33

Cinco minutos más tarde estaba de patitas en la calle frente al edificio de Geminus. No en sentido literal en esa ocasión; él no me había echado, pero tampoco había admitido absolutamente nada. Faltaban solo unas cuantas horas para el juicio, y no me quedaba ni una sola idea.

Dos sombras silenciosas se despegaron de los ladrillos y me siguieron calle abajo. No dijeron absolutamente nada; ni siquiera me preguntaron qué había ocurrido. Por supuesto, por mi forma de soltar tacos debían de haber adivinado que no me había ido del todo bien.

Me apoyé contra un edificio unas cuantas manzanas más lejos y encendí un porro arrugado que me encontré en el bolsillo de la chaqueta. Inhalé hondo y retuve el humo por un segundo antes de soltarlo. Las drogas no me hacen mucho efecto debido a mi metabolismo acelerado, pero mejor eso que nada. Y aquélla era una marihuana excelente.

Después de unos instantes me pegó el subidón. Sentí que se me despegaban los huesos unos de otros y que, como consecuencia, se me relajaban los tendones del cuello, de los hombros, de las muñecas y de las manos. Era como flotar sobre la marea. La tensión desapareció desde la espalda hasta los dedos y me sentí relajada, si no más feliz.

Aunque no era precisamente calma lo que necesitaba sentir. La escena con Geminus me había alterado, pero no tanto por la razón que él pretendía. No era la primera vez que me agredían; sí era, sin embargo, la segunda de las dos únicas veces en mi vida que deseaba que me diera un ataque de dhampir y no lo conseguía.

La otra había sido justamente el día anterior, al atacarme Ǽsubrand.

Tendría que haber roto el control que Geminus mantenía sobre mí. Aunque solo fuera por un momento, al menos para recuperar las armas. Y cuando apuñalé a Ǽsubrand debí darle en un órgano vital. Pero en vez de eso en ambas ocasiones había quedado como una imbécil. Y comenzaba a sospechar cuál era la razón.

El vino fey me había parecido un regalo de los dioses, pero no es oro todo lo que reluce. Todo lo que provenía de Fantasía me había parecido siempre mejor, más bonito, más excitante de lo que luego era en realidad. Brillaba como el oro, pero si arañabas la superficie lo que aparecía debajo era mucho más oscuro. Así que tenía que tomar una decisión: seguir tomando el vino y apechugar con unos recuerdos que no me gustaban y con una pérdida sustancial de mi poder, o dejar de tomarlo y padecer ataques asesinos.

Maravilloso.

El reloj que seguía su curso regular dentro de mi cerebro tampoco contribuía mucho a mejorar mi estado de ánimo. Geminus tenía mi número, pero no parecía tener ganas de usarlo. O bien realmente no tenía la piedra, o bien era lo suficientemente estúpido como para creer que podía vencer a un fey. Así que no quedaba nadie de la lista que no estuviera o bien muerto, o bien con las cuentas bien ajustaditas. Al menos en lo que a mí me concernía. Puede que Caedmon tuviera más suerte, pero él no estaba en Nueva York. Y para cuando llegara Louis-Cesare ya estaría sentenciado y posiblemente ejecutado.

Marlowe tenía razón: por algún lado había que salir. Y había que salir ya.

Llamé a un taxi. Había una persona que no estaba en la lista y que podía saber algo. Ya había disfrutado de mi ración diaria de vampiro viejo y chulo en busca de pelea, dispuesto a contarme una mierda. Pero siempre era mejor hablar con Anthony que no intentarlo.

Aunque tampoco es que fuera mucho mejor.

Un taxi amarillo se detuvo frente a mí y el dúo silencioso se subió. Yo iba a hacer lo mismo cuando sonó mi teléfono.

—¿Sí?

—¿Quién diablos te ha enseñado a contestar al teléfono? —preguntó una voz alegre.

No estaba segura de haberla reconocido; hacía mal tiempo y la señal se perdía.

—¿Fin?

—El mismo que viste y calza. ¿Sigues interesada en ese inútil?

—Sí, ¿por qué?

—Porque acaba de aparecer por su apartamento. Mis chicos están esperándolo abajo. Si quieres hablar con él antes de que lo despedacen, ahora sería el momento.

—Ahora es un buen momento —afirmé yo con ardor—. Gracias, Fin.

—¿Adónde? —preguntó el taxista.

—Chinatown.

Un cuerpo cayó al suelo a mis pies con la suficiente violencia como para lanzarme un chorro de sangre a la cara. Me la limpié y alcé la vista. Detestaba que me ocurriera eso.

—Tu muerte será todavía peor como no abandones mis dominios —tronó una voz desde la tercera planta del edificio de pisos de alquiler—. Soy siervo del Fuego Sagrado, soy el que empuña la llama de Arnor…

—¿Entonces debo llamarte Gandalf? —pregunté yo.

Metí la punta de la bota en una raja de la pared. Por un momento se hizo un silencio completo, a excepción del ruido que hacía yo al escarbar con la bota y desgajar un trozo de ladrillo en busca del premio. Justo en el momento en el que se soltaba la sujeción, puse una mano en el oxidado peldaño inferior de la escalera de incendios. Me bastó con un meneo y un empujón para llegar al primer descansillo de la escalera, donde un gato con aspecto fiero me maulló y luego saltó al siguiente descansillo.

Hubiera preferido usar la puerta, pero estábamos tratando de cubrir todas las salidas. Los chicos de Fin estaban en el portal, y Frick y Frack vigilaban los laterales. Aquélla era la única salida que quedaba, y yo no estaba dispuesta a dejarle usarla.

—¡Vaya tonterías! —exclamó la voz desde el tercer piso al tiempo que se asomaban un par de ojos dorados por la ventana—. Eres una de esas frikis dhampir. ¿Por qué lees a Tolkien?

Me encogí de hombros y luego esquivé la maceta de geranios que me arrojó.

—Después de quinientos años, acaba por darte tiempo a leerlo casi todo. Además, tiene una increíble habilidad para inventarse mundos fantásticos.

—¿Tienes quinientos años? —preguntó la cabeza, asomando un cuerno curvo—. ¡Imposible!

—Sí.

Seguí al gato escaleras arriba. Salté el hueco de dos escalones juntos que faltaban y subí al segundo piso. Se me iban quedando las escamas del metal oxidado en las palmas de las manos.

—Bueno, pues no parece que tengas más de cuatrocientos —me dijo en el preciso momento en el que una lámpara de cerámica estallaba contra la barandilla de la escalera justo a mi lado.

Uno de los pedazos rotos debió de golpear al gato, porque comenzó a maullar muy alterado. De pronto mi objetivo asomó la cabeza entera por la ventana a pesar del peligro.

—¡Oh, no! ¡Mini!

—¿Mini? —repetí yo.

La rechoncha criatura trepó hasta el poyete de la ventana y alargó una patita con un gesto suplicante.

—¡Ven con papá! —canturreó la cabecita.

Pero el gato no estaba de humor. Nos maulló a los dos y trató de escabullirse corriendo por entre mis piernas. Sólo que yo lo cogí y lo levanté con cuidado de mantener lejos de mí aquellas uñas.

—¿Tienes un gato? —le pregunté alzando una ceja.

Aquella bola de pelo que tenía en las manos no dejaba de maullar y sisear.

—¿Y por qué no iba a tenerlo?

El rostro de aquella criatura no era realmente muy expresivo, pero por su tono de voz se notaba que estaba a la defensiva.

—Porque tú eres un perro.

—¡Soy un luduan! —dijo la cosa muy enfurruñada.

Yo lo miré de arriba abajo. Puesto de pie sobre sus patas con calcetines debía de medir quizá unos noventa centímetros de alto. Eso de haber tenido pies, cosa que no tenía, y de haber sido diseñado para andar sobre dos piernas, que tampoco era el caso. Su cuerpo, cubierto de un pelo marrón dorado, se parecía al de un perro, a excepción de la enorme cabeza con forma de león y de la melena rizada castaña. Y para complicar un poco más las cosas, tenía un cuerno al estilo de un unicornio justo en el centro de la frente.

—Un luduan de aspecto perruno —me corregí yo.

—¡Dame a mi gato! —me exigió la cosa.

—¿O si no qué? ¿Vas a pegarme como un balrog?

La cosa entrecerró los ojos dorados antes de contestar:

—He citado a Tolkien porque él dice las cosas mejor que yo. Pero todavía puedo abrir una lata de mierda y lanzártela.

—Tienes razón —le dije yo—. Él habla mejor.

La criatura utilizó el cuerno para enganchar la radio por el asa, listo para lanzármela. Yo dejé colgando al gatito fuera de la barandilla de la escalera.

—Inténtalo.

Él arrugó toda la cara.

—¡Oh, vamos! No hagas eso. ¡Vas a asustarla!

—Puede que se nos ocurra alguna solución —ofrecí yo.

Él suspiró resignado.

—No tengo dinero, ¿vale? Así que ya puedes decirle al que sea de los tiburones para el que trabajas que está perdiendo el tiempo.

—No vengo a por dinero.

—¡Pues no te vas a llevar tampoco ni una tajada de mi carne!

—No he venido a darte un mordisco.

La enorme cabeza se ladeó.

—Entonces, ¿a qué has venido?

Volví a dejar a la gata en la ventana. No parecía que me tuviera mucho miedo. Quizá porque el «cuerpo» que había caído abajo se había desvanecido como la ilusión que era.

—Sólo quiero hablar contigo.

—¿De qué?

—De lo que pasó anoche en la discoteca de Ray.

Aquellos enormes ojos parpadearon sin dejar de mirarme.

—¿Cómo dices?

—Ya me has oído.

—No, no te he oído. Es el tipo de conversación que puede dejarme clavado al suelo por el cuerno —contestó el luduan, dándose golpecitos cariñosos en el cuerno—. Se supone que este cuerno es un afrodisíaco, ¿sabes? Aunque no es que últimamente me haya procurado mucho placer. ¿Tienes idea de las pocas damas luduans que existen hoy en día?

—Pues no.

—Ni yo —negó él amargamente—. Sólo sé que por aquí no hay ninguna.

—Es un asco. Y ahora, ¿vas a ayudarme o no?

—¡No!

—¡Eh, gatito, gatito!

—¡Basta ya!

—Escucha: puedes hablar conmigo o con los chicos de Fin. Están esperándote abajo. Pero yo soy mucho más simpática —le dije. Él me lanzó una mirada mortal—. Vale, eso es mentira. Pero puedo ayudarte a salir.

—¿Cómo?

—Dime lo que sabes y te saco del lío con Fin.

Yo no podía permitirme pagarle las deudas, pero no creía que Mircea me pusiera muchas pegas por un pequeño desembolso en su cuenta corriente si eso ayudaba a Louis-Cesare.

Él me miró durante un buen rato con sus ojos dorados más brillantes que las farolas de la calle.

—Toca mi cuerno —me dijo al fin.

Entonces fui yo la que se mostró cauta.

—¿Eres un pervertido?

—No, pero hagamos como que sí —dijo él, olfateando el aire—. No eres mi tipo.

Tenía que darle las gracias a Dios por esas pequeñas clemencias.

—Si me envenenas no podré ayudarte con Fin —señalé yo.

Él bostezó y enseñó una boca llena de dientes afilados como agujas. Hacían juego con las garras de las patas.

—Tranquila. Solo estaba fardando. Aunque no es que no me sepa unos cuantos trucos, ¿eh?

—Como el de la llama de…

—Cállate.

Decidí que no tenía tiempo para andarme con suspicacias. Subí al descansillo de la escalera de la tercera planta y toqué el cuerno. Y en cuanto mi dedo rozó la punta, él me la clavó.

—¡Auj!

—¡No seas niña! —exclamó él mientras su cuerno, aparentemente poroso, absorbía mi sangre.

Él puso los ojos en blanco y se quedó ahí sentado, murmurando y poniendo caras raras. Yo lo dejé en paz un minuto y le di un achuchón a la gata. La malcriada gata maulló y él abrió los ojos.

—Eres toda una tía, ¿lo sabías?

—Ya te he dicho que más vale que no seas un pervertido.

—¡No es eso!

—Pues casi me engañas.

—Como si fuera difícil —se rió él—. Y ya puedes soltar a Mini. Sé que no vas a tirarla.

—¿Quieres apostar?

Él suspiró.

—Señorita… ¿o puedo llamarte Dorina?

—¡No!

—Vale, Dorina, te lo voy a explicar. Soy un luduan. Al saborear tu sangre sé qué tipo de persona eres: si me estás mintiendo, bla, bla, bla —dijo, haciendo un gesto con la pata—. Ya sabes cómo funciona esto, de otro modo no estarías aquí. Así que no me hagas perder más el tiempo.

Yo suspiré y saqué el arma.

—Tienes razón. Soy incapaz de matar a una criatura simplemente por diversión. Por otro lado tú…

—¡Eh! —exclamó él, entrecerrando los ojos—. No hace falta ponerse agresivos. ¿Te he dicho yo que no íbamos a hacer el trato?

—¿Entonces a qué ha venido todo eso de la sangre?

—Es para dejar las cosas claras. Ahorra tiempo. De otro modo la gente intenta mentirme y eso me produce verdaderos dolores de cabeza —dijo el luduan, tocándose la frente junto al cuerno—. Justo aquí.

—Entonces, ¿hacemos un trato?

—No lo sé. ¿Qué es lo que quieres saber exactamente?

—Bueno, para empezar podrías decirme quién mató a Jókell.

La criatura echó las orejas atrás, abrió los ojos inmensamente y después empezó a hacerme señas desesperadamente con la pata.

—¡Entra aquí!

Podía ser una trampa, pero no lo creía. Él parecía estar realmente asustado. Antes de que pudiera dar un paso me enganchó por la chaqueta con el cuerno y me arrastró dentro. Inmediatamente cerró la ventana. Me encontré en un estrecho pasillo en el que olía a moho, a pis y a condimentos.

No tuve tiempo de observar a mi alrededor porque me arrastró al apartamento antes de que mis ojos se ajustaran al cambio de luz y cerró la puerta.

—¿Está muerto? ¿Estás segura? ¿Qué ocurrió?

El luduan movía la cola adelante y atrás con mucho nerviosismo y caminaba de un lado para otro por el apartamento. Parecía aterrado.

—Sí, sí, estoy segura. Alguien le sacó las tripas —dije yo.

Busqué a mi alrededor una silla, pero no había ninguna.

—¡Pero él tenía la protección! —exclamó la cosita verdaderamente angustiada.

—¿Te refieres a la Naudiz?

—¡Sí, esa cosa! —volvió a exclamar, arrugando toda la cara para esbozar lo que yo supuse que era un gesto de mal humor—. ¡Ojalá no hubiera oído hablar jamás de ella!

—Todo el mundo dice lo mismo. Pero entonces, ¿qué pasó?

Él suspiró y se sentó sobre las patas de atrás, pero según parecía a su juicio la cabeza le quedaba aún demasiado baja con relación a mí.

—Siéntate, ¿quieres?

—¿Dónde?

Era evidente que el apartamento estaba pensado para seres no humanos. La escasa luz de las farolas que entraba formando un ángulo por las rendijas de las persianas dibujaba rayas sobre un nido de mantas colocadas en el suelo, una cuerda de cuero sin curtir que servía de hueso para afilar los dientes con un extremo mordisqueado y un par de platos. Supuse que los platos eran para el gato, porque también había montones de envoltorios de comida basura por los rincones.

—Las sillas están allí —dijo él, captando el lenguaje de mi cuerpo—. Las tengo para mis clientes bípedos.

Usó el cuerno para señalarme una pila de sillas plegables amontonadas en la zona del comedor, y yo fui a por una. Por fin nuestros ojos estuvieron a un nivel más similar.

—Cuéntame.

—Fue la peor noche de mi vida: estaba convencido de que me moriría.

—¿Estabas allí? ¿Estabas en el despacho cuando lo atacaron?

—Sí. Llevaba allí como un minuto. Llegué tarde porque tuve que esperar a que se marchara el vampiro propietario de la discoteca. Se suponía que iban a entretenerlo para que saliera de la oficina, pero no hizo falta. Se marchó por su cuenta y yo entré. Y unos segundos más tarde llegó el matón.

—Tú trabajabas para Geminus. —Yo no quería hacerlo, pero necesitaba el dinero. Estaba en deuda con él; una deuda de aúpa. Y los chicos de Fin iban a descuartizarme; me habrían matado.

—¿En deuda? ¿Por qué?

El luduan parpadeó varias veces sin dejar de mirarme.

—Estás de broma, ¿verdad? Geminus es el propietario de la mitad de los garitos de pelea ilegales de por aquí. Peleas entre un fey y un humano, entre un fey y un fey, entre un humano y un humano; cualquier cosa. En serio: todo vale mientras la gente pague por verlo. O apueste.

Me quedé mirándolo. Algunas piezas del rompecabezas iban encajando en su lugar. Aparte de las drogas y de las armas, otra de las cosas que se importaban ilegalmente de Fantasía eran las peleas sin cuadrilátero. Era irónico, porque era precisamente de esas peleas de lo que huían los feys de la oscuridad cuando escapaban de Fantasía y de sus oponentes, los feys de la luz, y llegaban a Nueva York en busca de una vida mejor. Algunos feys de la luz los trataban como a animales, pero al llegar aquí se encontraban con que no tenían ni contactos, ni elección.

Las autoridades impedían las peleas siempre que se topaban con una, pero tampoco era para ellos una prioridad. No era un asunto importante y menos en plena guerra, y al fin y al cabo eso era lo único que le importaba a la gente. O puede que hubiera otra razón.

—¿Me estás diciendo que un senador está implicado en el contrabando de las peleas?

—¿Implicado? ¡Él es el que lo dirige todo! Lleva haciendo contrabando más tiempo que nadie. Comenzó trayendo a gente para las peleas que había ya montadas aquí, y luego se separó y se montó su propio tinglado. Ahora mismo está metido en un poco de todo.

Me quedé ahí, sentada. Me estaba poniendo cada vez más furiosa. No era de extrañar que estuviera costándonos tanto trabajo acabar con los contrabandistas. Geminus debía de andar soplándoles a los suyos cada uno de nuestros movimientos. Y mientras tanto nosotros íbamos quitándole de en medio a sus competidores como Vleck o Ray. Así que él se llevaba cada vez una porción más grande de la tarta.

Debía de ser verdad que no le interesaba la política.

—¿Para qué quería él la runa?

—No me dio detalles, pero supongo que la runa le permitía controlar las peleas. Si le daba la piedra al luchador que quería que ganara, podía saber el resultado con antelación. Y así se llevaría más tajada de la que se lleva ya. Mi deuda no era nada comparada con eso.

—Así que accediste al cambio.

—Me pareció sencillo: un pequeño truco de manos que no hacía daño a nadie. Jókell se llevaría su dinero y yo me libraría de todas las deudas que tengo con todo el mundo y me quitaría de encima a Geminus. No esperaba que nos atacaran.

—¿Qué ocurrió?

—Yo apenas acababa de llegar. Jókell había sacado la runa del colgante y estaba a punto de tendérmela cuando de pronto la puerta se abrió de golpe y alguien me lanzó volando por el despacho.

—¿Quién te atacó?

—No lo sé. No lo vi.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que no lo viste? ¡Tú estabas allí!

—Justo allí. Y casi inconsciente. Me di un golpe contra la pared y no me abrí la cabeza de milagro. Oí que peleaban detrás de mí, me di cuenta de que algo estaba saliendo mal y comprendí que tenía que largarme. Pero sólo había una ventana y estaba tapiada, y esos dos se estaban peleando en medio del despacho. Imposible llegar hasta la puerta.

—¿Qué hiciste?

El luduan encogió sus lustrosos hombros perrunos o lo que fuera.

—Lo único que podía hacer. Traspasar el portal de Fantasía. Pero allí el tiempo ahora va más despacio, así que por eso he tardado tanto en volver. Yo había dicho que era como si el luduan hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Solo que no sabía que fuera verdad en sentido literal.

—¿No viste nada?

—Volví la vista justo al atravesar el portal para ver si alguien me seguía. Y vi a alguien con una capa oscura. Pero no le vi la cara.

—Pues dime lo que viste. ¿Era gordo o delgado? ¿Alto o bajo? ¿Viste el color del pelo?

—Vi la espalda de la capa, y vi que llevaba la capucha puesta; no sabría decirte más. Además a mí todos vosotros me parecéis altos.

Él musitó algo que sonó a «planeta de mutantes».

—Olores, entonces. ¿Cómo olía? O sonidos. ¿Dijo algo?

Llegados a ese punto, yo me conformaba ya con cualquier información que pudiera darme.

—Yo no tengo esos sentidos tan desarrollados como vosotros, y en esa discoteca hay demasiados olores y demasiado ruido. Además, me parece que no dijo nada.

Me quedé mirándolo con frustración. Tenía un testigo que no se había molestado en mirar… ni en ninguna otra cosa. Perfecto.

—Tú sabías que yo era una dhampir antes incluso de que abriera la boca —le recordé yo—. Debiste de notar algo.

—Sé distinguir las especies incluso aunque disfracen su aspecto con glamour. Es la verdad —dijo meneando una pata.

—Entonces, ¿qué era?

Él abrió la boca para decir algo, pero enseguida se interrumpió y frunció el ceño.

—¿Sabes? Es extraño.

—¿El qué?

—No había pensado en ello. Pero ahora que lo dices, yo juraría que era humano.