Había transcurrido una hora y Elyas seguía todavía muerto. Estábamos de vuelta en el mismo edificio y las cosas comenzaban a ponerse un tanto espeluznantes. Aunque no por el cuerpo muerto sino por los que seguían vivos. Por decirlo de algún modo.
La prueba número uno estaba en el pasillo justo ante la puerta del despacho. El vampiro debía de ser muy joven y tener muy poco poder por sí solo, porque sin la ayuda de su maestro apenas era más que un autómata. Llevaba una escoba en una mano y un recogedor en la otra y se había pasado barriendo el mismo trozo de suelo perfectamente limpio y brillante al menos diez minutos.
Yo tuve una extraña visión de él ahí de pie, barriendo una y otra vez el mismo pedazo de suelo hasta quedarse seco y comenzar a desmoronarse. Hasta convertirse él mismo en polvo. Si los brazos eran lo último que se convertía en polvo, entonces podría incluso barrerse a sí mismo.
—¿Cuánto tiempo se tarda en encontrar una bala perdida? —preguntó una voz malhumorada, sacándome de la neblina del agotamiento.
Ray fue la prueba número dos de lo tenebroso que era ese apartamento de no muertos. Él, Christine y yo estábamos en el salón que había junto a la biblioteca, esperando a que los peces gordos decidieran cuándo nos necesitaban. Yo trataba de aprovechar la oportunidad para sacarle la bala del cráneo a Ray antes de que se le cerrara la herida. Pero hasta ese momento no había tenido demasiada suerte.
—Estoy intentándolo —le dije.
Lo tenía maliciosamente arrinconado sobre mi regazo, encima de una toalla. Pero si él se esforzaba podía alzar la vista para mirarme. Y había estado esforzándose mucho.
—Vale, pues date prisa. Empiezo a tener migraña.
—No es culpa mía. La hoja del cuchillo no es lo suficientemente larga. No consigo llegar hasta el fondo.
—¡Pues utiliza otra cosa!
—¡No tengo ninguna otra cosa! —contesté yo, sacándole la bala del cráneo justo en ese momento. De pronto Christine saltó y se marchó del salón—. ¿Qué le pasa a esta ahora?
Ray puso los ojos en blanco.
—¿Y a quién le importa? Lo mío sí que es una emergencia. Como no encuentres esa maldita cosa voy a tener que ir a ver a un bokor. Y odio a esos hechiceros.
Se refería al tipo legal del nigromante. Trabajaban para los vampiros: les curaban el cuerpo del mismo modo que un panadero amasa la masa del pan.
—¿Y qué tienen de malo los bokors?
—No son más que haraganes. Y no te creas nada de lo que te cuentan en los anuncios.
—¿Qué anuncios?
—Pues ésos que salen en la parte de atrás de todos los periódicos.
—No he leído nunca ninguno.
—Sí, los que te prometen que te van a poner las cosas más grandes.
—¿Qué cosas?
—Pues ya sabes, las cosas. El que fui yo a ver quiso cobrarme una fortuna y no hizo más que dejármelo lleno de bultos.
—¡Ah!
Ya había visto a su Señor Bulto. Ray debería de haberlo demandado. Christine volvió un minuto más tarde con una cesta de lana del brazo, ofreciéndonos unas agujas de hacer punto.
—Puede que te ayude.
—Mal no me va a hacer.
Nuestros dedos se rozaron al pasarme las agujas y ella apartó la mano como si se hubiera quemado.
—No voy a morderte —le dije yo con impaciencia.
—Lo siento.
Christine parpadeó varias veces y se llevó la mano al pelo con nerviosismo. Pareció horrorizada al notar que lo llevaba despeinado y a toda prisa volvió a recogérselo en un moño. El peinado le despejaba la cara y no le sentaba mal.
—Es que… nunca antes había conocido a una dhampir.
—¡Qué suerte! —musitó Ray.
—¿Y cómo sabes que lo soy? —exigí saber yo.
—Me lo ha dicho Louis-Cesare.
—¿En serio? ¿Y qué más cosas te ha dicho?
—¡Ay! ¡Cuidado! —se quejó Ray.
Bajé la vista y comprobé que le había metido una aguja en un ojo.
—No me ha dicho nada más —dijo Christine, volviendo a sentarse.
Nada más volver se había quitado el camisón manchado de sangre, demostrando unos escrúpulos que resultaban extraños en un vampiro. El traje que llevaba en ese momento era de un color rosa fuerte con mucho encaje hecho a mano alrededor del cuello. Le sentaba bien a su pelo negro y brillante, a sus finos rasgos y a sus enormes ojos marrones.
Volví a las agujas pero sentí aquellos ojos fijos sobre mí como un gran peso.
Suspiré. Sabía que esto iba a ocurrir. Probablemente ella captaba la fragancia de Louis-Cesare en mí de la misma manera que yo captaba esa misma fragancia en ella. Y aunque es cierto que un siervo no debe criticar a su maestro ni aunque sea el favorito, era lo justo.
Alcé la vista esperando el comentario, pero ella no dijo nada. Se quedó simplemente sentada, con los ojos fijos sobre los míos y sin vacilar. Y lo más extraño de todo era que su expresión no parecía desafiante. Si acaso encerraba cierta admiración infantil.
—Haz una foto; siempre dura más —le aconsejó Ray.
Ella parpadeó.
—Lo siento —volvió a disculparse conmigo—. No pretendía quedarme mirando. Pero es que tengo que admitir que te encuentro fascinante.
Yo lo que encontraba fascinante era que la aguja no dejara de avanzar. La mitad había desaparecido ya en el interior del cráneo de Ray, pero de momento no se había topado con nada. Es decir, con nada duro. Traté de girarla pero entonces los ojos de Ray dejaron de bizquear.
—¿Por alguna razón en particular? —le pregunté a Christine.
—Matas vampiros.
—Sólo a los malos —puntualicé yo, tratando de evitar que volviera a asustarse.
—Todos son malos.
De no haber sido por la seriedad de su bello rostro, habría creído que me estaba tomando el pelo.
—Tú eres un vampiro.
—Sí.
—¿Entonces eres mala?
—Sí.
—Bueno, esa sí que es una novedad —dije yo. Ella ladeó la cabeza hacia un lado, adoptando una expresión interrogativa—. La mayor parte de los vampiros que yo conozco son como el resto del mundo —expliqué yo—. Buscan el modo de justificar lo que hacen para ser los héroes de su propia historia.
Por un momento aquellos encantadores ojos me miraron extrañados, frunciendo el ceño.
—Pero eso es inútil. Negar lo que uno es no cambia en nada las cosas. El mal es el mal, y da igual la apariencia externa.
La conversación comenzaba a adquirir un tono ligeramente surrealista. Y eso que yo estaba acostumbrada a mantener conversaciones con Radu.
—Entonces, ¿te proclamas a ti misma como un vampiro malo? —pregunté yo. Ella asintió—. Yo mato vampiros —añadí yo. Otro asentimiento—. ¿Así que debo matarte?
—Sí, pero todavía no —me contestó ella seria—. Todavía tengo que redimirme a mí misma.
—El ascensor no sube hasta arriba del todo, ¿verdad? —musitó Ray. Bajó la vista a media asta y comenzó a esbozar una perezosa sonrisa—. ¡Oh, sí, nena! Justo ahí. Ése es el punto. Dale un poco…
Empujé precipitadamente la aguja otro poco más y Ray se calló.
—Creía que pensabas que los vampiros habían perdido el alma —le recordé a Christine—. ¿Cómo vas a redimirte si no tienes alma?
—No es fácil —me contestó ella muy seriamente—. Durante años no podía comprender cómo Dios había permitido que me ocurriera esto a mí. Me sentía traicionada, perdida, no sabía qué camino seguir. Odiaba a mi maestro por haberme hecho así, por darme estos deseos tan terribles…
—Pero eso ya lo has superado —afirmé yo sin molestarme en ocultar el sarcasmo.
Christine, sin embargo, no pareció captarlo.
—Sí. Él no pretendía hacerme un mal, sólo convertirme en lo mismo que era él. Porque él no se ve a sí mismo como un monstruo, ¿lo sabías? —preguntó, aparentemente sorprendida.
Yo me quedé mirándola.
—¡Pero de no haber sido por ese supuesto monstruo, tú estarías muerta hace muchos años!
Ella se irguió hacia delante y asintió con firmeza.
—Sí, sí, precisamente. De eso es delo que me di cuenta al final. Louis-Cesare estaba haciendo el trabajo de Dios aunque él no se diera cuenta. Yo tenía que vivir esta vida, tenía que tener esta oportunidad. Me comprendes, ¿verdad?
—Bueno, me alegro de que hayas superado toda esa asquerosa culpa —le dije yo.
De pronto la punta de la aguja salió por la parte de atrás de la cabeza de Ray con una gota de sangre.
Christine y yo nos quedamos mirándola un momento.
—¿Es para…? ¿Para qué se supone que es? —preguntó ella.
—¿Para qué es qué? —preguntó Ray, mirándome y poniendo los ojos en blanco—. ¿Me has sacado ya la bala?
—Mmmm.
—¡Dorina!
La voz menos agradable de Mircea interrumpió mi dilema. Había estado de un humor de perros desde que nos habíamos presentado en su casa con un tipo desnudo y sin cabeza, una rehén aterrada y un montón de vampiros persiguiéndonos y gritando que Louis-Cesare era un asesino.
Imagínate.
Cogí la cabeza de Ray, me la metí debajo del brazo y me dirigí lentamente hacia la puerta, donde Mircea, Marlowe y otro vampiro viejo que yo no conocía trataban de sujetar al hombre muerto. Louis-Cesare estaba sentado a un lado de un sofá con la cabeza entre las manos. Por su aspecto se diría que sentía lo mismo que yo. Dudo que se tratara de una pose anticuada de buena educación con la cual pretendía demostrar meramente fatiga; más bien creo que por fin veía de frente la profundidad de la mierda en la que estaba metido.
Guay, pensé yo funestamente.
Mircea ese día tenía un aspecto campechano. Llevaba un traje azul claro con el toque gris perla de la corbata. Se había quitado la chaqueta y se había remangado las mangas de la camisa. Había examinado al hombre muerto, pero no había querido arruinarse el Armani, supuse yo.
—Estamos preparados para conocer tu prueba —me dijo Mircea.
—No tenemos tiempo para esto —dijo Marlowe, pasándose una mano por la masa de rizos ya de por sí enredados.
Marlowe iba vestido con su color favorito, el granate oscuro, aunque llevaba el traje tan arrugado que tuve que preguntarme si se había vestido a toda prisa.
—Tenemos que tomarnos nuestro tiempo —dijo Mircea con severidad—. Necesito algo, Kit. No puedo presentarme delante del Senado y defenderlo satisfactoriamente solo con lo que tenemos.
Marlowe sacudió la cabeza con tal violencia, que los rizos se menearon y bailaron.
—La única prueba que ella puede proporcionamos no hará sino estropear más el caso; no va a ayudarnos. Ella se llevó lo único que él tenía para intercambiar por Christine. Y la actual prohibición de los duelos implica que no hay ningún otro medio para salvarle la vida a un siervo que no sea matar al hombre que le mantiene cautivo.
—Louis-Cesare no tiene por costumbre apuñalar a la gente por la espalda —señalé yo.
—Razón por la cual habría sido un modo muy inteligente de matarlo —soltó Marlowe.
Su tono de voz indicaba que él claramente habría preferido poder echarme a mí la culpa del asesinato, así que, ¿cómo me había atrevido yo a estar con otras personas en el escenario y en el momento del crimen?
—Yo tenía una cita… —comenzó a decir Louis-Cesare.
—Una cita para entregarle lo que te había pedido como precio por Christine, precio que tú ya no podías pagar —dijo Marlowe.
—¡Llamé a la puerta principal y me abrió uno de sus sirvientes! ¡Y aunque hubiera perdido todo el sentido del honor y hubiera decidido asesinar al tipo a sangre fría, difícilmente habría elegido esas circunstancias para hacerlo!
—Puede que no, si hubieras sido capaz de pensar con claridad. Pero tú mismo has admitido que estabas alterado —contraatacó Marlowe.
Era bueno haciendo el papel del abogado del diablo, pero incluso yo me daba cuenta de que no sería él el único en hacer ese tipo de comentarios. Las cosas se estaban poniendo feas.
—Cuéntame otra vez qué ocurrió —dijo Mircea.
Entre los gritos, las acusaciones y el apuntarse los unos a los otros con un arma, en la central de los vampiros no habíamos tenido tiempo de hablar con detalle acerca de los acontecimientos ocurridos esa noche.
—Después de hablar con Dorina volví para enfrentarme cara a cara con Elyas y desenmascarar su mentira —dijo Louis-Cesare tenso—. Me hicieron pasar a la sala de espera —añadió, asintiendo en dirección a la pequeña estancia llena de cómodos sillones—. Estuve esperando. Pero después de un rato me puse nervioso y…
—¿Cuánto rato?
—Un minuto, quizá dos. No estaba de humor para soportar las demostraciones de poder de Elyas. Al final entré sin que nadie me acompañara y me lo encontré tal y como lo habéis visto.
—¡Entonces explícame cómo es que murió justo en el momento en el que tú estabas de pie, sujetando el cuchillo que habías utilizado para cortarle las venas! —exigió saber Marlowe.
—No puedo explicarlo. Olí la sangre en cuanto abrí la puerta, pero no sabía que era la suya. No descubrí lo que había pasado hasta que no me incliné sobre su cuerpo. El cuchillo estaba en el suelo. Lo recogí para apartarlo de la mancha de sangre. Y entonces, al ponerme de pie, él murió. Lo sentí al producirse la oleada por toda la casa, y un segundo después su familia estaba aquí junto con la mitad o más de sus invitados.
—¡Exacto! ¡Docenas de testigos y una historia que no creería ni un niño! —exclamó Marlowe, alzando ambas manos—. Si vas a mentirle al Senado, al menos cuéntales una historia plausible.
—No estoy mintiendo.
De nuevo Louis-Cesare hablaba como el rey dirigiéndose a sus siervos. Y no parecía que a Marlowe le gustara el tono mucho más que a mí.
—Tenía el cuchillo de madera en el corazón, Louis-Cesare —dijo Marlowe, señalando una cosa llena de sangre y vísceras que en ese momento estaba sobre la mesa.
No era la típica estaca vulgar, sino un cuchillo tallado a mano con una hoja larga y fina y un dibujo nítido. Incluso me pareció captar un brillo metal en la punta, puede que de acero o de plata.
Elyas había sido apuñalado con una estaca de lujo.
Siempre lo mejor para un senador.
—Murió nada más penetrar la madera en el músculo —continuó Marlowe—. La reacción no es retardada. ¡Tú lo sabes!
—Hay dos formas de entrar en el despacho, como tú mismo puedes ver —dijo Louis-Cesare con un tono de voz helado—. Alguien debió de entrar por el pasillo, matarlo y marcharse mientras yo estaba esperando. El despacho está insonorizado. De otro modo yo habría oído algo.
—¿Y dices que ese misterioso asesino hizo todo eso en cuánto tiempo? —exigió saber Marlowe, incrédulo—. ¿En los treinta y dos segundos que tuvo de oportunidad?
—Es posible —comentó Mircea—. Elyas estuvo haciendo el papel de anfitrión durante la mayor parte de la noche. Sin duda se retiró a su despacho para ver a Louis-Cesare minutos antes de que lo asesinaran. Es perfectamente posible que fuera la primera oportunidad que tenía el asesino para quedarse a solas con él.
—Pero también era la primera oportunidad para Louis-Cesare.
—El maestro no se retiró al despacho ni diez minutos antes de ser asesinado —intervino entonces el viejo vampiro a pesar de que nadie le había preguntado nada.
Iba vestido de mayordomo y además tenía vagamente aspecto de serlo. Tenía un abundante pelo moreno y canoso, llevaba unas patillas exageradamente largas, pobladas y abultadas al estilo antiguo y un mostacho con el que parecía querer compensar alguna otra carencia. Probablemente era el vampiro sénior de la casa de Elyas.
Di la vuelta a la mesa mientras Marlowe y Louis-Cesare se miraban con hostilidad el uno al otro.
—¿Qué pasa? —me preguntó Mircea al verme inclinarme sobre el cuerpo.
—¡No lo toques! —ordenó Marlowe nada más ver lo que yo estaba haciendo.
—No pensaba tocarlo.
Nadie había tocado el cuchillo de madera que le había penetrado el corazón, de modo que la parte más ancha de la hoja que no había tocado siquiera la carne seguía siendo una prueba muy reveladora: sobre esa parte había un diminuto anillo de un color pálido y casi translúcido.
—¿Dorina? —preguntó Mircea, mirando alternativamente la empuñadura del cuchillo y después a mí con ojos penetrantes.
Él sabía que yo estaba a punto de enseñarle algo. Y maldita sea, así era.
Me puse en pie y di un paso atrás.
—Elyas pudo haber sido asesinado en cualquier momento durante esos diez minutos —afirmé yo.
—¡Imposible! —soltó Marlowe—. Nosotros sabemos cuándo murió. La reacción la sintió todo el mundo en el apartamento… hasta tú.
Yo suspiré. Revelar aquel detalle iba a costarme una fortuna.
—Hay un modo de retardar la muerte.
Los ojos de Marlowe se entrecerraron de inmediato sin abandonar mi rostro ni un segundo.
—¿Cómo?
—Ayer me hiciste una pregunta. Me preguntaste cómo consigo salir de las discotecas y de las casas después de matar al maestro sin que sus siervos se me echen encima de inmediato.
—¿Y?
Los ojos de Marlowe se habían puesto de un negro lustroso, brillante.
—Primero le corto la cabeza, porque… bueno, a mí no me importa quiénes sean, siempre es un shock para el sistema.
—Jodidamente cierto —comentó Ray.
Marlowe ni siquiera desvió la vista hacia él.
—¿Y luego?
Era como un condenado perro con su maldito hueso, pensé yo con resentimiento.
—Luego les ato las manos a la espalda y les clavo la estaca en el corazón. Pero les clavo una estaca especial que he preparado previamente, untándola con una fina capa de cera.
Marlowe abrió los ojos inmensamente.
—No veo qué diferencia puede suponer eso en cuanto al momento de la muerte —dijo Mostacho.
—El calor del cuerpo derrite la cera —dije yo, deletreando cada palabra en especial para él—. Pero no de inmediato. Cuento con entre treinta segundos y un par de minutos para salir del lugar de los hechos antes de que la madera de la estaca toque de hecho el corazón.
—Y puedes controlar la cantidad de tiempo de la que dispones por el espesor de la capa de cera —añadió Marlowe, parpadeando—. Es endiabladamente sencillo. ¿Cómo no se me había ocurrido a mí?
—Quizá porque tú no matas a tantos vampiros como yo —dije yo en un tono agrio—. El hecho es que cualquiera podría haber terminado con Elyas; cualquiera puede preparar el cuchillo tal y como lo he descrito yo. Después saldría corriendo al pasillo y o bien se marcharía del apartamento o…
—O se uniría al resto de los invitados como si no hubiera ocurrido nada.
—E incluso podría quedarse para ver cómo alguien encontraba el cuerpo y así cerciorarse de que todo salía bien —añadió Mircea, que desvió la vista hacia Mostacho—. Apreciaría mucho que me dieras una lista de todos los invitados que ha habido aquí esta noche. Invitados o no invitados.
El vampiro se sintió ofendido en su dignidad:
—¡No puedes creer que ninguno de ellos sea responsable del crimen! Te lo aseguro, todos los que estaban invitados aquí eran vampiros de la más alta…
—Por supuesto —murmuró Mircea en tono tranquilizador—. No esperaría otra cosa de una casa tan ilustre. Sin embargo se trata de un protocolo habitual, y antes o después se te exigirá esa lista.
El vampiro asintió tenso, pero no hizo el menor amago por marcharse. Se concentró por un momento, probablemente pensando en llamar a un siervo fiel, pero todos parecían haber desaparecido. Esbozó una mueca de desagrado al tiempo que emitía un sonido igualmente expresivo y se dirigió a la puerta para comenzar a soltarle órdenes al primer sirviente humano que encontró.
Mircea le dio las gracias y se volvió hacia el cuerpo con una expresión seria aún.
—Fue así como lo hicieron —le dije yo—. Te lo aseguro.
—No dudo de tu palabra, Dorina —dijo él con énfasis.
—¿Es que no crees que el Senado vaya a creerme?
—Yo no te creo —declaró Mostacho—. Es absurdo. Jamás había oído decir una cosa así. Un maestro de primer nivel sencillamente rompería la cuerda y se sacaría la estaca.
—No si acaban de cortarle la cabeza y de atravesarle el corazón con esa estaca —contesté yo con sequedad.
Él me miró con una expresión de odio y dijo:
—Yo puedo hacerlo. Y soy de segundo nivel.
—¿Quieres probar?
—¡Dorina! —exclamó Mircea, lanzándome una mirada que venía a decir algo así como: «Así no nos ayudas».
—Créeme, lo sé porque lo he hecho muchas veces —insistí yo—. Funciona. Quizá, si el vampiro en cuestión tiene más tiempo, puede que se invente un modo de apañárselas. Pero sólo cuenta con unos segundos. Puede luchar un poco, por supuesto, pero en general se quedan paralizados y la mayor parte de ellos ni siquiera se dan cuenta del peligro que corren. Creen que he errado con la estaca, que no les he atravesado el corazón, que me he marchado dándolos por muertos y que uno de sus siervos los encontrará enseguida. Y mueren antes de darse cuenta de su error.
Mostacho se giró hacia Mircea.
—¡Pero incluso en el caso de que creas en el testimonio de esta criatura, de todos modos nadie tenía ninguna razón para matar al maestro!
—¡Y una mierda! —exclamó Ray.
Yo le di un porrazo con fuerza, y Ray se calló. Pero Mircea me lanzó una miradita.
—Puedes señalarle al Senado que Louis-Cesare tenía el resto de la semana entera de plazo —le dije yo—. Si planeaba matar a Elyas, lo mejor era que lo hiciera más tarde, después de agotar las otras alternativas. No tenía ninguna razón para hacerlo esta noche, y menos de una manera tan pública.
—Eso es lo único que vamos a conseguir —dijo Marlowe mirando a Mircea—. ¿Crees que bastará?
Mircea cerró los ojos. No parecía optimista.
—El Senado va a reunirse dentro de una hora en una sesión de emergencia. Pronto lo sabremos.
Un par de vampiros enormes se acercaron con una camilla, pero Marlowe los despidió con un gesto de la mano.
—Puede que el Senado quiera ver el cuerpo in situ.
—¡Pero pronto amanecerá! —exclamó Mostacho algo escandalizado.
Estaba exagerando porque era solo la una de la madrugada. Pero lo cierto era que Mostacho estaba molesto porque no sabía durante cuánto tiempo pensaba el Senado tener a su maestro ahí, expuesto.
Aquel tipo de cosas constituían un gran tabú en el mundo de los vampiros. La protección contra el sol desaparecía en el mismo momento en el que un vampiro perdía su poder. Y cualquier rayo perdido podía freír el cuerpo hasta dejarlo crujiente en cuestión de segundos. El último servicio que un vampiro le ofrecía a su maestro era proporcionarle a su cuerpo un lugar a buen recaudo, de modo que el sol no lo tocara jamás.
La expresión de Marlowe estaba clara: el asunto no podía importarle menos. Mircea, en cambio, trabajaba con argumentos razonables y tranquilizadores, y su voz tenía tal cadencia que resultaba evidente que estaba ejecutando su poder, aunque muy sutilmente. Mostacho dejó de fruncir el ceño y en cuestión de minutos comenzó a asentir como si dejar ahí el cuerpo sanguinolento de su maestro, tirado encima de la mesa, fuera la mejor idea que hubiera oído en mucho tiempo.
Marlowe me miró a los ojos y yo supe que él estaba pensando exactamente lo mismo que yo: lástima que ese tipo de cosas no funcionaran con el Senado.