25

Creo que Ǽsubrand se sorprendió al verme casi tanto como yo, pero a él se le pasó deprisa. Enseguida metió la bota en medio del compost y de las hojas mojadas justo donde había estado tirada yo. Pero yo ya me había apartado de allí y me había lanzado por el portal que en ese momento funcionaba en los dos sentidos.

Me golpeé contra el duro suelo de la despensa y rodé hasta las piernas de Louis-Cesare. Y entonces el lunático me recogió e intentó volver a mandarme como un paquete de vuelta.

—¿Qué diablos estás haciendo?

—Trato de ponerte a salvo.

—¡Pues es un extraño modo de hacerlo! —jadeé yo.

Apoyé los brazos y los pies sobre los estantes a los lados de las fauces huecas del portal como un gato que intentara evitar que le den un baño.

—Te aseguro que voy a sacar al resto. Tienes mi palabra —dijo él mientras trataba de hacer palanca para volver a tirarme.

Pero cada vez que él me soltaba un miembro, yo curvaba los otros por los soportes de metal de los estantes para aferrarme a mi preciosa vida.

Trataba de recuperar el aliento para explicarme cuando él me dio la vuelta boca abajo y desgarró toda una estantería de la pared. La estantería se soltó, llevándose los clavos y parte del hormigón, pero yo me sujeté como si tuviera los dedos soldados al metal. Él juró desesperado.

—¿Por qué no te sueltas?

—¡Porque Ǽsubrand está justo ahí fuera, so lunático!

De pronto dejó de ser cierto porque súbitamente entró en la casa y se chocó conmigo.

No creo que esperara encontrarse a nadie bloqueándole físicamente la entrada por el portal, porque entró sin ningún arma. Pero eso fue lo único bueno. El portal lo trajo hasta mí, yo me solté de las estanterías y los dos caímos al suelo. Y de pronto él desapareció. Tardé un momento en comprender que Louis-Cesare lo había recogido y lo había lanzado otra vez de vuelta.

—¡No puedo creer que hayas hecho eso! —dije medio aterrada, medio impresionada mientras él se giraba hacia la puerta. Aparté la estantería de encima de mí y lo agarré del brazo—. Quédate aquí. Mantén lejos a Ǽsubrand.

—¿Adónde vas tú?

—A por mi bolsa.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! ¡Ray está dentro! Si Cheung se hace con él antes que nosotros no tendrá ninguna razón para quedarse aquí.

—Iré yo —dijo Louis-Cesare.

Se oyó ruido de espadas y de disparos en el pasillo.

Louis-Cesare se marchó antes de que yo tuviera tiempo de decirle que en realidad prefería enfrentarme a los hombres de Cheung que al príncipe fey frío como el hielo. Entonces el portal volvió a activarse otra vez. Me entró un poco de pánico al pensar en volver a luchar contra Ǽsubrand sin nada más que una corta espada como arma. Así que comencé a arrojar todo lo que pude por el ancho gaznate del portal.

El agujero se tragó las pesadas bolsas de judías y de arroz que Olga compraba siempre de tamaño familiar, junto con los tarritos de condimentos, las latas grandes de sopa y de verduras, y una televisión rota que alguien había dejado abandonada en un estante. Esperaba que bastara con eso y que nadie pudiera cruzar por el portal si es que de hecho estaba abierto y activo por uno de los extremos. El razonamiento me pareció lógico y sensato, pero me olvidaba de que la magia raramente obedece a la lógica. Tal y como me demostró el hecho de que de inmediato asomara una pierna sanguinolenta por el hueco casi encima de mi cara.

No, la pierna no estaba sanguinolenta, comprendí. Era kéchup. Le di un tajo con la espada. Bien, eso ya si que era sangre. Entonces apareció el dueño de la pierna, un fey, que me agarró por el cuello.

No era Ǽsubrand pero de todos modos era muy fuerte. Le corté la mano con la espada y él se echó atrás mientras decía algo en su lengua que sonó bastante obsceno. Aproveché esos escasos segundos para arrojar el estante por la boca del portal.

No fue tan útil como a mí me habría gustado. No era más que un estante de metal vulgar abierto por la parte trasera, así que el fey aprovechó ese hueco para luchar conmigo con su espada, que tampoco era más larga que la mía. Brillaba ligeramente, lo cual le permitía asesinar a diestro y siniestro. Sólo que yo no iba a ponérselo fácil.

Yo también aproveché que la estantería no tenía tapa trasera para meter la mopa y empujar al fey de vuelta por las fauces del portal. ¿Desde cuándo teníamos mopa? El truco funcionó más o menos: de cintura para abajo el fey desapareció en el torbellino de color de la pared, pero se agarró al estante con una mano y evitó que el agujero se lo tragara entero. Con la otra mano intentó pegarme una estocada, y de pronto me vi sin nada más que la cabeza de la mopa.

Me eché atrás para ponerme fuera de su alcance justo en el momento en el que me asestaba un segundo golpe, esta vez en el pecho. Eso le permitió derribar todo el estante y quitárselo de encima. Pero entonces apareció Louis-Cesare con el petate. Mantuvo al fey a distancia con una espada que debía de haberse encontrado en alguna parte y que brillaba ligeramente, así que me figuré que se la había quitado a uno de nuestros enemigos. Mientras tanto yo rebusqué por el petate.

—¡Eh, que ése es mi ojo! —se quejó Ray.

Por fin di con la masilla explosiva.

La cogí y arranqué un trozo considerable.

—¡Apártate! —le grité a Louis-Cesare.

Él se giró hacia el pasillo y yo arrojé el pedazo por encima de mi hombro como si fuera una pelota de béisbol. Acto seguido me tiré de cabeza en dirección a la cocina. El explosivo estalló y reventó el portal con el fey todavía a medio camino.

Era el tipo de imagen que resultaba preferible evitar, y lo mejor de todo fue que no lo vi. Al destruir el portal la despensa explotó y provocó una granizada de pedazos de estanterías y latas voladoras, pero conseguí meterme debajo de la vieja y pesada mesa de la cocina antes de que me cayera nada encima. La volqué, saqué las armas de la bolsa y las cargué con los últimos cargadores hechos en casa que me quedaban. Y justo entonces dos feys entraron corriendo desde el pasillo.

Los recibí con un despliegue de balas de las dos armas. El primero de ellos tenía una especie de escudo que levantó justo a tiempo, pero el segundo no llevaba nada y se tambaleó hacia atrás, contra la pared, para caer después al suelo sobre una mancha de sangre. De resultas que al final los feys sí podían sangrar, pensé yo. El primero saltó sobre mí.

Me había quedado sin balas y el arma del fey era más larga que la mía, pero poco importó porque de pronto una espada reluciente le desgarró las tripas. Alcé la vista esperando ver a Louis-Cesare, pero en su lugar a quien vi fue a un vampiro al que apodaban Caramarcada.

El apodo resultaba menos apropiado en casa que en el club, donde su rostro me había recordado al de Frankenstein. Las cicatrices fruncidas y lívidas resultaban menos visibles en la cocina; solo eran un poco más oscuras que el resto de la piel. Sin embargo sus ojos negros no tenían una expresión menos salvaje.

Supongo que había recogió la espada de un fey caído, porque se quedó contemplándola con admiración.

—Atraviesa los escudos como si fueran de mantequilla —dijo él, mirándome a los ojos—. Vamos a ver qué puede hacer contigo.

—Mejor no —dije yo instantes antes de que mi cuchillo le rebanara el cuello.

El corte habría bastado para descorazonar a un vampiro joven, pero Caramarcada simplemente se sacó el cuchillo sin hacer caso del río de sangre que nos duchó a los dos.

—Ésa ha sido una mala idea —gruñó él—. Pensaba hacerlo deprisa.

El vampiro sacó la espada de las tripas del fey. Yo me eché atrás, hacia el soporte de los cuchillos de la pared. El acero inoxidable no tenía efecto sobre un fey, pero sí funcionaba con los vampiros. Cogí el hacha con una mano y el cuchillo de sierra del pan con la otra, y entonces me di cuenta de que Caramarcada ya no me perseguía.

Contemplaba al fey caído.

—¿Pero qué le pasa? —preguntó él en tono exigente.

Yo no contesté porque no lo sabía. Por lo general los feys se curaban tan deprisa como los vampiros, pero aquél se debatía en el suelo como un pez al que hubieran sacado del agua. Y no parecía que estuviera curándose. Trataba de ponerse en pie, pero enseguida volvía a dejar caer una rodilla. Hasta que finalmente cayó de bruces al suelo.

Caramarcada le dio una patada y yo contuve el aliento. A esas alturas hubiera debido de quedarle una pequeña herida o quizá ya nada en absoluto. Pero en lugar de ello tenía medio pecho carcomido. Por debajo del pecho estaba rojo y lívido, y le asomaban los bordes blancos de las costillas. Sin embargo los bordes de la herida se extendían rápidamente como si se tratara de papel ardiendo: primero la carne se le ponía dorada, luego marrón y por último se convertía en cenizas y desaparecía.

Caramarcada alzó la espada en alto. La hoja desnuda brillaba a la escasa luz como el engañoso fuego, blanco con los bordes de un azul pálido luminiscente.

—Deben de haberlas hechizado.

Había que fastidiarse, pensé yo sin comprender. El fey comenzó a gritar y arañar las tablas de madera del suelo con las uñas con tanta fuerza, que dejó señales. Me puse en pie lentamente sin apartar la vista de la espada que sostenía Caramarcada en la mano. Pero él no la alzó. Parecía tan hipnotizado como yo con lo que le estaba ocurriendo.

En cuestión de segundos el extraño fuego le había quemado todas las costillas hasta llegar a la columna vertebral. De pronto dejó de moverse; se quedó inmóvil en el sitio igual que el bebé vampiro al que yo había clavado en la discoteca. Pero a diferencia del bebé vampiro, no creo que el fey fuera a recuperarse.

Sus ojos estaban fijos sobre los míos. La expresión de odio fue desapareciendo de ellos, reemplazada por una especie de súplica desesperada. Pero yo no podía hacer nada. Excepto observar cómo el fuego iba invadiendo su pecho hacia arriba, en dirección al agitado corazón.

Yo jamás había visto ningún arma que pudiera hacer algo así; que pudiera sobrepasar las defensas del cuerpo y su capacidad natural para la curación tan deprisa y de una forma tan devastadora. El fey no había tenido absolutamente ninguna posibilidad. Su corazón ardió en llamas un segundo después: una llamarada brillante repentina, y todo había terminado. El cuerpo se había consumido en menos de un minuto. Y lo único que quedaba de él era una forma negra y carbonizada en el suelo, como el recorte de la escena de un crimen.

—¿Qué diablos de trampa nos has preparado? —le preguntó Caramarcada de mala manera, mirando a los restos abrasados y luego a mí.

Su tono de voz era tan beligerante como siempre, pero además parecía asustado. La espada colgaba flácida a su costado; casi parecía como si tuviera miedo de tocarla.

Yo misma lo hubiera tenido de haber sido él: los vampiros ardían por menos de nada.

—Yo no he preparado ninguna trampa —dije yo con la boca seca—. ¿O es que todavía no te has dado cuenta de que él trataba de matarme?

—¿Por qué? ¿Es que también le has robado algo a él?

—Yo no le he robado nada a nadie. Trabajo para la familia propietaria de la runa. Quieren que se la devuelvan.

—Será de quien la encuentre.

—Sí, solo que vosotros todavía no la habéis encontrado.

—Dame un minuto —gruñó él, que entonces levantó la cabeza.

Y saltó, pero no sobre mí. Tardé un segundo en darme cuenta de que había salido corriendo al pasillo, pero no creo que fuera por miedo a mis cuchillitos.

Solté el cuchillo del pan, que de todas formas había sido una mala elección, y recogí mi versión auténtica de hierro del suelo, donde la había arrojado Caramarcada. La espada estaba sanguinolenta, pero me la guardé en el cinturón por la espalda. Luego recogí el petate y me lo metí debajo del brazo. Así tenía libre una mano para la espada y la otra para el hacha. Era lo mejor que podía hacer.

Llovía con más fuerza en ese momento. Las gotas de agua tamborileaban sobre las ventanas y sobre el techo. Pero no hacían tanto ruido como para ahogar el sonido del choque de espada contra espada. Corría la puerta del pasillo y entonces vi dos cosas: por un lado, Cheung y Caramarcada subían las escaleras espalda contra espalda luchando contra tres feys, y estaban ya a medio camino; por el otro, Louis-Cesare se peleaba con Ǽsubrand en medio del vestíbulo.

Alrededor de todos ellos no había más que extrañas manchas negras: sobre las tablas de madera del suelo, sobre las escaleras e incluso una con forma humana en la pared. Sospeché que se trataba de los restos de los hombres de Cheung. Alcé la vista hacia el techo medio derruido y vislumbré otras batallas que tenían lugar más arriba, pero parecía que había más feys que vampiros.

Y después dejé completamente de pensar porque mis ojos captaron el brillo de la espada de Ǽsubrand. Mi corazón dio un vuelco de miedo y se me hizo un nudo como un puño helado en el estómago. Comencé a arrojar todo lo que pude pillar del petate a cualquier cosa que viera moverse, pero más que nada a él.

Tenía una pequeña fortuna en armas tanto legales como ilegales y las gasté todas. El par de esferas desorientadoras no sirvieron de nada; no volvería a comprar esas malditas cosas inútiles. Sin embargo, con el alterador tuve más suerte. Contenía en sí el poder de media docena de granadas humanas y ajusté el tiempo perfectamente: golpeó el suelo a los pies de Ǽsubrand y estalló casi al mismo tiempo. Demasiado rápido incluso para los reflejos de un fey, que fue incapaz de reaccionar a tiempo y apartarla de sí.

Cuando por fin se despejó el polvo después de la explosión, vi que se había abierto un abismo donde antes estaba el suelo, que había agujeros nuevos en el tejado y que la mitad de la escalera se había esfumado. Cheung y Caramarcada tenían un contrincante menos, que se había transformado en una mancha en la pared de detrás de las escaleras. Pero Ǽsubrand seguía vivo.

No había logrado traspasar sus defensas.

—¡Vaya con los escupitajos y gruñidos de la criaturita! —exclamó él en tono burlón—. Vamos, dhampir. ¿Es eso lo mejor que sabes hacer?

—¡Atrás! —le grité a Louis-Cesare, que en un momento de locura estuvo a punto de saltar el abismo.

Louis-Cesare comprendió lo que tenía en mente y abrió los ojos como platos justo antes de cambiar de dirección y decidir saltar mejor hacia la puerta del salón. Caramarcada juró, agarró a Cheung por la cintura y se lanzó con él hacia el segundo piso. Y entonces yo arrojé el arma más cochina que tenía.

No vi cómo el dislocador golpeaba el objetivo porque salté hacia atrás, hacia la cocina, en el mismo momento en el que mi mano lo soltó. Tampoco lo oí porque ese tipo de cosas no estallan en un sentido convencional. Pero sí sentí pasar la onda de corriente mortal. Me agazapé detrás de la pesada mesa de la cocina y me acurruqué encima de la bolsa mirando al vacío.

—¿Qué mierda ha sido eso? —preguntó Ray en susurros debajo de mí.

¡Dios, Ray!

—Dime que estabas detrás de algo —le dije yo, dándome cuenta con retraso de que no lo había comprobado.

—¡Joder, sí, estaba detrás de algo! —susurró él cabreado mientras las vibraciones iban reduciéndose.

Respiré aliviada. Los dislocadores producen exactamente lo que su nombre indica: dislocan miembros. Y de nada le serviría a Ray que volviéramos a unir sus dos partes si las piezas andaban revueltas por ahí.

Después de un minuto rodeé la mancha negra del suelo, cuyos bordes aún chisporroteaban, y salí sigilosamente de la cocina. Todo estaba en silencio, en paz. Saqué la cabeza por la puerta y miré con precaución a mi alrededor. No vi nada.

Eso me desilusionó. Esperaba ver un brazo colgando de la pared o quizá un torso donde solía estar la barandilla de las escaleras. Mientras fuera el torso de Ǽsubrand, no me habría importado. Pero no había nada.

Debía de haberle dado tiempo a salir por la puerta de atrás, pensé furiosa. No debí de vacilar esperando a que saliera Cheung. Aunque por mucho que el tipo no me cayera bien, dislocarle la mitad de los miembros era un exceso. No obstante lo único que había conseguido era que ese completo bastardo estuviera ya a media manzana de…

Alguien me cogió por detrás.

—¡Deja ya de hacer eso! —grité mientras daba un salto hacia atrás y tropezaba contra un duro pecho—. ¡Vas a darme un susto de muerte!

Entonces Louis-Cesare salió del cuarto de estar por la puerta que había frente a mí.

—Sería una forma novedosa de morir —me dijo Ǽsubrand mientras me rompía la muñeca como quien no quiere la cosa.

La espada que yo llevaba en la mano cayó al suelo con gran estruendo.

Contuve el aliento y luché por no gritar mientras mi cerebro farfullaba en lo más recóndito de sus profundidades que aquello era imposible, que no había defensa posible contra un dislocador, que por eso esas malditas cosas eran ilegales y te condenaban a cadena perpetua solo por tenencia ilícita. Yo siempre había estado dispuesta a correr el riesgo de ir a prisión basándome en el razonamiento lógico de que siempre es mejor toda una vida encerrada que ninguna vida en absoluto. El dislocador era mi último recurso cuando todo lo demás fallaba.

Así que estábamos jodidos, pero que bien jodidos, me informó mi cerebro amablemente. Porque no tenía nada peor. Ni siquiera sabía que existiera nada peor.

—¡Suéltala! —ordenó Louis-Cesare.

Ǽsubrand soltó una carcajada. Sentí cómo vibraba al apretarme fuertemente contra sí.

—¿O si no? —preguntó en un tono que demostraba que le resultaba divertido.

Bajé la vista hacia la delgada mano que me sujetaba con la mayor facilidad. Sólo utilizaba una. Con la otra aún sostenía la maldita espada. Observé el pálido brillo de los bordes y me pregunté si sería capaz de hacer tanto daño.

El fey no parecía haber disfrutado mucho, recordé.

—Te mataré —le dijo Louis-Cesare con sencillez.

Ǽsubrand suspiró.

—Traspasar los hechizos de protección ha sido un desafío intelectual, pero ahora que ya está hecho empiezo a aburrirme —contestó Ǽsubrand, que alzó la mano para volver a colocarla alrededor de mi cuello, manchada de barro y de la sangre de otra persona—. Dame lo que quiero o morirás aquí mismo —añadió con calma.

—Sabía que eras un sinvergüenza —le contestó Louis-Cesare—, pero lo que no sabía es que fueras además un cobarde.

A diferencia de Cheung, Ǽsubrand no le hizo ni caso. En lugar de ello me apretó con más fuerza. Louis-Cesare hizo un pequeño movimiento y él siguió apretando hasta impedirme el paso del aire por completo. Pero enseguida paró.

Yo no hacía más que pensar en las alternativas posibles, pero el verdadero escollo era el tiempo. Oía como el reloj de la cocina marcaba los minutos tan lentamente, que estaba convencida de que le pasaba algo. ¿Cuántos minutos faltaban para que los hechizos de protección volvieran a ponerse en funcionamiento? ¿Dos, tres?

Porque el problema era que no creía que a mí me quedaran tantos.

Pero entonces Ǽsubrand se volvió bruscamente y me tiró contra la pared sin dejar de dar estocadas al aire con la espada a nuestra espalda. Hubiera debido de cortarle la cabeza a quien fuera que le hubiera atacado, pero el tipo en cuestión, que acababa de clavarle en la sien mi zapato de tacón perdido, no tenía ninguna. Así que alcé en posición de ataque el cuchillo que llevaba guardado a la espalda.

Ǽsubrand se giró en el último segundo; de otro modo lo habría apuñalado. Tal y como ocurrieron las cosas, el frío hierro solo le hizo un surco sanguinolento que le atravesó el pecho. Según parecía sus escudos de defensa lo protegían de todo excepto de una cosa, pensé yo. Dos feys se dejaron caer desde arriba hasta el suelo.

Aterrizaron casi encima de Louis-Cesare. Otros cuantos más fueron saliendo poco a poco de entre los restos de la despensa. Trataban de sobrepasar a Louis-Cesare en número, pero Caramarcada soltó un grito desde arriba y se lanzó como una bomba sobre ellos con una espada en cada mano y una sonrisa en los labios. Yo no vi nada más porque me dediqué a evitar por todos los medios recibir el mismo tratamiento que había recibido el fey en la cocina.

No fue fácil. Ǽsubrand no vaciló ni ante la sangre que le corría por la sien ni ante el profundo corte del torso. Tampoco empezó a luchar más despacio; incluso parecía moverse más deprisa en persona de lo que lo había hecho su doble, la imagen borrosa de plata ante el oscuro pasillo.

Yo me había tirado al suelo nada más ver que fallaba al intentar darle en el corazón. Había recogido la espada caída y había rodado a un lado. Pero no había tenido tiempo de ponerme otra vez en pie cuando él ya estaba de nuevo lanzando estocadas con tal fuerza, que clavó la espada al suelo. La sacó y un segundo después de nuevo comenzaba a batir el aire una y otra y otra vez mientras yo seguía rodando hasta el vestíbulo, dando quiebros bruscos para evitar la hoja de su espada y escapando apenas de ella. No pude alzar la mía más que una vez.

Como resultado mi espada se partió en dos, cosa que me iba a ocurrir a mí también de un momento a otro. Sin embargo, entonces Ǽsubrand se tambaleó y juró. Era el primer síntoma de dolor que veía en él. Por supuesto era comprensible teniendo en cuenta que llevaba una cabeza de vampiro pegada al tobillo como si él fuera el hueso de un toro rabioso.

El resto de Ray seguía en el vestíbulo oculto detrás de unos muebles que comenzó a lanzamos. Una mesita de salón le dio a Ǽsubrand en el pecho; una lámpara en el hombro, y entonces la cabeza de Ray salió despedida hasta el pasillo con un ruido acuoso. A partir de entonces su cuerpo se puso como loco y comenzó a lanzarle todo lo que encontraban sus manos. Y ya ni siquiera se molestó en apuntar.

O quizá sí, solo que no veía tan bien como antes; no lo sé. Pero en resumen y por orden nos arrojó una silla de madera, un jarrón, la otra mesita de salón a juego y un enorme espejo que a duras penas tuve tiempo de evitar. Ǽsubrand se había estado dirigiendo hacia mí, pero tuvo que echarse atrás para evitar el espejo, y eso me concedió un segundo para asestarle el golpe. Sólo necesitaba ese segundo.

Lo embestí: alcé la espada rota que seguía teniendo en la mano y apunté al torso. Yo jamás fallo desde tan cerca a menos que esté usando la mano izquierda y lleve un vestido largo que se arrastre. Me pisé el bajo con el pie y caí de bruces contra la pared. Por eso yo siempre llevaba vaqueros, pensé furiosa mientras me daba la vuelta e hincaba la espada a ciegas en la carne cálida y blanda que enseguida cedió.

No tuve tiempo de ver exactamente dónde le había dado porque un segundo más tarde él me lanzaba a más de cinco metros en dirección al vestíbulo. Choqué contra Ray y ambos caímos al suelo en medio de un lío de miembros retorcidos. Otra vez me puse en pie de un salto con la espada en la mano y entonces descubrí que la batalla había terminado.

De pronto los únicos feys que quedaban en el pasillo eran cuatro cuerpos abandonados y despatarrados sobre las tablas de madera llenas de barro. Corrí hacia el que estaba más cerca, me tropecé otra vez con el vestido, juré y seguí tambaleándome hasta llegar a él.

Giré el cuerpo flácido y empapado en sangre. El rostro era irreconocible, pero no tenía heridas en el pecho: ni la profunda raja dentada, ni la más mínima marca.

Con el siguiente ocurrió lo mismo. Y con el otro y el otro. Me puse en pie y di una patada a la pared. Estaba tan furiosa que apenas podía ni ver. Lo había tenido en mis manos. ¡Maldito sea, lo había tenido en mis manos!

Y lo había perdido.