El hombre estaba sentado frente a la cámara en un enorme sillón orejero con las piernas cruzadas y ligeramente inclinado hacia un lado. Sobre un cenicero junto a su codo ardía un cigarrillo, cosa que resultaba extraña porque el tipo parecía llevar muerto al menos un siglo. Tenía la piel oscura y marchita como el cuero viejo, el pelo completamente blanco y los labios arrugados hacia arriba y apergaminados a mucha distancia de la dentadura, de modo que su sonrisa era espantosa.
—Y ahora unas palabras del varias veces campeón del mundo, ¡Peter Lutkin! —anunció a borbotones el presentador, que parecía que no se había enterado de nada.
Lilly gritó.
No fue la única. Momentos después el caos cuidadosamente controlado dejó de estar controlado. Algunas personas se quedaron sentadas, conmocionadas, contemplando la horrorosa imagen del hombre muerto. Pero muchas otras se pusieron en pie para exigir una explicación, llamar a los niños o reunir sus pertenencias. No quedó ni rastro del alegre y estridente ambiente de un segundo antes.
Y eso fue particularmente cierto después de que dos corredores atónitos chocaran cerca ya de la línea de meta. Al coche de uno de ellos debía de ir saliéndosele la gasolina o el aceite o algún otro líquido inflamable, porque inmediatamente una tienda de lona que había cerca ardió en llamas. Por si a alguien se le había olvidado que estábamos en guerra, la columna de humo negro que subió hasta el cielo le sirvió de recordatorio. La multitud ya de por sí asustada echó a correr.
Yo salté fuera del coche haciendo caso omiso de la voz realzada mágicamente que nos instaba a mantener la calma y permanecer en nuestros asientos. E igual que yo, el resto de la gente. El chico del monopatín Boogie detuvo mi caída en medio del aire y el instante del aterrizaje se postergó al comenzar a deslizarme con él hacia la parte más baja de las gradas. Ya estaba felicitándome a mí misma por haber encontrado una manera tan rápida de salir de allí cuando una corriente de aire frío volcó la tabla y me dejó boca abajo sobre la carretera. Tenía los dedos pringosos y no pude evitar soltar el monopatín más o menos al mismo tiempo que un camión pasaba volando justo por debajo. Caí sobre el cargamento y usé el camión como plataforma para lanzarme sobre el parachoques de un coche de policía que se dirigía hacia la mansión a toda prisa con la sirena encendida. Viajé con ellos, que no dejaban de mirarme con los ojos atónitos, directa hasta la terraza de la casa.
Por supuesto no llegué mucho más lejos. A diferencia de Elyas, la cónsul no estaba dispuesta a correr riesgos con su primera línea de defensa. El guardia que me capturó al vuelo era al menos maestro de segundo nivel, y sospecho con fundamento que su compañero era de primer nivel. Mi viaje había terminado.
Hasta que la providencia en forma de humanidad aterrada acudió en mi ayuda. De repente los carísimos coches de carreras no eran los únicos que invadían las pistas; al ver que no podían salir todos al mismo tiempo por la puerta principal, la gente comenzó a coger atajos. Media docena de coches surcaron el cielo sobre nuestras cabezas. Giraban justamente alrededor de la casa para dirigirse hacia la carretera y hacia el camino prehistórico que la atravesaba.
Uno de esos coches pasó tan cerca de la mansión, que desgarró un cartel oxidado con el nombre de «El Camino» del enlucido de la villa. Provocó una nube de partículas en el aire y dejó al descubierto los ladrillos. El vampiro que me sujetaba juró. Yo casi podía oír sus pensamientos. Si bastaba una sola pasada por encima para provocar ese daño, ¿qué pasaría si se producía un choque frontal? Sobre todo si alguno de los coches en cuestión llevaba lleno el tanque de gasolina.
De pronto yo perdí todo interés. Por lo que él sabía, yo no era más que una humana asustada. Me empujó en dirección a un joven sirviente que se resguardaba a la sombra del pórtico romano y que asomaba la cabeza con su juego de esposas mágicas, y luego él y su compañero despegaron hacia los arietes voladores.
El vampiro sirviente tenía una melena castaña que le llegaba a los hombros, ojos azul claro y labios de un rosa pálido que no terminaban de ocultar los brillantes colmillos. Y si asomaban era sin duda porque tenía hambre. Teniendo en cuenta su nivel, hubiera debido de estar a salvo en alguna habitación, soñando con muñecas sonrosadas. Sin embargo tenía que estar manos a la obra en las carreras, lo cual dado su nivel de poder suponía un fuerte desgaste de recursos.
Estaba claro que se consideraba con derecho a tomarse un aperitivo. Me sonrió amablemente y me tendió la mano.
—Tranquila, esto no te va a doler.
Yo le devolví la sonrisa.
—De hecho estoy convencida de que sí.
Instantes después los brazos del atónito vampiro estaban cuidadosamente esposados alrededor de una de las columnas romanas y yo entraba por la puerta principal. Tal y como esperaba, no había hechizos de protección; con tanta gente entrando y saliendo con motivo de las carreras, habría sido imposible mantenerlos activos. Pero era extraño que la cónsul, que era conocida por su prudencia, estuviera dispuesta a renunciar a un mecanismo de protección tan básico…
Lo sentí de repente: fue como si me dieran un puñetazo en el estómago y me lanzaran contra la pared. No se trataba ni de un hechizo ni de un arma, sino de una inmensa sensación de presencia. Yo había vivido rodeada de vampiros toda mi vida, pero nunca de cientos de ellos juntos, jamás de tanta cantidad de maestros de nivel sénior, y menos todavía bajo el mismo techo. Aquella sensación de estar en presencia de tantos vampiros casi me vuela la cabeza.
Por supuesto que ella no necesitaba ningún hechizo de protección, pensé mientras me aferraba a la pared para mantener el equilibrio. ¿Quién diablos podía atreverse a entrar en un lugar así? Sólo yo lo había hecho, y de ninguna jodida manera iba a meter el rabo entre las piernas y salir corriendo solo por culpa de una sensación, por muy incómoda que fuera.
Pero si no iba a huir, entonces tenía que moverme. A esas alturas el bebé vampiro tenía que haber llamado ya para pedir ayuda, y yo estaba de pie en medio del maldito vestíbulo. Un sirviente como Horatiu ya me habría visto, y mucho más el tipo de guardias delos que sin duda dispondría la cónsul. Y por allí no había ningún Mircea para decirles a todos que a esa dhampir no había ni que tocarla.
Sólo respirar ya me costaba; de hecho pensar en ir a cualquier parte me sonaba absurdo. El aire me resultaba denso y pesado dentro de los pulmones; era como si de repente tuviera un par de atmósferas más de lo normal que presionaran todo mi peso hacia abajo. Respiraba trabajosamente y sentía como si los pies me pesaran al menos una tonelada cada uno. Incluso estar de pie era toda una lucha.
Tenía que conseguir llegar al siguiente salón, me dije con cabezonería. No había más que unos cuantos metros, eso era todo. Entonces podría plantar la cara sobre el precioso suelo de mármol.
No sé cómo conseguí llegar; no recuerdo en absoluto que me moviera. Pero de pronto estaba tambaleándome en lo que parecía una armería, con grandes ventanales cubiertos con largas cortinas drapeadas a lo largo de una de las paredes y una enorme vitrina de cristal a lo largo de otra. Y definitivamente lo de plantar cara quedaba descartado.
Un par de sirvientes estaban sentados a una mesa, sacándole brillo a unos cuantos utensilios. Si era para utilizarlos en el desafío de esa noche, quedaba claro que allí nadie estaba bromeando. Entre las armas no había ninguna espada para hacer prácticas. Yo prefería que nadie probara ninguno de esos utensilios conmigo, así que salí de allí tambaleándome con mucho sigilo y sin detenerme.
Salí por la puerta situada frente a la que había entrado, pero no tenía ni idea de adónde demonios llegaría. En la imagen proyectada en el espejo del hombre muerto no había demasiadas pistas acerca de dónde podía estar ese salón dentro de una mansión que tenía las proporciones de un campo de fútbol. Lo único que recordaba de la imagen era el borde de una chimenea y un trozo de alfombra que podían estar en cualquier parte.
No obstante la media docena de escurridizos sirvientes con los que me tropecé en el estrecho pasillo se dirigían hacia el ala izquierda de la casa. No parecían asustados, pero es que un buen sirviente jamás lo parece; sin embargo tampoco perdían ni un segundo. Ni yo, que seguí el repiqueteo de sus tacones hasta un enorme salón situado al final del corredor.
Aquella sala era una sinfonía de amarillos: desde las cortinas de seda y la tapicería de brocado, hasta el tono apagado de la piel del hombre muerto. Bingo. Entré con sigilo. La docena de gente allí presente apenas me miró un instante. Pero una cabeza de pelo rizado sí se giró hacia mí con brusquedad.
—¿Cómo demonios has entrado tú aquí? —me preguntó Marlowe en tono exigente.
Su aspecto era el de un vampiro angustiado que hubiera permanecido despierto durante todo un día y toda una noche. Seguía llevando el mismo traje de la noche anterior, que ya entonces estaba arrugado y que en ese momento comenzaba a dar hasta vergüenza.
—Por la puerta principal.
Por una vez mi intención no fue contestar con ligereza; sencillamente no tenía energías para explicarme.
Pero Marlowe, por supuesto, esbozó un gesto de mal humor.
—Mircea va a tener que comenzar a poner en práctica sus propios consejos y a ejercitar un poco la discreción. ¡Traerte aquí no ha sido nada inteligente por su parte!
—¿Qué le ha pasado a Lutkin? —pregunté yo, que olvidé repentinamente mencionar que no había sido Mircea quien me había dejado entrar.
—¿A ti qué te parece?
Marlowe hizo un gesto hacia los sirvientes que me bloqueaban el paso para que se echaran a un lado. Probablemente esperaba alguna sabrosa pista como la de la última vez, solo que yo no estaba nada receptiva. Y ya que iban a sacarme de allí a patadas en cuanto él se diera cuenta, ni siquiera me molesté en examinar el cadáver.
Desde luego había visto muertes más repugnantes. No había ni una gota de sangre que contrastara delicadamente con la decoración en amarillo brillante. De hecho el cuerpo estaba en los huesos; no solo le habían succionado la sangre, sino además cualquier otro fluido. Hasta los ojos estaban secos, recostados sobre los pómulos y apenas sostenidos en su lugar por los párpados apergaminados.
Era extraño, pero me seguía pareciendo como si me estuviera mirando. Busqué inmediatamente el objeto al que hubiera podido quedarse mirando y encontré las heridas producidas por los dedos que lo habían agarrado del cuello.
¡Mierda!
—Ningún fey ha podido hacer esto, por muy poderoso que sea —dijo Marlowe mientras yo me inclinaba para examinar esas heridas de cerca.
Y maldito fuera, pero tenía razón. Aquéllas eran las delatadoras señales de un vampiro que le había sacado la sangre y al que no le importaba si le dejaba marcas o no.
—Parece que es obra de un resucitado —dije yo.
Los resucitados jamás se saciaban y a veces se dejaban llevar por la pasión. Pero ¿para qué tomarse la molestia de entrar en la mansión cuando disponía de un océano de presas justo ahí fuera?
—Ninguno de esos animales estúpidos habría podido atravesar jamás ni la barrera de los guardias, ni los escudos de los hombres —contestó Marlowe, que pareció hacerse eco de mis pensamientos.
—Bueno, pero al menos con esto Louis-Cesare queda fuera de sospecha —señalé yo.
—¿Y cómo es que llegas a esa conclusión?
Yo fruncí el ceño.
—Tú mismo lo has dicho: no ha podido ser ningún resucitado. Así que es evidente que a Lutkin lo mataron por la runa. Él debió de asesinar a Elyas con esa misma intención, y ahora le han devuelto el favor.
Marlowe siguió frunciendo el ceño.
—Pero si tenía la runa, ¿por qué no la utilizó? Era un mago poderoso de una familia de renombre. Y a diferencia de Elyas, no podemos creer que no supiera cómo usarla.
—Quizá no tuviera oportunidad —sugerí yo, observándolo despacio—. Míralo.
Las manos de Lutkin parecían más bien garras, los protuberantes huesos y los ligamentos sobresalían de la piel consumida. Pero eso no afectaba a su posición. Una mano colgaba por un lado del sillón con un vaso de vino apretujado todavía entre los dedos sin vida. La otra se doblaba inofensivamente sobre el regazo. Y lo que resultaba todavía más revelador era que seguía teniendo los pies cruzados a la altura de los tobillos; no había tenido tiempo siquiera de ponerse en pie.
—Eso no ayuda en nuestro caso —afirmó Marlowe irritado—. La única criatura que podría haber consumido a alguien así de deprisa es un maestro de primer nivel o quizá uno de segundo nivel muy fuerte. Como Louis-Cesare.
—¡Y como la mitad de la gente que está en esta casa ahora mismo! Vuestra energía unida casi me tira nada más atravesar la puerta. ¿Están alojados aquí todos los aspirantes?
—Una tercera parte más o menos. El resto están repartidos por los alrededores de Nueva York.
—¿Pero la mayor parte de ellos, si no todos, están aquí, no es eso?
Era una buena apuesta teniendo en cuenta que fuera era pleno día. Un maestro de primer nivel podía soportarlo con facilidad, pero la pérdida de poder era inmensa. Y nadie se expondría a una pérdida así justo antes de enfrentarse a un combate. Y menos cuando lo que estaba en juego era tan importante.
Marlowe se quedó mirando el cadáver con frustración y de muy mal humor.
—¡Claro que están aquí, pero tienen un motivo! Y ni estaban en la subasta ni tenían modo de saber que el mago podía ser importante.
—¿Quién más ha podido entrar aquí?
Marlowe emitió un gruñido de disgusto.
—¿Te refieres aparte de Lutkin y de la docena de magos que insistieron en conceder sus entrevistas en la terraza bajo el ardiente sol? Entonces solo quedan los aspirantes y sus sirvientes, pero todos ellos están en la lista de invitados. Y la prensa y su personal de apoyo, que sin duda se lanzarán sobre nosotros como los buitres que son…
—¿Y Geminus y Ming-de? —lo interrumpí yo. Porque supuestamente ninguna de las personas que había mencionado conocían tampoco la existencia de la runa—. Cualquiera de los dos podría haber hecho esto sin sudar una sola gota.
—Geminus tiene un apartamento en Nueva York y Ming-de se ha traído a la mitad de su corte. No podíamos acomodarlos a todos, así que decidió alquilar una casa para las carreras.
—Cualquiera de los dos podría haberse colado aquí —señalé yo—. Seguramente Geminus conoce esta casa como la palma de su mano, y Ming-de es lo suficientemente fuerte como para nublar la mente incluso de un maestro de primer nivel.
—Igual que Louis-Cesare.
—¿Y para qué iba Louis-Cesare a matar a Lutkin? ¡Y una mierda! ¡Él no tenía ningún motivo, Marlowe!
—Sí, ese argumento le será muy útil a Mircea. Lutkin estaba en la subasta. No estaba en la fiesta de Elyas. Pero ahora está muerto. O bien él mató a Elyas para conseguir la runa y ahora lo han matado a él por el mismo motivo, o bien alguien creyó que la tenía y lo ha matado en vano. De un modo u otro, Louis-Cesare es inocente.
—A mí me parece lógico.
—¿En serio? —preguntó Marlowe con aspereza—. Pues a ver qué te parece esto otro. Louis-Cesare mata a Elyas por Christine. Lo pillan con las manos en la masa, así que teme por su vida. Entra en un estado de pánico y huye en lugar de presentarse ante el tribunal, y por último asesina a un chivo expiatorio que pueda apoyar su defensa.
—¡Eso es ridículo! Ha huido, ¿crees que se le ocurriría venir precisamente aquí? Si quería ver muerto a este tipo, ¿por qué no lo mató en su propia casa?
—Lutkin es un mago poderoso y rico. Sin duda su casa está plagada de hechizos de protección que Louis-Cesare desconoce por completo. Sin embargo sí conoce la casa de la cónsul, y puede eludir fácilmente los mecanismos de seguridad.
—¿Sin ser visto? —pregunté yo en tono exigente—. ¿Ni al salir, ni al entrar?
Marlowe alzó una ceja.
—Parece que no conoces a Louis-Cesare tan bien como yo creía.
No tuve tiempo de preguntarle qué quería decir con exactitud porque una bandada de periodistas eligió precisamente ese instante para entrar por sorpresa en el salón. Una tonelada de ellos había estado rondando por el lugar para cubrir el evento de las carreras, y según parecía todos sin excepción pretendían entrar en el limitado espacio de aquel salón. Yo comprendí la razón un segundo después, cuando el portavoz oficial de la cónsul entró también con aspecto de sentirse muy violento.
Y al ver el cadáver se sintió todavía más violento. El elegante Mircea Basarab se detuvo en medio del salón sin inmutarse ante los clics de las cámaras, los flashes o la horda de expectantes periodistas. Y dijo una palabra malsonante.
—Lord Mircea, ¿qué puede decirnos del inusual estado del cuerpo?
—¿Hay alguna razón para que las medidas de seguridad pertinentes no estuvieran funcionando como debían de modo que hubieran podido prevenir este…?
—¿Cómo cree usted que afectará esto a las actuales relaciones del Senado y el Círculo?
—¿Puede hacer algún comentario acerca de los rumores que circulan sobre usted y la nueva…?
—¡Despejen la sala! —gritó Mircea.
Una docena de vampiros se desvivieron por obedecer al instante. Yo me sorprendí un poco. Los periodistas vampiros publicarían lo que la cónsul les dijera que tenían que publicar, pero los magos no tenían semejante restricción. Y por eso Mircea solía andarse con más cuidado con ellos. Aunque también es cierto que darle un giro positivo a aquel asunto podía quedar fuera del alcance incluso de su capacidad.
—¡Esto es intolerable! —exclamó Mircea, mirando el cuerpo como si fuera culpa suya que estuviera muerto—. No hay manera de disimular una cosa así. Elyas por lo menos era de los nuestros, pero ahora ya está el Círculo exigiéndonos una explicación por la muerte de Lutkin. Acaban de informarme de que han mandado una delegación… —Mircea se interrumpió al verme—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—¿No la has traído tú? —preguntó Marlowe, poniéndose colorado.
—¡Yo ni siquiera sabía que estuviera aquí!
Marlowe se giró hacia mí.
—Me has dicho…
—Que he entrado por la puerta principal, lo cual es cierto.
—¿Que has entrado… cómo?
—Andando.
Marlowe se puso colorado y bueno, quizá esa última salida no hubiera sido tan inteligente. Yo comencé a explicarme y entonces Mircea me interrumpió.
—Me prometiste que te apartarías de todo esto, Dorina.
De hecho yo no recordaba haberle prometido nada semejante, pero no me pareció el momento más apropiado para obligarlo a rectificar.
—Has dicho que a ti no te importaba si Lutkin tenía o no la runa, pero a Claire sí le importa. Quiere la runa a toda costa. Vine aquí con la esperanza de hacerle a Lutkin unas cuantas preguntas, y me lo encontré así.
—¡Tú no te lo has encontrado así, en medio de esta fortaleza de vampiros! ¡Tú ni siquiera puedes estar aquí! —exclamó Mircea—. ¿Es que no comprendes…?
—Yo lo que comprendo es que la lista se va reduciendo. Lutkin está muerto y Ǽsubrand no ha podido matarlo. No así. Y Cheung también está limpio, al menos en el caso de la muerte de Elyas. Anoche estaba en mi casa…
—Junto con muchos otros. ¿Por qué no me dijiste que alojabas nada menos que a la realeza? —preguntó Mircea.
—¿Se me pasó?
A Mircea la broma no pareció hacerle ninguna gracia. Un segundo después sentí que dos largas sombras se me aproximaban por la espalda.
—¿Me estás echando?
—Me prometiste permanecer alejada de esto —afirmó Mircea muy serio al mismo tiempo que alguien me cogía del brazo—. Y eso es lo que vas a hacer.
—¡Puedo ayudarte, Mircea!
—¡Sí que puedes! —gritó colérico Mircea—. ¡Puedes ayudarme…!
Súbitamente Mircea se interrumpió. Los rostros de los dos vampiros perdieron al instante el color. Fue casi cómico porque ocurrió muy deprisa. Pero de repente algo que no me resultó en absoluto cómico me hundió a mí también.
Yo jamás había comprendido la analogía acerca de «la tonelada de ladrillos» que se te caía encima, pero en ese momento la comprendí. Porque eso fue exactamente lo que sentí: como si un enorme peso acabara de aplastarme y me hundiera. Ni siquiera intenté seguir de pie; caí de rodillas, rogando para no tener que apoyar la cara en el suelo.
Pero lo peor de todo no fue la presión.
—Bonito monstruito. Me había olvidado de ella, Mircea —comentó una voz femenina.
Al mismo tiempo que sonaban aquellas palabras, cientos de voces se deslizaron entre mis pensamientos para reptar como bichos por los oscuros rincones de mi mente. Podía sentirlos, notaba cómo se retorcían dentro de mi cráneo.
Arañas, serpientes; se trataba de animales pequeños y tenebrosos, fisgoneando por cada diminuto y oscuro espacio de mi interior. De no haber estado ya de rodillas, eso me habría fulminado.
—Ya se marchaba —dijo Mircea tenso.
—No, deja que se quede —contestó la cónsul, inclinándose hacia mí—. De todos modos parece que conoce todos nuestros secretos.
—Ella no sabe nada que no sepa el más insignificante de nuestros siervos.
Una lustrosa cabellera morena se deslizó sobre un hombro desnudo y yo sentí unos cuantos rizos colgar junto al sudor de mi rostro. Hasta que una delgada mano de bronce los apartó suavemente de mí. Su piel era como de papel, como escamas delicadamente ásperas. Casi podía sentir cómo se me iba poniendo la carne de gallina en toda la cara al tratar de apartarme de aquel contacto inhumano.
—Ella no es un siervo, Mircea —contestó mientras alzaba mi barbilla con un solo dedo, de modo que tuve que mirar aquel rostro de bronce bello y frío al mismo tiempo—. Y sin embargo puede sernos útil.
Me quedé mirando aquellos ojos negros perfilados con kohl y sentí cómo la tensión salía de mi estómago para agarrotarse alrededor de mi espina dorsal. Sentí el sabor de la sangre en la boca y oí cómo cantaba en mis oídos mientras mi sentido de dhampir llegaba a cotas jamás alcanzadas antes. Mi sentido me estaba gritando; no se trataba de una simple advertencia. En esa ocasión era el canto de una sirena, un canto de pura necesidad impresionante por su misma simplicidad. Por un breve instante no tuve otro deseo, otro propósito ni otra razón de existir que clavar los dientes en aquel delgado cuello.
Y eso no tenía ningún sentido. Yo sólo había visto a la cónsul una vez antes, y no había tenido esa reacción. Ni siquiera me había acercado a ella. No sabía por qué, pero la cónsul estaba tratando de estimularme para que tuviera uno de mis ataques. Y desde luego estaba haciendo un buen trabajo. Tenía tantas ganas de matarla, que incluso podía saborear ese deseo.
Ella se echó a reír y su risa sonó como si unas garras escarbaran un cristal.
—Sí, creo que lo hará muy bien.
—¿Hacer qué? —preguntó Mircea.
El adorable rostro de la cónsul se giró hacia él.
—Ayudarnos a localizar a nuestro problemático francés, por supuesto.