Salí al calor del camino que llevaba a la puerta principal de la casa y al mar de plásticos blancos de las tiendas ambulantes. Deseé haberme comprado un par de gafas de sol, pero no había tenido tanta suerte. Así que le compré unas a un vendedor que se alegró de hacer negocio después de que todos sus clientes hubieran salido huyendo.
O al menos lo intentaran. Todavía quedaba un buen atasco de coches que trataban de salir de las inmediaciones llenando el aire y las carreteras secundarias. Decidí dejar el Camaro donde estaba y dirigirme a pie a mi primer destino.
A mi lado y resguardados cuidadosamente del brillante sol venían dos vampiros de aspecto poco feliz. Me figuré que los enviaba Marlowe porque en ningún momento intentaron atacarme, pero tampoco estaba segura. No se presentaron a sí mismos ni se dignaron percatarse de mi presencia. Pero cada vez que yo daba un paso, ellos me seguían.
Tres kilómetros y alrededor de una tonelada de sudor más tarde me encontré contemplando una laberíntica mansión que rivalizaba con la de la cónsul en tamaño aunque no en elegancia. Pero claro, era de alquiler. Mostré la nota de Claire ante la puerta y me dejaron esperando media hora en el enorme vestíbulo revestido de paneles de madera.
Por supuesto, no había aire acondicionado. Yo estaba convencida de que la casa tenía que estar bien equipada, pero los vampiros no lo necesitan. Sólo lo encienden en general cuando tienen a humanos a su alrededor a los que quieren impresionar, pero según parecía yo no pertenecía a esa categoría.
Por fin me hicieron pasar a un cuarto de estar. O al menos eso me figuré yo que había sido antes de transformarlo completamente, llenándolo de seda roja y de braseros. Los braseros estaban encendidos y hacía más calor que en el infierno, pero no fue ésa la razón por la que me tambaleé y casi me caí. El poder que irradiaba de la sala fue como un puñetazo en el estómago. Sentí algo parecido a lo que había experimentado al entrar en la casa de la cónsul, sólo que la mayor parte de ese poder procedía de una diminuta mujer sentada en un trono feo y enorme.
Cuando yo nací la altura media de los hombres era de un metro sesenta y cuatro, así que para esa época y siendo chica a mí se me consideraba bastante alta. Luego los tiempos habían cambiado, las dietas habían mejorado y yo había acabado comprando la talla pequeña de las tiendas. Pero un solo vistazo a Ming-de me bastó para decidir dejar de quejarme durante una buena temporada. De haber tenido ella que ir a comprar al centro comercial del barrio, habría tenido que entrar en las tiendas de niñas.
Aunque no parecía que ella tuviera ese problema. Sus quimonos de seda amarillos de un tono brillante apenas dejaban tres escasos centímetros sin bordar con una espléndida variedad de fantásticas fieras. Llevaba un tocado en la cabeza con perlas del tamaño de cerezas y un montón de borlas doradas que reflejaban la luz cada vez que se movían. Y sus piececitos de unos ocho centímetros de largo iban revestidos con unos zapatos tan repletos de bordados, que ni siquiera se veía la tela.
Tenía los diminutos e inútiles pies colocados tiernamente en alto sobre un reposapiés bien almohadillado, y a cada lado había arrodillado un centinela. Por qué, no lo sé. No es que fuera a necesitarlos.
Finalmente conseguí levantarme del suelo y me tambaleé hasta el pie de las escaleras que llevaban al estrado donde estaba colocado el monstruoso trono. Estaba plagado de bestias míticas doradas que no dejaban de serpentear. O puede que fueran de oro sólido, ¡demonios, no lo sé! Pero no parecía que Ming-de anduviera escasa de dinero. Tras el estrado había un par de pantallas altas decoradas de una manera muy similar de modo que toda la sala era una explosión de oro.
Me quedé ahí de pie con mi camiseta sudada y cierta sensación de desentonar en aquel lugar.
Pero entonces ella alargó hacia mí una diminuta cabeza en lo alto de un palo y yo me alegré. La mía era más grande.
La diminuta cabeza reducida era la del que había sido el intérprete de Ming-de durante unos cuantos cientos de años, porque desde luego ella no iba a rebajarse a aprender una lengua bárbara. Según los rumores Ming-de se la había cortado al capitán de un navío inglés hacía mucho tiempo, aunque después de reducirla y de la expresión que se le había quedado era difícil saberlo con precisión. Estaba polvorienta.
—Por favor, dile a su serena alteza que vengo en representación de una princesa de los feys —le informé yo a la cabeza, satisfecha de haber encontrado el modo de comunicarme con ella.
—Ella lo sabe —me dijo la cabeza en tono de queja. Era más o menos del tamaño de una manzana silvestre, y según parecía su personalidad encajaba a la perfección dentro de ella—. Has traído una nota, ¿no es así?
—Dile que he venido a preguntar por un objeto perdido propiedad de los feys.
—Eso también lo sabe. Me ha dicho que te informe de que ella lo compró de buena voluntad y en la creencia de que pertenecía al fey que se lo vendió. Se lo devolvería a la princesa, pero jamás llegó a estar en su poder, así que de nada sirve discutir. Que tengas un buen día.
—Por favor, dile a su serena alteza que la princesa aprecia su cooperación. Ella intenta evitar por todos los medios un posible encuentro desagradable cuando su familia llegue mañana. De recuperar la piedra antes de entonces, todo el asunto quedaría olvidado. En caso contrario…
—¿En caso contrario qué?
—El asunto dejará de estar en sus manos. Su familia se hará cargo de la búsqueda de la piedra. Y puede que ellos se pregunten cómo una persona tan astuta como la emperatriz ha podido dejarse embaucar en semejante fraude. Puede que se pregunten también por qué todavía tiene que tomar represalias contra ciertas personas por su duplicidad.
—Ella no pagó nada por la piedra —dijo Malhumorado con el ceño fruncido—. Desapareció antes de ser autentificada y la transferencia de fondos jamás llegó a realizarse. Ella no perdió nada.
—Perdió un valioso objeto que tenía todo el derecho a considerar como suyo. Perdió su imagen frente al resto de los que pujaban, que en su mayoría saben que la piedra ha desaparecido. Y también perdió la ventaja que le habría proporcionado en el desafío de esta noche.
—¿Estás acusando a la emperatriz de engaño? —preguntó aquella diminuta cosa con expresión de ira.
Había un par de cosas que aquella cabecita todavía no le había comunicado a la emperatriz, cuyo bello rostro seguía tan sereno como siempre. No obstante sus uñas no paraban de hacer clac, clac, clac sobre los brazos del trono. Yo comenzaba a pensar que quizá la palabra «intérprete» no fuera la más exacta.
—Sólo estoy señalando lo que puede que piensen los feys —dije yo, observando a la cabeza con suspicacia—. Todo quedará olvidado si la piedra es devuelta antes del desafío de esta noche.
—¿Y ahora de qué la acusas? ¿De robar algo de su propiedad?
—No es de su propiedad; es propiedad de los feys. Y tu señora es sabia. Puede que lo haya descubierto y que se haya dado cuenta de que el único modo de retener la piedra es…
No conseguí terminar la frase, pero sí descubrí para qué servían los dos centinelas. Segundos más tarde mi culo aterrizaba en el suelo ante el elegante camino circular que llevaba a la puerta principal. Frick y Frack me esperaban justo fuera del portón de entrada, incómodamente acurrucados bajo la sombra de un pequeño arce. Ya no se molestaban en ocultarse, supongo que porque sabían que yo los había visto. Echaron un vistazo a mi desaliñado aspecto y sonrieron.
Les devolví la sonrisa y alcé la vista hacia el deslumbrante sol.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. Nos queda una caminata de cinco kilómetros hasta el coche.
Un chico joven y guapo, de cabello rubio y sedoso y grandes ojos azules, que además tenía pulso, me abrió las puertas dobles del dúplex de tres pisos de Manhattan. Yo no esperaba a una legión de guardias; aquélla era una residencia privada, no la central de los vampiros, pero el portero humano fue una novedad.
—Llegas tarde —me reprochó en buen tono, haciéndose a un lado.
Como yo no me había molestado en avisar de mi visita, lo encontré un tanto extraño.
—Lo siento.
Me cedió el paso, pero no a mis sombras. Así que los dejé en el vestíbulo, figurándome que Geminus no querría hablar delante de los hombres de Marlowe. Los últimos rayos del sol poniente entraban a raudales por los altos ventanales que recorrían el vestíbulo de suelo a techo.
En contraste, la nueva oficina del Senado en Nueva York resultaba pobre. Un candelabro de cristal brillaba colgado del techo a más de seis metros de altura e iluminaba una inmensa escalera de peldaños de mármol de Carrara con su barandilla de hierro forjado. Hacia la izquierda el espléndido suelo de mármol daba a un salón de baile de dos alturas que pude atisbar tras pasar por delante de un grupo de puertas.
—El salón principal —me dijo el portero, que me indicó la sala de baile con un movimiento de la mano.
Atravesé el pasillo a la espera de caer en una emboscada, pero no me tendieron ninguna. La sala era extensa y tenía grandes ventanales con magníficas vistas sobre el ocaso en Nueva York. La decoración me recordó mucho a la de la central de los vampiros: toda en madera antigua, molduras de bordes dorados y, en este caso, un esquema de color en blanco, negro y oro. Era el tipo de salón que requería un gran maestro, con grandes y pesados marcos en cada pared. Y sin embargo, a pesar de haber espacio de sobra no había ni un solo cuadro.
Pero lo cierto era que había una razón.
De pie junto a la chimenea había un vampiro cuyo pelo de color castaño rojizo brillaba con la luz. No alzó la vista al acercarnos; centraba su atención en una joven mujer que se retorcía de cara a la pared. Ella lucía un vestido largo y rojo que le caía hasta los tacones altos, pero no llevaba nada debajo y su piel desnuda resplandecía con la tenue luz.
El pelo le caía por la espalda a excepción de unos cuantos mechones que se le pegaban a las mejillas debido al sudor. Caía en cascada y le llegaba casi hasta la cintura, pero entonces el vampiro se lo retiró suavemente a un lado. Flotó por sus hombros como una avalancha de seda rojiza y dejó al descubierto un lazo de color escarlata atado a la nuca. El lazo iba enhebrado a lo largo de ocho diminutas presillas doradas y brillantes que sobresalían de un corsé tremendamente ajustado a la espalda.
El vampiro se quedó de pie ante ella, jugando con las presillas. Recorrió con los dedos cada uno de aquellos diminutos ganchos arriba y abajo para asegurarse de que estaban bien apretados a la piel, para ajustarlos otro poco más, más de lo normal, y arrancarle un gemido de los labios. Él estaba de espaldas a mí, así que yo no podía verlo bien; sólo veía sus rizos de un castaño rojizo haciéndole cosquillas en la nuca y la espalda de un esmoquin. Se había quitado la chaqueta y la había dejado bien doblada sobre una silla que había cerca, de modo que iba con la camisa perfectamente blanca y los pantalones negros impecables.
Al principio pensé que lo había pillado en medio de la cena. Los vampiros pueden alimentarse sólo con el contacto, extrayendo moléculas de sangre a través de la piel o incluso por el aire en el caso de un maestro. Y desde luego a juzgar por su reacción, aquella mujer estaba sirviendo de alimento. Se aferraba a la pared y jadeó al comenzar él lentamente a sacar la cinta de las presillas.
La llevaba atada tan fuerte, que se escurría hacia fuera con la mayor facilidad y tenía la piel ya tan sensible, que cada pequeño tirón la hacía temblar. Él trazó con un dedo la línea de su médula espinal. Ella respiró hondo y se estremeció sin querer. No sé si de placer o de dolor, porque él había dejado de tratarla con suavidad. Cada vez que la tocaba le hacía un moratón, pero él dejaba que la sangre se acumulara bajo la piel y no se molestaba en absorberla en absoluto.
Y entonces ocurrió algo que transformó por completo mi creencia de que lo sabía casi todo acerca de los vampiros. Aquel montón de pequeños cardenales de la espalda de pronto comenzaron a cambiar, a fusionarse, a unirse formando dibujos. Donde antes solo había fealdad, un defecto en medio de tanta belleza, surgió una cresta de montañas con almenas.
Él pasó la mano una segunda vez y los cardenales que quedaban se convirtieron en un complicado dibujo de celosía con ramas retorcidas en marrón y negro que enmarcaban las montañas. Y yo por fin adiviné qué estaba haciendo: pretendía curar algunos de esos cardenales en unos pocos días, otros en una semana y otros en dos, de modo que al final adquirieran el matiz de color que él quería.
Aquello le daba un sentido completamente nuevo a la expresión «color vivo».
—Bonito —comenté yo.
El efecto final era sorprendentemente atractivo si no se hacía el menor caso a la forma en que estaba hecho. Y si en realidad eso no importaba, una vez pasada la euforia de la voracidad por la sangre, la mujer sin duda iba a sufrir dolores tremendos.
—Sí, es un objeto bonito —convino él.
Un vistazo a mi alrededor me bastó para comprobar que ella no era la única «obra de arte» de la sala. Había más lienzos luchando débilmente sobre las paredes; cuerpos desnudos, extendidos por toda la sala y expuestos contra el ladrillo. Muchos de ellos estaban esposados con grilletes para mantenerlos en pie, pero la mayoría colgaban flácidos de sus cadenas, desmayados a causa de la pérdida de sangre. Me figuré que eso sería lo peor que podía pasarles. La muerte provocaría que la sangre fluyera hacia las extremidades y por lo tanto arruinaría la obra del artista.
Casi todas eran mujeres jóvenes. Ésa era la razón por la que me había resultado tan fácil entrar.
El maestro dibujó una serie de líneas lívidas en cascada por aquella pálida nalga que prolongó hasta un muslo, formando un desenfrenado dibujo abstracto que imitaba el de las pinceladas. Estaba firmando su obra.
—Geminus —lo llamé yo mientras observaba cómo grababa aquellas líneas en la piel de la mujer.
—A tu servicio.
Por fin él alzó la vista. A pesar de todo el tiempo transcurrido, a mí me causó verdadera impresión volver a comprobar lo bello que podía ser un monstruo.
Éste en concreto tenía los ojos de color avellana, los rizos alborotados de color castaño y el rostro de un querubín, que se iluminó al reconocerme. De pronto sentí que los pies se me escurrían por el suelo encerado y que mis brazos se alzaban hasta clavar las manos a la pared.
Geminus tiró de mi chaqueta, la dejó caer al suelo y pasó una mano por toda mi espalda hasta el culo. Antes de que pudiera darme cuenta de qué estaba ocurriendo, él me había desabrochado los vaqueros como si tal cosa y me los había bajado por debajo de las caderas. Luché, pero dudo que él se diera cuenta siquiera y yo desde luego no conseguí nada.
No es algo que suela ocurrirme con frecuencia. Tengo más fuerza de lo normal y cuento con una resistencia natural a los poderes de los vampiros. Pero lo cierto es que la mayoría de los vampiros con los que trato no tienen dos mil años.
Me agarró una nalga y recorrió cuidadosamente con un solo dedo la piel justo por debajo de la línea del tanga.
—Me preguntaba si es cierto lo que dicen de los dhampir.
Apretó con la suficiente fuerza como para dejarme una marca. No me hacía falta ver para saber qué estaba pasando: yo no me curo tan deprisa como un vampiro, pero tampoco soy tan lenta.
—Interesante —dijo él. Me rodeó con rostro pensativo—. No puedo utilizar vampiros para mi trabajo —añadió en dirección a mí—. Se curan demasiado deprisa. Incluso los nuevos. No hay tiempo para exhibir la pieza, siempre se borra antes por completo; es como si jamás la hubieran tenido.
—¡Qué lástima!
—Lo es, realmente. Son capaces de soportar mucho más daño que un humano.
—Parece que has estado trabajando bastante —dije yo.
Miré a la mujer de rojo. Se había desmayado casi al final del trabajo y colgaba flácida de sus invisibles esposas. Un fino hilo de baba le caía de los labios. Su pecho apenas se alzaba y desinflaba, y su piel estaba mortalmente blanca, a excepción del colorido hematoma. Ése lo llevaría encima durante bastante tiempo.
—En cambio los humanos son lienzos maravillosos —afirmó él—. Aunque tienen sus limitaciones. Aparte de necesitar ciertos cuidados, se curan tan despacio que mis creaciones resultan demasiado estáticas. Igual podría estar pintando en la pared.
—¿Y por qué no lo haces? Bueno, claro, no sangran.
—Pero tú me ofreces ciertas posibilidades que me intrigan mucho. Te curas deprisa, pero no tan deprisa. Ya veo el paisaje. Cambiaría igual que las estaciones durante el transcurso de una sola noche, paso a paso, según te vayas curando. Puede que pinte la pieza central durante la fiesta, ya veremos —dijo él. Miró a su alrededor, hacia la gente que comenzaba a amontonarse, gente que iba de un entretenimiento a otro en grupos de dos o de tres—. Igual que ésta otra.
—Lástima que yo tenga una cita esta noche.
Él tiró de mi camiseta y me la sacó por la cabeza.
—Vamos a ver si podemos anular esa cita —me dijo amablemente.
—¿No temes las represalias?
Me miró inocentemente y comenzó a desabrocharme el sujetador.
—Has venido aquí sin invitación y completamente armada. Y eres una dhampir.
—He venido a hablar —dije yo con brusquedad.
—Pero yo no tenía medio de saberlo —contestó él. Me arrancó la pieza de algodón y la tiró a un lado de cualquier modo. Aterrizó en el suelo junto con la camiseta, y allí se quedaron las dos hechas un higo, como si yo no fuera a necesitarlas ya más—. Y no me ha quedado más remedio que defenderme, claro.
—Te lo estoy advirtiendo. Suéltame, Geminus.
En lugar de soltarme de pronto él se apretó contra mí. Sentí una fuente de calor a lo largo de toda la espalda. Sin previo aviso me agarró los pechos. Lo hizo con firmeza pero sin brusquedad, tratando de humillarme más que de causarme dolor. Su postura era de dominación: apretaba su bajo vientre vestido contra mi culo desnudo, deslizaba lentamente las manos por mi cuerpo inmóvil, me rozaba los pezones para endurecerlos. Pretendía decirme sin palabras que podía hacer conmigo lo que quisiera, que yo no era rival para él: que no era más que otro lienzo que moldearía a su antojo.
Apoyó la barbilla sobre mi hombro sin dejar de acariciar perezosamente mi pecho.
—Tienes una boca muy grande para el poco poder del que dispones.
—Pues tú tienes mucho valor teniendo en cuenta que estás atacando a la representante oficial de una princesa fey.
No me tembló la voz, pero sí comenzaba a sentirme realmente molesta en buena parte porque sus hombres me observaban. Se habían arremolinado a los lados, evidentemente para disfrutar de la nueva diversión que se le había ocurrido al jefe. Sus pensamientos resbalaban por mi piel como manos, y sólo el eco de lo que ya planeaban hacer conmigo me avergonzaba. Hasta ese momento había estado demasiado enfadada como para tener miedo, pero algunas de esas imágenes me aceleraban el corazón de tal modo dentro del pecho, que me dolía.
—Yo no conozco a ninguna princesa —dijo Geminus muy divertido—. Pero la próxima vez que venga a Nueva York, dile que se pase por aquí.
La multitud pareció encontrar la broma muy graciosa. Yo no estaba tan divertida. Creía tener pocas posibilidades con Ming-de. Era tan poderosa que hasta los feys se lo pensarían dos veces antes de desafiarla, sobre todo teniendo en cuenta que no tenían pruebas de que hubiera hecho otra cosa más que pujar. Pero con Geminus tenía más esperanzas.
Él era un senador, no un cónsul, y por lo tanto contaba con muchos menos poderes a los que atraer personalmente para sí. Y era poco probable que su propio Senado lo protegiera si, jugando con el fuego del poder, cometía un desliz y el asunto se le iba de las manos. Creía que tenía al menos una oportunidad decente de que él sintiera miedo ante la idea de que un fey lo pillara con la runa.
Sólo que la idea no parecía asustarlo.
—Puede que no la conozcas, pero sí sabes algo de cierta pieza de joyería de su propiedad —dije yo—. Tú estabas en la subasta…
Una mano invisible me agarró de pronto del cuello, restringiendo el paso de aire. No me apretó como para ahogarme; se trataba solo de una advertencia.
Yo no tenía planeado mencionar a la Naudiz. Ni siquiera había pensado hablar de los feys. Y menos delante de la audiencia. Pero tampoco iba a quedarme ahí, esperando a que me sacaran la sangre… o lo que tuviera planeado hacerme. Mejor dejarlo a él explicarse: que dijera él mismo qué podían querer los feys de él.
Tras una pausa la presión cesó un tanto.
—¿Qué princesa has dicho?
—Lee la nota. Bolsillo izquierdo de la chaqueta.
La recogió del suelo y buscó por el bolsillo. Se tomó el tiempo suficiente como para leer la nota dos o tres veces. Finalmente se apartó. En ese preciso momento el poder que me sujetaba se quebró tan bruscamente, que caí de rodillas.
—¿Y qué quiere esta princesa de mí?
—Hacerte un favor.
Yo me había dado la vuelta y estaba de espaldas a la pared antes incluso de subirme los vaqueros.
—Me gusta que las mujeres guapas me hagan favores —me dijo él tranquilamente—. Ven.
No me molesté en ponerme la ropa interior. Me metí la camiseta por la cabeza de cualquier modo, recogí la chaqueta y lo seguí por una puerta del extremo contrario del salón. Seguimos andando por un corredor. Aproveché esos instantes para recuperar el aliento y recordarme a mí misma que no tenía permiso para matarlo. Todavía.
Finalmente nos detuvimos en un despacho. O al menos supongo que ésa era su función. Estaba tan lleno de armas, que resultaba difícil de saber con precisión. Aparté un escudo antiguo de una silla y me senté. Geminus se sentó detrás de la mesa.
—¿Qué es lo que va a hacer esa princesa por mí?
—Se llama Claire y es medio humana —le dije escuetamente—. Ella creció aquí y sólo muy recientemente ha reclamado como suya la herencia que adquirió al acceder a casarse con un príncipe blarestri. En realidad jamás ha llegado a acostumbrarse a la forma en que los feys hacen ciertas cosas. Por ejemplo es pacifista y vegetariana: detesta la violencia innecesaria.
—Me dejas fascinado.
—Y con razón. Cualquier otra simplemente te habría mandado a su familia para que te castigaran.
—No recuerdo haber enfadado a ningún fey. A ninguno de la casa real, al menos.
—No les hace mucha gracia que les roben.
—Entonces soy afortunado porque yo no he robado nada.
—Te vieron en la discoteca justo después de que el fey muriera y la piedra desapareciera.
Era mentira, pero me pareció que el intento merecía la pena. Sin embargo él no mordió el anzuelo.
—¿En serio?
—Y desde luego eres lo bastante fuerte como para matar a un fey guerrero.
—Me halagas.
Alcé la vista hacia la espada de madera colocada sobre la chimenea. Era vieja y se habría desmoronado de no ser por el hilo de bramante sucio que la ataba. Estaba cuidadosamente guardada en una urna de cristal. Dos mil años antes Geminus había comenzado su carrera como gladiador; en aquella época ésa era una de las escasas formas de alcanzar la fama y la fortuna para un chico joven y pobre. Se rumoreaba que por entonces no tenía miedo a pesar de la profecía de una pitonisa según la cual él moriría en la arena. Pero no había sido así. En vez de eso había conquistado esa espada y su libertad tras derrotar a numerosos contrincantes.
Y según parecía desde entonces no había hecho otra cosa.
—No lo creas —dije yo lisa y llanamente.
Él se echó a reír.
—Lo bastante fuerte, pero no lo bastante estúpido. Ninguna reliquia merece ese tipo de problemas.
—¿Ni siquiera si te proporciona poder sobre el Senado?
—Pero yo no quiero controlar el Senado —me contestó él tranquilamente—. Déjalos que discutan y se peguen, que hagan planes y urdan tramas todo lo que quieran. A mí me interesan otros asuntos.
—¿Y esperas que mi jefa se crea que lo que ocurrió en la subasta te da igual? ¡Vamos, Geminus! ¡Ése no es tu estilo!
—Por supuesto que no me dio igual.
—Y entonces, ¿qué hiciste?
Él suspiró y se echó atrás contra la pared para poner un pie sobre la mesa.
—Al ver que Cheung hacía trampa en la subasta me sentí… ofendido. Era evidente que no tenía intención de darle la piedra a nadie más que a Ming-de. No me gusta que me tomen el pelo, así que mandé a mis siervos a hacer unas cuantas averiguaciones. Descubrieron con quién suelen tratar los vendedores para autentificar los objetos. Y por suerte para mí, el muy bastardo estaba hasta el cuello de deudas.
—Te refieres al luduan.
—Sí. Le ofrecí un trato. Yo le pagaba las deudas si él cambiaba la piedra por una falsificación en el momento de examinarla.
—¿Y cuando lo descubrieran y le siguieran la pista?
—Ése era problema suyo. Él siempre podía negarlo. Nadie tenía ningún modo de saber en qué momento exacto había desaparecido la piedra auténtica.
—Pero entonces, ¿por qué fuiste a la discoteca de Ray, si ya tenías un plan?
En esa ocasión Geminus respondió sin inmutarse un ápice.
—Quería asegurarme de que el luduan no me engañaba. La piedra valía considerablemente más de lo que yo le estaba pagando por sus deudas. No confiaba en él.
—¿Qué ocurrió?
—Mis hombres y yo rodeamos el edificio y el luduan entró. Se suponía que él tenía que salir y darme la runa, pero jamás apareció. Por fin mandé a uno de mis chicos para comprobar qué pasaba, y descubrió que el luduan había desaparecido y que Raymond no hacía más que gritar algo de un fey muerto. Decidí que era el mejor momento para desaparecer.
—¿Me estás diciendo que un luduan mató a un guerrero fey?
—Los dos eran feys, y puede que el guardia no lo estuviera esperando.
—Si yo hubiera sido él y tuviera en mi poder algo que mereciera el rescate de un rey, sí habría estado esperándolo.
—Sí, y sin embargo alguien logró matarlo —afirmó Geminus. En eso tenía razón—. Yo no sé si el luduan mató al guardia. No sé si tiene la runa. Solo sé que no lo sé. Díselo a tu señora.
—Lo haré. Y puede incluso que te crea; Claire es de las que confían en todo el mundo —dije yo, poniéndome en pie y metiendo mi tarjeta de visita debajo de un taco de papel que tenía sobre la mesa—. Pero por desgracia su familia no es así, y llegará mañana. Y conociendo a Caedmon, puede que decida recuperar la runa del modo más rápido y eficaz posible.
—¿Y cuál es ese modo?
Yo me encogí de hombros antes de contestar:
—Atacando a todos los que estuvieron en la subasta y esperando a ver cuál de ellos no se muere.