Marlowe me observó con suspicacia al entrar por la puerta principal, pero a mí no me interesaba ni lo más mínimo mirarlo de arriba abajo. Me figuré que quería colocar micrófonos ocultos en la casa que yo quitaría en cuanto él se marchara. Yo solo quería ponerme ropa seca.
Me dirigí a las escaleras y entonces recordé que ya no había. Así que me desvié hacia el cuarto de estar en busca de una sábana. Encontré una que no olía demasiado a trol. Me la enrollé como si se tratara de un sarong y volví al pasillo. Y me detuve en seco.
Me fijé en algo diminuto que se movía junto a la puerta. Me incliné y comprobé que se trataba de un solitario guerrero de unos cinco centímetros de alto. Era una de las piezas del ajedrez de Olga.
El detalle en sí mismo era perfectamente natural en la casa: las piezas se dispersaban por cualquier parte. Pero no solían llevar antorchas encendidas ni ondearlas de un lado para otro con vehemencia. Y una vez que hubo captado mi atención, aquella diminuta cosa echó a correr y atravesó un bosque de ropa.
Finalmente se detuvo en lo alto de las escaleras que bajaban al sótano. Alzó la vista hacia mí. La minúscula visera de su casco brilló y reflejó la luz de la antorcha. Al ver que yo me quedaba donde estaba, la figurita volvió a sacudir la mano con impaciencia y a señalar hacia la negrura del sótano.
Me quedé ahí un minuto, balanceándome suavemente sobre los pies y preguntándome hasta qué punto tenía que estar paranoica una persona para llegar a creer que los juguetes la perseguían. Pero al final me encogí de hombros y le seguí el juego. Recogí la cosita y la bajé por las escaleras.
Al llegar abajo vi que otro diminuto guerrero estaba haciendo algo extraño junto al enorme y oxidado alambique de Pip. En el sótano no había luz y la antorcha de juguete arrojaba sombras ondulantes sobre las paredes que solo lograban confundirme más. Pero cuando me acerqué más me resultó evidente que estaba empujando palitos y trocitos de musgo, formando una especie de dibujo con ellos.
El primer guerrero comenzó entonces a darme golpecitos con la espada en la mano, así que lo dejé en tierra firme. Cruzó por encima del dibujo hecho en el suelo con los desconchones y acercó la punta de la antorcha al pie de la pila de palitos que tenía más cerca. El fuego se extendió por el pavimento de cemento, formando por un momento letras de bordes irregulares. Finalmente el combustible se agotó después de iluminar la palabra «Abierto».
Me quedé mirándolos. Después permanecí con la vista perdida y la mente fija en la ondulante huella que habían conseguido dejar en mis retinas. El mensaje estaba bastante claro: lo habían dejado delante de la pared donde se manifestaba el conducto que había creado Pip hacia Fantasía. Pero si Claire estaba al otro lado, ella misma podía abrirlo. Y si no estaba allí…
Porque Ǽsubrand jamás habría dejado un mensaje así. Había estado demasiado poco tiempo en el sótano como para preparar semejante artimaña, y además estaba demasiado ocupado tratando de matarme. O al menos eso esperaba yo con verdadero ardor.
Alargué la mano sin dejar de preguntarme si estaba a punto de cometer un terrible error, y apreté el pequeño talismán que cargaba de energía el enlace entre el abismo de los caminos prehistóricos y el portal. Di un salto atrás, pero no fui lo suficientemente rápida. Por la pared apareció un torbellino de luz y de color que inundó el sótano oscuro y feo con una iluminación dorada y densa. Y algo grande entró tambaleándose procedente de la nada, que me dio un manotazo que me tiró al suelo.
Me golpeé el cráneo con tal fuerza contra el cemento, que vi las estrellas. Pero era difícil concentrarse en ellas cuando sentía cómo me aplastaban hasta arrebatarme la vida. Aquel enorme peso se movió un poco, y entonces pude respirar a pesar de seguir aplastada.
Sólo que eso fue peor.
Tenía espacio en los pulmones para inflarlos, pero los tenía encogidos de miedo dentro del pecho. En una ocasión me había quedado enterrada bajo un montón de cuerpos en descomposición, de carne gelatinosa y miembros gangrenados, pero el hedor que soltaban no era tan pestilente como ése. Sentí arcadas, pero no tenía nada en el estómago que vomitar. Suerte que no me había comido ese sándwich, pensé mientras oía que alguien comenzaba a dar palmadas sobre carne de trol.
—¡Apártate de ella! ¡Muévete, Ysmi! Dorina, ¿estás bien?
No contesté. No estaba segura de que pudiera hablar y, de todas formas, tenía miedo de abrir la boca y dejar que me entrara otro poco más de ese hedor. Pero alcé la vista.
Una uña gorda, resquebrajada y amarilla me miraba a la cara. Iba pegada a un pie lleno de callos y verrugas y a una piel más dura que una roca, y todo ello en conjunto formaba parte de algún tipo de hongo de un verde amarillento muy sucio. Mi último pensamiento consciente fue que, después de todo, tener el pie de un trol encima de la cara era lo peor que me había pasado en todo el día.
Me desperté no sé cuánto rato después en mi propia cama. La lluvia azotaba la ventana. Había una nota sobre la puerta. Eché un vistazo y comprendí que alguien, probablemente Claire, me había puesto una camiseta y me había vendado la muñeca. Pero a juzgar por la roña general, no se había parado a darme un baño.
Me preparé uno con muchas pompas de jabón; un lujo poco frecuente para mí. Me metí en la bañera con la nota de la puerta. Tenía dos páginas. Claire había sido incapaz de resumirlo todo en una sola o de esperar hasta el momento de vernos. Tenía que recuperar el tiempo perdido.
¿Quién es ese tipo, Marlowe? Es un gilipollas. Échalo. Como vuelva, lo amenazaré con sentarle encima a Ysmi.
Sonreí. Me hacía realmente falta dormir pero ¡maldita sea…! Lamentaba de verdad habérmelo perdido.
¿Cómo es que «vampiros no» acaba convirtiéndose en una casa abarrotada de vampiros? Tienes unos amigos muy raros. Esa Christine me asusta. Métela en el armario grande de la habitación de invitados de la planta baja, que no tiene ventana, ¿vale?
Sin duda Christine apreciaría que le pusieran la cama en un armario. Por otro lado las únicas habitaciones que quedaban sin vistas eran la despensa, que ya no existía, y parte del sótano, que estaba lleno de trols. Bien mirado, creo que se llevaba la mejor parte.
¿Por qué hay dos cabezas rodando por toda la casa? Los gatos han tratado de comerse una de ellas. Se lo he impedido lo mejor que he podido.
Me pregunté qué quería decir con eso de «lo mejor que he podido». Pero decidí que prefería no saberlo.
El tipo sin cabeza está en el armario de las escobas del pasillo, con la cabeza que creo que es la suya. Lavé el cuerpo en el jardín de atrás; estaba lleno de porquería. La cabeza suelta muchos tacos. Pero no tantos como los que soltó Radu cuando descubrió que no incluiste un coche nuevo en el trato con ese tipo, Cheung. Dijo que lo llamaras.
Ups. Sabía que olvidaba algo. Tomé nota mentalmente de evitar a Radu en un futuro inmediato. Quizá también en un futuro lejano. Me pregunté si habría algún modo de reclamarle a Mircea un Lamborghini a cuenta y a mis expensas. Probablemente no.
Para tu información, Olga ha creado un nuevo portal. Bueno, no es nuevo. Es el viejo con un destino nuevo. Ahora tiene dos colores: el verde va a Fantasía, el azul al salón de belleza. Pero lo ha abierto hoy mismo y no tenemos modo de volver a menos que se abra por este extremo. Lo siento. La próxima vez enviaremos a alguien más pequeño por delante.
Llama a la puerta de mi habitación cuando te levantes.
La última frase me dio mala espina, pero no iba a evitar también a Claire. Salí chapoteando del baño e hice recuento de mi colección de heridas. Después de todo no había añadido tantas como esperaba. Me puse una camiseta y un par de suaves pantalones de chándal grises y me dirigí a la habitación de Claire mientras me secaba el pelo con una mano.
No podía haber estado durmiendo mucho tiempo porque fuera todavía era de noche. Claire estaba despierta. O al menos salía luz por la rendija de la puerta. Llamé y ella abrió. Llevaba el largo pelo pelirrojo enrollado en rulos de tela. Según parecía no había perdido el tiempo en el salón de belleza.
—No sabíamos que estabas en casa; de haberlo sabido te habríamos esperado —dijo Claire muy seria antes de que yo pudiera decir nada—. Pero es que cuando oímos el caos de los hechizos de protección…
—¿Quieres decir que de verdad sirvieron para algo? Ya empezaba a dudar.
—Durante alrededor de un minuto. ¡Hasta que esos malditos svarestris los desactivaron!
Claire se echó a un lado y yo entré. Había trasladado una cama igual a la suya a la habitación, y Aiden y Apestoso estaban tumbados encima como dos bultos gordos sin parar de roncar. O al menos Apestoso no paraba de roncar, despatarrado en la cabecera de la cama igual que un marinero borracho con las piernas en jarras. Aiden estaba acurrucado a un lado como un querubín. Era de los que se chupaban en pulgar, noté yo contenta. Apestoso jamás lo había hecho. No le interesaba nada que no pudiera comerse.
—Los svarestris han tenido que manipular las protecciones desde dentro —dije yo, sentándome en la cama de Claire. Se las podía tratar de derribar desde fuera, pero solo se podían anular teniendo acceso a la fuente de poder desde dentro—. ¿Cómo consiguieron revertir la entrada de los portales?
Claire se sentó en la silla del tocador, levantó los pies, los apoyó sobre el edredón y continuó con lo que estaba haciendo, que era pintarse las uñas.
—He estado pensando en ello. Por lo general usan a los manlíkans para explorar por las tierras de los feys de la oscuridad y como muñecos de pruebas en los campos de prácticas. Pero no suelen usarlos como guerreros. No creo que Ǽsubrand los mandara para luchar contra nosotras, sino para que buscaran el modo de entrar en la casa. Debería de haber estado más atenta a ver qué hacían los otros que andaban por ahí mientras unos pocos nos entretenían.
—¿Y no habría sido más sencillo que ellos mismos anularan las protecciones?
Claire sacudió la cabeza.
—Las protecciones no tienen en cuenta a los manlíkans. Para ellas, ni siquiera existen. Pero un portal es distinto; es otro tipo de magia. Y no sé cómo, pero los svarestris sabían que había uno en la despensa…
—Lo vio Ǽsubrand la última vez que estuvo aquí —dije yo, que me acordé de cómo Louis-Cesare y yo habíamos escapado de él utilizando ese portal.
—Sí, eso también había estado preguntándomelo: no son tan fáciles de detectar a menos que estés justo delante de uno. De todas formas lograron revertir el sentido, sólo que para entonces estaban agotados por la tormenta y la lucha contra nosotras…
—Así que esperaron hasta esta noche para entrar, mientras estábamos durmiendo —terminé yo la frase por ella.
El razonamiento era lógico.
—Sí. Atacar a mujeres y niños cuando están durmiendo en la cama, ¡a eso es a lo que Ǽsubrand llama honor!
Yo personalmente pensé que Ǽsubrand llamaba a eso inteligencia. A mí no me gustaban sus tácticas, pero desde un punto de vista estrictamente militar la estrategia era perfecta. Y si no se hubiera presentado Cheung, le habría dado un buen resultado.
Lo dije en voz alta y Claire frunció el ceño muy enfadada.
—¡Caedmon debió de matarlo cuando tuvo oportunidad!
Yo parpadeé. Era exactamente lo que yo había pensado, pero me resultaba desconcertante oírselo decir a ella. La mujer a la que yo conocía había plantado caléndulas en el jardín para evitar que los bichos se comieran las plantas porque no le gustaba tener que aplastarlos. Se había pasado una semana entera sin hablarme después de verme golpear a una rata hasta matarla con el palo de una escoba. Era de las que comían tofu, detestaba las pieles de animales y estaba a favor de la idea pacifista de llevar zapatos de plástico. Pero según parecía las cosas estaban cambiando.
Claire se ruborizó, pero no bajó la vista.
—Es cierto. ¡Es así!
—Yo no tengo nada que alegar. Lo que no comprendo es por qué Ǽsubrand esperó tanto tiempo para atacar. Habría tenido muchas más oportunidades de vencer de haber atacado mucho antes, antes de que yo llegara con refuerzos… por decirlo de algún modo.
Claire alzó la vista de los dedos de los pies. Se estaba colocando un algodón entre los dos últimos.
—Sí, y hablando de esos refuerzos…
—Ya sé que no querías vampiros en casa —dije yo, tratando de ordenar mis argumentos a favor.
—No, si la idea empieza a gustarme —me dijo, sorprendiéndome—. Me parece que no estamos en posición de rechazar ninguna ayuda. Es solo que no estoy muy segura de esos vampiros en concreto. Ese tipo, Cheung, estuvo horas apostado en el exterior de la casa, esperando a que tú llegaras. Y no tenía buena pinta. Traté de llamarte media docena de veces para advertirte…
—Apenas he tenido el móvil conmigo durante toda la noche.
Claire alzó una ceja, pero no me hizo preguntas.
—Supuse que lo sabías y que por eso precisamente no volvías. Te dejé un mensaje y nos fuimos a la cama en cuanto resultó evidente que era incapaz de atravesar la barrera de protección. ¿Y ahora, de repente, confías en él y permites que se encargue de nuestra seguridad?
—Yo no confío en él —le dije, estirándome encima de la cama—. Confío en el sistema. Es bastante duro con los maestros que se pasan de la raya. Y Cheung dio su palabra.
—¿Y eso cuenta?
—Si te la da a ti o a mí, no. Pero se la ha dado a un miembro del Senado, y eso ya es muy distinto.
—¿Quieres decir que si no hace honor a su palabra se enfrentará a alguna clase de castigo?
—A bastante más que eso. Antes de que existieran los Senados había una guerra casi constante entre las distintas casas de los vampiros; las alianzas se cambiaban continuamente, se apuñalaban los unos a los otros por la espalda y se traicionaban. Piensa en la Italia de la Edad Media, con cada pequeña ciudad estado apropiándose ambiciosamente de los territorios de los vecinos, intentando expandir sus tierras a sus expensas. Era un derramamiento de sangre completo que diezmaba a todas las casas. Pero una vez que se organizaron los Senados se establecieron leyes muy duras a propósito para que ni siquiera el botín más rico mereciera la pena pagar el precio.
—¿Entonces podemos fiarnos de que Cheung nos ayudará?
—Sí, durante los próximos días. Hasta que llegue Heidar —dije yo. Me erguí en la cama y me senté mientras soltaba un largo bostezo que dividió mi rostro en dos. O me iba ala cama, o me dormiría allí mismo. Pero primero tenía que hacer una cosa—. Y hablando de ayuda, ¿todavía quieres hacer algo para ayudar a la investigación?
El rostro de Claire se iluminó.
—Sí, aunque tengo que decirte que las cosas por aquí no han estado tan aburridas como yo esperaba.
—No, somos una panda muy divertida.
Claire soltó un bufido antes de preguntar:
—¿Qué quieres?
—Necesito que me hagas una receta.
Lluvia. Comenzó de camino, pero él agachó la cabeza y siguió adelante. Los cascos del caballo removían el barro. La lluvia le había obligado a ir más despacio; no le quedaría mucho tiempo hasta la mañana. Hasta que llegaran otros para quedarse mirando y hacerse preguntas, para lamentarse e interrogar y borrar las pocas pruebas que pudieran quedar.
El jinete desmontó. El ruido de las espuelas era el único sonido artificial en la callada noche. La luna estaba alta, medio llena y rebosante de una luz acuosa. Transformaba todo el universo en platas brillantes y negros. A la izquierda una antigua arboleda de manzanos recortaba el oscuro cielo con tracerías de ramas más oscuras todavía. Los manzanos estaban desnudos; la temporada había terminado y el viento frío tiraba las pocas hojas que quedaban o las pegaba a la corteza. Las que ya habían caído crujían bajo sus pies, muertas como todo lo demás en aquel lugar.
Ató el caballo a uno de los árboles, al resguardo de cualquier peligro, y siguió adelante. Le preocupaba la proximidad del amanecer pero era imposible moverse más deprisa. Sería irreverente, como echarse a reír delante de una tumba.
A la derecha estaba la capilla, todavía parcialmente protegida por un tejado de pizarra. Se detuvo ante la puerta o más bien ante el lugar en el que hubiera debido de estar la puerta. Había ardido hasta las mismas bisagras. Desenterró las piezas de metal con el pie de entre las hojas y las cenizas empapadas sobre la piedra fría. Tampoco quedaba nada del tejado, que era de madera igual que el altar. Pero si estaba el crucifijo, en cierto sentido. La plata había ido goteando por las paredes, pintando las antiguas piedras con un barniz de belleza.
Entró por el oscuro pasaje. En una ocasión había estado radiantemente iluminado con candelabros que en ese momento, con su débil brillo en medio de la oscuridad reinante, no eran sino meros indicios del pasado que solo despertaban a la realidad cada vez que los rayos de la linterna incidían sobre ellos. Encontró al primero de ellos allí, acurrucado y con una forma irreconocible en aquella oscuridad.
Se arrodilló junto a él. Una tenue luz se filtraba a través de la estrecha ventana y junto con ella un soplo de aire frío y el amortiguado sonido de la lluvia. El cuerpo estaba carbonizado, irreconocible. Pero la cruz que llevaba al cuello había quedado atrapada debajo y solo estaba negruzca. Era pequeña y sencilla, y estaba hecha con un metal más sólido que el oro. Así que entonces no era el que buscaba.
El pasaje terminaba en lo que debía de haber sido el refectorio. Como no tenía tejado la niebla lo cubría todo, pero a pesar de ello pudo reconocer las formas rectangulares de las largas mesas donde se servían las frugales comidas. Allí también había cuerpos. Pero el que buscaba no estaba entre ellos.
A lo largo de otro oscuro pasillo y tras pasar otras salas encontró por fin la pequeña estancia llamada Misericordia. Era allí donde se impartían los castigos a aquellos que habían violado la estricta regla. Pero ningún castigo concebido por el hombre habría podido hacer eso.
El cuerpo estaba extendido en el suelo. Los ojos muertos miraban al techo. A diferencia de los otros, no se había quemado. No había señales en absoluto de carbonización en la estancia, e incluso el techo había aguantado. Quizá por eso estuviera tan bien conservado: la lluvia no lo había tocado, el viento no lo había azotado.
Pero de nada había servido. El rostro estaba irreconocible, seco y marchito; los ojos blancos; el pelo una vez castaño, quebradizo y sin color; la boca abierta en un grito mudo. La mano medio cerrada, como si se hubiera aferrado a algo.
Tiró suavemente de los huesos que apenas sostenían juntos la piel. El delicado movimiento provocó el reacomodo del cuerpo con un susurro seco; la muñeca rota se soltó y desgarró la quebradiza piel del brazo. El sonido pareció repetirse como un eco en su mente, y el frío de muerte lo penetró.
Tiró con más fuerza; obligó a la mano a soltar su secreto. Y de pronto estaba simplemente agazapado tras el refugio de una pared quemada con la palma de la mano abierta y una cruz de brillante de oro macizo entre los dedos. Dibujó la forma de las piedras preciosas sin tallar que decoraban la pieza, relucientes y calientes por el contacto de su mano, y sintió cómo la tensión salía de su vientre para enroscársele alrededor de la espalda. Escuchó la sangre cantar en sus oídos, sintió el dolor apuñalarlo como un millón de hojas afiladas y la amargura de la culpa volver a posarse en su lugar bajo las costillas, donde la llevaba siempre.
Donde la llevaría ahora y siempre.
Rodé por la cama hasta ponerme boca arriba, di una patada a las sábanas y emití un gruñido de pura rabia. Las sábanas viejas estaban húmedas y se me quedaban pegadas. Hacía calor en mi cuarto y el ambiente era incómodamente bochornoso. Me quité la camiseta, me puse una limpia y abrí la ventana.
Esperaba un poco de brisa fresca, pero terminé empapándome la cara con una ráfaga de lluvia. Por supuesto me colgué del marco de todos modos, sin importarme si me mojaba o no. Mientras pudiera refrescarme…
La tormenta me hizo volar el pelo húmedo y me abanicó las acaloradas mejillas. Fue maravilloso. Oí a alguien tocar la escala musical con un instrumento de viento cuyas notas débiles y distantes cabalgaron con la brisa. Incliné la cabeza contra la pulida madera del marco de la ventana y observé cómo la luz lamía el cielo.
Durante nuestro último trabajo en equipo un accidente mágico había tenido como consecuencia que yo compartiera los recuerdos de Louis-Cesare. Todos ellos. Y como él tenía casi cuatrocientos años, era mucha la información que había que asimilar. Al principio la mayor parte de ella no era más que una neblina; toda una vida de impresiones que se habían derramado sobre mi cerebro de una sola vez. Era demasiado: demasiado deprisa, demasiado abrumador para cualquiera. Pero desde entonces yo no hacía más que tener flashbacks de su vida pasada.
De no haber sido por el vino, puede que al final se hubieran asentado en alguna parte junto con el resto de mis monstruos para salir a acechar solo a mi subconsciente. Pero dadas las circunstancias, yo veía casi cada noche un desfile de imágenes. Algunas estaban fragmentadas y no tenían sentido, pero otras eran tan reales como si yo misma las hubiera vivido. Y ésta era de esas últimas.
Todavía podía oler el hedor acre del fuego, notar en la lengua el sabor como de papel, sentir el fuerte estallido de dolor como si hubiera sido mío. Él no creía… algo… no esperaba… ¡Joder! Se me estaba escapando.
Un repiqueteo de lluvia me golpeó la pierna que tenía colgando, pero me quedé ahí sentada un buen rato. Contemplaba el jardín de atrás a oscuras. Saboreaba la amargura, la fruta destinada a pudrirse, las esperanzas perdidas y los sueños arruinados. Aunque no sabía qué significaba nada de eso. Era como ver una película sin saber el final. O el comienzo. O quiénes eran los personajes principales.
A sabiendas de que probablemente nunca lo descubriría.
«Sé lo que quiero», había dicho él. Y evidentemente quería a Christine. Porque a pesar de sus principios yo no podía concebir ninguna razón por la que tuviera que quedarse con ella si no quería hacerlo. Si no había decidido hacerlo. Cierto, había jodido unas cuantas cosas, pero también las había pasado canutas para volver a encontrarla e incluso se había dejado consumir por completo a manos de los mismos magos que retenían a Christine a cambio de su libertad. Él no le debía nada de nada.
Así que la quería. Y tenía razón. Porque a pesar de lo que decían los cuentos, el amor, el enamoramiento o lo que diablos fuera que había entre nosotros no salía victorioso siempre por encima de todo. No cuando dos personas procedían de mundos tan distintos como los nuestros. Y menos cuando estábamos genéticamente diseñados para matarnos el uno al otro.
Desde el principio había sido una mala idea. Y menos mal que al menos uno de los dos se había dado cuenta antes de que las cosas llegaran todavía más lejos. Fin del juego, fin del cuento, se acabó. Excepto por los malditos recuerdos que no me dejaban en paz.
Llovía cada vez más y yo estaba casi empapada. Por no hablar del suelo, la mesilla de noche y mi bolsa de trucos sucios. Tiré del petate que guardaba debajo de la cama, lo saqué todo y lo dejé en fila sobre la cómoda para que se secara. Eran cosas caras y salían de mi presupuesto.
La segunda camiseta mojada fue a la cesta de la ropa sucia. Me puse otra y me dejé caer sobre la cama caliente y arrugada. Me aferré viciosamente a la almohada buscando algo fresco. Al día siguiente tenía un trabajo que hacer; no tenía tiempo para eso. Me concentré en el ruido intermitente de la lluvia y me esforcé por volver a dormir.