezas. Formaban una plataforma pegada a la pared. Parecía como si la hubieran construido para tapar la entrada de otro túnel por el que atisbé un montón de desvencijados peldaños de madera que se perdían en la oscuridad.

Me dirigí allí. Esperaba que las escaleras me proporcionaran un punto de vista ventajoso desde el que examinar toda la sala. Al pie de las escaleras había un vampiro que vigilaba el paso, bloqueado con una cuerda. Al ver que llevaba la etiqueta amarilla pegada a la camiseta me dejó entrar. Había subido la mitad del tramo de escaleras, que vibraban suavemente con el entusiasta repiqueteo de la multitud, cuando de pronto se sacudieron violentamente.

Un hombre salió tambaleándose de la oscuridad en lo alto de las escaleras. Por la pechera de su camisa blanca se derramaba una cascada de sangre roja brillante. Apenas conté con unos segundos para reconocer a Geminus; ver como se balanceaba sobre el descansillo superior de las escaleras, la herida abierta en el cuello, el cuchillo clavado en la espalda y la expresión de incredulidad en su rostro. Después cayó al suelo en medio de sus dos agresores, sangrando y manchando la arena.

Según parecía, al final, aquella antigua profecía era cierta.