La presión me liberó de un modo tan brusco, que me derrumbé. Pero nada más caer al suelo eché a rodar, metí una mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar una estaca y puse los pies en el suelo para… Pero entonces alguien me cogió por la cintura y me aplastó contra su cuerpo inflexible.
Yo no sabía de quién eran los brazos que me sujetaban. Ni me importaba. Sólo quería matarla como no había deseado jamás matar a nadie en toda mi vida. Quería sentir cómo aquella suave carne se desgarraba bajo mis manos, quería saborear su sangre, quería…
—¡Dorina! ¡No…!
—¡Silencio!
Mircea guardó silencio, pero me apretó con más fuerza por la cintura. Pude sentir su poder, su efecto calmante, tranquilizante, pero él no podía alcanzarme, su energía no era suficiente; no bastaba contra la marea roja que me poseía. Mi fuerza de dhampir que surgía solo durante los ataques estaba despertando. Y con toda esa fuerza unida en una sola embestida rápida y brutal yo podía hacerme con ella. ¡Yo podía hacerme con ella!
Nada más hacerlo moriría. La idea penetró entre los ecos retorcidos para dirigirse directamente al centro de mi mente. No sé si fue idea mía o de Mircea, pero de todos modos era cierto. Ella me mataría, y si no lo hacía ella lo harían los guardias. Los sentía rondando a mi alrededor. Diez, doce; no sabía cuántos eran exactamente, pero había de sobra. Más que de sobra.
Sin embargo, me costaba trabajo que eso me importara.
—Estoy aquí.
Las provocadoras palabras pronunciadas en voz baja y susurrante se abrieron camino por mi cerebro: lo rasgaron, lo invadieron como hormigas ardientes, como metralla. Cerré un ojo con fuerza y me tapé un oído con una mano, pero no sirvió de nada: las palabras estaban dentro de mi cabeza.
—Es más fuerte de lo que esperaba. O quizá es que tú la estás ayudando, Mircea.
—No, mi señora.
—Entonces suéltala. Veamos cuánto control tiene en realidad —dijo ella. Mircea no soltó los brazos—. ¿Me desafías en esto?
—Lamentándolo mucho, señora.
De pronto las serpientes volvieron, pero esa vez se trajeron amigos. Sentí como si un mar de arañas diminutas invadiera mi cuerpo. Noté cómo lo abarrotaban todo bajo mi piel, dentro de mi cabeza; sentí cómo cada movimiento de sus patas delgadas como un cabello desplazaba mi carne. Aquellas erosiones infinitesimales se multiplicaron por varios miles, por millones, hasta que mi piel se desgarró y abrió, y mi carne se soltó de los huesos.
Alguien me apretó el hombro y las arañas se apresuraron a salir de ese lugar de contacto para trepar por las ranuras hechas en mi carne y escabullirse por mi piel. Consideré la posibilidad de gritar, pero mis pulmones rebosaban de bichos también. Los tenía tan inundados como el resto del cuerpo, e inhalar aire sólo habría servido para rajarme en dos como una fruta podrida. Así que las arañas siguieron trepando y no grité.
—¡Basta!
Esa única palabra penetró la neblina negra de mi visión. No sé cómo acabé en el suelo, tratando de recuperar el aliento. La cónsul volvió a reír, pero esa vez el sonido no resonó. Fue simplemente una risa. Igual que la alfombra sobre la que se me caía la baba era simplemente una alfombra.
Arañé a duras penas un soplo de aire, tosí y lo expulsé, y ni siquiera intenté ponerme en pie. Sencillamente me quedé ahí, parpadeando para soltar las lágrimas. Tenía que sudar, me dije a mí misma con firmeza mientras mi corazón latía al ritmo de un staccato dentro de mi pecho.
Alguien se arrodilló frente a mí.
—¿Estás bien?
Emití un débil sonido. Supuestamente tenía que ser una risa, pero hasta yo tuve que admitir que sonó más bien a un lamento. Patético, dijo una parte de mi mente.
Le dije a esa parte de mi mente que se fuera a tomar por culo.
—Ésta es la razón por la que nunca serás cónsul, Mircea —le dijo la cónsul a Mircea mientras él me ayudaba a levantarme—. Por muy fuerte que llegues a ser, jamás conseguirás ser implacable.
—Puedo ser implacable, señora.
—Pero no con todo el mundo.
El salón dio unas cuantas vueltas a mi alrededor. Sentí mi piel sudorosa y fría. Pero los brazos de Mircea eran cálidos y su presencia a mi lado me serenaba.
—No. No con todo el mundo.
—A diferencia de Anthony —continuó ella con un tono de voz ya más formal—. Hay que encontrar a Louis-Cesare. En cuanto Anthony comprenda que lo ha perdido, sabrá que ha perdido también nuestro caso.
—Lo encontraremos.
—¿A tiempo? Tenemos que presentarlo esta noche después de los desafíos.
—Hacemos lo que podemos. Tú conoces las dificultades.
—Y también la solución. Él ha demostrado interés por ella. Acudió en su ayuda anoche.
—Fue a recoger a su amante…
—No me tomes por tonta, Mircea —dijo la cónsul, cuya voz quebró el aire como un látigo—. No me importa qué tipo de perversiones se conceda Louis-Cesare, sólo que luche para mí cuando tenga que hacerlo. Nosotros no lo encontramos, así que por lo tanto es él el que tendrá que venir a nosotros. Si mantiene un lazo con esta criatura, su dolor lo traerá aquí más rápido que cualquier cebo con el que intentemos atraerlo.
—No mantienen ningún lazo. Así que esa táctica no te servirá de nada y será una pérdida de recursos —dijo Mircea. Hablaba con calma, pero me apretaba el brazo con la suficiente fuerza como para hacerme daño—. Acuérdate de Tomas.
No hubo respuesta a ese comentario, pero el salón de pronto se quedó notablemente más frío.
Conseguí fijar la vista sobre la cónsul, que estaba de pie a un metro escaso de mí. Había muchos asientos a su alrededor, pero probablemente temía aplastar a sus pequeñas mascotas. Yo había observado cómo se retorcía el enjambre de diminutas serpientes que llevaba colgando a su alrededor desde la nuca hasta los pies como si fuera un vestido; era una masa brillante en constante movimiento. La primera vez que vi el truco me pareció de lo más guay.
Pero en ese momento no pensé lo mismo.
—El bolsillo de arriba —jadeé yo un tanto desesperada.
En serio: no quería de ninguna forma volver a sentir esas cosas serpenteando por dentro de mí. Pensé que si volvía a ocurrirme una vez más me volvería loca para siempre.
Tres pares de ojos se fijaron en mí, pero fue la mano de Mircea la que se deslizó dentro del bolsillo de mi chaqueta. Sus ojos oscuros resbalaron rápidamente por la escueta carta que me había dado Claire. La expresión de su rostro no cambió, pero su cuerpo, con el que todavía me sujetaba, se relajó un tanto.
—Me temo que vamos a tener que encontrar otro método, señora —dijo Mircea, tendiéndole la carta.
Marlowe se la quitó.
—¿Qué es?
—Una carta de la princesa real de los blarestris nombrando a Dorina su enviada para todos los asuntos relacionados con la piedra. Cualquier acto cometido contra su representante será considerado un atentado contra su propia persona.
La expresión de la cónsul no varió, pero sus serpientes se retorcieron más deprisa.
—¡Encuéntralo! —gritó la cónsul, que acto seguido salió a grandes pasos del salón.
No utilizó la puerta. Según parecía, la chimenea también era una ilusión porque la atravesó. Yo comenzaba a preguntarme si algo de aquella casa de los horrores era real.
A excepción del cadáver.
—¿A qué ha venido eso? —exigió saber Mircea nada más marcharse ella.
—La cónsul comienza a mostrarse… preocupada… por el hecho de que el problema de Louis-Cesare puede salpicarla a ella —explicó Marlowe con tacto.
—Explícate.
—De perder a Louis-Cesare y llevárselo Anthony, sería una derrota para ella en su propio terreno y delante de sus colegas. Una pérdida semejante podría dañar el prestigio que tanta falta le hace para liderar la guerra. Aunque si gana… —Marlowe respiró hondo un aire que no necesitaba—. Ella sabe que necesitamos ser fuertes dada la coyuntura, pero teme que algunos de nosotros podamos serlo en exceso.
Mircea había estado limpiándome la cara con un pañuelo, pero al oír el comentario alzó la vista y preguntó:
—¿Sospecha de mi lealtad?
—La ambición ha cegado a hombres mejores.
—Y a hombres más estúpidos. No tengo intención de desafiar su autoridad.
—Quizá ahora no. Pero con la Pitia bajo tu control…
—Ella está bajo el control del Senado —argumentó Mircea, que entonces hizo una pausa—. Más o menos.
—Está bajo tu control, Mircea —insistió Marlowe—. Su lealtad es para contigo. Ella recela de la cónsul…
—¡Y con razón! Ese truco con Tomas no estuvo bien planeado. Yo se lo advertí en su momento.
—¡Le sugeriste que lo utilizara!
—Que lo utilizara; no que abusara de él, Kit. ¡Jamás le sugerí que llegara a esos extremos con él! Y eso la salpicó a ella como habría adivinado cualquiera que conociera el carácter de Cassie.
—Pero nosotros no conocíamos su carácter. Tú sí. Y ya entonces eras bastante fuerte. Y ahora, con la pitia bajo tu control además de la lealtad de Louis-Cesare a través de su lazo con Dorina…
—¿Y cómo ha descubierto ella eso? ¿Qué le has contado, Kit?
—Sólo lo que me ha preguntado. Ya se lo había oído decir a Anthony. Él está convencido que es la mejor broma que ha oído en todo el siglo.
—¡Tú no eres Anthony! ¡Podías haberlo negado!
—¿Quieres decir que podría haber faltado a mi deber para salvar a esta…?
—¡Cuidado!
—Mircea, ¿qué diablos te pasa? Estoy empezando a pensar que esa maldita geis te reblandeció el cerebro.
—O me lo esclareció.
Yo me quedé tumbada sin moverme, satisfecha de poder dejarles creer que estaba desmayada. Lo cual tampoco estaba tan lejos de la verdad. Entre el ambiente opresivo de la casa en general y la extraña idea de pasatiempo de la cónsul, me encontraba un tanto pachucha. Cada vez que abría los ojos veía que el salón seguía dando vueltas como si fuera una bailarina ejecutando la danza del vientre, así que mejor no intentarlo.
No entendía toda la conversación, pero sí la idea fundamental. Mircea se estaba haciendo tan poderoso que la cónsul comenzaba a sospechar de él. Y dada la forma que tenía ella de solucionar los problemas, no creo que eso resultara muy saludable para él.
Ni Mircea tampoco, según parecía.
—¿De verdad cree que yo haría un movimiento en contra suya?
—Se pregunta si alguien con tanto poder como tú se conformará con servirla durante el resto de su vida —dijo Marlowe.
—Me conformo con vivir, Kit. Aunque quizá eso sea algo que tú hayas olvidado hacer.
—Lo que dices no tiene ninguna lógica —contestó Marlowe, cuya voz sonó confusa y resentida—. ¿Te das cuenta?
—Entonces dile a tu señora lo siguiente. Dile que el ansia de poder destruyó a mi familia una vez; que no quiero ver cómo se repite la historia. Dile que la serviré con lealtad hasta el momento en el que ella haga un solo movimiento en contra de los que considero los míos.
—¿Quieres que le de un ultimátum a la cónsul?
—No. Sólo que le pidas que me haga una concesión. Para un viejo amigo y aliado de confianza.
—Los hay que la sirven sin semejantes concesiones.
—Sí. Siempre es fácil encontrar aduladores. Y también es fácil perderlos en cuanto otro poderoso les promete algo mejor. ¿Cuántas ofertas he rechazado para permanecer a su lado? —preguntó Mircea, enfadado de pronto—. ¿Por qué tiene que ocurrir esto? ¿Por qué ahora?
—Por Anthony —admitió Marlowe—. Al menos en parte. Desde que llegó ha estado susurrándole cosas al oído, advirtiéndole de que Louis-Cesare suponía demasiado poder personal para ti.
—¡Pero ella tiene que darse cuenta de por qué razón se lo dice!
—Por supuesto, pero las palabras de Anthony refuerzan sus propias sospechas. Esto ha sido solo una… prueba.
—Completamente innecesaria.
—¿Lo crees? —preguntó Marlowe con una expresión seria en los ojos negros—. Has elegido a la familia por encima de las necesidades del Senado. Por encima de ella.
—De todos modos la táctica no le habría servido de nada, como creo haber dejado claro.
—Y encima además ahora otro miembro de tu familia se ha convertido en un sinvergüenza. Hay que recuperarlo, Mircea. Ella no puede permitir semejante desafío a su autoridad.
—¡Yo no tengo a ese hombre escondido en el armario, Kit! ¡No sé más de su paradero de lo que sabes tú!
—¿Y si lo supieras?
Mircea lo miró a los ojos con calma.
—Una vez, hace mucho tiempo, abandoné a un miembro de mi familia. Juro que jamás volveré a repetir ese error.
—¡Entonces confío en que estés preparado para afrontar las consecuencias! —soltó Marlowe, que salió del salón hecho una furia.
Los periodistas intentaron apretujarse para entrar por la puerta recién abierta, pero un golpe de poder los abofeteó en la cara. Oí a alguien gritar.
—Casi se puede verla mano de la cónsul metida en el culo de Marlowe —dije yo, parpadeando y abriendo los ojos.
El salón seguía tambaleándose un poco por las esquinas, pero mucho menos que hacía un minuto. Decidí que estaba bastante bien y me senté.
—Puede que lo parezca —dijo Mircea, que se levantó y atravesó el salón hasta un pequeño bar de un rincón—. En realidad es más bien que los dos piensan de un modo muy parecido. Siempre ha sido así.
—Sabes que ahora mismo ha ido a informar a la cónsul.
—Dudo que sea necesario —dijo Mircea con ironía—. En esta casa hay muy pocas habitaciones, si es que hay alguna, que se puedan considerar verdaderamente privadas.
Supuse que eso era una advertencia, aunque de todos modos yo no tenía ningún secreto oscuro y profundo que revelar. Pero aunque lo tuviera, sin duda no hablaría de ello allí.
—Sin embargo, tiene razón. Arriesgarte por mí no ha sido muy inteligente.
Mircea sirvió dos copas. Esperaba sinceramente que se tratara de whisky.
—Cuando uno sirve a una señora como ella, de vez en cuando es útil hacer una demostración de fuerza —dijo Mircea, tendiéndome una de ellas—. De otro modo ella podría olvidar cuáles de sus siervos son cortesanos útiles y cuáles son sólo un cero a la izquierda.
—Pues te has arriesgado mucho solo para recordárselo.
Mircea se sentó a mi lado en el sofá. Estaba justo enfrente del sillón con el tipo muerto; casi parecía como si los tres estuviéramos tomándonos la copa juntos tranquilamente. El tercer invitado desde luego estaba muy tranquilo.
—No suelo hacerlo en circunstancias normales —dijo él—. Pero ella no debería esperar que yo entregara a un miembro de alto rango de la familia por un crimen que no ha cometido.
—A mí me parece que eso es exactamente lo que esperaba.
—Está asustada. Y cuando alguien tiene tanto poder como ella, su miedo puede ser muy peligroso. Por eso es por lo que quiero que te apartes de esto, Dorina. Hay criaturas involucradas en este asunto de las que no puedo protegerte.
Me mordí la lengua para no soltarle la respuesta refleja de que yo no necesitaba protección. En general era cierto. Pero también era cierto que no había demasiadas criaturas sobre la tierra capaces de enfrentarse a la cónsul cuando ella estaba de mal humor. Y de salir vivas, por supuesto.
Lo cual me hizo preguntarme por qué Mircea lo había hecho.
Estuve a punto de preguntar, pero algo me detuvo. Probablemente lo mismo que me impedía preguntarle por la visión que había tenido, por la madre que yo no recordaba. Quería saber y no sabía nada. Pero mientras no sacara el tema a colación, mientras no lo mencionara, ese breve atisbo de ella permanecería como algo real y vívido en mi memoria, y eso era algo que yo jamás antes había tenido. En cambio si lo pillaba contándome una mentira, si descubría que no era más que otra trampa para conseguir que yo hiciera lo que él quería, entonces lo perdería todo. La perdería a ella.
De igual modo si trataba de profundizar en aquella nueva actitud que mostraba Mircea hacia mí, podía descubrir que no era sino otra máscara más de sus viejos esquemas. ¿Se debía; su repentina preocupación a que Louis-Cesare había demostrado interés por mí? ¿Se trataba meramente de lo que Marlowe había dicho, de una forma de entablar un lazo más estrecho con un aliado poderoso? Pero si era así, a mi juicio Mircea hubiera debido de alentar nuestra relación en lugar de advertirme que me apartara de él. A menos que él pensara que sería eso lo que pensaría yo, en cuyo caso…
¡Maldita sea! Me di cuenta de que quería que fuera real, que todo fuera real: que él la hubiera amado, que él se preocupara por mí. Y tenía un miedo atroz a que no lo fuera. Era más fácil no preguntar, dejar que la ilusión se prolongara un poco más aunque eso significara no preguntar y no averiguar nada más.
¡Dios!, a veces podía ser realmente cobarde.
—¿Crees que la cónsul te tiene miedo? —inquirí en lugar de lo que quería preguntar.
—Quizá, en parte. Se trata de un equilibrio que todo soberano debe aprender a mantener; cuanto más poderoso sea el cortesano que la sirva, más útil pero también más peligroso. Nadie puede sostener su autoridad confiando únicamente en hombres que responden a todo que sí, pero si te rodeas de muchos cortesanos muy poderosos y ambiciosos…
—Y algún día uno de ellos la sustituirá.
Era extraño, pero a mí jamás se me había ocurrido pensar en el poder que tenía Mircea. Todos los senadores me parecían grandes dioses: todos vivían en algún lugar en lo alto de las nubes y tomaban las decisiones para nosotros, los mortales. Y comparados con cualquier vampiro de la calle, eso es lo que eran. Pero de hecho los senadores eran muy diferentes entre sí tanto por su poder personal como por las alianzas a las que su casa podía acudir en caso de emergencia.
Y a Mircea siempre se le había dado bien establecer alianzas.
—Ése no seré yo —afirmó él con rotundidad—. De vez en cuando ella también necesita oírlo.
—¿Y la otra parte?
—La situación actual nos tiene a todos al límite. No recuerdo ninguna otra época en la que hubiera tantas cosas cambiando al mismo tiempo. Casi con toda seguridad, la corte de Anthony está a punto de enfrentarse a numerosos desafíos; la de Alejandro se viene abajo después de años de mal gobierno y negligencia; y nuestro propio Senado, devastado por la guerra, está a punto de reconstruirse.
—Puede reconstruirse para mejor.
Yo desde luego veía posible una gran mejora.
—Quizá. Pero una cosa es segura: será diferente. Las lealtades se pondrán a prueba. Las antiguas alianzas de hace siglos tendrán que empezar a ganarse nuevos miembros si es que pretenden sobrevivir. Y el cambio no es algo que nuestra gente afronte con ecuanimidad.
—De ahí el miedo.
—Sí.
Alguien llamó a la puerta. Un sirviente asomó discretamente la cabeza.
—El Círculo está aquí —dijo Mircea, poniéndose en pie. Me miró y la expresión de su rostro se hizo completamente inescrutable—. Quería mandarte esto hoy —añadió, sacándose algo de la chaqueta—. No puedo devolverte tus recuerdos, Dorina. Pero sí puedo darte los míos.
No comprendí aquella frase críptica y no tuve tiempo de preguntarle qué quería darme porque la gente del Círculo entró como una avalancha en el salón y rodeó a Mircea.
De pronto me vi en el pasillo. Los voraces periodistas me habían agarrado del codo y me habían sacado de la sala. Según parecía el Círculo se había traído sus propios reporteros además de un par de tipos vestidos con traje y médicos, aunque estos últimos llegaban un poco tarde.
Bajé la vista hacia el pequeño libro que Mircea había puesto en mi mano. La cubierta de piel parecía nueva, pero el interior no lo estaba. Tenía unas cuantas docenas de hojas de papel gordo y bueno que con los años se habían puesto de un color dorado. Me quedé mirándolas sin comprender durante unos instantes.
Había dibujos por ambas caras. Algunos eran simplemente bocetos hechos con precipitación aunque con mano firme y tinta oscura; rápidos trazos que ponían de relieve rasgos delicados. Otros eran dibujos completos en miniatura sobre papel avejentado y manchado por el tiempo pero con los colores todavía tan vibrantes como el de las piedras preciosas que se habían molido para hacer los pigmentos. Y en todos ellos el motivo era el mismo: una joven mujer de cabello moreno.
Al principio pensé que esas imágenes eran de mí, pero yo jamás había llevado esos vestidos ni jamás había posado para esos bocetos. Y entonces encontré un dibujo de ella delante de una ventana con las mangas remangadas y los brazos cubiertos de harina, y mi mente retrocedió. Rocé con los dedos la superficie del viejo papel y tracé la silueta de tinta con incredulidad. Aquéllos no eran unos pocos dibujos hechos apresuradamente y reunidos en unas cuantas horas para servir como prueba en apoyo de algún malévolo plan. Hacerlos todos debía de haberle costado meses, años…
De pronto ya no supe qué pensar. Era todo como una neblina brillante y difuminada, como tratar de ver algo cuando lo tenía justo delante de los ojos. Entonces volví a mirar a Mircea y conseguí enfocarlo todo otra vez.
Me miraba en silencio por encima de las cabezas de los magos que se arremolinaban a su alrededor. Su deber en ese instante era esbozar una máscara de preocupación en su exquisito rostro para aplacar los ánimos del Círculo. Pero en su semblante no había ninguna expresión; sus ojos oscuros no delataban emoción alguna.
Quizá él tampoco supiera cómo hacer esto, pensé sin comprender.
Entonces llegó una legión de magos malhumorados y en pie de guerra que me empujó por el pasillo.
El pelotón de hombres vestidos con abrigo de cuero echó un vistazo a Lutkin y comenzó a manosear y a jugar con las armas. Lanzaban miradas suspicaces en todas direcciones como si esperaran que les saltara encima cualquier cosa de la pared. Mircea se lo iba a pasar en grande tratando de mantener la paz además de inventarse algo para defender a Louis-Cesare.
Las reglas del mundo de los vampiros no son tan arbitrarias como la gente piensa. Los maestros tienen en sus manos un poder que puede suponer la vida o la muerte para su propia familia, pero si fallan con cualquier otro tienen que pagarlo con un infierno. Y para bien o para mal, Louis-Cesare estaba unido a la poderosa, disfuncional y odiosamente vengativa línea de los Basarab.
Ni siquiera Anthony podía dar la orden de que fuera hecho esclavo o ajusticiado si cabía una duda razonable acerca de su culpabilidad; Mircea se encargaría de ello. Pero su elocuencia no llegaría más allá. Necesitaba algo en lo que apoyarse y mi tarea consistía en proporcionárselo le gustara o no. Sólo que yo no estaba segura de cómo.
Guardé cuidadosamente el librito y traté de esquivar posibles nuevas visitas. Nadie sonreía y todo el mundo parecía pensar que yo estorbaba. Yo estaba tratando de averiguar cuál sería el camino más corto hasta la puerta principal cuando Marlowe se acercó a mí con sigilo y puso un papel en mi mano.
—No me obligues a lamentar esto —me susurró, medio siseando.
Bajé la vista. En el papel había dos direcciones garabateadas con letras mayúsculas. Una de ellas estaba cerca y parecía el número de una casa, la otra era una dirección de Manhattan. No había nombres, aunque en realidad tampoco me hacían falta.
—Debes de estar quedándote conmigo.
—El talón de Aquiles de Mircea es su familia —me dijo Marlowe en voz baja—. Hay que encontrar a Louis-Cesare esta noche ya sea con una prueba de su inocencia o sin ella, porque de otro modo me temo que tu padre estará arriesgando su posición para salvarlo. Y la cónsul no va a respaldarlo, ¿comprendes?
—Lo que yo comprendo es que tú quieres que arrastre a Louis-Cesare hasta aquí para hacer con él una carnicería. Pero él no va a aceptar el trato de Anthony, Marlowe.
—¡Eso ya lo sé! Pero mientras esté aquí podemos ir dando largas hasta que encontremos algo que pueda demostrar su inocencia. El juicio puede prolongarse durante días. Sin embargo, si sigue sin presentarse, lo declararán fuera de la ley y lo sentenciarán a muerte. Esta noche.
—¿Y por qué confías en mí para este asunto?
—Yo estoy obligado a seguir ciertas pautas al menos en lo que concierne a las personas de ese nivel. Tú no. Y ahora mismo no hay tiempo para sutilezas. Por algún lado hay que salir. Ya.
No podía arriesgarme a decir nada en el territorio de la cónsul, así que no dije nada. Salí por la puerta y me puse en marcha.