—¿De qué? —le pregunté yo cautamente.
Mircea se inclinó sobre la puerta de un modo natural y elegante, tal y como llevaba comportándose toda la noche. Por suerte yo sabía que era mera apariencia. Solo que por desgracia tirarse de cabeza por la ventana no era una alternativa dada la altura. Quizá el tejado…
—No quiero empezar a hacer juegos de palabras contigo, Dorina. Cuéntame lo que ocurrió la noche pasada.
—Ya te he dicho…
—No me has dicho nada. No has mencionado más que el hecho de que una criatura muy peligrosa trató de matarte por segunda vez. Lo que no me has dicho es porqué.
—Trató de matarme antes…
—Porque te interpusiste en su camino. ¿Es por eso otra vez?
Jamás nadie había ganado una discusión verbal con Mircea poniéndose a la defensiva, así que me olvidé de su pregunta.
—¿Vas a contarme tú por qué ansias tanto esa runa que prácticamente has puesto la vida de Louis-Cesare en peligro?
—Yo no he puesto su vida en peligro en absoluto. Y no has contestado a mi pregunta.
—Quizá no con muchas palabras. Pero mi intención era hacértelo entender. Y tú tampoco has contestado a la mía.
—Cuando tú empieces a ser sincera conmigo, entonces quizá.
Me quedé simplemente mirándolo. Por un momento me sentí demasiado atónita como para responder. Porque de todas las personas que podían reprocharme mi falta de sinceridad o confianza, el nombre de Mircea sin duda alguna habría sido el último de la lista. De hecho ni siquiera habría figurado jamás en esa lista.
Su hermano Vlad había matado a mucha gente en su corto reinado de terror. Casualmente una de esas personas había sido mi madre. Mircea había borrado ese detalle de mi cabecita de adolescente, temeroso de que yo persiguiera al loco de mi tío para matarlo. O eso me había dicho él. Yo no tenía ninguna forma fiable e independiente de verificarlo, ya que los recuerdos borrados, borrados estaban para siempre. Y para bien.
—No creo que tú seas el más indicado para hablar, ¿no te parece? —dije yo al fin en voz baja.
—Jamás te he ocultado nada que fuera necesario que tú supieras.
—¡En tu opinión! ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que puede que yo no estuviera de acuerdo, que puede que yo quisiera guardar esos recuerdos por deprimentes que fueran?
Mircea vaciló; se tomó un segundo para acomodarse al nuevo rumbo que tomaba la conversación. No es que fuera un gran rumbo. La historia de nuestro mutuo engaño había comenzado casi al mismo tiempo que nuestra relación.
—De poco te habrían servido si te hubieran llevado a la muerte.
—¡Esa decisión era mía!
—Eras demasiado joven para tomar esa decisión. Mi obligación era tomarla por ti.
—Una obligación que has seguido manteniendo desde entonces.
Me restregué los ojos. De pronto estaba cansada absolutamente de todo. Estaba hastiada de los constantes juegos y de las luchas verbales, de querer confiar en él y no saber si podía hacerlo o hasta qué punto. Me había pasado años intentando evitar mantener una relación con él precisamente por todas esas razones. Tendría que haberme dado cuenta de que nunca nada iba a cambiar.
Había contado todo lo que sabía acerca del ataque de Ǽsubrand. No podía añadir nada más.
—Esto es una pérdida de tiempo —dije yo.
Acto seguido me dirigí hacia la puerta.
Mircea no se movió, pero puso los dedos sobre mis brazos.
—¿Otra vez vas a escapar, Dorina?
Alcé la vista hacia él, furiosa, cansada y dolida.
—¡Yo no huyo de mis problemas!
—A menos que se relacionen conmigo. En ese caso no haces otra cosa que huir.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —pregunté en tono exigente y airado—. Nunca cambia nada, Mircea. Estamos siempre jugando a este mismo juego una y otra vez hasta que me mareo. Me manipulas, me mientes…
—Jamás te he mentido.
—Sólo retuerces las cosas para que parezcan lo que tú quieres que parezcan en lugar de la verdad.
Mircea tensó la mandíbula.
—A veces la verdad puede ser peligrosa. Si te hubiera permitido guardar tus recuerdos sobre Vlad ahora estarías muerta. No habrías sido más que otra de sus víctimas.
—¿Y ahora cuál es la excusa? Porque estoy segura de que tienes una, y también estoy segura de que sonará perfectamente plausible. ¡Y de que será una pura basura!
—¿Y no haces tú lo mismo conmigo? —me preguntó él. Una chispa de ámbar iluminó el marrón oscuro de sus ojos. Ésa no era buena señal, pero yo estaba demasiado cabreada como para que me importara—. Anoche estuviste a punto de morir prácticamente delante de mis narices, ¿y tú no me dijiste nada?
—Hay circunstancias atenuantes.
—Por lo que parece, siempre las hay entre tú y yo.
Estuve a punto de responder, pero me callé. De pronto él pareció cansado, deslucido y vacío en cierto sentido que yo conocía demasiado bien. Podía tratarse de otro juego; probablemente no era más que otro juego. Pero de todos modos cedí.
—Si no empiezas a confiar en mí, esto jamás va a funcionar —le dije simplemente.
—¿Y qué es esto? —preguntó él con prudencia.
—Lo que sea que estemos haciendo tú y yo aquí. Querías que trabajara contigo, o al menos eso me dijiste. Pero ahora Marlowe dice que en realidad yo solo trabajo para ti. Y creo que puede que él tenga razón, porque lo único que hago es siempre la misma tarea sin importancia, y para eso podrías mandar a cualquiera de tus chicos. ¡Jamás me cuentas nada de ninguno de esos asuntos! ¡Hace ya un mes, y tú y yo todavía no hemos trabajado juntos ni una sola vez!
Esperaba que me saliera con otra excusa, que me soltara un discurso y me diera calabazas con elegancia. Mircea era un maestro en esas prácticas y lo hacía con tal finura, que la mayor parte de las veces la gente a la que le daba la patada ni siquiera se daba cuenta. Con los vampiros lo más inteligente es siempre prestar atención a lo que hacen en lugar de a lo que dicen. Sobre todo con éste.
Pero me sorprendió. Se giró sin decir una palabra, abrió la puerta y me hizo un gesto para que fuera yo delante. Salí y él me guió de vuelta a la sala de espera insonorizada, en donde Marlowe caminaba nerviosamente de un lado para otro. Al ver que se abría la puerta Marlowe alzó la cabeza, pero al comprobar que era yo, su expresión se oscureció.
—Es una pésima idea —dijo en voz baja pero con ardor.
—Y no decírselo sería aún peor —contestó Mircea, que se acercó a las altas ventanas y echó las cortinas que las cubrían de suelo a techo.
Por si acaso alguien había escalado por un lateral del edificio con la intención de leernos los labios, me figuré yo.
—No comprendo en qué sentido.
—Tú no tienes una hija, Kit.
—Yo no… —Marlowe se interrumpió. De pronto su rostro esbozó una expresión de incredulidad—. ¿Ésa es tu razón? ¿Vas a arriesgar…?
—No voy a arriesgar nada. Creo que Dorina ha demostrado que sabe mantener un secreto.
Mircea sacó una de las sillas que había junto a una mesita redonda y se quedó ahí de pie, esperando a que yo me sentara.
Yo me acerqué con cautela, preguntándome si aquello era algún tipo de prueba. Hasta hacía muy poco tiempo Mircea y yo habíamos hablado quizá una vez por década, pero esas conversaciones terminaban siempre igual: yo gritaba cada vez más y más y él se mostraba cada vez más y más frío hasta que yo salía pitando furiosa de allí. Así era como funcionaba el mundo: era el orden natural de las cosas. Pero esto… esto no lo era. Y eso me preocupaba.
Mi vacilación pareció molestarlo.
—¡Quiero hablar contigo, Dorina! Por favor, deja de mirarme como si sospecharas que he planeado una emboscada.
Una emboscada podía ser algo fácil de superar, pensé yo mientras tomaba asiento sobre la suave piel de la silla. Sabía manejarme con las emboscadas. Pero con lo que estaba ocurriendo ya no estaba tan segura.
—¿Hablar de qué? —pregunté yo con prudencia.
Tenía un montón de preguntas, pero sabía de sobra que no iba a obtener ninguna respuesta. Mircea jamás se sinceraba por completo con nadie. Todos los vampiros son reservados, dados a los secretos, precavidos. Pero en su caso se trataba de algo más que una simple preferencia personal; se trataba de su profesión.
Era el jefe de la diplomacia del Senado, lo cual significaba mucho más que únicamente presionar a las partes para llegar a un acuerdo. Por supuesto él hacía su trabajo en ese tema pero también era responsabilidad suya buscar el punto débil de la gente, averiguar qué podía motivarlos, saber dónde presionar para lograr el resultado deseado. Y por eso Marlowe y él habían sido prácticamente como gemelos siameses desde la guerra. Marlowe recopilaba la información; Mircea la explotaba. Y los dos eran muy buenos en lo que hacían.
Pero en el caso de Mircea el trabajo había tenido un efecto colateral. Llevaba tanto tiempo haciéndolo, viviendo con mentiras, medias verdades y objetivos ocultos, que todo eso se había diluido con el resto de su vida. Yo misma a veces no sabía si él comprendía la diferencia entre la verdad y la mentira.
—¿Qué es lo que querías? —preguntó él a su vez.
Mircea se sentó frente a mí y cruzó las piernas con elegancia, como si él y yo nos sentáramos y habláramos cara a cara a diario; una conversación natural entre padre e hija. ¡Por supuesto!
—Te escucho.
—Esto no puede salir de esta habitación —me dijo—. Ni una sola palabra, a nadie, en ninguna parte, por muy seguro que te parezca el lugar en el que estás.
Yo habría hecho un comentario acerca de lo exagerado que se estaba poniendo, pero un solo vistazo a su rostro bastó para que me callara. Estaba serio.
—Vale.
—Me figuro que conoces el campeonato mundial.
Yo asentí.
—El Senado patrocina al equipo este año. En parte para reforzar nuestra nueva alianza con los magos, pero sobre todo como tapadera.
—¿Tapadera de qué?
—De una reunión de delegados de muchos Senados para hablar sobre la guerra. Si nuestros enemigos supieran que se trata de una estrategia, harían de ella su blanco. Pero todo el mundo va a las carreras, que a su vez suscitan una interminable lista de fiestas y bailes, y por lo tanto numerosas oportunidades de convocar encuentros que no lo parecen.
—Hasta ahí te sigo.
—No se trata solo de discutir sobre la guerra. Como sin duda tú ya sabes, nuestro Senado ha perdido recientemente a cuatro miembros y el quinto ha quedado previsiblemente incapacitado para el futuro. Incluso en tiempos de paz eso sería intolerable, ya que supone una pesada carga de trabajo extra para los senadores que quedamos. Pero si lo añadimos a la carga que implica además la guerra… resulta imposible de soportar.
—Eso lo veo.
Los miembros del Senado tenían cada cual su cartera ministerial igual que los miembros de un gabinete presidencial. Pero después de haber perdido a tantos compañeros, suponía una enorme responsabilidad para los que quedaban.
—El Senado quiere utilizar la tapadera de las carreras para promocionar reuniones con los maestros de alto rango que todavía no tienen una silla en el Senado pero sí la suficiente fuerza como para luchar por ella. Serán puestos a prueba y se seleccionará a los nuevos senadores entre aquéllos que la superen.
—No comprendo qué tiene que ver eso con la runa.
—¿No lo comprendes? La prueba será un combate, como es tradicional.
Una bombilla se encendió en mi cabeza.
—Así que quien tenga la runa estará automáticamente entre los ganadores —deduje yo.
—Exacto.
—Bueno, esa explicación es demasiado simplista —dijo Marlowe, levantándose de la silla. Según parecía, al final había decidido intervenir en la conversación. Supongo que ya que Mircea estaba cantando, él no tenía ninguna razón para permanecer callado—. De poco serviría esa runa en la batalla, que es para lo que fue diseñada, si su energía se agotara tan fácilmente.
—Crees que podría volver a usarse otra vez —sugerí yo, que ya veía adónde quería ir a parar.
—¡Una y otra vez! —exclamó Marlowe, desplomándose sobre la silla con una expresión severa.
—Podría proporcionarle a aquél que la tuviera la posibilidad de controlar además el resultado final de toda la selección de candidatos —añadió Mircea con más calma.
—Pero Ming-de ya es la cabeza rectora de otro Senado —dije yo, que de pronto tuve un mal presentimiento—. Ella no tiene ninguna razón para querer unirse al vuestro.
—¡No quiere unirse al nuestro! —exclamó Marlowe con furia—. ¡Quiere controlarlo!
—Eso quizá sea presuponer demasiado —dijo Mircea con calma.
Sin embargo su voz no pareció surtir efecto tampoco en Marlowe.
—¡Y una mierda! —exclamó Marlowe, que se levantó y colocó las manos en esa posición tan poco británica y tan propia de él—. Como mucho queda vacante quizá una silla senatorial cada cien años entre todos los Senados de todo el mundo —me explicó a mí—. Cada vez que queda una vacante, los Senados compiten para intentar colocar a uno de los suyos en ella; me refiero a un miembro leal a ellos, es decir, alguien que les proporcione ojos y oídos para enterarse de qué están haciendo los Senados rivales.
Yo asentí. En realidad jamás se me había ocurrido pensar en ello; la política de altos vuelos quedaba fuera de mi competencia. Pero la cosa tenía sentido. Los vampiros habían inventado la paranoia: por supuesto que querían vigilar a la competencia.
—¡Y ahora de pronto hay cinco vacantes! ¡Cinco sillas vacías de golpe en el mismo Senado! ¡Es una oportunidad única para reformar nuestro Senado de arriba abajo, minando nuestra soberanía y convirtiendo a nuestro cónsul en una marioneta!
—Así que Ming-de quiere la runa para estar segura de que sus candidatos salían ganadores, y condicionar de ese modo vuestra selección de nuevos senadores para que salga gente leal a ella —deduje yo.
—Sí.
—Pero aunque ella consiguiera ocupar esos cinco asientos, a pesar de todo no tendría la mayoría —puntualizó Marlowe.
—No, pero sí contaría con una facción poderosa —me dijo Mircea antes de que Marlowe pudiera volver a ponerse a despotricar—. Y con una importante capacidad para influir sobre el voto de otros, y por tanto para llevarnos a nosotros constantemente a un punto muerto en el caso de que ignoráramos sus peticiones.
—¿Y los otros nombres que mencionó Ray? ¿Pretenden ellos hacer lo mismo?
—En cuanto al mago, no sé qué pretende. Geminus pertenece a nuestro Senado, pero es de una facción rival a la mía. Si consiguiera colocar a sus candidatos en esas sillas, me llevaría una gran ventaja —dijo Mircea.
—Por eso es por lo que me preguntaste si había visto a Louis-Cesare —dije yo, que de pronto encaje varias piezas del puzle—. Quieres que él ocupe una de esas sillas.
—Digamos más bien que quería —puntualizó Marlowe con aspereza—. Louis-Cesare prometió cambiarse de Senado hace un mes, pero de repente salió corriendo detrás de Christine y desapareció. Se acercaba el momento y no sabíamos nada de él: ni una palabra. Y entonces, cuando por fin aparece, resulta que está implicado en este asunto.
—¿Crees que eso lo descalifica para el puesto?
—¿El qué? ¿Matar a otro senador? ¡Oh, no! —contestó Marlowe con un gesto despectivo de la mano—. Le darán una maldita medalla, ¿verdad?
—No fue él, Marlowe —aseguró Mircea.
—Eso poco importa teniendo en cuenta que en esta ocasión el juez encargado del caso es el mismo cónsul al que tiene pensado abandonar —argumentó Marlowe.
—¿Y eso lo sabe Anthony? —pregunté yo.
Mircea suspiró antes de contestar:
—Louis-Cesare insistió en decírselo. En su opinión, era una cuestión de honor y no podía quedarse callado.
—No consigo sacar nada en claro con ese hombre —dijo Marlowe con disgusto—. En serio, no puedo.
—Louis-Cesare será declarado inocente —me dijo Mircea—. Anthony utilizará este asunto para obligarlo a permanecer en el Senado europeo. No quieren perder a su campeón.
—¡Lo cual no ayuda en absoluto a Mircea! —exclamó Marlowe.
Por mucho que detestara tener que admitirlo, en cierto sentido comprendía el punto de vista de Marlowe. El mundo de los vampiros funcionaba porque tenía una jerarquía muy definida: todos sabían cuál era su puesto y jamás lo abandonaban. No tenían elección porque siempre había alguien superior en rango y en poder que se encargaba de garantizar que el de más abajo ocupara su lugar. Excepto los cónsules, que venían a ser como la misma ley. Los únicos que los controlaban, si es que podía hablarse así, eran los otros cónsules.
Por supuesto, eso convertía al resto de los cónsules en los únicos y verdaderos rivales. La cosa se estaba poniendo realmente espeluznante. A marchas forzadas. Pero al menos yo comenzaba a explicarme por qué todo el mundo se había vuelto tan loco por la maldita runa.
—Así que por eso estabas tan enfadado con Louis-Cesare antes, esta misma noche. Creías que te había abandonado para… ¿para qué? ¿Para jugar su propio juego? —pregunté yo.
Mircea se encogió de hombros.
—Me parecía poco probable. Él no había sido invitado a la subasta, así que no alcanzaba a comprender cómo se había enterado de la existencia de la runa. Y además algo así habría sido absolutamente impropio de él. Pero lo cierto es que…
—Que ese tipo de poder corrompe muy fácilmente —dijo Marlowe, terminando la frase por él.
—Verdaderamente.
—Y por eso le pediste a Radu que pujara por la Naudiz; queríais constituir un Senado a vuestro gusto.
—No solo a nuestro gusto —dijo Mircea—. Sino conforme a nuestras necesidades. No podemos permitirnos esa constante lucha por el poder y esas discusiones interminables durante la guerra. Tenemos que estar unidos, y eso no será posible si los candidatos que ocupan las sillas de nuestro Senado tienen obligaciones en otra parte.
—Pero tú no sabías nada de la runa hasta hace unos pocos días. ¿Qué era lo que tenías planeado hacer antes? —pregunté yo.
—Kit y yo hemos estado trabajando para conseguir un resultado favorable en la selección de candidatos. Hemos elegido a personas que no solo tienen ideas políticas parecidas, sino que además no tienen lazos externos y cuentan con el suficiente poder como para ser buenos competidores. Ha sido una búsqueda difícil, pero creo que hemos encontrado a nuestros campeones.
—¡Y sin embargo ninguno de ellos podrá mantenerse en pie si hay un candidato invencible! —le recordó Marlowe—. No importa lo buenos que sean; si alguno de los que acudió a la subasta tiene la runa, lo echará todo a perder.
Ming-de no es la única que puede jugar con el poder.
—Si encontramos la runa encontraremos al asesino —comprendí yo—. Y eso le dará a Louis-Cesare libertad para ocupar uno de tus asientos vacíos.
—Eso sería estupendo si las carreras no comenzaran mañana por la noche —señaló Marlowe.
—Pero la lista de sospechosos también es corta —puntualicé yo—. Creo que podemos eliminar a Ming-de. Ella ganó la subasta. No tendría ningún sentido que ella misma robara algo que ya es de su propiedad.
—A menos que conociera de dónde procede la runa —argumentó Marlowe—. Puede que dude de su capacidad para conservarla en el caso de que el fey se la reclamara, por mucho que le pagara. Pero si supuestamente se la han robado antes incluso de que llegara a sus manos… —terminó, encogiéndose de hombros.
—Eres una víbora y un hijo de puta —le dije yo a Marlowe.
—Gracias —sonrió él.
—Ming-de tampoco puede decirse que sea una ingenua —comentó Mircea con sarcasmo—. De momento, según parece, no podemos descartar a nadie. Excepto a Radu, que acudió a la subasta por nuestra parte.
—Pero tenemos que volver a añadir a Cheung —dije yo—. Él no acudió a la subasta, pero pudo haber matado a Elyas. Estuvo persiguiéndonos a Louis-Cesare y a mí la mitad de la noche para tratar de recuperar a Ray. Pudo volver a la discoteca nada más perdernos para interrogar a alguno de los siervos de Ray. Y cualquiera de ellos podría haberle mencionado a Elyas. Le habría dado tiempo de sobra para venir aquí.
—Entonces son cinco los sospechosos —dijo Mircea—. Ming-de, Geminus, Lord Cheung, el mago Lutkin y Ǽsubrand.
—Yo necesito unas seis horas para dormir; luego empezaré con la lista —le dije a Mircea.
—No —negó Mircea con sencillez—. Te he contado todo esto para que no te impliques más en el asunto, no para pedirte ayuda. Tenías que saber cómo están las apuestas; ahora que lo sabes, tienes que comprender que…
—¡Lo único que yo comprendo es que necesitas toda la ayuda que te pueda prestar!
—¡Tú tienes tus talentos y son útiles, pero ninguno de ellos funcionaría con ninguno de la lista! —exclamó Mircea, enfadándose de pronto. O quizá estuviera enfadado desde el principio pero no lo hubiera demostrado hasta entonces. Yo jamás había sido capaz de interpretar con precisión los sentimientos de Mircea—. No conseguirías ni siquiera verlos, y si por casualidad lo consiguieras, ninguno te diría nada.
—Tal vez sea cierto para los vampiros. Pero puedo hablar con el mago… —sugerí yo.
—El mago no me preocupa. Si quiere la piedra para su protección personal, pues muy bien. Porque en ese caso no interfiere con el resultado de la selección. Pero te mantendrás alejada del resto y del príncipe fey en particular —me ordenó Mircea.
—¿Por qué todo el mundo piensa que persigo a Ǽsubrand? ¡No estoy loca ni soy una estúpida! —exclamé yo.
—Jamás he pensado que seas ninguna de las dos cosas. Pero quieres ayudar a tu amiga —objetó Mircea.
—No recuerdo haber mencionado a ninguna amiga.
Y si Louis-Cesare la había mencionado, tendría que arrancarle la piel a tiras.
Dos ojos negros me miraron de frente.
—Yo tampoco soy estúpido, Dorina. Cuando recuperemos la piedra, si es que la recuperamos, se la devolveremos a sus legítimos propietarios. No tengo intención de hacerme enemigos entre los feys. Pero, mientras tanto, tú te quedas al margen de este asunto. Ǽsubrand no tendrá ninguna razón para causarte problemas en el momento en el que dejes de luchar por la runa.
No había ninguna respuesta prudente, así que no dije nada.
—Pondré a la gente a trabajar —dijo entonces Marlowe—. Aunque con ese grupo de sospechosos no va a ser fácil. Puede que lo mejor sea esperar a ver qué candidatos van saliendo vencedores de las pruebas. Aunque no sé qué se supone que vamos a hacer entonces. Porque a excepción del mago, que tiene otros intereses, no creo que ninguno renuncie a su asiento.
Era curioso, pero eso era exactamente lo que había estado pensando yo a propósito de Marlowe.