—¿Podemos salir ya de aquí? —preguntó alguien en tono enfadado.
Alcé la vista medio mareada y vi el saco encima de la mesa del despacho. No quedaba ningún pedazo de vampiro muerto por ninguna parte, así que más de un sirviente debía de haber estado trabajando. Excepto el pedazo junto al petate, claro.
Ray seguía encima de la mesa a modo de grotesco pisapapeles. Por un momento no le hice ni caso. El pasado tiraba de mí y un millón de preguntas revoloteaban de pronto por mi inquieta mente.
Podía tratarse de una farsa, de un cuento inventado con un propósito concreto. Mircea era perfectamente capaz de manipular mentalmente a las personas y yo lo sabía mejor que nadie. Había utilizado esa técnica conmigo antes e incluso él mismo lo había admitido delante mí. ¿Por qué iba a creer que esta vez era diferente?
Pero lo que yo había visto eran recuerdos borrosos, no una implantación artificial de recuerdos. Y aunque es cierto que algunos vampiros pueden crear ilusiones y engañar a la mente para que llegue a creer todo tipo de cosas con casi tanta verosimilitud como un mago, yo jamás había oído decir que Mircea tuviera esa capacidad. Aunque tampoco es que los vampiros tuvieran por costumbre revelar todos sus secretos. Probablemente Mircea tenía un montón de habilidades de las que yo no sabía nada. Pero si él podía hacer algo así, ¿por qué no lo había hecho hacía años? ¿Por qué dejar todos esos espacios en blanco en mi memoria sobre los que él sabía que yo sentiría curiosidad cuando podía haber esparcido unos cuantos recuerdos falsos al azar?
Yo ya había sido víctima de ese tipo de ilusiones en una ocasión o dos, y a veces podían parecer terriblemente reales. Pero lo que había visto ese día no era real, sencillamente era perfecto hasta en el más mínimo detalle: el olor de la levadura, el zumbido de los insectos fuera de la ventana, la aspereza de la harina contra la piedra. Si era una ilusión, era la ilusión mejor inventada que yo hubiera visto nunca.
De pronto ya nada tenía sentido. Si Mircea me estaba engañando, aunque no comprendía cómo, el asunto era peligroso. Y si no…
Pero tenía que ser un engaño. La gente no cambiaba. No tanto. Ni tan deprisa. Y eso era sobre todo cierto de los vampiros. Eran lo que eran, y permitirme a mí misma el lujo de creer lo contrario solo porque ansiaba de todo corazón creerlo era un completo error.
Me había pasado toda una vida peleándome con los vampiros; los conocía, los comprendía tan bien como podía comprenderlos cualquiera que no fuera uno de ellos. Eran egoístas, egocéntricos, estaban obsesionados con el poder, eran hipócritas. Estaban dispuestos a decir o hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que querían, y Mircea no era ninguna excepción. En todo caso él personificaba al vampiro ideal: era la cabeza fría y calculadora que gobernaba una casa importante y que había destruido a sus enemigos, que recompensaba a sus aliados y que jamás permitía que algo tan inútil como un sentimiento se interpusiera en su camino.
Aunque por supuesto en aquel entonces él no era un vampiro. La escena había tenido lugar a plena luz del día, con la luz del sol filtrándose por la ventana como una niebla. Para un vampiro recién nacido eso habría sido como quedarse bajo una lluvia de fuego. Habría estallado en llamas de inmediato, y sin embargo en el recuerdo ni siquiera había retrocedido un paso. Así que entonces era humano. Se trataba del Mircea que yo no había conocido; del hombre que él había sido antes de que la maldición surtiera efecto, deformándolo y cambiándolo por completo.
Pero aquellos sentimientos no podían formar parte del recuerdo; imposible.
Se trataba de un momento de felicidad, de una mañana robada a la dura responsabilidad. No había ninguna razón para el dolor, para el sentimiento de pérdida. No cabía nada de eso cuando él no tenía ningún modo de saber lo que le deparaba el futuro. Y cuando por fin el futuro se presentó, él era ya un vampiro. Y no obstante los vampiros no sentían, no podían sentir ese tipo de…
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
La estridente voz de Ray interrumpió el bucle interminable de devaneos de mi cabeza. Por una vez casi me sentí agradecida.
—Creía que ibas a ser testigo —le dije yo mientras abría la puerta—. ¿Por qué sigues aquí?
—Me han dicho que al final no me van a necesitar. No sé qué han dicho acerca de que tienen un montón de pruebas más de las que hablar.
—Apuesto a que sí.
—Vale, entonces, ¿nos vamos? Este sitio me está dando escalofríos.
—Es inquietante —afirmó alguien desde la puerta que daba al pasillo.
Asomé la cabeza y vi a Christine sentada sobre una montaña de equipaje. Había estado tan callada que ni siquiera había notado su presencia.
—Te han dejado aquí, ¿eh? —le pregunté yo mientras metía a Ray dentro del petate.
¡Qué demonios! Ray no ocupaba tanto espacio.
—Dicen que mi testimonio no sería de gran ayuda —dijo Christine—. No vi nada y estoy relacionada con Louis-Cesare. Creo que piensan que mentiría por él.
—Así que tanta maleta al final para nada —dije yo.
—¡Ah, no! ¡Para nada no! —negó ella mientras yo rebuscaba por el saco alrededor de la cabeza sanguinolenta de Ray. Como siempre, las llaves se habían escondido en el último rincón—. Me han informado de que la familia no me quiere aquí. Me han… ¿cuál es el término? Eliminado.
—Te han dado la patada —la corregí yo—. Entonces, ¿adónde vamos ahora?
—No lo sé. ¿Adónde vas tú?
Yo no había encontrado las llaves pero al oír la pregunta alcé la vista.
—¿Cómo dices? —Louis-Cesare ha dicho que debería quedarme contigo.
—¡Oh, Dios! —musitó Ray.
—¿Ha dicho eso? —pregunté yo, prestando mucha atención.
—Estoy segura de que él volverá a por mí cuando termine el juicio. ¿Vives muy lejos?
—No puedes venir conmigo —le expliqué yo.
Por fin encontré las llaves en el fondo del petate.
Ella frunció el ceño ligeramente y se le formó un pequeño hoyuelo entre los dos preciosos ojos.
—Pero tengo que ir contigo. Louis-Cesare…
—No me importa qué haya dicho Louis-Cesare. Y a ti tampoco debería importarte. ¡Tienes trescientos años, por el amor de Dios! Adelante, vive un poco por tu cuenta.
Cogí el saco y me dirigí a la puerta, pero de inmediato sentí que una delicada mano me agarraba de la muñeca tras un movimiento tan rápido que ni siquiera había podido verlo. Hasta ese momento era el primer vestigio que veía de lo que era ella realmente. Bueno, eso y la fuerza con la que me agarró.
Sin embargo la expresión de su rostro era de estar perdida, aterrada e inocentemente angustiada.
—Pero… ¡Pero yo no puedo fallarle! No en esta primera orden y… ¡No puedo!
—Probablemente has interpretado mal sus palabras —dije yo, tratando de mantener la paciencia.
—¡No, no! ¡Sé muy bien qué me ha dicho! ¡Y pronto amanecerá, no tengo adónde ir, me echarán a la calle!
¡Dios!, ya estaba llorando otra vez.
—Louis-Cesare probablemente quería que te dejara en su casa.
Aunque el muy bastardo no se había molestado ni en pedírmelo. Ni tan siquiera en mencionarlo.
—¿Su… su casa?
—Él ahora está en el club. Vamos, te llevo.
—¡Oh, gracias!
Christine parecía tan aliviada, que de pronto me sentí un tanto culpable. ¿Qué se sentiría viviendo durante todo un siglo a las órdenes de alguien hasta en el más mínimo detalle? Tras un determinado lapso de tiempo tenía que borrar por completo la confianza de una persona en sí misma. Y no era culpa de Christine que su maestro fuera un completo…
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté en tono exigente. De un salto Christine se había puesto a recoger la montaña de equipaje. Me miró con una expresión vacía—. Todo eso no cabe en el coche.
Ella se quedó mirando el montón de maletas que no hacían juego entre sí.
—Pero… ¿qué puedo hacer?
—Elige lo que necesites para hoy y la gente de Elyas te enviará el resto.
—No, ellos no me lo enviarán. ¡Se han portado fatal conmigo! ¿Y si lo tiran todo? ¿Y si nunca más…?
Su labio inferior comenzó a temblar.
—¡Ay, mierda! —exclamó Ray—. Mételo todo como sea. ¡Como sea!
Nos metimos todos a lo bruto. Después de tres viajes, un montón de tacos y ninguna ayuda por parte de la familia, por fin conseguimos meter a Ray, el cuerpo de Ray, Christine y sus posesiones mundanas y yo dentro del coche. Por suerte el club no estaba lejos y tenían porteros.
O más bien digamos que los habían tenido.
Un cuarto de hora más tarde estaba sentada contemplando la mole quemada de lo que una vez había sido un gran hotel de lujo, preguntándome por qué el universo entero me odiaba. No se veía gran cosa porque aún quedaban vehículos de emergencia aquí y allá, aunque parecía que la mayor parte de ellos se habían marchado. Pero el olor acre y húmedo del aire bastaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ray.
—Ha sido una maldición —musité yo—. Es la única explicación.
—No, lo ha quemado el maestro, ¿no te parece? —preguntó él—. A él le encanta quemar cosas.
Era él quien lo decía.
—Voy a tener que llevarte a un hotel —le dije a Christine.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿A un hotel de humanos? —preguntó como si le hubiera sugerido que se arrojara a un pozo lleno de víboras.
—Hay unos cuantos muy bonitos en…
—¡No! —susurró horrorizada.
—Muchos vampiros se quedan en hoteles humanos —dije yo.
Era cierto, pero solo cuando no podían pagarse las elevadas tarifas del club.
—¡El sol… no puedo… me moriría! ¡Me moriría!
Me agarró del hombro con tal fuerza, que creí que me rompería un hueso. Le abrí uno a uno los dedos pero ella se quedó ahí sentada, acurrucada en el asiento de atrás, horrorizada. Y yo comencé a pensar si al fin y al cabo era una buena idea.
Los vampiros utilizaban los hoteles humanos solo cuando no tenían más remedio. Era peligroso. Las cortinas raramente estaban diseñadas para bloquear por completo los peligrosos rayos del sol durante el día. E incluso dormir en el baño, por incómodo que fuera, podía ser insuficiente. Bastaba con que una sirvienta descuidada no hiciera caso del cartel en el que ponía «no molestar», y Christine se tostaría.
Podía llevarla a la central de los vampiros y arrojarla fuera del coche en plena curva. Técnicamente hablando, eso era exactamente lo que yo debía hacer. Pero Louis-Cesare se enfrentaba a un juicio por asesinato y era el peor momento para darle otro quebradero de cabeza. Y Radu había dicho que no quedaba ninguna habitación libre en casa de ningún vampiro amigo en todo Nueva York por culpa de las malditas carreras.
—Estaré muy calladita —susurró ella como si de alguna manera supiera que yo me estaba ablandando—. Ni siquiera notarás mi presencia.
—No es por mí por quien tendrás que preocuparte —contesté yo, acordándome de cierta media mujer medio dragón que sufría de una seria fobia a los vampiros.
Esperaba que no tuviera mucha hambre.