Ray y yo nos miramos el uno al otro.
—Casi —me apresuré yo a contestar—. Espera a que… eh…
Terminé de trepar al interior del baño, dejé el saco encima de la mesa y comencé a hurgar dentro. Llevaba cosas con las que podía matar a una persona de quince maneras diferentes, pero en cuanto a alternativas menos letales andaba ya mucho más escasa. Había entrado en una discoteca de vampiros y no todas esas armas me habían dado el resultado esperado.
Y eso era especialmente cierto en relación a los maestros de primer nivel. Me negaba a usar las esposas mágicas: Louis-Cesare se las quitaría en cuestión de cinco segundos. El espray de defensa personal probablemente ni siquiera lo notara. Y en cuanto a la esfera desorientadora, yo sabía de antemano que era un desperdicio de recursos. La verdad es que tenía que admitir que no contaba con nada con lo que pudiera engañar a Louis-Cesare para mantenerlo prisionero durante un tiempo razonable.
—¿Dorina?
—¡Voy!
Comencé a ponerme el vestido, o al menos a intentarlo. Pero la parte de arriba escapaba al entendimiento de un maestro en puzles.
—¿Dónde estás? —le pregunté a Ray moviendo solo los labios.
Ray me observaba con ansiedad.
—¿Te refieres a mi cuerpo? —preguntó él a su vez del mismo modo.
—¡Pues claro! ¿Dónde está?
—En la bañera.
—¿Qué?
—Ese viejo me ha metido en la bañera y no ha vuelto.
Típico. Horatiu probablemente se había olvidado de que lo había dejado allí.
—Sal por la puerta principal, por favor.
Los diminutos ojos de Ray echaron chispas.
—¿Yo solo?
—¡Sí! Ve al coche.
—¿Qué?
—¡Que vayas al coche! Yo me ocuparé de darle largas.
Me pasé un peine por el pelo todavía mojado y traté de solucionar lo de los tirantes, pero fue inútil. Estaban retorcidos y revueltos de tal modo que no había forma de colocarlos con cierta lógica.
—Dorina, ¿ocurre algo?
Abrí la puerta.
—No consigo colocarme los tirantes —dije yo.
Louis-Cesare se quedó ahí de pie, con la mano alzada, a punto de golpear de nuevo la puerta. Su rostro tenía esa expresión que tienen siempre los hombres cuando una mujer tarda tres veces más en vestirse de lo que había prometido. Pero tampoco le costó mucho cambiarla. Vale, pensé yo mientras observaba cómo se dilataban las pupilas negras de sus ojos azules. Quizá el vestido tuviera mejor aspecto de lo que yo me creía.
—¿Me ayudas? —pregunté yo.
Él vaciló por un momento, pero por fin dio un paso y se situó detrás de mí. Hizo unos pocos ajustes y sus dedos callosos rozaron levemente la suave seda. Milagrosamente el vestido cayó en su sitio, y cada uno de los brillantes tirantes quedó perfectamente pegado a mi piel.
Me giré frente al espejo. Decidí que no estaba tan mal. Era un vestido simple pero bien diseñado en el que la clave estaba en el corte y no en los adornos. Y sentaba a la perfección, excepto porque era quizá unos pocos centímetros demasiado largo. Sin embargo los sencillos zapatos de tacón solucionarían ese problema.
Una mano acarició mi costado. La caricia era completamente innecesaria. La mano permaneció ahí, en el lugar en el que acababa la cintura y comenzaba la cadera, quemándome la piel a través de la fina seda, produciéndome un estremecimiento en la boca del estómago.
—Elyas nos está esperando —dijo él con voz ronca.
—Deja que espere.
Me senté en el banco que había a los pies de la cama y saqué una de las medias. Era de un tejido delicado y tan vaporoso como las telarañas. Nada práctico, y probablemente en cuestión de unos minutos se les habrían hecho carreras. Pero eran como un sueño.
Estiré las puntas de los dedos y me puse una. Me sentí completamente decadente al saborear aquella sedosa y sensual caricia hasta la cinta de encaje del muslo. Me puse la otra media y luego aparté la falda para admirar mis preciosas medias nuevas.
En aquellos días resultaba raro encontrar medias de seda pura, pero desde luego aquéllas lo parecían. Eran ligeras como una pluma y tenían el acabado de una perla sobre el que se reflejaba la luz. Atraía sutilmente la atención sobre los puntos que debía, haciendo que mis piernas parecieran increíblemente largas y mejor torneadas de lo que estaban. Doblé una pierna y disfruté al sentir cómo la seda se deslizaba sobre mi piel.
Alcé la vista y vi que Louis-Cesare me observaba. No podía quejarme de que su rostro permaneciera inexpresivo en ese momento. Parecía un hombre muerto de hambre ante un banquete del que no podía disfrutar. Una vez más la idea me puso furiosa.
Él apartó la vista.
—Ese vestido te sienta bien.
—Tú tienes buen gusto —contesté yo severa y directamente.
Para algunas cosas.
Recogí las delicadas cosas negras llenas de tirantes de satén que pretendían hacerse pasar por zapatos. Como para confiar en un hombre, me dije con pesimismo. Los tacones debían de medir quince centímetros y eran tan finos, que sin duda se romperían al ejercer sobre ellos la más leve presión. Me los puse y me quedé mirándolos. Fuera quien fuera quien los hubiera diseñado, tenía que tratarse de un sádico. Porque sin duda me rompería un tobillo a la menor oportunidad.
—Esto lo has hecho a propósito —le acusé yo.
—Puedo ordenar que te traigan otra cosa si lo prefieres —dijo Louis-Cesare.
Sus ojos azules brillaban provocativos.
Yo fruncí el ceño.
—No, estos están bien.
Me puse de pie lentamente. Me sentía como si llevara zancos. Hacía años… décadas en realidad que no me ponía tacones, y de pronto recordé por qué. Mi tobillo izquierdo cedió, pero enseguida corregí el movimiento mientras miraba para abajo. Si podía correr a lo largo del borde de un tejado sin tropezar ni una sola vez, entonces podía andar con aquellos malditos zapatos.
Y lo hice. Durante alrededor de un par de pasos. Entonces comencé a tambalearme, tropecé y acabé con el culo encima de la cama.
Uno de los zapatos salió volando. Louis-Cesare lo recuperó y se arrodilló delante de mí. Sus ojos expresaban cierta comicidad.
—Esto requiere de cierto arte.
—¿Y tú cómo vas a saberlo?
—Yo solía llevarlos.
—¿Cómo dices?
—En la corte de Francia. Estuvieron de moda… para los dos sexos… durante un tiempo.
Traté de imaginarme a Louis-Cesare con su metro ochenta y dos centímetros de altura de puro músculo calzado con zapatos de tacón. Y a pesar de todo, me eché a reír.
—¿Te importaría enseñarme cómo se hace?
—No creo que esos zapatos sean de mi talla —dijo él mientras me cogía de la pantorrilla con una larga mano.
Sentí que se me quedaba la boca un poco seca.
Por un momento sus dedos me parecieron cálidos sobre el arco de la pierna, mientras él deslizaba el zapato de nuevo en su sitio. Louis-Cesare alzó la vista.
Sus ojos de pronto estaban serios.
—Supongo que es inútil que te pida que te quedes aquí mientras yo me encargo de esto.
Por toda respuesta yo simplemente me quedé mirándolo.
—Me va a resultar difícil protegerte sin romper la tregua.
En momentos como ése era cuando yo me preguntaba si él comprendía realmente qué era una dhampir.
—Yo no necesito protección.
—¿No necesitas protección frente a algunos de los vampiros que va a haber allí esta noche? —preguntó él con la mandíbula tensa—. Sí, sí la necesitas.
—Me portaré lo mejor que pueda —prometí yo con el semblante serio.
Él sonrió ligeramente.
—¿Por qué eso no me hace sentir más seguro?
Louis-Cesare tiró de mí hasta ponerme en pie y enlazó mi mano a su brazo con un solo movimiento fluido y natural, sin vacilar ni un segundo. Yo no conocía a ningún otro vampiro soltero, incluyendo a los de la familia, que no se pusiera ligeramente tenso cuando yo estaba así de cerca. Y sin embargo a Louis-Cesare jamás le había importado estar tan cerca, y así me lo había demostrado desde el primer día en que nos conocimos. Al contrario: se había aprovechado de todas las excusas posibles para aproximarse a mí.
Era un comportamiento extraño para un vampiro que supuestamente languidecía lejos de su amante.
Aunque puede que quizá yo simplemente estuviera disponible; puede que yo no fuera más que una conquista fácil, una criatura a la que importaba un bledo si ofendía o no porque nuestra relación natural de todos modos era hostil. En realidad yo no sabía qué sentía él, si es que sentía algo. Sólo sabía qué sentía yo.
—Entonces quizá debamos hacernos primero un seguro —dije yo, dejándome caer de rodillas.
Él pareció confuso hasta el momento en el que mis dedos se dirigieron al botón de sus pantalones. Noté el instante en el que él captaba el movimiento, sentí cómo se quedaba por completo inmóvil, sin respirar siquiera. Y entonces me cogió de las manos.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Tú qué crees?
—¿Por qué?
Lo preguntó en un tono de voz bajo, con urgencia; yo jamás lo había oído hablar así.
—Porque me ayuda a relajar un poco la tensión —dije yo. Él pareció no comprender mi respuesta—. Soy una dhampir —le recordé—. Nos dan rabietas, ¿no te acuerdas? Desmayos inducidos por la ira después de acabar con todo lo que se nos pone por delante.
—¿Y sólo con esto te basta para controlar las rabietas? —preguntó él incrédulo.
—Yo no he dicho que las controle así. Solo he dicho que me calma, más o menos igual que un buen porro. Pero todavía puedo saltar si alguien me provoca. Aunque no tan fácilmente. Y ahora tranquilízate. ¿O es que solo tú puedes tocar?
Eso parecía, porque él tiró de mí para ponerme en pie y siguió agarrándome las dos manos. Las de él eran fuertes, cálidas y estaban llenas de callos, pero yo las conocía bien. Sentí cómo se me aceleraba la respiración al recordar lo que esas manos podían hacer.
Algo de lo que estaba pensando debió reflejarse en mi rostro porque él se sonrojó.
—Me habían dicho que habías encontrado una cura.
—Es genético. No tiene cura.
—Lord Mircea dijo que…
—¿Le has preguntado por mí?
—Él lo mencionó de pasada.
Fruncí el ceño, pero al final dejé pasar el comentario.
—He encontrado algo que reduce el número de los ataques, disminuye la frecuencia con la que me dan y controla algunos de los síntomas. Pero tiene problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
Suspiré. Para ser francés, Louis-Cesare era el hombre más difícil de seducir que había visto jamás.
—Despierta las habilidades mágicas latentes en los humanos.
Fue entonces Louis-Cesare quien frunció el ceño.
—¿Estás hablando del vino fey? No me digas que aún sigues tomando ese mejunje.
—Vale, pues no te lo digo.
—¡Es peligroso!
—¡Y yo también soy peligrosa si no lo tomo!
—¿Y crees que por eso merece la pena arriesgar tu vida? Es que no sabes que…
—Hace semanas que no tengo un ataque en toda regla. Y la última vez que me dio estuve consciente —dije yo. Por su expresión resultó evidente que no comprendía—. ¡Estuve consciente, Louis-Cesare! —repetí, luchando por encontrar las palabras que pudieran hacerle comprender lo que eso significaba.
Pero no había tales palabras. Él jamás había tenido que preocuparse por el hecho de poder desmayarse y permanecer inconsciente durante días, para despertar después en un lugar completamente desconocido, cubierto de sangre y rodeado de cadáveres. Él jamás comprendería el inquietante y constante miedo de que la próxima vez yo pudiera matar a alguien que no fuera un enemigo. A que la próxima vez me despertara con las manos en la garganta de un amigo.
Algo debió de reflejarse en mi rostro, porque por fin su dura mirada se ablandó.
—Creía que tu amiga estaba buscándote una cura.
—Sí, la estaba buscando. La está buscando. Pero de momento no ha habido suerte.
—Hay otros médicos. ¿Has ido a ver a otros médicos?
—No los necesito. Tengo algo que me funciona.
—De momento. Pero no tienes ni idea de cuáles pueden ser los efectos secundarios a la larga.
—¡Sean los que sean, te aseguro que merece la pena!
Louis-Cesare puso tensa la mandíbula y esbozó de nuevo aquella expresión cabezota tan típica suya.
—Tiene que haber alguna otra alternativa.
—La hay —dije yo, deslizando deliberadamente las manos por su pecho.
—Dorina…
—No. No digas nada.
No quería seguir hablando. No quería pensar. Quería volverlo tan loco como me tenía él a mí, quería verlo perder el control, verlo sentir algo en el momento en el que yo me marchara.
Tomé su rostro entre las manos y lo besé. Su cuerpo era como una tensa pared de músculos, tan inflexible como una roca. Pero sus labios estaban cálidos y suaves al contacto con los míos. Ni pedían ni prohibían nada; se rendían a mi deseo como yo sabía en lo más profundo de mí misma que lo harían.
Sabía a whisky ahumado y a Louis-Cesare: un sabor dulce y esquivo que me había perseguido durante semanas en los momentos más extraños. Lo atraje más cerca de mí y enrollé la pierna alrededor de él. Sentía cómo crecía el deseo al profundizar en el beso. Sentí una oleada de pura satisfacción cuando él me rodeó con los brazos. Colocó una mano sobre mi nuca y la otra sobre mi barbilla y me acarició con el dedo con una increíble suavidad.
Me resultaba muy fácil perderme a mí misma así, en las penetrantes caricias de su lengua, en la sedosa presión de sus labios. Recorrí con las manos las anchas planicies de su espalda, acaricié suavemente con las puntas de los dedos la dureza de los huesos de su espalda, sentí la suave presión y la flexión de sus fuertes músculos bajo la fina tela de la camisa. Era tan cálido…
Y tan peligroso… Una dhampir tan cerca, dentro de su línea de defensa, agarrada a su cuello, lo suficientemente cerca como para besarlo o para matarlo. Él tenía que notarlo. Yo lo notaba: sentía esa sensación de hormigueo que siento siempre ante la presencia de un vampiro, una sensación que me pone todos los nervios en estado de alerta.
Y sin embargo, su único movimiento fue para atraerme más hacia sí, para deslizar las manos por mis costados y cogerme de las caderas. Sentí que los dos estábamos cerca, muy cerca. Más cerca de lo que yo lo había estado jamás de nadie, más cerca de lo que podría llegar a estar nunca de nadie porque estar así de cerca significaba siempre violencia, miedo; implicaba la muerte para uno de los dos. Siempre había significado violencia y muerte, y siempre sería así, y jamás podría ser de ninguna otra maldita manera. Y no obstante él seguía a mi lado, duro y excitado, y tan cerca…
La fragancia de ella tan cerca, salvaje y reconfortante al mismo tiempo, envolviéndolo por entero a él. Tenía que detener esto, tenía que abandonar. Si se sumergía en esa fragancia, si comenzaba a depender de ella, a necesitarla, lo mataría de deseo cuando ella desapareciera.
Demasiada voracidad de esa fragancia sentía ya.
Cállate, pensé yo con brutalidad. No quería que uno de los muchos recuerdos de Louis-Cesare nos interrumpiera, y menos aún si se trataba del recuerdo de otra mujer. No allí, no en ese momento. Aquel instante era mío.
Me dejé caer deliberadamente hacia atrás, sobre la cama, arrastrándolo a él encima de mí.
—Dorina…
—Te cuesta respirar.
—Los vampiros no respiramos.
Me apreté contra él y él contuvo la respiración.
—Supongo que tienes razón —dije yo mientras lo hacía rodar.
La larga raja de la falda me facilitaba sentarme a horcajadas encima de él. Y eso hice. Después pasé las manos por encima de su torso hasta llegar otra vez a la cinturilla de sus pantalones. Le saqué la camisa. Me gustaba la forma en que me cogía de los brazos con las manos mientras yo le desabrochaba el cinturón; la deliciosa forma en que me apretaba mientras yo metía los dedos por dentro de sus pantalones.
Él no hizo nada por ayudarme. Abrazó mi cintura y acarició con suavidad mi piel a través de la suave seda. Aunque tampoco me detuvo. Recorrí sus caderas, mis dedos buscaron los hoyuelos en la base de su espalda.
Eran un detalle frívolo en semejante cuerpo, igual que el abundantísimo cabello que a él le costaba tanto mantener en orden o que las pestañas increíblemente largas en un rostro de rasgos angulosos; era como si su cuerpo supiera que aquel hombre iba a ser un cúmulo de contradicciones, y cada uno de esos detalles se hubiera entretejido en él, piel, huesos y carne. Acaricié las pequeñas curvaturas con suavidad, sintiendo cómo se tensaban los músculos que iba tocando ante mi amorosa exploración antes de continuar.
Una caricia de pecaminosos y ricos latigazos sobre la piel de pálida luna. Una mirada tímida, un destello de dientes blancos al ritmo al que ella iba bajando por el cuerpo de él. Él tenía que terminar con esto. Pero ella lo estaba tocando y él se sentía increíblemente bien. Sólo con esto. Incluso con esto. Sólo una pizca más lo mataría, pero él lo deseaba. Vorazmente.
Louis-Cesare me miraba como si estuviera hipnotizado mientras yo me inclinaba lentamente sobre él hasta estar tan cerca, que él podía sentir mi cálido aliento. Y sin embargo él no se movió, no trató de detenerme. Decidí que eso equivalía a una invitación; que no obtendría de él otra invitación. Los pantalones oscuros y sueltos se calentaron con mis labios al inclinarme, al besar la suave tela y sentir la dureza que había justo debajo.
Él no llevaba nada debajo de los pantalones. La lana era tan fina que parecía seda y la sentí más como una invitación que como una barrera. Tracé el perfil de su cuerpo con la lengua y observé con una especie de fascinación cómo los pantalones se tensaron de una forma impresionante. Aquello era una especie de poder adictivo: sabía lo que le estaba haciendo, estaba moldeando su cuerpo tal y como yo quería. Le di un levísimo mordisco y él emitió un agudo y sobresaltado gemido al tiempo que daba un salto hacia mí.
—Dorina —me llamó con voz un tanto estrangulada.
—No me metas prisa —le advertí—. Tú has tenido tu turno.
Él respiró profundamente.
—¡Sólo trataba de relajarte!
—¡Ah!, ¿era eso lo que pretendías? —pregunté yo un tanto divertida.
—¡Sí!
—Bien —contesté, dejando que mintiera y que se saliera con la suya—. Pues ahora cállate y déjame que te devuelva el favor.
Quería atormentarlo un poco más, pero él estaba tan terriblemente cerca… Mi boca ardía en deseos de él; mi lengua ansiaba la intimidad de su carne. Tiré lentamente de la cremallera y aparté la lisa tela hasta liberarlo. El sonido que él emitió al sentir el azote del aire frío fue casi insoportablemente sensual. Pero no tanto como verlo, ancho y largo, recto y perfecto.
Él estaba lo suficientemente cerca de mí como para que su fragancia llenara mis sentidos; una fragancia profunda y rica a musgo que me hizo tumbarme sobre él, vorazmente hambrienta de pronto. Deslicé la mejilla contra aquella seda pura. Suspiré tumbada sobre él, observándolo enderezarse sin poder evitarlo.
Los segundos caían como gotas de miel. Ella se inclinaba cada vez más cerca, con los dedos sobre los huesos de mis caderas. Él tenía todo el tiempo del mundo para apartarse. Pero no lo hizo. Estaba demasiado ocupado observando los soñadores ojos de ella, medio cerrados, observando cómo iba desapareciendo su habitual expresión burlona para convertirse en algo más suave, en algo esbozado solo para él.
Me lamí los labios con la lengua y él inmediatamente pasó de estar tenso a estar rígido. Alcé la vista y vi sus ojos cambiar a un color plata pulido cuando yo ni siquiera lo había tocado. Decidí que había llegado el momento de rectificar ese desliz. Acaricié lentamente con una mano su cadera mientras arrastraba la otra por toda su piel hasta envolverlo por entero.
Un débil rubor oscureció sus mejillas, su respiración se paralizó y se le aceleró el pulso, que pasó de rápido a frenético. Lo sentí en la mano: un rápido golpe de staccato, que parecía seguir el lento deslizamiento de mis dedos. Igual que el rubor de su piel, rosa y dorada, que se encendía y bajaba a mi antojo.
Yo sabía qué quería, qué anhelaba su cuerpo, pero deliberadamente se lo negaba. Prefería jugar con él, ofrecerle leves toques de mariposa muy suaves, muy lentos, hasta que sus muslos se hicieron de granito y cerró los puños a los costados. Estaba bello así. El guerrero más grande del Senado, impotente en mis manos.
A esas alturas Ray estaría ya a salvo, pero eso me daba igual. Quería ver cómo Louis-Cesare perdía el control aunque solo fuera una vez; quería observar cómo se vaciaba la tensión de aquellos rasgos orgullosos; quería recordar el momento. Era un juego peligroso, murmuró una voz inconexa en el fondo de mi mente a la que yo inmediatamente arrinconé. Él volvió a saltar y esa vez yo lo tomé en mi boca.
Un largo y estremecedor aliento pasó por mis labios. Él echó la cabeza hacia atrás.
Curvé una de mis manos alrededor de su tenso trasero, rodeé con la otra el cálido satén mientras el sólido y liso cuerpo de él se deslizaba contra mi lengua. Él se mostraba firme y ligeramente resistente, cálido y un tanto salado y con sabor a Louis-Cesare. Delicioso.
Hice lentos círculos con la lengua alrededor de su punta, acariciándolo suavemente, dejando que se retorciera. Lamí el dulce punto con la lengua una vez, dos, y luego recorrí el lateral. Retrocedí con la mano hacia abajo, tracé un sendero de plumas hasta los globos de terciopelo presos contra su cuerpo. Lo toqué y atormenté, lo acaricié y amasé mientras mi lengua giraba lánguidamente a su alrededor.
Ráfagas de intensa sensación se extendían por su espalda y se enrollaban en su vientre, primero regulares como el tictac del reloj y después deliberadamente arrítmicas porque ella había decidido acariciarlo y torturarlo de otro modo. Él se estremeció con aquel débil rastrillar a propósito de los dientes; el peligro agudizaba el deseo. Dieu!, un hombre podía morir de esto, morir sin importarle…
Los pensamientos de él iban escapando por retazos, pero a mí ya no me preocupaba el hecho de que fueran recuerdos. No, ya no. Estaban demasiado en sintonía con los gestos que revoloteaban por aquel rostro de expresión cambiante. Los dos habíamos compartido antes algo parecido a esto; una conexión emocional que yo no comprendía, que era casi como la conversación mental que mantienen los vampiros. Sólo que yo jamás había sido capaz de hacerlo con nadie más.
En cualquier otro momento me habría intrigado, pero en ese instante no me preocupó.
Tragué y lo tomé por entero, profundamente dentro de mi, y cerré los labios con fuerza a su alrededor. Sus caderas se alzaron de un modo reflejo, tratando de no embestir, tratando de mantener el control cuando claramente ya no estaba en su poder. Gemí deliberadamente, ansiosa por ver hasta qué punto podía volverlo loco, y él me recompensó con otro gemido que me aceleró el pulso.
Me eché hacia atrás y lo fui soltando con una lentitud exasperante, dejando que él sintiera la caricia de mi lengua a lo largo de todo su cuerpo. Hice una larga pausa sosteniendo solo la punta entre los labios, disfrutando al sentir cómo se estremecía en mis manos. Dejé que imaginara lo que iba a ocurrir mientras lo acariciaba suavemente solo con la punta de la lengua.
—¡Dorina, por favor…!
Es extraño, pero sonó a súplica.
Dejé que siguiera retorciéndose otro poco más durante unos segundos. Adoraba oírle suplicar en susurros y gemir cuando era yo la que conseguía lo que quería. Y entonces, sin previo aviso, súbitamente volví a deslizarlo todo entero dentro de mí.
El sonido que emitió en ese instante fue realmente muy satisfactorio.
Incliné la cabeza unas cuantas veces hasta que por fin encontré una especie de apacible ritmo y comencé a beberme los suaves gemidos que emitía él. Todo parecía afectarlo: el suave roce de mi pelo contra el muslo le producía escalofríos; el tacto de mis dientes, arañándolo muy suavemente a lo largo, lo hacía gemir; ver cómo me lo comía por entero le ponía los ojos enfebrecidos.
Pero de pronto mi deseo comenzó a crecer en espiral y a envolverme hasta hacerme incapaz de pensar. Oí el momento en el que él finalmente cedió, cuando gritó mi nombre, cuando se agarró a la cama con tanta fuerza que creí que la rompería. Pero lo oí de un modo distante.
Alcé la vista. Él tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la expresión más vulnerable en el rostro que yo hubiera visto jamás en él. Me quedé mirándolo durante un largo rato, ansiosa por memorizar ese semblante. Por una vez no se trataba de una imagen sacada del conjunto de sus recuerdos, de un momento fugaz de placer robado a otra persona. Se trataba de algo que habíamos hecho juntos, de algo nuevo y únicamente mío.
Minutos más tarde estaba al pie de la escalera de incendios con Ray, a punto de echar a correr en busca del coche y con el corazón retumbándome en los oídos.