24

Cuarenta y cinco minutos más tarde llegaba a mi calle. Había viajado apretujada entre maletas y estaba agotada, y encima una bolsa o algo se había movido al detenerme bruscamente ante un semáforo, y desde entonces no había hecho más que golpearme en la espalda. Quería tomarme una copa o dos… o tres y necesitaba una cama. Y la necesitaba ya.

Sólo que la cosa no parecía muy probable.

—¡Maldita sea! —exclamé yo con un mal presentimiento, casi poniéndome de pie encima del freno.

—¿Qué? ¿Y ahora qué pasa? —preguntó Ray en tono exigente.

Ray llevaba el cuerpo aplastado entre media docena de maletas, dos bolsas con prendas de vestir, un baúl y cinco sombrereros, y encima del regazo la bolsa.

—Tenemos un comité de bienvenida.

Nos faltaba más o menos un tercio de la manzana para llegar a casa, así que yo no podía verlo demasiado bien. Pero allí había alguien, de eso no cabía duda. Se trataba de unas cuantas personas, pensé al ver cómo varias sombras salían de la casa a la calle, tratando de adivinar quiénes éramos nosotros.

El cuerpo de Ray alzó la cabeza para poder ver y casi se le saltan los diminutos ojos.

—¡Mierda! ¡Es el maestro!

—¿Cheung?

Casi me había olvidado de él. Lástima que, según parecía, él no se hubiera olvidado de nosotros.

—¿A qué estás esperando? —preguntó Ray, cuya voz comenzó a sonar un tanto desesperada—. ¡Venga, vamos, vamos!

—¡No puedo marcharme! —solté yo—. Tu maestro tiene a una docena de tipos esparcidos por la calle.

—No me refería a que entraras —dijo Ray, como si yo fuera lenta en comprender—. Me refería a que nos saques de aquí.

—Tampoco puedo hacer eso.

—¿Por qué diablos no?

—De momento los hechizos han funcionado, pero al menos faltan un par de horas para el amanecer.

—Razón por la cual lo mejor es no quedarse ahí atrapado.

—Pero ya hay gente ahí atrapada. Y Cheung lo sabe. Sus sabuesos pueden olerlos desde fuera.

—La vida apesta —afirmó Ray con indiferencia.

—Más te va a apestar si se hace con rehenes.

—¿Es que ibas a entregarme a cambio?

—En un nanosegundo —dije yo, cambiando de marcha.

—¡Creía que tú y yo éramos amigos!

No me molesté en responder a eso.

—Prepárate para correr —le dije.

Justo en ese momento uno de los hombres de Cheung se acercó lo suficiente a nosotros como para reconocerme. El momento de tomar una decisión ya había pasado.

Una docena de sombras negras como rayos se precipitaron sobre nosotros. Yo me lancé con el coche por la carretera y contra los vampiros esparcidos por ella. No es que pensara realmente que iba a poder cruzar; no es una buena idea jugar a ser el pirata aventurero frente a un pelotón de maestros. Pero tampoco tenía que atravesar su línea. Sólo necesitaba acercarme a la casa lo suficiente como para entrar dentro de la protección de sus hechizos antes de que me pillaran.

El par de vampiros que estaban más cerca cogieron la puerta del copiloto y la arrancaron a medias de las bisagras. Christine gritó, cosa que no ayudó mucho, y el pesado baúl cayó encima de ellos, lo cual si nos benefició. Sin embargo el resto de los chicos de Cheung cayeron entonces en la cuenta de adónde íbamos, y se dirigieron todos en tropel hacia el camino de entrada a la casa para servir de refuerzo a sus compañeros. Así que en el último minuto yo me desvié y atajé por el césped. A mi paso dejé una estela de hierba y polvo hasta que me detuve dando múltiples bandazos justo dentro de los hechizos de protección.

Los dos vampiros que se habían agarrado a la puerta del copiloto se toparon de cabeza con el escudo invisible que rodeaba la casa mientras nosotros lo atravesábamos limpiamente. Chorrearon barro ante la barrera como jugosos insectos que hubieran chocado contra un parabrisas. Otros pocos vampiros más corrieron a agarrarse al parachoques trasero del coche por la parte izquierda, que había quedado justo fuera de los hechizos de protección de modo que les proporcionaba un punto al que asirse para tirar de nosotros hacia fuera.

Apreté el acelerador, pero después de tantos días de lluvia e inesperada ventisca el césped delantero de la casa se había convertido en un barrizal. No tenía tracción. Tuve la satisfacción de ver a los hombres de Cheung completamente cubiertos de barro, pero si conseguían arrastrarnos fuera serían ellos los últimos que reirían.

Christine luchaba por soltarse el cinturón de seguridad. Yo arrojé el saco a los escalones de la entrada y me puse a ayudarla sin dejar de pisar a fondo el pedal del acelerador. Esperaba que el coche excavara un hoyo profundo porque eso nos concedería unos segundos más. Pero de eso nada. Los vampiros consiguieron sacar toda la parte posterior del coche fuera de los hechizos de protección justo cuando yo por fin soltaba el cinturón de seguridad.

No había tiempo para salidas airosas. Agarré a Christine con una mano y a Ray con la otra y los arrastré fuera del coche por encima del capó. Conseguimos liberarnos justo en el momento en el que nos arrebataban el coche, y por supuesto aterrizamos de bruces sobre un mar de barro. Pero era el mar de barro que quedaba dentro de los hechizos de protección, y eso era lo único que importaba.

Me puse en pie chorreando fango. Me había arruinado el precioso vestido y ni siquiera había tenido una oportunidad de ponérmelo para ir a ninguna parte. Y en algún momento durante la persecución había perdido un zapato.

Estaba verdaderamente cabreada, y eso fue antes de que viera a un tipo acercarse para venir a hablar conmigo justo cuando yo llevaba mi mejor vestido hecho una porquería. Él llevaba un traje que hasta Mircea habría envidiado. La fina lana negra le sentaba como un sueño y la corbata de seda naranja oscuro le añadía el toque justo de color. Y además le pegaba con el tatuaje del tigre negro y naranja que saltaba desde su nuca a la mejilla izquierda.

Aunque también hacía juego con la desastrosa figura en bata que llevaba agarrada del brazo.

—¡Radu! —exclamé yo, parpadeando por la sorpresa—. ¿Qué diablos…?

—¡Sí, sí, gracias! Eso mismo pienso yo —contestó él, lívido.

—Dijiste que no te pasaría nada.

—¡Y no me habría pasado nada si no llega a ser por este loco! —exclamó Radu, que no dejaba de luchar inútilmente contra quien lo llevaba secuestrado del brazo.

No hubo presentaciones, pero lo cierto era que no hacían falta. Radu, a pesar de las apariencias, era un maestro de segundo nivel. Y no era buena idea cabrearlo a menos que uno fuera maestro de primer nivel.

—Mircea te matará por esto —dije yo como quien no quiere la cosa.

Cheung siguió sacándole brillo a la punta de su zapato justo al borde de la barrera de protección.

—Si él no se hubiera metido en mis negocios yo no habría tenido necesidad de molestar a su hermano.

Hablaba en voz baja, en un tono agradable y sin ningún acento, cosa que no casaba con su aspecto, que era de cualquier cosa menos de un tipo blando: piel del color del bronce, pómulos altos, moreno, ojos almendrados y una nariz aguileña con la punta orgullosamente levantada.

—¿Molestar? ¿Es así como llaman al secuestro hoy en día?

—Tú secuestraste primero a mi siervo —señaló él—. Devuélveme mi propiedad y yo te devuelvo la tuya.

—Eso me suena —dije yo, examinando el aspecto de Du de arriba abajo.

La bata rajada por una de las costuras; el pelo, que por lo general él llevaba lustrosamente peinado y brillante, estaba todo enredado, y no sé cómo había conseguido mancharse la nariz de barro. Tenía un aspecto patético y miserable. Le sonreí con compasión. Él me devolvió la sonrisa.

—Ahora Ray es propiedad del Senado —le dije a Cheung—. Si quieres que te lo devuelvan, tendrás que hacerles la petición a ellos.

—¿Qué? —preguntó Radu, cuya sonrisa se desvaneció.

La frente de Cheung se arrugó ligeramente.

—Puede que no me hayas comprendido.

—Te comprendo perfectamente.

Una gota de barro resbaló por mi sien. Me tomé un segundo para limpiarme.

—Entonces suelta a mi siervo.

—¿O qué? —pregunté yo en tono exigente—. Yo juego limpio. Ray juega limpio. Pero tú no puedes hacerle daño a Du, y tú lo sabes. Sería violar la tregua, y aunque no lo fuera, Mircea te mataría. Muy despacio.

—¿De qué estás hablando? —preguntó entonces Radu en tono exigente. Sus zapatillas de satén bordadas se iban hundiendo lentamente en la hierba—. ¡Llevamos aquí casi media noche! ¡Dale a este hombre lo que te pide, Dory!

—No puedo —dije yo mientras iba pasando las llaves una a una dentro del anillo del llavero, buscando la de la puerta principal que jamás usaba—. Pero no te preocupes, Du. Informaré a Mircea de esto la próxima vez que lo vea.

—La próxima vez…

Radu se interrumpió y se quedó mirando algo por encima de mi hombro. Yo me giré y vi a Christine, debatiéndose en medio del barro. Sus delicadas zapatillas no parecían capaces de ejercer una gran tracción, y cada vez que se levantaba volvía a caerse.

—¿Ésa es… Christine? —preguntó Radu, horrorizado.

Ella se puso en pie lentamente, ayudándose con las manos como si fuera un niño que estuviera aprendiendo a andar.

—Lord Radu —lo saludó Christine con timidez justo antes de que se le escurriera el pie y se cayera de espaldas en el charco.

Nos salpicó barro tanto a Radu como a mí.

—Bueno, eso lo explica todo —musitó Radu.

—Crees que estoy fanfarroneando —dijo finalmente Cheung.

Yo suspiré.

—O estás fanfarroneando o eres un idiota, y no tienes reputación de serlo —dije yo, que al fin había localizado la llave de la casa—. Hazle daño a Du y lo pagarás con tu vida. Suéltalo y quizá Mircea te deje libre después de humillarte, no lo sé.

—Veo que voy a tener que demostrarte que soy sincero —dijo Cheung, que no se movió.

Dos de sus hombres, sin embargo, se acercaron con sendos mazos y comenzaron a destrozar el Lamborghini.

Radu se quedó ahí de pie, aterrado y mudo, observando cómo aquel precioso pedazo de la ingeniería italiana era reducido en un momento a basura. No tardaron mucho. Yo abrí la puerta principal de la casa, arrastré el cuerpo cubierto de barro de Ray dentro y volví a por Christine y el petate.

—¿Esto no te conmueve? —preguntó Cheung.

Uno de sus hombres lanzó volando una de las ruedas en medio de la noche.

Radu soltó un pequeño lloriqueo.

—Es el coche de Du —le dije yo justo antes de cerrarle la puerta en las narices.

Puede que la casa estuviera reparándose sola, pero no lo hacía muy deprisa. Aún quedaban agujeros en el suelo, en las paredes y en el techo, y el pasillo principal parecía un atrio de tres plantas. La luz de la luna entraba en cascada a través del enorme hueco abierto de tres pisos y bañaba los viejos revestimientos con una luminiscencia pálida que parecía extrañamente de otro mundo.

Eso me proporcionó claridad suficiente para atravesar el vestíbulo repleto de muebles carcomidos por los gusanos. No derribé ni una sola pieza, y eso a pesar de que arrastraba a Ray. Fue una suerte porque había otra cosa en el pasillo, también de otro mundo, encajada en el extremo opuesto, junto a la puerta trasera. Me detuve en seco.

Todo lo demás parecía normal. La casa estaba a oscuras, silenciosa y tranquila. Pero eso no era de extrañar. Claire debía de haberse cansado de esperarme hacía mucho tiempo, así que se habría ido a la cama. Y aunque mis compañeros de piso tenían por costumbre volverse muy activos de noche, tampoco eran muy caseros. No era tan raro volver a casa y encontrarla en el más absoluto silencio.

Pero sí lo era encontrarme con ese olor profundo a cueva, con esa humedad y ese frío helado, con esa mandíbula inferior curiosamente afilada que mi cerebro había catalogado bajo la categoría de «¡Oh, no!».

Supe que eran svarestris aunque no pude verlos. No es que eso significara una mierda. De pronto me pregunté si quedaba alguien vivo en casa al que Cheung pudiera atacar.

—Eh, ¿podemos…?

Tapé la enorme boca de Ray con una mano y saqué mi espada de hierro nueva de su funda. Me gustó sentirla en la mano: era sólida, fría, tenía el peso justo y costaba levantarla. Sólo esperaba que al fey no se le hubiera ocurrido otra forma más de luchar sin estar presente. Porque si le había hecho daño a Claire y a los niños, yo quería derramar su sangre.

Christine me agarró del brazo. No dijo nada, pero la expresión de su rostro era ya bastante significativa.

—Quédate aquí —le dije en voz baja.

En circunstancias normales contar con un vampiro de trescientos años habría sido una ventaja en un caso como éste, pero no creo que ella asustara al fey con sus llantos.

Ya tenía arruinado el vestido, así que entretejí el cuchillo por la seda de la espalda y me até otro trozo de tela a una de las medias. Dejé el saco debajo de una mesa en el vestíbulo y coloqué el resto de Ray de guardia, custodiándolo. Y entonces me dirigí cautelosamente hacia el pasillo, pegada a las paredes hechas jirones.

El papel pintado no debía de ser una prioridad para la casa, porque había trozos rasgados revoloteando por todas las paredes que me rozaron las mejillas al pasar. Era como estar en un bosque en el que las ramas se movieran lentamente, cubiertas de pesado musgo. La cola seca del reverso era como los dedos escamosos al contacto con la piel y su movimiento constante atraía demasiado mi atención.

No es que se movieran furiosamente. La luz caía en cascada por los tres pisos a través del tejado destrozado. Pero era escasa y como de plata antigua: una combinación de la luz de la luna y del vago resplandor de la calle. Habían instalado farolas nuevas de bajo consumo en el barrio residencial que ahorraban dinero y no iluminaban de hecho nada.

Y la fina y fría lluvia que comenzó a caer no contribuyó a mejorar las cosas.

Producía extrañas sombras ondulantes sobre las ventanas y sobre los reflejos rectangulares de luz gris que se dibujaban en el suelo justo debajo. Noté cómo se me aceleraba el corazón y cómo se me erizaba el vello. Los malditos svarestris me estaban empezando a hacer detestar el tiempo.

El reverso blanco del papel pintado brillaba a la luz de la luna y se balanceaba ante mi vista como una larga cabellera blanca. Mirara donde mirara, por un segundo creía que era un fey. Constantemente. Pero no veía a ninguno. Porque cuando por fin atisbé a uno fue inconfundible. Algo negro se retorció en mi interior al verlo, de la cabeza a los pies, más frío que el aire nocturno al fondo de un profundo barranco.

No duró más que un breve parpadeo en mi visión periférica; una visión vaga y poco nítida. Mi sombra se deslizó como una fantasma pegada a mis talones al ritmo al que yo me movía hacia delante muy lentamente, pero el fey no arrojaba sombra alguna. Alrededor de él no había más que un vacío vibrante, como una especie de espacio negativo.

Debía de ser algún tipo de camuflaje, me imaginé yo, y funcionaba bastante bien. Yo no parecía capaz de verlo en absoluto ni siquiera aunque lo mirara de frente. Él solo se me mostró por el rabillo del ojo entre un vistazo y otro, serpenteando entre las sombras de la lluvia y el suave aleteo de los jirones de papel pintado.

Pero a ese fey se unió otro y luego otro. El aire alrededor de ellos prácticamente soltaba chispas con la luz fantasmal que envolvía sus cuerpos. Hasta que comenzó a parpadear y por fin se apagó, reduciéndose paulatinamente hasta quedar en la nada del principio. No sé si se trataba de un hechizo o del paso amortiguado que todos ellos sabían dar, pero yo no volví a oír nada. Ni una pisada, ni un solo respiro: nada. El silencio inundó la vieja casa como si fuera agua helada; un silencio que solo rompían las gotas de lluvia al caer.

Un cuarto intruso se unió a la creciente multitud. Y a menos que los feys fueran tan fantasmales como parecían y pudieran atravesar las paredes, adiviné enseguida por dónde había entrado. Se había colado por la despensa, por la puerta que daba al pasillo. Habían entrado todos por el portal.

Pip había situado el portal principal en el sótano, pero había esparcido unos cuantos portales más por el resto de la casa por motivos de seguridad y conveniencia. No llevaban a ningún lugar exótico. El de la despensa simplemente daba al jardín de atrás de la propia casa, junto al viejo montón de compost que acumulaba siempre Claire. Más que nada habíamos estado usándolo para tirar la basura.

Pero según parecía el fey había descubierto que tenía otra utilidad mucho mejor.

No había hechizos de protección custodiándolo porque sencillamente no existía cuando no lo abríamos para usarlo. Al menos en teoría. De algún modo los feys habían descubierto que estaba ahí y habían estado enredando con el hechizo hasta conseguir abrirlo por el otro extremo, accediendo de ese modo con toda libertad al corazón de la casa.

Lo que yo no comprendía era por qué los malditos hechizos internos de la casa no estaban funcionando. Pip no se había conformado solamente con los hechizos exteriores. Había añadido también un puñado de desagradables hechizos internos a los cuales yo misma había visto en acción en una ocasión. Olga y yo recientemente habíamos tapado con otra capa más ese hechizo en cuestión.

Con cuatro feys en el pasillo y Dios sabía cuántos más entrando, en ese momento hubiera debido de estar desatándose una lucha infernal. Y no obstante los hechizos ni siquiera se habían inmutado. ¡Malditas cosas!, pensé yo malévolamente. Gastar tanto dinero y tanto tiempo, ¿para qué? Cuando aparecían los malos ni tan siquiera sonaba una sirena. Si vivía lo suficiente iba a decirle a Olga exactamente lo que pensaba de…

Alguien me agarró por detrás y tiró de mí hacia la cocina. No habíamos dejado de movernos cuando yo le clavé el codo en las tripas y le hinqué el tacón en el pie. Tuve que reprimirme para no jurar. Había olvidado que estaba descalza, y eso hacía daño.

Pero él lo dejó pasar. Yo me giré y alcé la corta espada en alto en posición de ataque… para golpear al papel pintado. Fuera quien fuera se había movido a la velocidad del mercurio, haciendo un quiebro para evitar la hoja de la espada y volver a lanzarse sobre mí. Me agarró y me empujó contra la nevera. Me clavó allí con el esbelto y cálido peso de su cuerpo, sujetándome las manos y haciéndome su prisionera.

Así que alcé una rodilla con fuerza y oí un segundo gruñido justo en el momento en el que reconocía una fragancia que conocía bien. Los feys no olían a whisky de caramelo y mantequilla. Al menos ningún fey que yo hubiera conocido. Alcé la vista y vi un par de ojos azules furiosos. Louis-Cesare.

—¿Cómo demonios has entrado tú aquí? —susurré yo.

—Por la puerta —dijo él en voz baja aunque un tanto tensa.

Retiré la rodilla.

—Lo siento.

Y entonces oí realmente lo que él había dicho.

—¿A qué te refieres con eso de por la puerta? Los hechizos están hechos para excluir a todo el mundo excepto a la familia.

—Yo soy de la familia, Dorina.

Eh… sí.

No le pregunté qué hacía allí en lugar de estar donde se suponía que debía estar porque en ese momento me importaba un bledo.

—Han venido a por Aiden —le dije yo—. Tenemos que atraparlos antes de que suban las escaleras.

No me preguntó qué quería decir. Supongo que ya le había echado un vistazo al pasillo o que quizá esa aguda nariz suya había olido algo.

—Yo he contado ocho. Pero puede que haya más —me dijo él serio.

—¿Ocho? —repetí yo.

Guay. Aunque en realidad daba igual.

—Da igual cuántos haya. Tenemos que detenerlos.

Eché a caminar de nuevo hacia el pasillo. O lo intenté, porque me agarraba con tal firmeza que no pude moverme.

—No vamos a detener a ocho guerreros feys sólo con la fuerza bruta —me dijo él con severidad—. La diferencia entre el éxito y el fracaso estriba en tener un plan.

—¡Pero eso nos va a retrasar!

Me solté, pero él se colocó delante de la puerta que daba al pasillo para bloquearme el paso. Tratar de moverlo habría sido como atravesar una pared. De hecho habría sido más difícil aún: yo había atravesado una pared, pero jamás había conseguido arrastrar a Louis-Cesare cuando se empeñaba en no moverse. Así que me giré y abrí la puerta de la cocina. Daría la vuelta por detrás de la casa y con un poco de suerte pillaría al fey por sorpresa.

Pero me quedé ahí de pie, mirando.

Había estado oyendo ruidos extraños procedentes del jardín, pero no había tenido tiempo de prestarle demasiada atención. Sonaba como si alguien estuviera tirándose por un trampolín, lo cual era extraño a las tres de la madrugada. Sin embargo mis suposiciones no estaban lejos de la verdad.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Louis-Cesare, que se acercó a mí.

Me pareció que la escena se explicaba por sí sola. Louis-Cesare llegó justo a tiempo de ver cómo otro grupo de los chicos de Cheung se arrojaba contra la barrera de los hechizos. Algunos de ellos debían de tener bastante poder porque de hecho lograron abollar la superficie unos cuantos centímetros. Las caras se les retorcían horriblemente al apretarse contra la barrera invisible.

Pero al instante los hechizos se corregían solos; acumulaban más poder en los puntos de contacto y los vampiros salían tambaleándose hacia atrás. O salían disparados, dependiendo de lo lejos que hubieran llegado. La reacción parecía estar en proporción directa a la amenaza.

Podría haberles dicho que estaban perdiendo el tiempo. Los hechizos de la casa no eran como un talismán cuya fuerza se iba perdiendo a medida que se le aplicaba otra energía en contra. Sacaban su fuerza del abismo de caminos prehistóricos, cuya energía es ilimitada. Los chicos de Cheung podían darse de cabezazos contra la barrera hasta hacerse sangre: jamás lograrían pasar.

—¡Idiotas! —dije yo, sintiéndolo de corazón—. Les estaría bien empleado que pudieran entrar. Me encantaría ver cómo se las apañan con…

Me interrumpí y me quedé contemplando todo ese poder que estaban malgastando inútilmente contra la barrera de los hechizos, cuando en realidad podían colaborar con nosotros.

Me quedé observando por un momento a nuestros contrincantes cubiertos de barro y me pregunté si estaba volviéndome loca. Louis-Cesare y yo no habríamos podido de ningún modo con aquellas dos docenas de maestros de nivel sénior. Pero tampoco dos docenas de vampiros habrían servido de nada contra Ǽsubrand y sus matones de no haberse tratado de maestros. Y era muy posible que al verlos entrar al asalto, los feys se figuraran que venían en nuestra ayuda, y viceversa. Si arremetían los unos contra los otros yo tendría tiempo para buscar a Claire y a los niños.

Aunque por supuesto, si no se lanzaban los unos contra los otros, la había cagado. Pero dada la situación, de todos modos la había cagado, y puestos a elegir entre lo malo y lo peor, lo malo empezaba a presentar cierto atractivo. Al menos era una oportunidad. De otro modo no había ninguna.

De pronto sentí que una mano me agarraba con fuerza del biceps. Alcé la vista y vi la misma idea dibujada en los ojos de Louis-Cesare.

—¿Puedes hacerlo? —me susurró él.

—Sí. Pero Cheung saldrá corriendo en cuanto vea a los feys.

Si es que le quedaba algo de sentido común.

—No saldrá corriendo —negó Louis-Cesare con una leve sonrisa.

Seguí la dirección de su vista hasta el jardín y allí vi alzarse la cabeza de Cheung. Miraba hacia la casa con un gesto de mal humor.

—¿Qué le has dicho? —le pregunté yo a Louis-Cesare en tono exigente.

—Le sugerí que podía recuperar a su siervo si no se comportaba como un cobarde y entraba en la casa a buscarlo.

—¿Has llamado cobarde a un maestro de primer nivel?

—Entre otras cosas.

—Y luego dicen que yo estoy loca.

Busqué mentalmente la brillante telaraña de poder que flotaba alrededor de la casa. Tenía que haber una telaraña paralela por el interior, pero su ausencia era más que notable. Alguien había echado abajo los hechizos internos y había cortado el lazo que los unía con la fuente de poder, el abismo de los caminos prehistóricos. Sin embargo había dejado los externos intactos, bien porque quería engañarme para que creyera que todo iba bien, bien porque sencillamente ni siquiera se había molestado en tocarlos, lo cual era más probable.

Tardé un segundo en enrollar mentalmente los filamentos de los hechizos externos alrededor de mi mano imaginaria y darles un tirón. En cuestión de segundos las largas madejas de energía se desenmarañaron y desaparecieron, y la casa se quedó desnuda e indefensa.

—Espero que funcione —dije con un mal presentimiento—. Porque si no, todo va a ir de mal en…

No tuve oportunidad de terminar la frase porque de repente me vi lanzada por encima de un hombro, arrastrada hasta la despensa y empujada de cabeza por el portal. Todo ocurrió tan deprisa, que por un segundo no comprendí lo que estaba pasando. Hasta que fui escupida por el otro lado.

Justo a los pies de Ǽsubrand.

—… en peor —terminé yo, sin comprender.