29

Nueve horas más tarde seguía teniendo calor. Y con menos de seis horas de sueño en el cuerpo me había convertido en un bicho más raro todavía de lo normal. Por supuesto las circunstancias no colaboraban tampoco.

Una ráfaga de viento estuvo a punto de tirarme al suelo y el pitido de una bocina me estalló en los oídos a quemarropa. Me giré y vi mi propio reflejo mirándome en un brillante guardabarros cromado. Me sorprendió teniendo en cuenta que el guardabarros se levantaba a casi un metro ochenta y tres centímetros del suelo.

Yo estaba junto a un polvoriento camión blanco de la basura que se balanceaba en el aire adelante y atrás muy despacio como un barco en una marejada. El iracundo conductor se asomó por la ventana para mirarme de mal humor y me gritó:

—¡Apártate de la carretera!

—No estoy en la carretera —señalé yo—. La carretera está por ahí.

A unos tres y pico metros por encima de nosotros se extendía una fila de coches que viajaban alegremente haciendo caso omiso de la ley de la gravedad. Sus sombras se ondulaban sobre el paisaje, bloqueándome la vista del sol de forma intermitente y haciéndome pasar del sol a la sombra a cada instante. Me costaba acostumbrar los ojos al cambio constante de luz, pero a pesar de todo estaba claro que el gracioso conducía muy por debajo de la pista de tráfico.

Se lo indiqué, pero a pesar de tomarme la molestia sólo conseguí que volviera a pegarme otro bocinazo.

Así que por supuesto le enseñé el dedo corazón apuntando hacia arriba.

Él me contestó con un taco, echó marcha atrás y luego pasó rozando por delante de mí, lo cual me obligó a agazaparme. Se desvió para evitar a otro vehículo, giró a un lado y a otro para encajarse entre un par de autobuses y desapareció en el deslumbrante brillo del sol de agosto. El estruendo que provocó hizo vibrar hasta la tierra.

¡Gilipollas!

No tuve tiempo ni de recuperar el aliento cuando el aire a mi alrededor comenzó a fusionarse y a reconcentrarse; parecía contraerse como una estrella en el último minuto del proceso de colapso. Salté a un lado al sentir el chisporroteo de una luz blanca y caliente sobre los ojos. Un ruido ensordecedor irrumpió en el aire. Otro vehículo saltaba a la existencia con un estallido de chispas que formaban la silueta de un coche.

Un niño iba con la cara pegada a la ventanilla del asiento de atrás. Me miró sombríamente por un instante y después me sacó la lengua. Su padre pisó el acelerador, dio nueva vida al motor y cambió de marcha, y el coche se alzó desde el suelo como el pájaro que en realidad no era.

Comprendía el principio: siempre era más fácil hechizar un objeto inerte que algo cuyo campo de energía cambiaba constantemente como el cuerpo de un humano. Ésa era la razón por la que los hechizos de levitación requerían invariablemente de algún tipo de plataforma. En los malos tiempos del pasado se usaban escobas porque siempre estaban a mano y nadie alzaba una ceja inquisitiva cuando la veía en un rincón. El equivalente moderno era el coche, que indudablemente era mucho más cómodo para el trasero.

Pero verlo en la realidad todavía me producía dolor de cabeza.

Los tronadores crujidos de los recién llegados sacudían el aire en todos los sentidos del espacio, mezclando el rugido de los motores, el repiqueteo de la música de la radio y un montón de risas inducidas por el alcohol. Observé la distancia de aire que me separaba de mi destino, la mansión situada en la siguiente colina en la que un mago estaba a punto de conceder una entrevista, al otro lado de la alocada extensión de coches.

¡Ya la tenemos!

Había supuesto que llegar hasta Lutkin no sería fácil. En ese momento era el campeón del mundo y por tanto el centro de todas las atenciones. Pero me había figurado que el principal problema sería atravesar los mecanismos de seguridad, no llegar hasta el tipo en cuestión.

Entre la mansión y yo se interponía algo más que un atasco de tráfico aéreo. Habían elevado los coches para apartarlos del mar de puestos ambulantes blancos y deslumbrantes que se desparramaban por la colina. Los puestos estaban todos apretujados y entre ellos había gente dedicada a la reventa de entradas, gente vendiendo comida grasienta y más gente, toneladas de gente deambulando. Atestaban hasta el último centímetro de espacio libre comprando recuerdos, haciendo cola para comprar regalos o apostando. Jamás llegaría a tiempo.

—¿Quieres que te lleve? —gritó alguien.

Alcé la vista y vi un descapotable azul cielo planeando a un metro ochenta por encima de mí.

Un simple vistazo al coche me bastó para decidir que, después de todo, caminar no estaba tan mal.

—Gracias, pero solo voy a esa casa.

La rubia que me había invitado se alzó con muy poca precaución por encima del asiento del copiloto para sonreírme.

—¡Es demasiado peligroso! —exclamó, haciendo un gesto con su largo cuello y arrojando un amplio arco de cerveza al aire—. La mitad de la gente que anda por aquí ni siquiera debería conducir.

Lo dijo sin ninguna ironía a pesar del hecho de que la capota de tela negra de su coche no hacía más que levantarse y bajarse como si fuera un extraño pájaro dispuesto a levantar el vuelo. El conductor, un joven rubio tirando a pelirrojo, tiró de una palanca para fijarla atrás, pero en lugar de eso puso en marcha el limpiaparabrisas.

—Se me dan bien las situaciones peligrosas —le aseguré yo.

Ella sacudió la cabeza un tanto achispada.

—Te van a atropellar —insistió, abriendo la puerta y casi cayéndose fuera del coche. El cinturón de seguridad la retuvo. Eso pareció dejarla perpleja—. ¿Todavía se dice que te van a atropellar aunque te den un golpe en la cabeza?

—Preferiría no tener que descubrirlo —dije yo.

Me aparté para no seguir justo debajo de su coche. Es cierto que la magia es mágica, pero mi cerebro seguía pasándolo mal a la hora de aceptar que esas enormes moles de metal pudieran colgar de esa forma del aire. Seguía esperando que una de ellas me cayera en la cabeza y me aplastara igual que el dedo pulgar aplasta a un mosquito.

—Pues entonces súbete aquí —dijo la chica, que se volvió hacia su compañero—. Ronnie, baja.

Ronnie examinó nerviosamente las palancas y por fin tiró de una que hizo que el coche saliera disparado casi otros dos metros hacia arriba.

—¡No, no, abajo! —gritó ella.

Estaban a un pelo de chocar contra la carrera oficial de coches con sus números pintados en los laterales.

Muerto de miedo, Ronnie viró violentamente a la derecha. Se desvió de la carrera, pero se tragó un Volkswagen Escarabajo que se había quedado atascado en medio del aire. Tenía el capó levantado y el culo del dueño sobresalía por un lado del motor con las piernas colgando. O al menos colgaban hasta que el golpe provocó que el Escarabajo saliera rodando en una dirección y el propietario en otra. Tras unas cuantas vueltas finalmente el propietario comenzó a descender de cabeza hacia el suelo, pero la carrera lo pilló en medio del aire para gran satisfacción del público.

Por su parte el hombre rescatado no parecía tan encantado. Le oí gritar mientras el rubio del descapotable volvía a bajar lentamente a mi nivel.

—¡Oh-oh! —exclamó la rubia.

El conductor del coche de carreras que había realizado la hazaña comenzó a sacudir la cabeza y a señalar en nuestra dirección.

Ronnie me miró y gritó:

—¡Bueno!, ¿vas a subir de una vez o no?

Yo había rechazado la oferta pensando en la base sobre la que se asentaba la carretera: en este caso el aire. Pero el tráfico comenzaba a acumularse alrededor del accidente, de forma que cada vez había más y más gente conduciendo por fuera de los carriles de tráfico de seguridad. Y comenzaba a dudar que la mayor parte de ellos supieran conducir incluso en tierra.

Me agarré a un lateral del coche, esperé a que la parte más alta volviera a descender y subí al asiento de atrás. Ronnie pisó a fondo el acelerador antes incluso de que me hubiera sentado; me vi proyectada hacia los brazos de un tipo con el pelo de un rubio sucio, vestido con una camiseta azul de tirantes.

—¡Hola! —sonrió él.

Traté de apartarme de sus brazos sin clavarle el codo en ningún punto sensible.

—Toni y Dave —me dijo la rubia, inclinándose por encima del asiento de delante.

Supuse que Toni era la joven morena que me estaba echando mal de ojo. Me aparté de su novio y ella me recompensó con una Bud chorreante de la nevera que llevaba a los pies. Por el suelo traqueteaban tantas latas vacías que comprendí al instante por qué Ronnie sufría de falta de coordinación.

Pero como yo no tenía que conducir, bebí. El aire ardía repleto de gases de combustible y pesaba debido a la humedad, y yo sentía que necesitaba respirar a través de una toalla. Diez minutos bajo el resplandeciente sol me habían dejado la camiseta sudada y desagradablemente pegada a la espada. Ojalá me hubiera puesto pantalones cortos y sandalias en lugar de vaqueros y botas.

—Yo soy Lilly —añadió la rubia para terminar las presentaciones—. Es el diminutivo de Lilith, pero nadie me llama así.

Yo asentí. Jamás había visto a nadie que tuviera menos pinta de llamarse Lilith. Llevaba un top ajustado y pantalones cortos, los dos blancos, y encima una blusa a cuadros blanca y rosa. Tenía unos rizos rubios muy bien definidos; es decir, los que no se le habían escapado y pegado a la nuca o al rostro sudoroso, y los llevaba en dos coletas a los lados con gomas de Hello Kitty que hacían juego con el brillo de labios y con el color de uñas Pepto Bismol. Si la verdadera Lilith seguía existiendo en alguna dimensión, sin duda estaría planeando la venganza.

—Dory —dije yo, saludándola con la mano vacía con la que antes había sostenido la cerveza.

La había perdido un segundo después de que un par de chicos montados en monopatines Boogie pasaran volando como si tuvieran motores atados a la espalda. Se habían dedicado a girar por encima y alrededor de nosotros para hacer la figura de un ocho. Uno de ellos me había quitado la cerveza y luego habían salido todos disparados, lanzando hurras como locos.

—¡Vale, ya está bien! —gritó la rubia—. Esos bastardos ya me tienen harta. ¡A por ellos!

Me pareció poco probable que los pilláramos porque los chicos parecían tener bastante más control de sus diminutos soportes que Ronnie de su cochazo. Pero de todos modos obedecimos la orden. Dimos media vuelta por entre el pendenciero tráfico y aceleramos para dirigirnos directamente hacia un enorme roble. Los chicos descendían en picado hacia él mientras se reían del Escarabajo clavado justamente sobre la cima.

El conductor de una grúa también se había parado al lado del accidente e intentaba enganchar un cable terminado en gancho al parachoques trasero del Escarabajo. Nosotros pasamos por delante precisamente en el momento más inoportuno, porque el tipo enganchó el cable a nuestro coche.

—¡Oh, Dios! —gritó Lilly al ver que el cable nos lanzaba a dar vueltas alrededor del árbol, arrastrando de paso a la grúa con nosotros.

—¡Frena! —grité yo.

Nuestro coche fue arrojado por el aire como una bola, con la grúa al otro extremo del cable haciendo de contrapeso.

Era el tipo de situación que habría desconcertado hasta al conductor más experto, cosa que Ronnie no era. Se cagó de miedo y comenzó a agarrarse a todas partes. En rápida sucesión, abrió el maletero, consiguió cerrarlo y puso la radio. Eso sí, no hizo absolutamente nada para impedir que fuéramos a parar directamente al centro de los carriles de tráfico.

Por la radio comenzó a sonar una dulce música de reggae. Trepé por encima de Toni para intentar soltar la capota, pero estaba enganchada al marco metálico de la parte superior del deportivo y como toda la tela estaba arrugada, yo ni siquiera pude verlo. Y de todas formas llegó un momento en el que ya no importó, porque el tipo de la grúa pisó el freno y nosotros comenzamos a girar a su alrededor en una órbita frenética. El marco superior se desgarró con un chirrido metálico agonizante y salió volando, y nosotros seguimos dando vueltas en el sentido contrario.

Don’t worry —cantó cadenciosamente la radio mientras nosotros nos dirigíamos directos a la carrera oficial de coches esta vez—. Be happy.

Sin embargo Ronnie no parecía muy contento, a pesar de que consiguió agacharse justo a tiempo al pasar a toda velocidad con un chirrido estridente. Luego volvió a sacar la cabeza inmediatamente. Parecía cabreado. Y lo mismo el tipo de la grúa, que venía en nuestra dirección siguiendo el rastro de los restos voladores del descapotable. Por fin Ronnie consiguió encontrar el freno y entonces nos pusimos a girar como una peonza. Dimos muchas vueltas porque no había nada que nos frenara. Por último pisó el acelerador y salimos del bucle.

Seguimos la pista de nuestra propia estela de gases del tubo de escape y nos colamos entre nuestros perseguidores. El humo acre nos hacía a todos toser y llorar. El tipo de la grúa tenía la ventanilla bajada, así que probablemente tenía… los mismos problemas que nosotros y no nos vio cambiar de rumbo. O puede que sus reflejos no fueran tan buenos. Porque siguió adelante y nos perdió de vista. Sin embargo los coches de la carrera sí giraron y continuaron persiguiéndonos.

Lilly observó la grúa e inmediatamente abandonó la actitud temerosa para mostrar indignación.

—¡Eh, ese tipo se ha llevado mi capota!

—Ya no —dijo Toni.

Los restos se habían soltado del cable y siguieron volando como un enorme murciélago hasta aterrizar sobre el parabrisas de uno de los coches de carreras.

El conductor, cegado, pisó el freno y el coche que iba detrás chocó contra su maletero y se quedó como un acordeón. El que iba a continuación terminó de hacer papilla al segundo. Mientras tanto el gancho suelto de la grúa había caído sobre un puesto ambulante. El golpe rasgó la lona y soltó su anclaje al suelo, y la gente que andaba por allí tuvo que tragarse la cerveza al sol. No pareció que eso les gustara mucho, porque se pusieron a perseguir la lona como un enjambre de abejas a través de la multitud hasta que alcanzaron el cable. Seis o siete tipos grandes lo agarraron y comenzaron a tirar de la grúa hacia tierra.

—¡Uau! —exclamó Toni.

Los tres que íbamos en el asiento de atrás nos inclinamos por encima del maletero para verlo.

—¡La he jodido pero bien! —se quejó Ronnie, que observaba la carnicería por el retrovisor.

—¿Habéis visto dónde ha aterrizado la capota? —preguntó Lilly, que no dejaba de examinar cada centímetro de tierra.

Mientras tanto y para terminar de arreglar la situación, el acordeón de los tres coches unidos llegó flotando por encima hasta los carriles del tráfico, llevándose tras de sí los restos del precioso accesorio de nuestro descapotable, que no dejaban de revolotear arriba y abajo como si fueran alas.

—Apuesto veinte pavos por los borrachos de ahí abajo —dijo Dave.

Muchos otros se unieron a la guerra de tirar del cable. Pero entonces el tipo de la grúa pisó el acelerador y salió disparado, llevándose con él de paseo a los forzudos más cabezotas.

Uno de esos fortachones obligados a hacer autoestop por el aire aterrizó sobre la lona de otra tienda, que naturalmente derribó, mientras otros dos eran arrastrados entre la multitud para dibujar su autógrafo. El hecho provocó unas cuantas peleas porque la gente perdió su puesto en la cola, pero yo no conseguí ver cómo acababa la cosa porque Ronnie hizo un ejercicio de valor y nos sacó de allí. Momentos después nos unimos a una cola de vehículos que iban pisando huevos hacia las casetas de venta de entradas que se alzaban por encima del portón doble de entrada a la casa.

La mansión era despampanante: brillaba a pleno sol sobre lo alto de la colina como una tarta de bodas de mármol. A pesar de estar situada en la parte norte del estado de Nueva York parecía sacada directamente de la Roma antigua, con sus columnas, sus pórticos y su enorme terraza. La mayor parte de la gente estaba reunida al aire libre en medio del lujo, bebiendo en altos vasos congelados como si tuvieran alguna posibilidad de deshidratarse y contemplando el caos desde arriba.

Me pregunté qué pensaría la cónsul acerca del desastre en que habían convertido los magos su césped perfectamente recortado. Aquél era solo el tercer día de un acontecimiento que iba a durar toda la semana. Pero los terrenos estaban ya cubiertos de desperdicios y estropeados con las huellas cruzadas de los neumáticos de los coches que habían tenido el sentido común de permanecer donde Dios, o al menos la industria del automóvil, pretendía desde el principio que estuvieran.

Me figuré que los maltratados coches pertenecían a los vendedores ambulantes, porque los coches de los miles de aficionados a las carreras eran dirigidos a un lado, donde se producía la explosión de color que los hacía flotar como nubes gigantes de formas extrañas por encima del paisaje. Iban organizándolos por pisos como en el aparcamiento de un garaje pero sin garaje, y los más altos llegaban a poco más de nueve metros. Sólo que no había escaleras.

La moraleja más evidente era que si uno no conseguía apañárselas bien con el hechizo de levitación más básico, lo mejor era no ir. Era lo típico de siempre: los magos actuaban como si controlaran por completo el mundo sobrenatural y el resto de nosotros simplemente viviéramos en él. Pero teniendo en cuenta quién patrocinaba ese año el evento, la cosa se estaba poniendo un tanto difícil.

Nos dirigieron hacia la cola que estaba más cerca, alineada alrededor de un estanque ornamental. Entre los rosales y asomando al lado de la fuente diseñada a imitación de Bernini había botellas de cerveza, latas de refrescos y bolsas vacías de aperitivos. Cerca había un enorme conjunto de gradas avejentadas por el tiempo colocadas de cara a la casa. Estaban llenas de gente que observaba en estado de trance el enorme espacio vacío sobre la calzada circular que llevaba a la mansión.

Cada pocos minutos una cola de naves variadas, en su mayor parte coches pero también extrañas motos, aviones e incluso barcos, salían levitando del enjambre hacia la zona acordonada junto a la casa. Se alineaban a la altura de la terraza y se quedaban ahí un momento para dejarse bañar por el frenesí que reinaba en el lugar. Algunos de los conductores saludaban e incluso se ponían de pie para incitar todavía más a las masas de aficionados ya de por sí excitadas. Cuando la histeria de gritos, ondear de banderas y pancartas llegaba al punto culmen, la cónsul se levantaba de su silla en medio de la terraza y dejaba caer un pedazo de seda. Un segundo más tarde estallaba un ensordecedor crujido y toda la fila de vehículos desaparecía.

Era el momento que se les concedía a las hordas para dejar sus puestos, descansar las cuerdas vocales e ir a comprar más cerveza. Y luego el proceso volvía a comenzar. Yo lo encontré monótono, pero nadie parecía estar de acuerdo conmigo. El hecho se producía solo una vez al año y todo el mundo sobrenatural se volvía loco. Estábamos en guerra, pero a nadie le importaba durante esa extravagante semana.

—Así estarás mañana —me dijo Dave con la vista fija en el espejo del tamaño de una piscina que flotaba por encima de la casa.

Ronnie se giró para ver cómo cambiaba el espejo.

—No es probable.

Había estado reflejando la imagen de los cielos azules, los campos verdes y las gradas avejentadas repletas de aficionados saludando. Pero luego se onduló y cambió a una escena de llamas saltarinas de color púrpura. Junto a esa fiera montaña de fuego serpenteaban los mismos corredores que acababan de saludar y desaparecer: surgían y salían de la escena como imposibles hormigas diminutas alrededor de la hoguera del infierno.

—¡Oh, venga, no me digas que ha vuelto a decepcionarte! —se quejó Dave.

—¡Es el campeonato! —contestó Ronnie con los labios apretados.

—¡Pero si tú eres el mejor! —exclamó Lilly indignada.

—No cuando hay diez millones de dólares en juego —le dijo Ronnie, cuyos ojos reflejaban, sin embargo, que se sentía herido.

Lilly me pasó otra cerveza de la nevera que tenía a los pies.

—El padre de Ronnie es Lucas Pennington —afirmó con orgullo, como si yo tuviera que conocerlo.

Puede que tuviera que conocerlo, pero la locura anual del campeonato mundial jamás había significado gran cosa para mí. Era un asunto de magos y yo no tenía mucho trato con ellos, aparte de hacerles algún que otro encarguito ocasional cuando algún trabajador mago estaba en apuros. En general los magos tenían tendencia a mostrarse bastante extraños, igual que sus deportes favoritos.

En el mundo sobrenatural no existía la Asociación Nacional de Carreras de Automóviles de Serie o Nascar. Ni tampoco el fútbol o el tenis. En lugar de eso tenían la locura conocida como la carrera de los caminos prehistóricos.

Hacía mucho tiempo que a los magos se les había ocurrido que, con la debida protección, podían surfear a lo largo de esos caminos, conduciendo su propia energía para llegar de un punto a otro. Y como los caminos prehistóricos unen el mundo entretejiéndolo por fuera del espacio real, eso significaba que podían atravesar grandes distancias en muy poco tiempo. Suponiendo que uno lograra salir vivo, claro está.

Todos los años era la misma historia. De los doscientos o más participantes capacitados para competir en el campeonato mundial, solo un veinte por ciento más o menos la terminaba. De ese ochenta por ciento que se quedaba atrás, la mayoría volvía cojeando otra vez a la línea de salida contando un complicado cuento acerca de cómo la naturaleza, su vehículo o los dioses habían conspirado en su contra. Pero los caminos se cobraban cada año su buen cinco o diez por ciento.

Al día siguiente todos los periódicos sacaban un editorial sobre el asunto para denunciar en voz alta la barbarie que significaba la carrera. Algunos funcionarios del gobierno incluso ponían cara de disgusto. Pero nunca cambiaba nada. Formaba parte de la carrera.

Supongo que yo no puse una cara lo suficientemente neutral, porque Ronnie se sonrojó.

—La carrera es mucho más que conducir, ¿sabes? —me dijo a mí.

—Pues no, la verdad es que no lo sé.

—¿No sigues las carreras? —me preguntó Lilly atónita e incluso ligeramente asustada, como si yo acabara de admitir que comía serpientes vivas.

—Pues no, lo siento.

Por fin nos llegó el turno ante la caseta flotante de venta de entradas, en donde la gente pagaba sumas exorbitadas por entradas para tres días.

—Tú no deberías tener que comprar una entrada —le dijo la rubia a Ronnie muy indignada, de camino al aparcamiento flotante—. ¡Deberías estar en los boxes!

—¡Detesto estar en los boxes! —admitió Ronnie. Entonces me miró a mí—. La última vez llevaba nuestra bandera, me distraje y la bajé demasiado pronto.

—No me parece tan terrible.

—¡Pero papá se marchó sin la rueda de atrás!

—Bueno, tampoco es que fuera a necesitarla.

—¡Ah, claro que la necesitó! —dijo Ronnie con amargura—. La carrera se desarrolla más que nada sobre los caminos, pero no todos se cruzan, ¿sabes? A veces hay que viajar un kilómetro o dos para llegar de uno a otro…

—¡Ay! —exclamé yo, compadeciéndome.

Él asintió con desánimo.

—¡Pero no era para eso para lo que tú estabas entrenado! —insistió Lilly con inquebrantable lealtad.

—¿Y para qué te habías entrenado? —pregunté yo.

Porque desde luego no era para conducir.

—Soy hechicero.

Lilly asintió con entusiasmo y afirmó:

—¡Es el mejor!

—No estoy muy segura de saber qué es eso exactamente —dije yo.

Cuatro pares de ojos incrédulos se giraron hacia mí.

—¡Es cierto que no sigues las carreras! —exclamó Lilly como si no lo hubiera creído la primera vez.

—¿Qué es lo que sabes de las carreras? —me preguntó entonces Ronnie con curiosidad.

Parecía fascinado. Igual que un científico que se enfrentara a una especie nueva y extraña: la de «Me importa un bledo», de la familia de los «A tomar por culo las carreras».

Yo me encogí de hombros antes de contestar:

—Bueno, sé que primero hay que ser mago, luego hay que pagar una cuota que te cagas, y además hay que estar loco.

De hecho estar loco no entraba dentro de los requisitos imprescindibles, pero era muy conveniente. Porque nadie en su sano juicio se apuntaría voluntariamente para participar en una trampa mortal.

Lilly me miró frunciendo el ceño y bueno, la verdad es que yo no había tenido mucho tacto. Pero Ronnie simplemente sonrió.

—¿Estás completamente segura de que no sigues las carreras?

—Creo que una vez vi parte de una carrera en un bar —admití yo.

—En un equipo por lo general hay cuatro personas —me explicó Ronnie—. El conductor, que dirige a todo el equipo; el navegante, que le ayuda a buscar la ruta mejor; el maestro protector, que protege al equipo de… ejem… de cualquier cosa de la que haya que protegerlos…

—Se refiere a la competición —dijo Toni con cierta pereza.

—… Para conseguir que superen todos los obstáculos —dijo Ronnie, terminando la frase.

Entonces se quedó callado, mirándome expectante, y yo mordí el anzuelo.

—¿Qué obstáculos?

—No hay ninguna senda trazada, así que el único modo de asegurarse de que todo el mundo da la vuelta a la Tierra es obligarlos a hacer paradas a lo largo del camino —me explicó.

—Con obstáculos en cada parada —supuse yo.

Él asintió con entusiasmo. Evidentemente las carreras eran su pasión. Su delgado rostro se iluminaba al hablar de ellas, y sus ojos azul claro brillaban.

—Puede ser cualquier cosa. Nunca se sabe, porque todos los años cambia. Barreras físicas, barreras mágicas e incluso laberintos…

—Aparte de la propia competición —dijo Toni con una voz cantarina un tanto cascada.

—Sí, los participantes siempre andan a la caza de los grandes corredores —confirmó Lilly—. Y no hay ningún control fuera de las paradas, porque como no hay ruta, los coches son libres de ir por donde quieran. Los hechiceros tienen que contrarrestar los ataques de los otros equipos y conseguir que el suyo supere los obstáculos. ¡Es la tarea más importante de toda la carrera!

—Suena divertido —mentí yo.

Observé por el rabillo del ojo la aglomeración de coches por delante de nosotros.

La mayor parte de los vehículos se apiñaban alrededor de una gran congestión de tráfico aéreo a la espera de que uno de los hostigados guardias del aparcamiento les indicara dónde aparcar. Pensé que llegaría antes andando.

—Puedes dejarme aquí —le dije a Ronnie—. Puedo…

No terminé la frase porque de repente él aceleró. El coche salió disparado fuera de la cola con desenvoltura o más bien con temerario desenfreno; todo depende de si Ronnie pretendía realmente o no colarse por el estrecho espacio entre dos filas de coches ya aparcados. El movimiento me lanzó hacia atrás y hacia Toni.

—No hay prisa —dije yo, perdiendo toda esperanza de llegar de una sola pieza.

—¡Me vas a decir que no! —soltó Lilly, que luego añadió, mientras señalaba con la lata de cerveza—: ¡Todavía nos siguen!

Giré el cuello y vi a nuestro viejo amigo el conductor del coche de carreras. Salía de la caseta de venta de entradas y nos seguía a toda velocidad con el cabreado propietario del Escarabajo al que había rescatado sentado en el asiento del copiloto.

—¡No ha sido culpa mía! —insistió Ronnie, que iba dejando que el coche descendiera peligrosamente.

Volví la vista al frente y vi que Ronnie también miraba para atrás, en dirección al coche que nos perseguía. Pero la tribuna repleta de gente se extendía ante nosotros.

—¡Las tribunas! —grité yo, señalándolas.

—¿Qué?

—¡Las tribunas! —repetí al tiempo que le giraba la cabeza con ambas manos.

Ronnie se quedó helado, parado, observando nuestra perdición.

—¡Oh, por el…! —exclamó Lilly.

Lilly se subió por encima de Ronnie y pisó a fondo el freno. Paró al llegar a la parte trasera de las tribunas pero se quedó tan cerca, que yo podría simplemente haber sacado la mano para tocar la madera vieja. Por suerte los varios miles de personas allí reunidas bajo un sol de justicia miraban en la dirección contraria, excepto un niño pelirrojo que se asomaba por entre los listones.

Tenía una sonrisa manchada de azúcar de algodón rosa y se aferraba a su golosina con su diminuto puño. Pero se la embadurnó toda en el pelo a Lilly, que se puso a chillar y se olvidó del coche. Entonces el vehículo comenzó a flotar arriba y abajo por encima del público como una pelota de acero. Aparentemente eso estaba prohibido, porque casi de forma inmediata un mago de uniforme y con aspecto enfadado salió de un lateral para dirigirse hacia nosotros.

—¡Maldita sea! —exclamó Toni un poco nerviosa.

A mí personalmente el asunto no me inquietó lo más mínimo. Y aunque comprendía la razón por la cual las patrullas no iban en vehículos tan voluminosos como un coche cuando tenían que andar de un lado para otro por encima de las cabezas de los asistentes, la elección que habían hecho en sustitución del coche me parecía muy desafortunada.

—¿No podrían haberos puesto una moto por lo menos? —le pregunté yo al mago montado en un patinete eléctrico Segway.

Él esbozó un gesto de mal humor y le dirigió la palabra a Ronnie.

—Está prohibido levitar por encima de la tribuna.

Ronnie no le respondió. Estaba demasiado ocupado observando al dúo iracundo del coche de carreras. Se habían detenido detrás de la tribuna y ambos asomaban la cabeza por donde sobresalían los banderines para gritarnos obscenidades.

—Vas a tener que quitar tu vehículo de aquí —insistió el policía, que en esa ocasión se dirigió a Lilly.

Pero el esfuerzo volvió a ser en vano.

—¡Mi pelo! —gritó ella, roja de ira—. ¡He pagado una fortuna por este color! ¡Arreste a ese niño!

El mago no contestó porque entonces llegó volando una lluvia de cristales verdes junto con una botella de cerveza que estalló contra el lateral de nuestro coche.

—¿Qué diablos…?

El policía contratado únicamente para las carreras miró a su alrededor. Trataba de adivinar de dónde procedía toda aquella basura. La gente de las tribunas que estaba por debajo de nosotros gritaba furiosa.

Dudo que la mayor parte de los cristales dieran en el blanco, porque un chico había aparcado su monopatín Boogie por el lado del que procedían las botellas y nos protegía además del sol. Flotaba por encima de la multitud y había desviado la mayor parte de la lluvia verde hacia las tribunas. Pero eso no pareció importarle a nadie de los que estaban allí sentados. Nosotros estábamos a unos tres metros y medio por encima de las tribunas, así que los espectadores no podían alcanzarnos. Pero eso no significaba que no pudieran lanzarnos un hechizo. Y me figuro que eso fue lo que nos golpeó y casi nos hizo volcar.

—¡Bueno, ya está bien! —exclamó el poli, que descendió para ir a llamar la atención al juerguista de más abajo.

Justo entonces yo cogí al vuelo otra botella que venía directa hacia mí.

Se la arrojé de vuelta a quien me la había tirado: un tipo joven que estaba de pie en lo alto de las tribunas. Él y su grupo de amigos estaban hablando con el conductor del Escarabajo, que seguía señalando en nuestra dirección y gritando. Pero de pronto todos ellos se quedaron inmóviles y boquiabiertos, mirando algo que había detrás de mí.

Me giré y comprendí que la multitud observaba el enorme espejo. Aparte de las escenas de la carrera, el espejo reflejaba también entrevistas a conductores famosos, a patrocinadores de coches y anuncios. Solo que costaba imaginar qué pretendía vender aquella imagen en particular.

Pero una cosa era segura: el hombre que estaba sentado en el enorme sillón no iba a conceder ya ninguna entrevista más.