27

Louis-Cesare se marchó. Yo me quedé atónita por un segundo y después lo seguí por el vestíbulo destrozado. Fuera se había levantado viento. Las cortinas de encaje se mecían y el agua de la lluvia entraba por la ventana. Además había un montón de luces. Entraban de forma intermitente, coloreando el vestíbulo de azul y rojo como si fuera una discoteca y formando un rectángulo que se movía por las paredes y que hacía saltar de un lado para otro las sombras de los muebles.

Teníamos visita, pero no era el Senado. Al menos de momento.

Detrás de las huellas de los neumáticos en el barro, de los trozos de coche y de la media tonelada de trajes de alta costura esparcidos por lo que quedaba del césped como si fueran basura, vi a media docena de vecinos en pijama en fila en la calle. Contemplaban el desastre y el destrozo de la casa con esa especie de ojo entusiasta y horrorizado con el que la gente suele quedarse mirando los accidentes de tráfico. Junto a la acera opuesta acababa de aparcar el tercer coche de policía.

Hubiera debido de imaginármelo. Los hechizos de protección se habían venido abajo y con ellos el pretendido aspecto glamoroso. Además de que media docena de vampiros destrozando un Lamborghini tampoco era exactamente un espectáculo silencioso. Probablemente habíamos despertado a la mitad del vecindario.

—¡Christine! —la llamó Louis-Cesare con urgencia.

Ella estaba chapoteando por ahí, metida en el barro hasta el tobillo, tratando de rescatar el resto de su guardarropa. Pero al oír la voz de su maestro alzó la vista.

—Haz una pequeña maleta, si no te importa. Nos vamos.

Se quedó mirándolo confusa, con los brazos llenos de vestidos de alta costura chorreando barro.

—Pero… pero mi ropa…

—Te compraré ropa nueva. Vite, s’il te plaît.

Christine apretó los labios y por un momento pensé que Louis-Cesare tenía una rebelión entre manos. La noche se desvanecía, y con ella el buen humor de Christine. Pero después de un momento ella arrojó toda la ropa al suelo y pasó corriendo por delante de nosotros sin dejar de musitar.

Louis-Cesare echó a caminar al otro lado de la calle, donde Radu hablaba con una pareja de policías. Pero yo lo agarré de la camisa y tiré de él hacia atrás. No parecía que nos quedara mucho tiempo y quería que él me diera unas cuantas respuestas.

—¿Qué es lo que has querido decir acerca de Anthony?

Él me lanzó una mirada de fastidio que yo tuve que tragarme en dos vistazos consecutivos. Las luces de la policía lanzaban destellos intermitentes sobre su rostro y sobre la fachada de la casa destrozada. Pero él no se movió.

—¿Qué sabes del Senado europeo?

—No mucho, ¿por qué?

—Porque para comprender a Anthony tienes que comprender cómo funciona ese Senado.

—Explícamelo.

—No hay tiempo para entrar en detalles…

—¡Pues Cuéntame lo más importante! ¡Pero dímelo!

—A diferencia de otros cónsules que trabajan con sus senadores, Anthony gobierna el suyo —dijo apresuradamente Louis-Cesare—. Puede hacerlo porque los senadores saben que no perderán sus sillas mientras accedan a sus deseos. Cualquier nuevo aspirante a sus posiciones es automáticamente remitido a mí.

Yo me quedé mirándolo, convencida de que lo había oído mal.

—¿Me estás diciendo que tú te enfrentas a todos los desafíos?

—Sí.

—Pero cada vez que subes al cuadrilátero puedes perder. ¡No importa lo bueno que seas! ¡Basta un desliz para que…!

—Sí, pero entonces Anthony se buscará otro campeón para sustituirme —convino Louis-Cesare—. Eso todavía no ha ocurrido y mi reputación ha ido creciendo hasta el punto de que hay muy poca gente dispuesta a intentarlo.

—Como Cheung.

—Sí. Se rumorea que es bueno… muy bueno. Pero eligió no desafiarme aunque podría haber defendido fácilmente a Elyas e incluso a otros tres o cuatro más del Senado. Pero él sabía que no se enfrentaría a ellos; eligió no enfrentarse a mí.

—Pero… ¿por qué aceptar ese riesgo en nombre de Anthony? Es evidente que ese tipo no te termina de gustar porque de otro modo no estarías intentando marcharte.

—Tú no sabes cómo era el Senado cuando…

Louis-Cesare se interrumpió y se quedó mirando la acera de enfrente.

Radu parecía tener problemas con uno de los policías. El tipo debía de tener sangre de mago por alguna parte. O eso, o era excepcionalmente cabezota. De un modo u otro, parecía que no se creía una sola palabra de lo que le contaba Radu.

El resto de los policías asentían de vez en cuando, sobre todo en los momentos en que Radu levantaba la voz y usaba un tono estridente. Pero él no. Tenía la mano encima del arma, sacudía la cabeza y se echaba hacia atrás, hacia el coche de policía. Parecía como si de un momento a otro estuviera dispuesto a…

Por fin salió corriendo, pero Du fue detrás de él. En circunstancias normales no habría habido pega alguna, pero la lluvia, el barro y las zapatillas de satén no combinan bien. Du salió disparado en una dirección y sus zapatillas en otra, y por último su rostro aterrizó sobre el asfalto. De golpe.

—No lo pienses siquiera —le dije a Louis-Cesare.

Él suspiró y se apartó el pelo mojado de los ojos. No le quedaba nada del gel que usaba normalmente para mantenerlo en su sitio, y se le desparramaba por la cara con desaliño.

—Cuando me uní al Senado europeo era un caos constante —continuó él—. Las numerosas facciones y las continuas luchas internas casi habían terminado con su capacidad para hacer cualquier cosa, y como consecuencia reinaba el desorden en sus tierras y la rebelión entre sus subordinados. Algunos de los senadores más ancianos eran también los más intransigentes y los más difíciles de destituir de sus puestos. Y juntos tenían un poder tan formidable que suponían una amenaza para la autoridad de Anthony.

—Pero entonces te encontró a ti.

—Y junto conmigo descubrió el modo de salir del atolladero. Desafió a los senadores más ancianos uno por uno y fue reemplazándolos por otras personas más dispuestas a trabajar de acuerdo con sus planes. Durante un tiempo la estrategia dio lugar a un Senado más unido, más fuerte y a un gobierno mejor.

—¿Y ahora?

—Ahora Anthony lleva demasiado tiempo ostentando demasiado poder. Se ha acostumbrado a que el Senado acceda a cualquiera de sus estrategias políticas. Incluyendo las más cortas de vista e incluso las más perjudiciales para el propio Senado.

—En otras palabras: se ha convertido en un tirano.

—Digamos que algunas de sus decisiones habían comenzado a preocuparme —dijo Louis-Cesare secamente—. Y luego vine aquí hace dos meses para ayudar a vuestra cónsul en un duelo y me encontré con un Senado muy distinto. Los senadores eran ruidosos e ingobernables y la cónsul tenía que adularlos, engatusarlos y amenazarlos para obtener de ellos lo que quería. Cundían las facciones, todo el mundo se ofendía con facilidad y algunas medidas llevaban décadas atascadas, esperando un nuevo debate que probablemente jamás se produciría y del que tampoco podría sacarse nada en limpio. Era un caos.

—¿Y eso te hizo volver a replantearte la conclusión a la que habías llegado?

—No. Me hizo darme cuenta de… lo estéril que había llegado a ser nuestro Senado. Ya no hay debate, no hay discusión, no hace falta llegar a ningún compromiso. Los senadores solo necesitan saber qué quiere hacer Anthony. Y luego te conocí y…

Un grito llamó la atención de Louis-Cesare. Según parecía la caída había interrumpido la concentración de Radu, y con ella el control mental que ejercía sobre los policías. Tres de ellos echaban un vistazo por los alrededores de la casa igual que sonámbulos que caminaran por un lugar desconocido.

Pero otro par había conseguido liberarse ya de su estado. Uno de ésos agarraba a Du del brazo mientras su colega iba a por una radio CB.

—¿Y? —pregunté yo.

—Y cuando llegó la hora de volver, descubrí que no tenía ningunas ganas de marcharme.

Las gotas de lluvia resbalaban por su rostro y se le quedaban en las puntas de las pestañas. Tenía la camisa más que empapada y el pelo pegado a la cabeza. Por primera vez me di cuenta de que su nariz era un poco grande y de que tenía un montón de pecas por encima de los pómulos tan pálidas, que por lo general no se le notaban. Pero no había astucia en sus ojos azules; solo esperanza, incertidumbre y quizá una pizca de miedo.

Alzó las manos para tomar mi rostro y me retiró el flequillo empapado de los ojos.

—Dorina, hay algo que…

Se oyó otro grito. Radu se había liberado del policía que lo sujetaba y se había lanzado sobre el que tenía la radio, que a su vez había sacado el arma y lo apuntaba a él. Así que por supuesto Du le quitó el arma y lo golpeó con la culata en la cabeza. Pero solo consiguió que otro poli semilúcido le hiciera frente. Se escondió detrás de la puerta abierta del coche de policía en medio de un revoloteo de seda naranja. Louis-Cesare suspiró.

—Espera —le dije yo, sujetándolo al ver que quería marcharse—. Todavía no me has dicho por qué crees que no puedes vencer a Anthony.

Él me miró con calma.

—Porque a menos que esté equivocado, fue él quien mató a Elyas.

La noticia me sorprendió tanto que le solté la camisa y él salió corriendo a rescatar a Radu. Yo eché a correr tras él pero enseguida me di cuenta de que iba en bragas, llevaba las medias colgando y por arriba solo tenía un montón de tirantes. Y medio vecindario me estaba mirando.

Entonces una ambulancia se detuvo con un fuerte chirrido de frenos y un par de enfermeros salieron de un salto y se acercaron por el camino hasta la puerta de la casa.

—Nos han informado de que ha habido un accidente de tráfico —me dijo uno de ellos—. ¿Ha habido algún…?

—¡Joder! —exclamó el otro, que se quedó mirándome.

O, para ser más exactos, miraba a la cabeza que llevaba debajo del brazo.

Yo decidí que los vecinos no iban a morderme así que salí corriendo detrás de Louis-Cesare.

—Anthony no estaba en la subasta —le recordé mientras él apartaba a uno de los policías de Du.

—No, pero es posible que la muerte de Elyas no tuviera nada que ver con la runa.

—Y eso, ¿cómo lo sabes?

—Si Anthony me pierde, perderá su dominio sobre el Senado. Habrá al menos cinco senadores a los que desafiarán para arrebatarles sus puestos casi de inmediato. Durante cientos de años Anthony ha podido promocionar a los candidatos que quería sin preocuparse por su habilidad personal para la lucha, porque sabía que ellos jamás tendrían que defenderse.

—Y ahora tiene un Senado lleno de gente que no puede defender sus puestos.

Él asintió y añadió:

—Esos cinco serían vencidos por otros a los que sin duda les importaría mucho menos la buena voluntad de Anthony. Y posiblemente luego habría más.

—Habláis de una de esas cosas de Halloween, ¿verdad? —preguntó uno de los enfermeros.

Me habían seguido desde la casa y uno de ellos en ese momento le daba golpecitos a tientas a Ray en la mejilla con el dedo.

Ray abrió los ojos.

—Dame otra vez y te corto el dedo de un mordisco —lo amenazó Ray con malicia.

El tipo se echó atrás y gritó.

Suspiré. Yo no podía controlar las mentes. A1 menos al nivel que hacía falta dadas las circunstancias. Pero allí había que poner orden.

—Pero ¿por qué matar a Elyas? —seguí preguntando yo—. ¡Jamás podría seguir formando parte de su Senado si lo mataba!

—Elyas era uno de esos cinco.

—¿Quieres decir que entonces mejor perder a uno que de todos modos habría resultado vencido en un desafío que perder a su campeón?

Louis-Cesare asintió.

Desde el estricto punto de vista de las pérdidas y las ganancias, el razonamiento tenía sentido. Si Louis-Cesare era declarado culpable de asesinato, Anthony podía hacer de él su esclavo y no volver a preocuparse jamás por la posibilidad de que pudiera desertar. Pero si simplemente lo dejaba marchar, Elyas de todos modos estaría muerto en cuanto fuera desafiado.

—¿Pero por qué Elyas?

Yo seguía empeñada en que el asunto estuviera relacionado con la runa. Porque la tarea de encontrarla se me había puesto excesivamente cuesta arriba.

El número de sospechosos del apartamento era limitado, pero por la discoteca podía haber pasado cualquiera. Eso por no mencionar que si Louis-Cesare tenía razón, entonces la había cagado. ¿Cómo podía alguien ganar un caso ante un tribunal cuando era el juez quien le había tendido la trampa?

—Anthony necesitaba a una persona con la que yo estuviera enfrentado, y sabía que él tenía a Christine. Ningún senador habría accedido a hacerle semejante favor a un cónsul ajeno sin avisar primero al suyo. Una cosa así puede provocar fácilmente la división dentro del propio Senado.

Uno de los enfermeros trataba de hacer una llamada. Metí la mano por el lateral de la furgoneta, arranqué de un tirón el cordón del CB y se lo tendí.

—Vale, pero ¿por qué esta noche?

—Porque probablemente Anthony tenía espías en casa de Elyas que le informaron de que esperaban mi visita.

—Pero tú llegaste tarde. Si Anthony lo arregló todo justo para la hora en que se suponía que ibas a llegar, entonces Elyas hubiera debido de estar muerto antes de que tú llegaras.

—Sí, pero pudo esperar escondido en alguna parte y ponerse en marcha nada más verme llegar.

Yo fruncí el ceño.

—Pero has dicho que estuviste en la sala de espera solo un par de minutos como mucho.

—Alrededor de un par de minutos, sí.

—¿Así que en menos de dos minutos Anthony mató a Elyas, te tendió la trampa y todavía le sobró tiempo para robar una runa que ni siquiera sabía que existía?

Louis-Cesare me lanzó una mirada de frustración.

—¿Por qué discutes sobre este tema con tanta vehemencia?

—¡Porque sería un desastre si fuera verdad! ¿Por qué estás tú tan empeñado en mantenerlo?

—Porque lo olí nada más entrar en el despacho.

—¿Oliste a Anthony?

—Sí. Vagamente, solo un leve rastro. Pero probablemente se fue por la ventana. Estaba abierta. El olor no podía durar mucho.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—¡No tengo pruebas, Dorina! Y ni tu padre ni Kit pueden hacer nada contra un cónsul. No quiero que se hagan un enemigo inútilmente solo por mi culpa.

—Pero… si no se puede demostrar, ¿cómo vas a…?

—Yo no he dicho que no se pueda demostrar, solo que ellos no pueden demostrarlo. Cabe la posibilidad de que…

Louis-Cesare alzó la cabeza.

—¿Ahora qué?

—Los hombres del Senado. ¿Dónde está Christine?

—En casa, supongo.

Louis-Cesare se lamió los labios.

—Dorina, me sería mucho más fácil esquivarlos si ella no viniera conmigo. Sé que es mucho pedir…

—Puede quedarse aquí —dije yo sin dejar de preguntarme si me había vuelto loca—. Se lo explicaré a Claire. Suponiendo que la encuentre. Pero eso no…

—Prométeme que la cuidarás, que no la dejarás sola. Queda solo una hora o así hasta el amanecer, y luego ella dormirá todo el día. Le buscaré un sitio seguro para mañana por la noche.

—¿Por qué necesita…?

—Prométemelo.

—Sí, bien. Pero todavía no me has dicho lo que piensas hacer con…

Parpadeé y me di cuenta de que le estaba hablando al aire. Louis-Cesare se había marchado.

Dos largas furgonetas negras chirriaron al llegar a la esquina y comenzaron a patinar hasta parar en la curva. Ni siquiera habían dejado de moverse cuando unos veinte guardias salieron en tropel. Los observé con una extraña especie de distanciamiento. La noche había alcanzado ese punto en el que ya es muy difícil que las cosas vayan a peor.

Una cabeza llena de rizos a la que yo conocía bien asomó por la ventana delantera de la furgoneta que iba delante.

Vale. Sí, podían ir peor.

—Es por culpa de esa mujer —me informó Du—. Ha vuelto hace menos de un día, y mira cómo estamos. Para mañana ya estaremos muertos.

—Tú ya estás muerto —le contesté yo.

—No hace falta que seas tan graciosa, Dory —soltó él.

Mientras tanto Marlowe se detuvo muy serio frente a mí.

—¡Lo sabía! —dijo Marlowe de mal humor.

—¿Sabías qué? —pregunté yo cauta.

—Sabía que estarías implicada en esto. ¿Dónde está?

—¿Ahora mismo? —seguí preguntando yo, encogiéndome de hombros.

—Señor, ¿podemos…? —comenzó a decir uno de los vampiros, que inmediatamente cerró la boca.

Las luces giraban y pintaban el pelo de Marlowe de color, y hacían brillar sus ojos marrones entrecerrados como dos rendijas.

—Lo estás ocultando.

Sacudí la mano con la que no sujetaba a Ray.

—Sí, claro. Porque éste es el lugar al que uno viene cuando quiere pasar inadvertido.

—¿Niegas que haya estado aquí?

—Puedes olerlo. Sabes muy bien que ha estado aquí.

—¡Sí, en lugar de presentarse ante un tribunal para salvar la vida!

—Creo que él piensa que el juicio no va a llevarlo a ninguna parte.

—¿Y venir aquí sí?

—Si encuentra al asesino…

—Louis-Cesare será declarado fugitivo de la justicia y el Senado tendrá que dictar una sentencia en su contra en veinticuatro horas —me dijo Marlowe con severidad—. Huir es como admitir la culpa. Si quieres ayudarlo, dime dónde está.

—Él es un maestro de primer nivel. Estará donde diablos quiera estar.

Marlowe alzó la vista hacia el enorme guardia que asomaba la cabeza por encima de él.

—Registra la casa.

Entonces me miró como si estuviera esperando mi reacción. Pero yo me quedé mirándolo a él. Por una vez no había grandes secretos ocultos en la casa. Los que tenía se los había arrojado todos al fey.

—Te destruirá por esto, aunque solo sea por venganza —dijo Radu entre dientes.

Marlowe se dio por vencido y se marchó apresuradamente en dirección a la casa.

Yo me encogí de hombros, eché a caminar tras él y añadí:

—Demasiado tarde.