La falda del vestido estaba medio rasgada y colgando, de modo que a cada paso que daba corría el peligro de tropezarme con ella. Terminé de rasgar lo que faltaba y arrojé el pedazo de tela sobrante al suelo. Jamás volvería a llevar otra maldita falda mientras estuviera viva. Aunque probablemente no sería mucho después de haber dejado escapar la oportunidad de librarme de una vez por todas de ese increíble bastardo…
Alguien silbó. Alcé la vista y de pronto me di cuenta de que tenía audiencia.
Un pasillo lleno de vampiros.
El que había silbado era Caramarcada, que se apoyaba sobre la barandilla de la escalera y sonreía en dirección a mí. Balanceaba una cabeza sujetándola por los pelos, pero no era la de Ray. Los largos rizos rubio platino estaban manchados de vísceras y de sangre, y del cuello mismo colgaban venas y ligamentos que no habían sido seccionados limpiamente con una espada. Tardé un segundo en darme cuenta de que le habían arrancado literalmente la cabeza de los hombros a un fey.
Bien, me dije con malicia. Le devolví la sonrisa.
Él le dio unos cuantos golpecitos a la cabeza.
—Pienso colgarme esto del cinturón en la próxima convocatoria.
Yo no estaba segura de si me hablaba a mí o a su jefe. Cheung estaba de pie en medio del pasillo justo debajo de la barandilla. Se había quitado la chaqueta y llevaba la elegante corbata naranja torcida, pero por lo demás su aspecto seguía siendo el mismo de antes. Excepto por el arma que llevaba en una mano y la espada que sujetaba con la otra. Y excepto por su expresión, que encajaba más con las armas que con el Armani.
Conté las cabezas y me di cuenta de que nos sobrepasaban en número y con creces. En resumidas cuentas, según parecía habían sobrevivido ocho de sus vampiros. A excepción de Caramarcada, todos estaban apretujados en el pasillo respaldando a su jefe. Y a diferencia de su compañero, ninguno de ellos sonreía.
Para empeorar un poco más las cosas, debía de haber pasado ya la hora de que los hechizos de protección volvieran a ponerse en marcha, si es que la casa tenía pensado ponerlos otra vez en funcionamiento. Los feys debían de haber trastocado todo el sistema para que no pudieran activarse durante la lucha. La estrategia era buena, pero para nosotros solo podía significar una cosa.
Si Cheung decidía atacar, estábamos perdidos.
Cheung me miró y Louis-Cesare dio un paso y se interpuso entre los dos.
Entonces Cheung desvió la vista hacia él con impaciencia y con una expresión en el rostro más salvaje y más dura que nunca.
—Esta noche he perdido a siete hombres —dijo con brusquedad—. Creo que ya basta.
Louis-Cesare asintió también con brusquedad, pero no soltó la espada. Cheung emitió un sonido desagradable y le tendió sus armas a sus chicos. Se metió una mano en el bolsillo, cosa que puso nervioso a Louis-Cesare, pero no sacó más que un pañuelo para limpiarse la sangre de la mejilla. De haber sido sangre humana él mismo la habría absorbido, pero la sangre de fey no supone ningún alimento para un vampiro. Y por lo que yo había oído decir, tenía un sabor asqueroso.
—Yo no tengo la runa —le dije yo, aprovechando la oportunidad.
—Sé que no la tienes —contestó él con mucha calma, dadas las circunstancias—. He visto tu cara cuando te estaba atacando el fey. De haber tenido la piedra, la habrías usado. O si no sabías cómo usarla, se la habrías dado.
Louis-Cesare frunció el ceño y preguntó:
—¿Estás acusando a Dorina de cobardía?
—No. Yo habría hecho lo mismo. La piedra es valiosa, pero yo no moriría por ella. ¡Así que quiero una explicación de por qué mis hombres han muerto por nada!
Louis-Cesare y yo nos miramos. Yo no veía razón alguna para corregir el juicio de Cheung acerca de los motivos del fey para invadir mi casa. Y además estaba segura de que encontrar la Naudiz figuraba sin duda en la lista de esos motivos.
Sólo que no era el principal.
—Jókell, que es el fey con el que tú te pusiste en contacto, le robó la piedra a los svarestris —le dije yo.
El gesto de mal humor de Cheung se acentuó y el tatuaje del tigre pareció alzar los ojos verde esmeralda.
—¡Él me aseguró que era una herencia familiar!
—La próxima vez pregunta de qué familia. La runa pertenece a la casa real de los blarestris. Los svarestris se la robaron con su ayuda y luego él los engañó.
El rostro de Cheung perdió en parte el color.
—¿Me estás diciendo que hay dos casas reales feys implicadas en este asunto?
—Y al menos tres Senados. Ahora mismo esa runa es el objeto más famoso y peligroso de todo Nueva York, solo que nadie sabe dónde está. Y no podemos preguntárselo a Jókell porque está muerto.
—Sí. Encontramos su cuerpo, pero no la runa. Se la habían quitado.
—Fue Elyas, del Senado europeo —le informó Louis-Cesare.
—¡Elyas! —repitió Cheung, cuya mano seguía aferrada al pañuelo—. ¡Ése me las va a pagar por las bajas que me ha causado esta noche!
—Eso es dudoso —aseguró Louis-Cesare.
Cheung se encolerizó.
—¿Crees que ese peso ligero puede compararse conmigo? Lo habría desafiado hace años si supiera que él personalmente iba a encargarse de librar sus propias batallas.
—Lo que creo es que no puedes vengarte de un cadáver.
Cheung pareció confuso.
—Está muerto —añadí yo sin dar más rodeos—. Lo han matado esta noche y se han llevado la piedra. Y no, no sabemos quién ha sido.
—Pero tú eres uno de los sospechosos —añadió a su vez Louis-Cesare, amablemente.
Cheung se le quedó mirando por un momento.
—¿Cómo dices?
—Creo que ya no —objeté yo entonces—. Él estaba aquí esperándome mientras Elyas era asesinado. Y lo mismo sus hombres.
—Ésa no es ninguna coartada —argumentó Louis-Cesare—. Pudo habernos seguido hasta la casa de Elyas, asesinarlo y llegar aquí a tiempo de impedirte entrar.
—Si hubiera sabido que Elyas tenía la piedra. Pero no lo sabía. Ni siquiera estaba en Nueva York cuando Jókell fue asesinado —dije yo.
—Puede que sí o puede que no. Solo tenemos su palabra de que llegó a Nueva York cuando él dice que llegó. Pero supongamos que dice la verdad. A pesar de todo podía haberse imaginado que era Elyas quien había robado la piedra. Elyas había estado llamándolo por teléfono durante todo el día; él mismo me lo dijo antes de morir. No es difícil deducir que Cheung puede ser el responsable de la desaparición de la runa.
El rostro de Cheung se iba poniendo cada vez más colorado conforme oía hablar a Louis-Cesare.
—¿Me estás acusando?
—Tenías un excelente motivo —dijo Louis-Cesare con toda la calma del mundo, como si ellos no nos superaran en número de ocho a uno—. Probablemente más motivos que ninguno. Los otros que pujaron simplemente estaban interesados por la piedra. Tú la necesitabas para evitar la ira de tu señora.
—Pero ha estado aquí toda la noche —insistí yo—. Desde poco después de que escapáramos de él en el club.
—¿Y eso cómo lo sabes? Un hombre en su situación sería capaz de decir cualquier cosa —dijo Louis-Cesare, haciendo un aspaviento con la mano, por suerte con la que no sujetaba la espada—. Es evidente que está desesperado.
—No parece desesperado.
Más bien parecía confuso y cabreado.
—Por supuesto que está desesperado. ¡Se enfrenta a una ejecución!
—¿Ejecución? —repitió Cheung bruscamente, mirándonos alternativamente a Louis-Cesare y a mí.
—Violar la tregua del Senado se castiga con la pena de muerte. Y asesinar a un senador, si no es en un duelo, también se castiga con la muerte. Elyas fue sacrificado como un animal —le informó Louis-Cesare.
Cheung perdió al instante el poco color que le quedaba en las mejillas.
—Pero él estaba aquí —insistí yo—. Tiene testigos.
—¿Te refieres a sus hombres? —soltó de mal humor Louis-Cesare—. Ellos dirían lo que él les pidiera.
—No. Uno de los nuestros. Secuestró a Radu para averiguar quién era yo y conseguir hablar conmigo. Está por ahí, en alguna parte…
—¿Has secuestrado a mi padre? —preguntó Louis-Cesare en tono exigente, dando una vuelta alrededor de Cheung, que debía de sentirse ya acosado.
—No le hemos hecho daño.
—¡Eso no tiene la menor importancia! ¡Solo el secuestro es ya un acto de violencia y una violación evidente de la tregua!
—¡Ella ha secuestrado a mi siervo! —exclamó Cheung, señalándome a mí.
—Ella no es un vampiro. La tregua no le afecta.
—¡La envió un vampiro!
—La envió el Senado, que sin duda recibirá una queja formal de lord Radu en breve —continuó Louis-Cesare, mirándome a mí significativamente.
—Sí, es cierto —confirmé yo, esperando poder enterarme de adónde quería llegar a parar—. Aunque puede que haya mencionado que tú estabas aquí cuando llamé para decirles que ya tenía a Raymond.
—Tienen hombres que vienen de camino —añadió Louis-Cesare con mucha seguridad—. ¿Es que no lo percibes?
Ésa me pareció una estrategia arriesgada, pero pareció funcionar. Cheung comenzó a ponerse nervioso. Por supuesto, el hecho de que se alterara no era necesariamente bueno para nosotros: podía decidir matar a los testigos y echarle la culpa a los feys.
—No mencioné el secuestro —me apresuré yo a añadir—. Pensé que cabía la posibilidad de que Radu quisiera olvidarse del asunto.
—¿Y por qué iba Radu a olvidarse del asunto? —preguntó Louis-Cesare en tono exigente—. Como mínimo puede exigir el castigo oficial en estos casos.
Yo no sabía cuál era el castigo oficial del Senado para el secuestro, pero a juzgar por la expresión del rostro de Cheung no debía de ser nada bueno.
—Bueno, técnicamente hablando no le ha hecho ningún daño —señalé yo—. Y ellos están del mismo lado que nosotros en esta guerra.
Cheung se agarró a esa idea.
—Sí, somos aliados —le recordó a Louis-Cesare.
—¡Pues tienes una extraña forma de demostrarlo!
—Ha sido un… un malentendido. Me han robado. Yo sólo le pedí a lord Radu que me acompañara hasta aquí para recuperar mi propiedad.
—¿Es eso lo que piensas decir ante el Senado?
Cada vez que Louis-Cesare mencionaba al Senado, Cheung se echaba atrás imperceptiblemente.
—No hay ninguna razón para que ellos se enteren de esto.
—Puede que Radu piense de otra forma. No me gusta hablar mal de mi padre, pero a veces tiende a mostrarse un tanto… vengativo.
—Tú podrías hablar con él —señaló Cheung.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—¡Hemos peleado por ti!
—Sin saberlo —dijo Louis-Cesare.
—Pero el resultado es el mismo. Sin nosotros, no habríais podido ganar la batalla. Y por tanto la deuda es la misma que si lo hubiéramos hecho para ayudarte. Tu familia tiene reputación de saber hacer honor a sus deudas.
—Igual que la tuya.
Cheung frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué más quieres?
—Protección para esta casa durante los próximos días hasta que yo pueda hacer los arreglos pertinentes.
Abrí la boca para decir algo, pero me interrumpí. Había cosas peores que cabrear a Claire por el hecho de que un montón de vampiros se encargara de la seguridad. Eso suponiendo que primero pudiera averiguar dónde estaba.
—De acuerdo. Pero es imprescindible que a los blarestris les quede claro que yo no sabía nada de su relación con la piedra en el momento de arreglar la subasta.
—Vale, pero nos quedamos con Ray —dije yo, aprovechando para negociar—. Pero prometo devolvértelo.
Cheung puso los ojos en blanco antes de contestar:
—Ray ya no me interesa para nada. ¡Ojalá no hubiera oído hablar nunca de él ni de esa maldita piedra! —exclamó, dirigiendo la vista entonces hacia Louis-Cesare—. ¿Hacemos el trato?
Louis-Cesare asintió.
—Haré lo que pueda con lord Radu. Pero quizá sea mejor que no estéis aquí cuando tengamos esa conversación. Vuestra presencia podría… irritarlo más.
Cheung no llegó hasta el punto de darle las gracias, pero sí asintió. Le quitó la funda de la espada a un fey caído y se la tendió a un siervo, que la guardó con mucho cuidado. Después él y la mitad de sus chicos salieron sigilosamente por la puerta de atrás.
El resto de los hombres de Cheung se quedaron, aunque parecían incómodos.
—¿No tendrías por casualidad… té? —me preguntó uno de ellos instantes después.
—Ah, sí, creo que sí —dije yo. Claire me había dicho que había visto té en alguna parte—. Pero no estoy muy segura de cómo se hace.
—Si me enseñas dónde está la cocina, ya me las apaño yo.
—Es por ahí —le dije, señalándole la puerta—. Lo que queda de la cocina.
Él asintió y todos se fueron detrás de él. Excepto Caramarcada, que siguió observándonos desde la escalera.
Yo dejé escapar un suspiro; ni siquiera sabía que hubiera estado conteniendo el aliento. Y me apoyé sobre la pared de puro agotamiento. ¡Dios! Todo podía haber salido… bueno, mucho peor.
Louis-Cesare me miró y sonrió.
—Lord Cheung es un hombre de honor.
Lord Cheung estaba metido en un pozo de mierda y sencillamente quería salir. Pero no lo dije. Porque tampoco habría sido muy divertido cabrear a Caramarcada precisamente cuando yo estaba a punto de derrumbarme de un momento a otro.
Y cuando todavía tenía que enfrentarme a un verdadero lío. Me despegué de la pared.
—¿Dónde están tus amigos? —me preguntó Louis-Cesare como si hubiera estado leyéndome la mente.
—No lo sé.
Miré hacia donde hubieran debido de estar las escaleras. Todavía colgaban de la pared unos cuantos peldaños aquí y allá, y los últimos escalones seguían en pie. Pero no me habrían servido de gran cosa incluso aunque no hubiera tenido una mano fuera de servicio.
—Puede que arriba.
—Iré a ver.
Louis-Cesare se agarró al borde cortante del suelo que sobresalía por encima de nuestras cabezas y trepó. Caramarcada entrecerró los ojos de forma que no eran más que dos ranuras y se quedó esperando de brazos cruzados hasta que Louis-Cesare se puso en pie. Entonces ambos se miraron con una actitud combativa. Yo contuve el aliento. Quizá al final sí surgieran problemas.
Entonces Caramarcada sonrió.
—Nunca antes había tenido oportunidad de verte luchar —comentó Caramarcada, apretando los labios—. No lo haces mal.
Yo no sabía de qué estaba hablando; había estado tan ocupada tratando de salvar la vida, que no había tenido tiempo de fijarme en la técnica de lucha de los demás. Louis-Cesare también se quedó perplejo. No sé si por el hecho de oír un halago o porque le sorprendía quién lo hacía. Pero asintió brevemente.
Caramarcada comenzó a darse palmaditas a sí mismo, pero se enganchó con su trofeo. Así que lo ató por los pelos a lo que quedaba de la barandilla para rebuscar algo por los bolsillos. Yo no tenía ni idea de qué estaba haciendo y a juzgar por la cara que ponía Louis-Cesare, él tampoco.
Por fin Caramarcada encontró una pluma e instantes después arrancó un trozo del papel pintado que colgaba de la pared. Se lo tendió a Louis-Cesare con una expresión extraña en el rostro, medio esperanzada, medio violenta.
—Toma, por si no te veo durante el desafío.
¡Oh, Dios mío!, pensé yo sin terminar de comprender.
Louis-Cesare me lanzó una mirada acalorada y yo me mordí el labio, pero al final escribió su nombre. Dudo que resultara muy legible dada la naturaleza del papel, pero Caramarcada pareció quedar satisfecho. Dobló el papel cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo de atrás.
—¿Vas a competir? —pregunté yo a Caramarcada, que volvió a desatar su trofeo.
—Exacto, voy a competir. Estás viendo a un futuro senador.
Y lo más aterrador de todo era que él no era el candidato más extraño que yo hubiera visto.
Caramarcada se quedó mirando la cabeza del fey y me preguntó:
—¿No conocerías tú por casualidad a nadie que pudiera reducirme esto para esta noche, verdad?
—Creo que eso lleva tiempo. Primero hay que sacarle la calavera y después hervirlo… —me interrumpí porque Louis-Cesare me miraba muy divertido.
—¡Maldita sea! —exclamó Caramarcada, ladeando la cabeza—. Aunque bueno, puedo llevarlo así. ¿Crees que intimidará a mi contrincante?
—A mí desde luego me asusta —le dije con sinceridad.
Ésa pareció ser la respuesta correcta. Caramarcada se echó a reír, le pegó un tortazo amistoso a Louis-Cesare en el hombro y dio un salto mortal desde el balcón. El horripilante trofeo se balanceó contra su pierna. Yo esperé a que él pasara en dirección a la puerta principal y después fui a por el mío.
Ray había acabado apretujado en un rincón junto a la puerta de atrás. La huella de bota llena de barro le cruzaba la cara y se le había roto uno de los colmillos. Pero aparte de eso parecía estar bien.
—¿Ahora ya sí somos amigos? —preguntó Ray en tono exigente.
—Empezamos a serlo.
Me guardé la cabeza debajo del brazo y fui a la caza del resto. Estaba tratando de sacar el cuerpo de entre un montón de muebles rotos cuando volvió Louis-Cesare.
—No están arriba —me dijo—. Por el aspecto de las habitaciones parece como si los hubieran despertado de repente, pero no hay nadie aparte de nosotros.
Solté el aire contenido con un suspiro de alivio. Había un enorme agujero en el suelo, otro en la pared donde antes estaba la despensa y por último las escaleras habían desaparecido. Era imposible que nadie hubiera seguido durmiendo arriba. De haber encontrado Louis-Cesare a alguien, seguro que las noticias no habrían sido buenas.
—Además, no siento su presencia —añadió él, aguzando el oído.
Me concentré yo también en ese momento, pero tampoco pude sentirla. No se oían pisadas amortiguadas, latidos acelerados del corazón ni respiraciones asustadas. Solo la vieja nevera soltando cubitos de hielo, el leve sonido del té en suspensión y el gotear de la lluvia.
—Puede que hayan vuelto a Fantasía —dijo Louis-Cesare.
—Quizá.
Pero no me parecía probable. Claire se había mostrado categórica acerca del hecho de volver allí sin la piedra, y de todas formas no habría conseguido más que volver a meterse en el mismo lío del que pretendía escapar.
Aunque por supuesto, si tenía que elegir entre Ǽsubrand y un palacio repleto de asesinos, yo sabía muy bien cuál sería su elección.
Seguramente había otra explicación, sólo que a mí en ese momento no se me ocurría. Después de la descarga de adrenalina a la que había estado sometida y del lento desvanecimiento de la tensión de todo mi cuerpo me sentía un poco mareada, y además el hecho de no haber comido nada en algo así como catorce horas me estaba produciendo tembleques. Y encima Ray se había enganchado con algo y yo no podía sacarlo solo con una mano…
Louis-Cesare sacó a Ray y lo puso en pie, pero al hacerlo me dio accidentalmente un golpe en la muñeca herida. Inspiré aire con fuerza y apreté los dientes.
—¿Qué pasa?
—La muñeca.
—No me has contado qué te pasaba —dijo él, tomando mi muñeca y envolviéndola con su larga mano.
—Ǽsubrand —dije yo sencillamente—. Anoche también me la rompió.
Louis-Cesare hizo una pausa, pero no dijo nada.
Sin embargo al cabo de un rato comencé a sentir calor por los tejidos heridos; un calor que envolvió mis huesos como una telaraña de energía que, colaborara o no con el proceso de curación, al menos me hacía sentir mejor. Aún podía notar el pulso en la herida con cada latido del corazón, pero era ya algo distante, tolerable. Todo volvería a unirse en unos pocos minutos, pero de momento me conformaba con eso.
—Gracias.
Él no contestó, sólo me atrajo hacia sí. Puso una mano sobre mi pelo. Yo oía los latidos de su corazón; lo tenía justo debajo del oído. El sonido me resultó extrañamente tranquilizador. Pero todavía era más extraño el hecho de que él siguiera de una sola pieza. No sabía cómo lo había conseguido, pero me aferraba a esa idea.
Tenía cientos de cosas que hacer en ese preciso instante, pero por un momento me quedé ahí de pie. Me palpitaba la muñeca, sentía las piernas flojas como la gelatina y notaba que comenzaba a formárseme un fuerte dolor de cabeza detrás del ojo derecho. Sin embargo él estaba cálido, olía maravillosamente bien y su camisa era suave. Sentí cómo todo mi cuerpo se relajaba.
Él no dijo nada, pero me apretó con los brazos con fuerza. Y a pesar de mis estrictas órdenes en contra, yo cerré los ojos. De repente solo quería acurrucarme y…
—¡Vaya, qué cómodo! —dijo Ray, que todavía seguía debajo de mi brazo.
Louis-Cesare se echó atrás con un suspiro justo en el momento en el que la puerta se abría de golpe y Christine entraba dando trompicones. Llevaba el vestido rosa generosamente manchado de barro y el valioso encaje no era sino un enredo sucio. Arrastraba un par de maletas cubiertas de barro y musitaba algo apenas sin aliento. No pareció vernos siquiera. Dejó caer las maletas junto al cuerpo, se giró y volvió a salir.
Louis-Cesare la miró sin comprender.
—¿Qué está haciendo Christine aquí?
—Dice que tú le dijiste que viniera conmigo.
—Dice… —repitió Louis-Cesare, cuya mandíbula se puso tensa—. Me temo que me ha malinterpretado.
—Si no has venido por ella, ¿por qué has venido?
—¡Por Ǽsubrand! —dijo él como si de alguna manera hubiera debido de ser evidente.
—¿Cómo sabías que iba a atacarnos?
—Os atacó anoche y no consiguió su objetivo. ¿Por qué no iba a volver?
—¿Te has escapado de tu propio juicio por asesinato solo por si acaso él volvía? —pregunté yo, incrédula.
Él frunció el ceño. Según parecía, esa no era la respuesta que él esperaba.
—Pues parece que ha sido una suerte que viniera.
—¡Se suponía que ahora mismo tenías que estar ante el Senado! ¿Qué has pensado decirles?
—Nada. Da igual. Diga lo que diga, la sentencia ya está decidida.
—Mircea no piensa lo mismo.
—Mircea no conoce a Anthony tan bien como yo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté yo en tono exigente. Alguien comenzó a llamar al timbre insistentemente. Y yo comencé a desesperarme—. ¿Y ahora qué?
—Probablemente serán los hombres del Senado.
—No hablas en serio.
—Yo no bromeo acerca de eso. Supongo que por eso Ǽsubrand se ha marchado tan precipitadamente. Sus espías han debido de advertirle de que llegaban refuerzos.
Louis-Cesare echó a andar hacia la puerta, pero yo lo cogí de la camisa.
—¿Los has llamado tú? —pregunté yo, esperando que se me pasara cuanto antes la repentina sensación de que se me caía el alma a los pies.
—No.
—Entonces, ¿cómo es que están aquí?
—Para llevarme detenido, me imagino.