22

Momentos después Anthony hizo su espectacular salida rodeado de su corte de siervos que no paraban de hacer genuflexiones.

—¿No vienes? —le preguntó a Mircea, asomando la cabeza por la puerta.

—Voy dentro de un momento.

—Ah, bien. Detestaríamos tener que empezar sin ti.

Anthony se marchó a grandes pasos charlando animadamente con Jérôme, y de pronto yo me di cuenta de que llevaba puesta una toga. Su personalidad resultaba tan exuberante, que había eclipsado todo lo demás. Sencillamente no me había dado cuenta.

No obstante tampoco caí en que Louis-Cesare no había venido a hablar conmigo otra vez. Pasó por delante acompañando al cortejo de Anthony. Según parecía, después del todo los comentarios de Marlowe habían surtido efecto. Pasar un rato en los bajos fondos con una dhampir estaba bien siempre y cuando nadie te viera, pero aquél era un momento delicado en el que había que controlar los posibles perjuicios.

No sé por qué eso me sorprendió. Ningún vampiro tenía una amante dhampir. A lo largo de los años algunos habían tratado de seducirme sólo para fanfarronear o por la emoción que supone vivir al borde del peligro. ¿Pero pasar más de una noche seguida con una dhampir? Nunca.

Y eso no iba a cambiar. En el mejor de los casos sería un suicidio social y político. En el peor, alguien con influencia podía empezar a preguntarse por la salud mental de un vampiro que tuviera semejante amante. Y sólo había una solución para los vampiros con problemas de salud mental. Yo lo sabía mejor que nadie: era a mí a quien llamaban para quitarlos de en medio.

Y sin embargo me sorprendió. Y también me dolió, lo cual para mí era inaceptable. Estaba cansada, completamente borracha y un tanto sensiblera. Así que había llegado la hora de marcharme.

Iba a ponerme en pie cuando una mano helada se posó sobre mi muñeca sana.

—¿Podrías dejarnos un minuto, Kit? —preguntó Mircea.

Marlowe ni siquiera se molestó en protestar. Tuve la sensación de que no estaba precisamente ansioso por enfrentarse al Senado. Salió por la puerta y entonces entró Christine. Arrastraba dos enormes maletas y llevaba una tercera bolsa debajo del brazo.

—Christine, Dorina y yo queremos mantener una corta charla. ¿Te importaría esperar en el despacho? —le preguntó Mircea educadamente.

Christine alzó la vista, lo miró y parpadeó confusa. Entonces esbozó esa sonrisa que las mujeres lucen siempre para Mircea.

—Por supuesto.

—¿No hemos terminado? —pregunté yo, cauta.

Habíamos hablado más de lo que… bueno, más que nunca. Al menos de una sola sentada.

Mircea eligió un cigarrillo pequeño de una pitillera. Turco, a juzgar por el olor, y luego me ofreció.

—No, aún no.

—Es una mala costumbre —dije yo, declinando el ofrecimiento.

Yo sólo fumo marihuana.

—Las hay peores.

—¿A qué te refieres?

Mircea dejó la pitillera y volvió a sentarse en la silla al tiempo que encendía el cigarrillo con un movimiento natural y sin prisas.

Durante un rato no dijo nada, lo cual no era bueno. Mircea jamás necesitaba reflexionar para ordenar sus pensamientos. Siempre tenía demasiados pensamientos y todos perfectamente elaborados y ordenados. Ése es su problema.

Bueno, uno de ellos.

—Nunca he hablado mucho contigo sobre tu madre, ¿verdad? —preguntó él finalmente.

Por un minuto me quedé ahí sentada, helada. De todas las cosas que yo esperaba que él sacara a relucir, ésa era sin duda la última. Hacía años que me había dado por vencida y había dejado de preguntarle por ella porque el resultado era siempre el mismo: él me contaba escuetamente y con una fría indiferencia unos cuantos hechos pasados de los que yo no sacaba nada en claro que no supiera ya antes. Ella había sido una campesina; habían tenido un breve romance; él la había abandonado al descubrir que había pasado a formar parte de ese segmento de la población cuya vida es infinitamente más estimulante, cosa que, casualmente, había ocurrido más o menos en el mismo momento en que ella había descubierto que estaba embarazada. Y punto.

Después, hacía ya un mes, Mircea me había soltado la bomba de que mi madre no había muerto por culpa de una plaga tal y como yo siempre había creído. Vlad, el hermano loco de Mircea, la había asesinado torturándola lentamente. Y después Mircea había convertido a Vlad en vampiro para poder torturarlo a él a su vez… durante quinientos años.

No se podía decir que la familia no supiera cómo superar el rencor.

No había sido una conversación agradable y yo no estaba ansiosa por repetir la experiencia. Pero sabía jodidamente poco de mi madre gracias a él y a su borrado de memoria. Tampoco es que yo hubiera podido recordar gran cosa de esos tiempos; era demasiado pequeña cuando me separaron de mi madre. Pero sí había podido ir uniendo retazos de recuerdos aquí y allá con lo poco que me habían contado los que sí se acordaban de ella. Sin embargo casi ninguna de esas personas vivía ya.

Si había alguien que conocía el punto débil de cada persona, ese era Mircea. Podía señalarlo con la precisión de un cirujano. Él sabía qué frase me retendría allí, sabía qué tenía que decir para que yo no diera un salto de la silla y me marchara, fuera lo que fuera lo que hubiera que discutir. Porque yo no me marcharía si había alguna posibilidad de saber algo más de ella.

—¿Qué pasa con ella? —pregunté yo con severidad.

—Era una mujer muy bella —me dijo él con calma—. Tú te pareces mucho a ella.

—¿Haces esperar al Senado sólo para decirme eso?

—Ella vino para quedarse con nosotros cuando tenía diecisiete años —continuó él sin hacerme caso. Mircea iría al grano cuando le diera la real gana—. Su padre tallaba la madera pero murió pronto, y su madre lo pasó muy mal después. Al final encontró trabajo como cocinera con nosotros y cuando Helena alcanzó una edad apropiada, comenzó a trabajar en nuestra casa también.

—Y tú la viste y te la quedaste.

No era difícil de imaginar. Por aquel entonces las sirvientas eran presas fáciles y más si no tenían un pariente masculino que las defendiera. Y la mayoría de ellas se habrían considerado afortunadas de poder atraer la atención del hijo mayor de la familia, que además era guapo.

—No fue tan simple como eso. Cuando la vi por primera vez, admito que traté de robarle un beso.

—¿Y?

Mircea soltó un río de humo largo y delgado que fue levantándose lentamente hacia el techo.

—Y ella me dio una bofetada. Fuerte.

Yo parpadeé.

—Podrías haberla hecho azotar por eso. O algo peor.

Las mujeres de Rumanía en aquella época tenían muy pocos derechos comparados con los que tenían los hombres. Una mujer no podía sentarse a la mesa con su marido; tenía que quedarse de pie detrás de él, esperando para servirlo. Comía lo que sobraba, que en las casas de los campesinos no era mucho, cuando él había terminado. Si salían a la calle juntos ella caminaba detrás de él, y si ella salía sola y se cruzaba con un hombre por la calle tenía que pararse y esperar a que él pasara. Incluso aunque ella fuera rica y él fuera pobre.

La libertad de las mujeres en la antigua Rumanía era escasa.

Mircea echó la ceniza en un cenicero de cristal, pero al oír mi comentario se olvidó del cigarrillo y alzó la vista hacia mí con una expresión inescrutable en el rostro, como si no comprendiera.

—A veces, Dorina, me pregunto qué piensas de mí.

No contesté a esa pregunta porque la mitad de las veces ni yo misma lo sabía.

Y la respuesta que habría podido darle la otra mitad no nos habría llevado más que a discutir.

Tras unos momentos, él continuó:

—Ella me dijo que no estaba allí para ser el juguete de ningún caballero, sino que su intención era ahorrar para casarse con un hombre respetable. Y que no estaba dispuesta a perder su preciada virginidad conmigo.

Yo casi me había olvidado de la vieja costumbre de recompensar a las vírgenes por su castidad al lunes siguiente después del matrimonio. Ese día recibían joyas, ropa y a veces hasta dinero que se les permitía conservar incluso aunque el matrimonio acabara en divorcio. La costumbre había resultado mucho más efectiva para asegurar la abstinencia que los modernos pactos de virginidad.

Bueno, eso y el miedo a los padres rumanos.

—¿Y qué le dijiste tú?

Mircea se encogió de hombros antes de contestar:

—Yo era joven y estúpido, y todavía no me había dado cuenta de que mi tan cacareado éxito con las mujeres se debía tanto a mi nombre y a mi posición como a mi persona. Le dije que con gusto la recompensaría por cualquier pérdida que pudiera sufrir.

—Y supongo que ella aceptó.

Él arqueó una ceja muy expresivamente.

—No. Volvió a darme otra bofetada.

—¿Y eso te pareció atractivo?

—Es extraño, pero sí. La mayor parte de las mujeres que conocía eran dóciles hasta el aburrimiento. Sólo conseguir que me miraran a la cara mientras hablábamos me resultaba ya tedioso. He mantenido relaciones íntimas con mujeres que no creo que hubieran podido describir con detalle mi rostro ni aunque su vida hubiera dependido de ello. Y eso era especialmente cierto de las mujeres de la nobleza, a las que se les había enseñado desde la infancia que la buena educación consistía en mantener una pasividad completa.

—Así que ella era un reto para ti.

—Ella estaba viva, Dorina, en un sentido en el que ninguna otra mujer e incluso pocos hombres de los que conocía en aquella época lo estaban. Me fascinaba. Me ponía furioso… Y al final me embrujó.

—Así que me figuro que al final ella superó la etapa de las bofetadas.

—No del todo —dijo él, sonriendo otra vez.

Se trataba de una sonrisa leve, de un gesto extraño en un rostro que apenas expresaba nunca nada.

Me quedé mirándolo. Jamás se me había ocurrido imaginar que él hubiera podido sentir algo por ella; me había figurado que mi madre era solo una más de la larga lista de conquistas que él había hecho y olvidado con la misma facilidad. Aunque quizá sí hubiera sido solo una más. Puede que fuera yo la que quería creer que la expresión de Mircea significaba algo. Puede que fuera yo la que quería creer que al menos uno de los suyos era capaz de sentir verdadero afecto.

¡Dios!, debía de estar más borracha de lo que creía.

—Cuando finalmente iniciamos una relación —continuó él—, le compré una casa en su pueblo e iba allí a visitarla en lugar de mantenerla a ella en el castillo.

—Porque te avergonzabas de tener a una sirvienta por amante.

—¡No, Dorina! —exclamó Mircea, mirándome a través de una nube de humo con impaciencia—. Yo jamás me avergoncé de tu madre. Tenía miedo por ella. Y al final mis temores se vieron confirmados.

—Tú no podías saber que Vlad iba a hacer lo que hizo.

Yo le echaba la culpa a Mircea de muchas cosas, pero no de ésa.

—No. Pero sabía que al enterarse de lo importante que era ella para mí, podía convertirse en un blanco. Unos podían querer utilizarla para intentar influir en mí; otros podían querer hacerle daño para hacérmelo a mí. Era una época despiadada y ningún miembro de la familia estaba a salvo. Yo no estaba dispuesto a permitir que las circunstancias me dictaran cómo tenía que vivir hasta el punto de que eligieran a mi amante por mí, pero sí tenía cuidado. Tenía cuidado y era discreto.

—Ah, llega el amanecer, ya comprendo.

—Louis-Cesare tiene que ocupar una de esas sillas vacantes del Senado —dijo Mircea, dejando a un lado la analogía—. Necesito tener a alguien en quien pueda confiar y necesito su voto para ayudarme a persuadir a otros durante la guerra. No estoy dispuesto a tolerar que nada me lo impida.

—Creía que ya estabas decidido a desechar ese plan.

—El incidente con Elyas ha sido desafortunado, pero unos cuantos miembros del Senado europeo me deben favores, y el cónsul me debe muchos más.

—¿Crees que podrás convencerlos para que lo dejen competir?

—Es posible. El hecho de que él no haya querido nunca unirse a ninguna facción y de que prefiera actuar siempre según su propia conciencia en cada asunto nos beneficia. A lo largo de los años eso ha hecho de él un peligroso cabo suelto según los cánones y ha dejado a muchas personas poderosas de su Senado tirándose continuamente de los pelos. Creo que muchos de ellos preferirían verlo lejos. Aunque, por desgracia, esas mismas personas también preferirían verlo muerto. Lo malo es que si no es para el Senado europeo, Anthony sin duda hará todo lo que esté en su mano para evitar que sea para nosotros. No consentirá que llegue el día en el que Louis-Cesare use toda su capacidad en su contra.

—¿Y en qué sentido se relaciona eso conmigo? —pregunté yo, convencida de conocer la respuesta.

—Una alianza con una dhampir destruiría la credibilidad de Louis-Cesare en un momento tan delicado como éste —me explicó Mircea con franqueza.

—Por si no te habías dado cuenta, Louis-Cesare tiene una amante —le recordé yo.

—Sí, me he dado cuenta. Pero también me he dado cuenta de cómo te mira, y he oído el escándalo.

—¿Y has caído en la cuenta de que se ha marchado sin decirme nada?

—¡Como si hubiera podido, después del jaleo! Esto puede arruinarlo, Dorina. De hecho nos ha perjudicado en el caso contra él considerablemente.

—Pero Anthony no ha oído tanto como para…

—Ha oído lo suficiente como para que yo ahora no pueda presentar las pruebas que tú me has proporcionado sobre la forma en que ha muerto Elyas.

Yo fruncí el ceño.

—¡Pero Louis-Cesare jamás lo habría asesinado así! Él no habría podido aunque hubiera querido. No habría sabido cómo hacerlo hasta que yo…

Me interrumpí. De pronto me sentí un poco mareada.

—Exacto —dijo Mircea serio—. Si presento nuestra prueba principal para la defensa, Anthony alegará que Louis-Cesare fue instruido sobre la forma más creativa de asesinar a un vampiro por su amante dhampir. Los oponentes políticos de Louis-Cesare aprovecharán la oportunidad para manchar la reputación de una persona que, hasta el momento, tiene un historial intachable. Y hasta sus amigos del Senado comenzarán a dudar. Porque si es capaz de algo así, pensarán algunos, entonces es capaz de cualquier cosa.

—Como por ejemplo asesinar a un compañero senador.

—Exactamente —confirmó Mircea, que se reclinó sobre el respaldo de la silla mientras el humo de la colilla de su cigarro hacía dibujos en el aire a su alrededor—. Louis-Cesare es poderoso y eso hace de él una buena arma, pero también es un peligroso enemigo. Él y Elyas han mantenido una larga historia de enemistad que se prolonga en el tiempo algo más de un siglo atrás. Pero él jamás había hecho ningún movimiento en su contra. Ahora por fin lo ha hecho, pensarán algunos, y aquéllos que también mantengan disputas con él comenzarán a preguntarse si no serán los siguientes.

—Pero sin duda ha habido muchos senadores que han muerto antes —protesté yo.

—En los golpes de estado, sí. En las revoluciones sangrientas, cuidadosa y políticamente planeadas y cuyos objetivos son comprensibles. Pero no por razones personales cuando uno está en su casa. Eso es algo que se ve raramente y que le permite a Anthony describir a Louis-Cesare como un vampiro peligroso, que se sale del canon y que está fuera de control. Y si el Senado vota contra Louis-Cesare, Anthony como juez puede imponerle la sentencia que él desee.

—Pero tú has dicho que no lo mataría.

—Y no lo hará, siempre y cuando Louis-Cesare esté dispuesto a doblegarse y a atarse a él a perpetuidad.

—Y así consigue un poderoso maestro de primer nivel siempre a su disposición sin tener que ceder ningún poder por su parte —terminé yo la frase por él.

La situación en la que se había encontrado con Tomas se perpetuaría para siempre, con la diferencia de que a mí me era imposible concebir que Louis-Cesare accediera a semejante esclavitud. Pero si no lo hacía…

—¡Detesto la política! —exclamé con fervor.

—En este preciso momento yo tampoco la adoro —dijo Mircea con cinismo—. Pero la situación es la que es, y tenemos que enfrentarnos a ella.

—¿Cómo?

Desde mi punto de vista, Anthony era el dueño y señor de la situación.

—Aún puedo sacar a colación la runa y mostrarle al Senado el colgante vacío. Al menos todo el mundo comprenderá que es un buen móvil para asesinar a Elyas. Louis-Cesare puede ser poco astuto en cuanto a política se refiere, pero no necesita la runa para batirse en duelo.

—¿Y si Anthony me menciona a mí?

Mircea me miró seriamente.

—Diré que Louis-Cesare te engañó. Que quería atrapar a Raymond pero no luchar contra un miembro de la familia, y que por tanto te hizo creer que te quería para arrebatártelo.

—Eso justificará el escándalo que he montado yo —convine. Y puede que incluso fuera la verdad—. Pero ¿y su forma de actuar?

—¡Por eso es por lo que tienes que mantenerte alejada de él! Ante todo Louis-Cesare es un guerrero. Y como tal es franco, directo y poco dado al compromiso. Ha llegado a tomarte cariño; eso está claro. Hasta dónde llega ese cariño, no lo sé. Pero no conseguirá ocultarlo en público. ¡Y desde luego no comprenderá las razones por las que debe hacerlo!

No, yo tampoco creía que él fuera a comprenderlas. Podía imaginármelo de pie frente al Senado, diciéndoles con arrogancia de que su vida privada no era asunto suyo. Y el Senado interpretaría que tenía una tórrida aventura con una criatura a la que muchos de ellos veían casi como a Satán. No lo beneficiaría en nada.

—Comienzas a comprender —murmuró Mircea.

—Quizá. Pero ¿y Anthony y Jérôme? Ellos ya han oído su… indiscreción.

—Por suerte son precisamente las personas que más razones tienen para interpretar cualquier cosa de la peor manera posible. Yo pondré de relieve que durante el mes pasado Louis-Cesare y tú habéis estado luchando juntos contra Ǽsubrand y que él estaba preocupado por el hecho de que esa criatura pudiera volver a aparecer entre nosotros otra vez. Él quería que tú le informaras al respecto, nada más.

—¿Sabes?, a veces me das un poco de miedo —le dije yo con franqueza—. Porque yo estaba presente, y sin embargo tu historia me suena extrañamente verosímil.

—Esperemos que el Senado piense lo mismo. Pero aunque tú te creas que tengo una gran capacidad para la persuasión, tienes que comprender que yo no puedo estar continuamente inventándome excusas plausibles para este tipo de incidentes. Esto tiene que…

Alguien llamó a la puerta. Un segundo después Marlowe asomó la cabeza de pelo rizado. Lo inoportuno del momento me hizo entrecerrar los ojos con suspicacia, pero la expresión de su rostro no delataba que hubiera estado escuchando furtivamente; al contrario, parecía muy furioso y frustrado.

—¡Tenemos que marcharnos, Mircea, a menos que quieras que Louis-Cesare se defienda solo!

—Desde luego que no —dijo Mircea, poniéndose en pie—. Dorina…

Yo me puse en pie también.

—Fue un asunto de negocios —le dije—. Él me robó; yo le devolví el favor. Eso fue todo.

Mircea no pareció tan complacido por mi respuesta como a mí me habría gustado.

—Esto no es… —comenzó él a decir.

Se interrumpió, y una vez más pareció tratar de ordenar sus pensamientos.

Yo no comprendí por qué se molestaba; yo ya había accedido a lo que él quería. No es que fuera mucho. Louis-Cesare había recuperado a Christine; tampoco era tan probable que fuera a verlo mucho más.

—Quiero que seas feliz, Dorina —dijo él de pronto… con un tono de voz extraño.

Escruté su rostro, preguntándome a qué nuevo juego estábamos jugando, qué diablos quería de mí. Como siempre, su rostro era perfecto: una bella máscara que no me decía nada.

Él alzó una mano vacilante hacia mi cara, y yo retrocedí inconscientemente. Mircea jamás me había hecho daño, pero toda una vida luchando contra los de su especie me había proporcionado ciertos instintos. Una emoción cruzó sus ojos, veloz como el rayo. Pero desapareció antes de que yo pudiera darle un nombre, y él dejó caer la mano.

Y algo me atravesó entonces a mí, breve y afilado como la punta de una aguja.

La luz del sol entraba a raudales por la diminuta ven tana sin cristales y dibujaba una acuarela de colores sobre la mesa de madera. Había una mujer de pie junto a esa mesa, haciendo movimientos circulares con los brazos para amasar un montón de mezcla a un ritmo incansable. A cada rato alzaba la vista hacia la ventana y contemplaba las encrespadas almenas del horizonte montañoso de rostros blancos por la nieve que el sol iluminaba por la espalda.

Era el sol que salía, deduje yo al verlo hincharse, brillante y rojo, en el momento en que se liberaba del paisaje para viajar a la deriva por un cielo de un azul acuoso. La cabaña estaba al final del pueblo, cerca ya del camino que penetraba entre los árboles. Pero en el sendero no había nadie y tampoco había polvo excepto por el poco que levantaba el viento.

El aire que venía de las montañas era fresco, le volaba el pelo mientras ella estiraba la masa hasta formar un cordón que luego transformaba en una hogaza. La dejó a un lado y comenzó otra vez todo el proceso. El viento se paró y la harina quedó suspendida en la habitación como la niebla. Se posaba sobre sus pestañas negras y sus cejas, sobre el ligero vello de sus brazos, y en volvía sus manos como polvo de oro.

Dos brazos la rodearon por detrás y la arrastraron contra un cuerpo cálido que ella reconoció.

¡Para! —lo regañó ella con una voz apenas audible, sin parar de reír—. Si no cuezo el pan, no tendrás pan para desayunar.

Pero es que yo tengo hambre ahora —dijo él, sonriendo y alzando la mano de ella hasta sus labios para trazar con la lengua las durezas de la piel producidas por el trabajo.

Ella levantó la mano hasta la mejilla de él, embadurnada de harina, arenosa y cálida de tanto moverla.

Marido —respiró ella contra su nuca—. Mi Mircea.

Y el amor y el sentimiento de pérdida que brotaban dentro de él era tan dulce y tan doloroso, que literalmente se tambaleaba.

—¡Mircea! —gritó Marlowe, cuya voz comenzaba a sonar un tanto aterrada—. ¡Están empezando ya!

El recuerdo se rompió en mil pedazos y quebró la voz de Mircea. Yo me derrumbé en la silla. Me incliné hacia abajo con las manos en las rodillas y tragué aire. Me escocían los ojos a causa de las lágrimas. La soledad y un frío y vasto eco se abrían a mi alrededor, pero era la resignación la que cavó un hoyo en mí, lo que me vació. Y ni siquiera estaba segura de si esos sentimientos eran suyos o míos.

¡Oh, Mircea!, pensé. ¡Oh, Dios mío!

Sentí una mano sobre mi hombro, pálida y fría. Alcé la vista hacia él, incrédula y con la mente en blanco. No sé qué expresaba mi rostro, pero él frunció el ceño y se agachó junto a mi silla.

—Dorina, ¿qué…?

—¿Te casaste con ella?

Se interrumpió, su rostro delató el profundo shock. No dijo nada, pero tampoco lo negó. Y eso fue…

—Tengo que marcharme —le dije, saltando de la silla y tropezándome con todo.

De algún modo logré encontrar el picaporte de la puerta. Lo abrí y me escurrí fuera. Me apoyé contra la puerta cerrada. Por suerte él no trató de seguirme.

Me quedé ahí de pie, mirando el espacio vacío sin ver nada. Nada más que el rostro de una mujer a la que yo jamás había visto, una mujer campesina sin familia, sin dinero, sin nada… excepto un príncipe por marido.

Sentí como si la sala se tambaleara. No era tanto un movimiento físico real como un devaneo de mi mente que trataba de asir una idea imposible. Yo siempre había dado por sentado que él jamás hablaría de ella sino con indiferencia. Él era el primogénito, el heredero indiscutible del trono. Era la última persona de la tierra que podía permitirse el lujo de correr un riesgo en la elección de esposa. Y sin embargo se había casado con una chica que no podía ayudarlo en el plano político, que no podía sellar ningún trato, que no podía ofrecerle ejércitos, que no podría llegar a ser nunca nada más que una responsabilidad.

Porque la amaba.