18

No pretendía acabar borracha en un sórdido antro. Al fin y al cabo es la reacción típica, pero hay momentos en los que lo único que se puede hacer ante las pequeñas ironías de la vida es emborracharse. Y si aquella no era la ironía más grande de la mía, entonces yo no sabía qué era.

Hay un bar en el centro de Nueva York tan conocido por sus parroquianos, que no necesita ni de cartel. Mejor, porque se llama como su dueño y jamás cabrían tantas sílabas en ningún letrero. Dejé el cuerpo de Ray en el asiento de atrás del coche porque si Cheung lo encontraba en el bar, adiós Ray. El garaje lo custodiaban un par de diablos a los que les gustaban, y mucho, los ladrones, a ser posible con un chupito de tequila.

Me llevé el petate conmigo. Después de todo lo que había pasado por su culpa no estaba dispuesta a perderlo de vista. Nunca más.

Me senté en mi banco de siempre, al fondo, debajo de la televisión que había suspendida de la pared y que reflejaba una luz azul sobre la mesa. Estaban poniendo una de las telenovelas que tanto le gustaban al barman. Se acercó lentamente después de un minuto y dejó sobre la mesa mi cerveza de siempre.

—Bonito vestido.

—Saca la reserva, Leo —le dije de mal humor.

No había nada en el menú habitual que pudiera hacerme arder el estómago como yo necesitaba que me ardiera.

El barman alzó sus peludas cejas enmarañadas, pero no dijo nada. Simplemente recogió la botella y se marchó arrastrando los pies.

Claire iba a preocuparse. Hacía ya dieciséis horas que me había marchado de casa, así que tenía que llamarla. También tenía que dar el primer paso con Elyas.

Iniciar el tanteo. O al menos intentarlo. Pero no quería hacer ninguna de las dos cosas. No quería pensar en absoluto. Solo quería beber y beber hasta que me tambaleara de tal modo que no pudiera ni recordar lo estúpida que había sido.

Pero no estaba muy segura de que Leo tuviera tanto alcohol en el almacén.

El barman volvió y dejó una botellita azul sobre la mesa delante de mí. Bebí directamente de la botella, al mismo ritmo que un tío de la barra se chutaba tres cigarrillos uno detrás de otro en cadena, hasta que comencé a sentir cierto ardor.

Entonces fui más despacio y me quedé mirando la televisión sin ver nada.

Era por la novedad, me dije a mi misma. Para mí, un vampiro que no se comportaba como si yo fuera a tirarme a su cuello en cualquier momento era toda una experiencia nueva. Y mucho más si se dirigía a mí de persona a persona, si me sujetaba como si yo fuera frágil y además me compraba ropa suave y ridícula como si estuviera interesado en saber cómo le sentaba esa seda a mi cuerpo y a mi piel…

Decidí que después de todo, el plan de no pensar en absoluto había sido el mejor.

Un par o tres de centímetros más de alcohol y dejé el vaso de cristal de golpe sobre la mesa. Se cayó y rodó hasta el borde. Leo se sentó frente a mí.

—¿Quieres hablar?

—No. Quiero echarme a perder.

Traté de recoger el vaso errante, pero solo conseguí golpearme la frente contra la rígida mesa.

—Creo que ya estás echada a perder —me dijo él, apartándome el pelo de los ojos. Tenía los rasgos angulosos y la cara llena de cicatrices, pero sus labios eran suaves y sus ojos evaluaban mi estado sin juzgarme—. De haber sido cualquier otra persona, yo diría que se trata de un problema con un hombre.

—Él no es un hombre.

Ya no lo era.

Leo alzó aquellas cejas de oruga suyas.

—Algunos lobos pueden ser realmente majos.

—No es un lobo tampoco.

Bebí directamente de la botella y me pregunté por qué no me había marchado a casa a emborracharme. ¡Ah, sí! No quería ir conduciendo hasta tan lejos.

—¿Estás saliendo con un demonio? —preguntó Leo, inclinándose hacia delante—. ¿De qué tipo? ¡Y no me digas que es un maldito íncubo de ésos! ¡Se llevan a todas las chicas guapas!

Leo no era más que la primera sílaba de un nombre que se tardaba en decir media hora, pero le pegaba. Era un demonio con rasgos vagamente leoninos y siempre llevaba el pelo rubio rojizo largo. Y como cualquier otro barman, podía llegar a ser excesivamente charlatán aunque por lo general solía tener más tacto del que estaba demostrando esa noche.

—Déjalo ya, Leo.

—Lo sabía. Es un íncubo. ¡Esas malditas cosas inútiles…!

Dejé la botella de golpe.

—No es un maldito demonio, ¿vale? ¿Me dejas, por favor, que me emborrache en paz?

—No es un… ¡Ah, no! —negó él, que parecía sobresaltado—. No puedes estar saliendo con un fey. No se puede confiar en esos bastardos, Dory. Pregúntaselo a cualquiera.

—Sólo porque te cobran de más por tu suministro de…

—¡Me cobran un ojo de la cara! —me interrumpió él, hablando con resentimiento—. Ellos saben que esa mierda no puede hacerla nadie más que ellos, así que le ponen el precio que les da la gana y nosotros nos tenemos que aguantar ¡Ni se te ocurra hacer tratos con ellos!

—Es gracioso… ellos dicen lo mismo de los demonios. Además, no es fey.

Leo arrugó su enorme frente.

—¿No es humano, no es lobo, no es demonio, ni es fey? ¿Pues qué queda?

—Eh, una vez que te haces vampiro, ya no hay vuelta atrás —comentó Ray desde las profundidades de mi petate.

Leo dio un salto.

—¿Qué demonios…?

Algo vibró contra mi cadera. Era el móvil que llevaba dentro del petate, pero estaba apretujado justo contra mí. Estuve a punto de no contestar pero era Mircea, y pensé que antes o después iba a tener que hablar con él. Y teniendo en cuenta lo mal que me iba cuando estaba sobria, decidí que por una vez podía probar a hablar con él estando borracha.

—¿Estás saliendo con un vampiro? —preguntó Leo con una expresión de sorpresa.

—No, solo botando un poco —dijo Ray.

—Yo no estoy…, ¿qué es eso de estar botando? —dije yo, e inmediatamente apreté el botón de «hablar» del teléfono.

—¿Dorina?

Esa vez Mircea no hacía grandes esfuerzos para que su voz sonara dulce, me percaté yo de inmediato.

—¿Sí?

—¿Dónde estás?

—En el centro. En Leolintricallus… no sé qué. La palabra sigue.

—Por cada siglo que vivimos nos añadimos otra sílaba al nombre —explicó Leo, frunciendo el ceño—. Aunque jamás pensé que viviría para ver algo como esto. ¿En qué cielos estabas pensando para enrollarte con un vampiro?

—No estaba pensando.

—Eso está claro.

Guay. Sólo había una cosa peor que enamorarse de un vampiro, y era que Leo le contara a todo el mundo que yo me había enamorado de un vampiro.

—Escucha, Leo, no es lo que tú…

—¡Dorina! —gritó la voz de Mircea.

—Pareces cabreado.

—¡Y no será porque no tenga motivos! —exclamó Mircea.

—¿Y ahora qué pasa? —pregunté yo con cautela.

—Punto número uno —contestó él serio.

—Espera. ¿Cuántos puntos hay en total?

—¡No me digas que te persiguen los sabuesos y que después volverás a llamarme si luego no vas a llamarme! ¡Llevas casi toda la noche sin responder al teléfono!

—Pero es que llevo casi toda la noche sin…

—Punto número dos: tienes libre acceso a mis propiedades, ¡pero te agradecería que en el futuro mi cama quedara fuera de tus límites!

—¡Uau! ¿Has estado botando en la cama de tu papá? —preguntó Leo, levemente impresionado.

—¡Deja ya de escuchar las conversaciones ajenas! —exclamé yo.

—¿Me tomas el pelo? Por lo que cuentas, tu vida últimamente es bastante más interesante que las telenovelas —se defendió Leo.

—¡Dorina…!

La voz de Mircea sonó como si estuviera apretando los dientes.

—¿Es que hay un punto número tres? —pregunté yo—. Porque estás interfiriendo aquí con mis copas.

—Sí. Si no te supone un grave inconveniente, me gustaría hablar con Louis-Cesare.

—Lo siento. Se te ha escapado.

—Pero Horatiu dice que se marchó detrás de ti, siguiéndote.

—¿Siguiéndome? —repetí yo con un repentino mal presentimiento.

Abrí el saco y ahí estaba, vibrando muy levemente. Me quedé mirándolo incrédula por un momento. Louis-Cesare me había puesto un rastreador. El hijo de puta me había tratado con el mismo maldito encanto con el que lo había tratado yo.

—Voy a tener que llamarte luego —le dije yo seria a Mircea.

Al instante cerré el teléfono y me levanté de un salto.

Pero me topé de lleno con un par de ojos azules airados.

—¡Oh-oh! —musitó Ray.

Louis-Cesare no dijo nada, a menos que uno contara la respiración pesada como una forma de expresión.

—Escucha, no es lo que tú piensas —me apresuré a decir yo mientras agarraba el saco con fuerza—. Quería llevarme a Ray para que pudiéramos hablar…

—No hay nada de qué hablar. Vas a devolverme al vampiro. Ahora.

Se podía decir que me hablaba exactamente como un rey habla a su siervo. Eso me puso furiosa.

—Yo no soy una de tus siervas —solté yo—. No puedes darme órdenes. Y si me escucharas un momento, sabrías por qué tú no quieres en realidad llevar a Ray ante Elyas.

—Sé exactamente lo que quiero hacer.

—Vale, pues entonces, mientras estás ahí de pie, puedes preguntarle qué estaba haciendo Elyas en la discoteca justo antes de que encontraran muerto al fey —dije yo con sarcasmo—. Y por qué piensa Ray que es él quien tiene la runa y que su intención es quedársela además de quedarse con Christine. Y ya de paso pregúntale también por qué Elyas te está tomando el pelo.

Por un momento se hizo el silencio.

—Una idea excelente —dijo Louis-Cesare al fin en voz baja.

Acto seguido desapareció.

Me quedé ahí de pie un segundo, mirando boquiabierta el espacio repentinamente vacío. Yo había visto a los vampiros moverse rápidamente, pero aquello era ya sencillamente ridículo. Entonces cogí el saco y me dirigí a la puerta.

—¿Qué estás haciendo? —exigió saber Ray al verme atravesar corriendo el garaje, aporreando sin parar las llaves en el llavero con el dedo pulgar.

—Volver.

—¿Te has vuelto loca?

—Ahora mismo no.

Subí al asiento del conductor, arrojé a Ray sobre el asiento de al lado y arranqué, todo con un solo movimiento fluido. Louis-Cesare iba a pie; con un poco de suerte si no había mucho tráfico, quizá tuviera una oportunidad.

—¡Genial! ¡Casi me lo trago! —exclamó Ray mientras salíamos del garaje, quemando la goma de los neumáticos—. Cuando dos maestros de primer nivel están decididos a hacerse pedazos el uno al otro, lo mejor es apartarse de en medio.

En términos generales yo habría estado de acuerdo con él. Pero Louis-Cesare no podía ganar ese combate de ninguna de las maneras: si Elyas tenía la runa Louis-Cesare estaba perdido; y si no la tenía y Louis-Cesare lo mataba, entonces habría violado la prohibición establecida por el Senado. Y los castigos del Senado en ese caso eran draconianos incluso cuando no había guerra.

Cinco minutos más tarde frené tan de golpe delante del edificio, que la parte de atrás del coche se zarandeó de lado a lado. Salté del coche, agarré el saco en donde llevaba casi todas mis armas y me dirigí a la puerta principal.

—¿Y el resto de mi cuerpo? —chilló Ray.

—¡Quédate en el coche!

—¿Y si aparece el maestro?

Le arrojé las llaves y grité:

—¡Huye y déjalo atrás!

Lo último que vi antes de girar en el primer recodo de las escaleras fue su velludo culo al inclinarse para buscar las llaves por el suelo.

Subí las escaleras de tres en tres con la esperanza de llegar a tiempo. Pero no fue así. Apenas había alcanzado el vestíbulo cuando capté la ola de poder que irradiaba del apartamento y que atravesaba a cada uno de los vampiros que había allí y que habían probado alguna vez la sangre de Elyas.

Marlowe tenía razón: la muerte de un vampiro supone un duro golpe para sus hijos, y jamás es tan cierto como cuando quien muere es un maestro de primer nivel. Los vampiros sacudían la cabeza, la confusión y el miedo atenazaba a los más jóvenes, y uno de ellos incluso gritó y se desmayó del impacto. Pero en el apartamento había maestros suficientes como para reagruparse, y con rapidez.

Por todas partes se cerraron puertas y ventanas, incluyendo las que iban quedando detrás de mí. Yo apenas me di cuenta. Pasé por encima del portero que se había desmayado y corrí por las escaleras en dirección a la ráfaga de poder.

Al llegar a lo alto de la escalinata el largo pasillo se dividía en dos. Al final de uno de los extremos había una puerta abierta. Seguí en esa dirección. La sala del fondo resultó ser una enorme biblioteca con una chimenea, un par de sillones de piel de color granate, una mesa de madera de cerezo y un hombre muerto.

Tenía la cabeza inclinada sobre los brazos casi como si estuviera durmiendo. Los rizos rubios le caían sobre la chaqueta de terciopelo verde, a juego con las cortinas y los complementos de mármol del escritorio. De no ser por el cuchillo que le sobresalía de la espalda y por el empalagoso olor a sangre, quizá yo no hubiera caído en qué era lo que no cuadraba.

Aunque también es cierto que el vampiro que estaba de pie a su lado, aferrado a otro cuchillo con una hoja lustrosamente roja de sangre, podía haberme dado una pista.

Por un momento me quedé ahí, mirando. Teniendo en cuenta que a los vampiros maestros no se les da bien obedecer órdenes, yo esperaba encontrarme con una pelea o quizá con un duelo. No se me había ocurrido que me encontraría con un asesinato a sangre fría.

Salí de mi estado de perplejidad y cerré la puerta.

—¿Lo has matado?

Non.

Louis-Cesare alzó la vista hacia mí. Tenía los ojos negros a causa de la conmoción.

—Entonces, ¿qué demonios…?

—Vine aquí a exigirle que me devolviera a Christine. Y me lo encontré así.

—¿Estaba ya así cuando yo llegué? ¿Ésa es tu coartada? —soltó Ray desde dentro del petate.

—¡Yo no necesito ninguna coartada! —le gritó Louis-Cesare tenso—. ¡No he hecho nada!

—¿Pero sostienes un cuchillo en la mano porque…? —seguí preguntando yo.

—El cuchillo estaba en el suelo y la sangre que le caía encima procedente de la herida lo estaba cubriendo. Lo recogí para quitarlo de en medio, y justo cuando yo me agachaba él murió.

Me quedé mirándolo incrédula. Si ésa era su historia, la había cagado. Entonces oí pisadas que se acercaban corriendo por el pasillo y me di cuenta de que en realidad daba igual. Louis-Cesare podía tener la mejor coartada de toda la historia de las coartadas; ningún vampiro se molestaría en escucharla al ver a su maestro recién asesinado.

Teníamos que salir de allí. Ya nos ocuparíamos después de las consecuencias. No había más que una ventana en la biblioteca. Mejor dicho, no quedaba ninguna. La energía liberada al morir Elyas la había volado por los aires. La brisa entraba en la biblioteca y revolvía las cortinas. Retiré los cristales que quedaban con el codo y miré para abajo. La caída era de cinco pisos sobre un suelo de cemento; para mí el salto era imposible. Pero Louis-Cesare sí podía hacerlo.

—Puedes darme un… —comencé yo a decir, girándome hacia él.

Justo a tiempo de verlo desaparecer por la puerta de la izquierda.

—¿Adónde demonios va? —preguntó Ray.

Yo simplemente sacudí la cabeza y corrí tras él. La puerta daba a una especie de salón con una enorme ventana y un montón de sillones de aspecto cómodo.

No había nadie, pero frente a la puerta de la biblioteca había otra puerta más que estaba abierta. La atravesé también y encontré a Louis-Cesare, que estaba a punto de abrir una tercera puerta cerrada.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté con un tono exigente.

Se oían los golpes de alguien que llamaba a la puerta de la biblioteca.

—Buscar a Christine.

Louis-Cesare le dio una patada a la puerta y desapareció.

—¿Ahora? ¡Cómo te encuentren aquí te van a matar!

—¡Pero si no me la llevo de aquí la matarán a ella en tres días!

—¡Pero si ni siquiera sabes si está aquí! ¡Elyas podría tenerla en cualquier parte!

Louis-Cesare ni siquiera dejó de correr. Desapareció en una habitación que me pareció un baño mientras yo miraba a un lado y a otro entre esa estancia y el despacho. ¡Maldita sea! Me di la vuelta y seguí corriendo.

La puerta de la biblioteca temblaba con los golpes que recibía desde fuera, pero debía de tener un hechizo de protección porque de momento aún no se había derrumbado. Yo no sabía cuánto tiempo más iba a aguantar, pero tenía que echarle otro vistazo al cuerpo. Sólo Dios sabía en qué condiciones estaría cuando se presentara la gente del Senado allí, y siempre era mejor tener a una testigo dhampir que no tener ningún testigo en absoluto.

El enorme sillón de piel tenía ruedas, así que no me resultó difícil retirarlo un par de centímetros de la mesa para echarle un vistazo al cuerpo por debajo. Las únicas luces de la biblioteca eran la escasa claridad que entraba por la rendija de la puerta, procedente de los apliques del pasillo que llevaban horas ardiendo, y el reflejo gris de la ciudad que entraba por la ventana. Al principio no vi nada excepto la forma poco natural en que se ladeaba la cabeza y la raja de sangre coagulada y húmeda del cuello cortado. Pero entonces saqué un lápiz y le retiré el cuello de la camisa. Y ahí estaba: un brillo de oro.

—No lo pillo —dijo Ray—. Tiene la runa, eso lo sé. Pero entonces, ¿cómo es que está muerto?

Tiré de la cadena y deduje por el peso que Ray tenía razón antes incluso de mirar en el interior del colgante. No me pareció tan llamativo como había dicho Ray, aunque lo del tamaño sí era cierto. Era grande, puede que midiera unos diez centímetros de diámetro y estaba bellamente elaborado. La estrella de oro y sus puntas captaban la luz de tal modo que reflejaban un arco iris en el suelo.

—¿Por Jókell? —sugerí yo, alzando el colgante.

—Sí, eso es —confirmó Ray.

Se oyó un fuerte crujido. Alcé la vista hacia la puerta y comprendí que alguien había tratado de abrirla de una patada. No lo había conseguido, pero la madera comenzaba a inclinarse por la parte del centro y a astillarse. Sólo el hechizo evitaba que cediera por completo, pero hasta el mismo hechizo comenzaba a fallar. Se nos acababa el tiempo.

Le saqué el colgante por la cabeza y lo metí en el petate. Perdí un segundo comprobando la forma en que le salía el cuchillo por la espalda, tratando de asegurarme de que comprendía lo que había ocurrido. Y luego salí corriendo justo en el mismo momento en que oía cómo estallaba la puerta en mil pedazos.

Mientras tanto un par de vampiros habían sido lo suficientemente inteligentes como para tratar de llegar a la biblioteca por el camino más largo. Supongo que el salón o sala de espera también debía de tener un hechizo de protección, porque me encontré con ellos en el baño. Uno de ellos era maestro de grado medio, quizá de un nivel cinco. Intentó darme un puñetazo en la cabeza. Me aparté a un lado y le dio a un espejo. Los cristales rotos salieron disparados por todas partes, lo cual me dio una oportunidad para hincarle profundamente un palo ardiendo en los pantalones.

Los rasgó y produjo una llamarada y un silbido, y él cayó dentro de la bañera chillando y buscando a tientas el lavabo. El bebé vampiro que estaba con él se quedó ahí de pie por un segundo y después levantó las manos. Yo puse los ojos en blanco y lo empujé para apartarlo de mi camino y salir corriendo.

El baño daba al pasillo, donde a esas alturas ya se agolpaba una multitud de gente apelotonada junto a la puerta recién derribada. Y por supuesto una de esas personas me vio. Se produjo uno de esos momentos de perplejidad en los que todo el mundo se queda parado mirando a los demás, pero a continuación vino el estallido colectivo, por supuesto en mi dirección. Sin embargo Louis-Cesare asomó la cabeza por la puerta de un dormitorio pequeño, tiró de mí y volvió a cerrar.

Sí, como si eso fuera a servir de algo.

Un segundo más tarde alguien atravesó esa puerta con el pie y justo después de retirarlo yo arrojé una esfera por el agujero. Estaba diseñada para hacerles olvidar a los vampiros la razón por la cual estaban luchando. Pero o bien mi bola era defectuosa o bien aquellos vampiros estaban especialmente motivados, porque alguien metió la mano por el agujero, me agarró del brazo y me golpeó la cabeza contra la puerta.

Retorcí aquella muñeca hasta que me soltó y me giré hacia la habitación aunque aún seguía viendo las estrellas. Y entonces vi a Louis-Cesare, que tomaba a una mujer en brazos.

—Tenemos que sacarte de aquí —le decía él en voz baja.

No había luz en el dormitorio, pero la luz de la luna que se derramaba por una ventana abierta destacaba sus pómulos, sus sensuales labios y un brillante pelo negro recogido en un moño. Parecía una modelo, si es que en el siglo diecinueve existían ya las modelos, porque el camisón de cuello alto de lino blanco tenía todo el aspecto de haber sido confeccionado en ese siglo. Y la chica olía a manzanas: fresca y suculenta.

¡Oh, sí! Sí que había estado sufriendo, pensé yo malévolamente.

Pero entonces el brazo volvió a agarrarme.

Metí el cuchillo por el agujero justo cuando la mujer alzaba el rostro hacia él. Ella sonrió.

—¡Louis-Cesare!

La ventana daba a un balconcillo. Él la llevó hasta allí y miró para abajo.

—Es una caída importante —le dijo en francés—. Aterriza de pie, en posición fetal.

Ella sacudió la cabeza y se aferró al cuello de él.

—Es demasiado alto para mí.

—No es demasiado alto —me contradijo él con paciencia—. Tienes que intentarlo.

Ella sacudió la cabeza con más violencia y comenzó a dar muestras de pánico al mirar para abajo.

—¡No! No, no puedo. ¡Por favor, no me obligues a…!

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Ray—. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de que se lastime?

Louis-Cesare me miró.

—En eso estoy de acuerdo con Ray —dije yo mientras alguien rompía la puerta a patadas.

La puerta cayó sobre una de las columnas del dosel de la cama, que la bloqueó en parte, pero de todos modos varios vampiros entraron por las rendijas abiertas a los lados. Louis-Cesare dejó a Christine en el suelo para enfrentarse a ellos, y ella salió corriendo hacia una estancia contigua. Yo la seguí y me la encontré pegada a la pared del fondo de un diminuto vestidor.

—¡Por favor, por favor, no permitas que me obligue a hacerlo! —me rogó.

Mi primer pensamiento fue que Louis-Cesare tenía razón: su halo de poder era tan débil, que podía decirse que era una recién nacida. De no haber estado atenta, quizá incluso hubiera podido confundirla con una humana. Mi segundo pensamiento fue que para tratarse de una persona que no le tenía miedo a nada, a mi juicio parecía condenadamente tímida.

Y mi tercera idea fue que su cabeza quedaría encantadora en lo alto de una pica. Sin embargo traté de olvidar eso último y la agarré de la muñeca.

—Vale —le prometí—. No pasa nada. Louis-Cesare no te obligará a hacer nada que no quieras hacer.

—¿Me lo prometes?

Estaba realmente despampanante con aquellas trémulas lágrimas vibrando en sus ojos negros y las mejillas ruborizadas.

—Te lo prometo —le dije al tiempo que tiraba de ella hacia la puerta.

La chica me siguió mansamente. Retrocedió cuando vio que Louis-Cesare rompía un poste del dosel de la cama de un golpe. Lo metió a presión contra la puerta, que de algún modo había conseguido colocar de nuevo en su sitio.

—¡Tenemos que irnos!

—¡No podría estar más de acuerdo! —contesté yo al mismo tiempo que empujaba a Christine por el balcón.

Louis-Cesare corrió a la barandilla para mirar para abajo.

—¿Qué has hecho? —me preguntó incrédulo.

—Era necesario.

Saqué un arma y la vacié contra el enjambre de vampiros que nos seguían. Y de pronto él me rodeó con el brazo por la cintura y estábamos cayendo.

Aterrizamos sobre algo duro aunque no tanto como el cemento, y enseguida salimos corriendo hacia Central Park con un fuerte chirrido de neumáticos. Íbamos en el Lamborghini. Christine iba delante, aferrada al asiento. Ray conducía.

—¡Tú no puedes conducir! —grité yo al mismo tiempo que trataba de meter las piernas dentro del coche.

El vehículo atravesó la calle en diagonal a toda velocidad, directo hacia la curva.

—¡Y una mierda!

Saltamos por encima de la curva y el traqueteo estuvo a punto de arrojarme fuera del coche. Me agarré al asiento de delante, donde iba sentada Christine, justo al caer sobre un sendero del parque en dirección a una fuente. Y entonces alguien comenzó a dispararnos.

Lo único bueno de todo el asunto fue que a medianoche incluso los más noctámbulos se habían ido a dormir la mona. Fue una suerte para ellos porque Ray era el peor conductor que yo había visto nunca. Y eso fue después de que yo sacara su cabeza del saco y la dejara encima del salpicadero.

—¡Buah! ¡Así es todavía peor! —dijo Ray.

Y eso que yo trataba de que sus ojos miraran hacia delante.

—¿Cómo va a ser peor?

—¡Porque ahora tengo doble visión! ¡Quítala! ¡Quítala de ahí!

Ray le dio un golpe a su propia cabeza y la lanzó tambaleándose sobre el regazo de Christine. Ella se puso inmediatamente histérica y la lanzó lejos. La cabeza cayó fuera del coche. Ray frenó de golpe y el coche chirrió.

—¿Qué estás haciendo? —le grité yo. Él salió fuera de un salto—. ¡Nos están disparando!

¡Pong!, sonó por debajo del coche.

Louis-Cesare había sacado un arma del saco y les estaba devolviendo los disparos, y o bien era un buen tirador o bien tenía suerte porque la rueda delantera izquierda del coche que nos perseguía de pronto estalló. La explosión del neumático provocó que el coche comenzara a dar violentos bandazos y que terminara chocando contra un árbol y desapareciendo en el agua junto a un embarcadero.

Aproveché el respiro para tratar de meter la cabeza por debajo del coche y ayudar a Ray a buscar la pieza que le faltaba, pero el chasis quedaba tan pegado al suelo que apenas cabía. Estaba tanteando el hueco con el brazo cuando sentí que una ráfaga de disparos bombardeaba mi puerta. Me golpeé la cabeza contra el suelo. Un simple vistazo bastó para comprobar que los vampiros se asomaban por el embarcadero. El reflejo de la luz de una farola sobre los cargadores de sus armas demostraba que apuntaban hacia nosotros.

Y entonces el coche despegó, llevándome a mí medio colgada.

Por suerte Ray había decidido moverlo solo unos pocos metros. Según parecía tenía el mismo problema que yo para sacar la pieza que le faltaba de debajo. Frenó de golpe, pero arañó toda una pared de roca a lo largo y bloqueó todo intento de Christine por escapar fuera del coche. Entonces ella se giró hacia el otro lado y trepó al asiento de atrás justo en el momento en el que yo volvía a deslizarme dentro del coche, tras la protección del parachoques.

Louis-Cesare la sujetó con una mano mientras con la otra les devolvía los disparos a los vampiros, pero a juzgar por el número de balas que acribillaban el suelo a mi alrededor, la cosa no le estaba saliendo demasiado bien. Porque la mitad de esas balas eran de él.

—¿Quieres parar de una vez? —le solté yo de mal humor—. Si me van a disparar, preferiría que fueran los malos.

Él me miró por encima de la cabeza de Christine, que seguía histérica y que se aferraba a su cuello sin parar de llorar.

—¡Y si tú te dieras prisa podríamos salir de aquí antes de que terminen de arreglamos el coche!

—¡Vaya! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?

Las balas no cesaron de acribillar la parte posterior del deportivo de Radu mientras yo asomaba la cabeza por debajo. Pero al final pude ver el blanco de dos ojitos que me miraban de mal humor desde muy cerca de la rueda trasera derecha. Barri el espacio con una pierna y la golpeé por un lado. La cabeza salió rodando de debajo del coche en el instante justo en el que pasaba una bala, que la taladró por la frente.

—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —exigió saber Ray con los ojos bizcos.

Yo pillé la cabeza por las puntas de los pelos para mantenerla bajo control.

—Nada —le dije, lanzando la cabeza al asiento de atrás.

Arrancamos al instante.

Los vampiros dejaron el coche abandonado en el agua y nos siguieron a pie, lo cual fue una estrategia inteligente teniendo en cuenta la cantidad de obstáculos que nos encontramos por el camino. Nos iban alcanzando y Ray no hacía más que maldecir. Mientras tanto Christine gemía:

—¡Por favor, por favor, dejadme salir!

—¡Si te dejo salir te dispararán! —le dijo Louis-Cesare en francés.

—¡No me dispararán! —exclamó ella sacudiendo con fuerza la cabeza. Una cascada de pelo negro como el ébano flotó sobre sus hombros—. Los conozco, ¡puedo hablar con ellos!

—No creo que ahora tengan ganas de hablar —dije yo.

Louis-Cesare la empujó hacia mí y yo se la devolví de otro empujón.

—Tú no puedes manejar la palanca de cambios —me recordó él.

—Ni tampoco puedo disparar y sujetar a tu amiga al mismo tiempo —dije yo bruscamente, trepando por encima del asiento.

—Tranquilos, enseguida los perderemos de vista —dijo Ray. Yo traté de manejar el volante—. Tengo un portal ahí delante, aquí mismo.

—¡No podemos atravesar otro portal! —exclamé yo.

Íbamos rebotando por encima de colinas de hierba, y según parecía no nos saltábamos ni una sola piedra ni bache.

—Yo tampoco estoy ansioso por atravesarlo, pero ¿se te ocurre algo mejor?

—¡Cualquier otra sugerencia es mejor! —contesté yo. Dejé caer la parte que le faltaba sobre su regazo y traté de sentarme detrás de él—. Si atravesamos un portal estallaremos.

—La última vez no estallamos.

—¡La última vez yo no llevaba encima el saco!

—¿Y qué pasa con eso? —preguntó Ray con la mejilla aplastada contra el volante.

—Que llevo masilla.

—¿Qué masilla?

—La masilla que iba a usar para volar el portal de tu despacho —dije yo, jadeando hasta que por fin me di cuenta de que él llevaba puesto el cinturón de seguridad.

Una bala me cortó el pelo mientras trataba de quitárselo.

—Pues no la actives y así no esta…

—¡No hace falta activarla! —grité yo. Por fin conseguí soltar el cinturón de seguridad—. Detonaría automáticamente en cuanto entrara en contacto con la energía del portal. Y no solo nos mataría a nosotros, sino que volaría una manzana entera de edificios.

Ray se puso pálido.

—Entonces puede que prefieras girar aquí —dijo Ray justo en el instante en el que una grieta de luz que yo conocía bien se abría ante nosotros.

Torcí el volante con fuerza a la derecha. El velludo culo de Ray salió disparado hacia el asiento del copiloto. Arañamos toda la madera de un banco y entramos derrapando por una calle, pero conseguimos volver de nuevo al asfalto aunque no hubiéramos resuelto todos nuestros problemas.

Me incliné sobre el asiento de atrás y grité:

—¿Adónde?

Louis-Cesare me lanzó una mirada lastimera y contestó:

—¡Exijo la audiencia de los vampiros!

—¡Viva la adrenalina humana! —grité yo a mi vez con la misma fuerza—. ¿Adónde?

Louis-Cesare tragó y miró de frente hacia lo inevitable.

—Tenemos que informar de esto.

Yo asentí y cambié de marcha. Por primera vez en mi vida me sentía verdaderamente aliviada por dirigirme a la central de los vampiros.