16

Me acerqué arrastrando el vestido por el suelo. Me senté al borde de la mesita que había delante del sofá porque seguía chorreando.

—Prueba otra vez —le dije.

Él no dijo nada.

—Pensé que estarías contento —señalé yo—. Vas a recuperar a Christine.

—Lo que estoy es aliviado —dijo él después de un momento—. Elyas es un sádico, se deleita observando cómo sufren los demás. No me gusta pensar que está con él.

—¿Crees que le ha hecho daño?

—No. Me ha asegurado que no le ha hecho daño.

—¿Y tú le crees?

—Sí. Disfruta más del miedo que provoca en sus víctimas que de su sufrimiento, y Christine… Como me dijo ella una vez, una vez que una persona ha perdido el alma, ¿qué más puede temer?

—Ella no ha perdido el alma —dije yo con impaciencia—. ¡Demonios!, hasta Mircea es más religioso que yo.

A mí no me hacía mucha gracia ir a misa, pero la confesión me resultaba condenadamente molesta. Incluso los confesores sobrenaturales que el Vaticano tenía siempre a mano se ponían un poco… nerviosos… cuando aparecía yo. Y, la verdad, jamás había avemarías bastantes en el mundo para mí.

—Pero ella cree que sí —contestó Louis-Cesare con sencillez—. Su familia era muy devota. Durante un tiempo incluso creyeron que ella iba a hacerse religieuse.

Yo alcé las cejas.

—¿Y cómo una persona se transforma de futura monja en vampiro y amante?

—Christine es uno de esos extraños individuos que nacen con habilidades mágicas a pesar de no proceder de una familia mágica. Jamás se había entrenado y por lo tanto no sabía nada acerca de su don hasta que comenzó a manifestarse al llegar a cierta edad.

—Debió de llevarse un buen susto.

—Lo malinterpretó. Creyó que se trataba de un milagro. Por aquel entonces era novicia y la gente acudía en tropel al convento para ver cómo hacía levitar la hostia o cómo encendía las velas con un simple toque. Ella se creía depositaria de la gracia de Dios porque no encontraba ninguna otra razón para explicar el hecho de que pudiera hacer todas esas cosas. Pero el poder mágico es como todo lo demás en este mundo: requiere de cierto entrenamiento para funcionar con una relativa seguridad, y ella carecía por completo de ese entrenamiento.

—Me está dando la sensación de que esta historia no va a llegar a ningún final feliz.

—No. Una noche se llevó un susto tremendo al ir a encender las velas que había delante del altar. El hechizo se malogró. En cuestión de minutos la capilla ardió en llamas, los travesaños del techo se derrumbaron y muchas de las monjas murieron. La madre superiora sobrevivió, pero sufrió quemaduras graves y se convenció de que habían acogido a un demonio en la congregación. Mandó azotar a Christine, que se vio obligada a huir sólo con lo puesto para salvar la vida. Unos cuantos días después mis vampiros la encontraron medio muerta a causa de la deshidratación y de las quemaduras aún sin curar, tambaleándose por la carretera que hay cerca de mi propiedad.

—Y se dieron cuenta de lo que era en realidad.

No debió de ser tan difícil. Un vampiro de cualquier edad puede ver incluso a ciegas las diferencias entre un humano, un lobo, un mago y un fey sólo por el olor.

—Sí. La trajeron ante mí y yo la cuidé hasta que se curó. Durante su recuperación ella y yo… llegamos a estar muy unidos. Pero yo no era un mago. No podía ofrecerle el entrenamiento que ella necesitaba. Se me ocurrió ayudarla poniéndola en contacto con otros de su especie en cuanto estuviera bien. Contacté con un mago solo por ella; un hombre al que conocía desde hacía años y del que sabía que me podía fiar.

La mano con la que Louis-Cesare sostenía la copa de pronto se puso tensa; era el primer síntoma de emoción que veía en él durante esa charla.

—Adivino que no lo era tanto —sugerí yo, incitándolo a seguir hablando al ver que se quedaba callado.

—Yo había mantenido tratos con él durante mucho tiempo, pero por aquel entonces él había amasado una gran cantidad de deudas. Estaba desesperado por encontrar el modo de deshacerse de ellas, y yo se lo proporcione. Llevé a Christine ante él en mi propio carruaje.

—Y él la vendió —afirmé yo.

Esa parte de la historia al menos sí la conocía. Radu me había contado cómo Christine había llegado a convertirse en el objetivo de los miembros más infectos de la sociedad sobrenatural. Los magos de la oscuridad ardían en deseos de aumentar su poder. ¿Una bruja sin una familia mágica que la protegiera? El plan no podía ser mejor.

—Para cuando me di cuenta de mi error era ya demasiado tarde. La encontré, pero estaba al borde de la muerte y ningún médico podía salvarla.

—Así que la hiciste dar el salto.

Me sorprendía que hubiera resultado. A menudo no funciona cuando el sujeto está al borde de la muerte. Pero lo cierto es que Horatiu estaba en el lecho de muerte cuando Mircea lo convirtió.

Por supuesto, el verdadero éxito de la transformación es algo discutible.

—Mi intención era otra vez la de ayudarla. Pero solo conseguí empeorar las cosas una vez más.

—¡Le salvaste la vida! —señalé yo.

—Sí, pero a Christine la vida ya no le importaba nada. Lo único que le preocupaba era su alma. Algo que ahora cree que está total e irreversiblemente perdido para siempre.

—Pues no comprendo por qué. Ella era una bruja desde antes. ¿Por qué iba a estar menos maldita como bruja que como vampiro?

Louis-Cesare torció los labios.

—Para ella la magia era simplemente algo que hacía, algo que requería de un esfuerzo consciente por su parte y que por lo tanto podía dejar de hacer en el momento que quisiera. No se consideraba una maga.

—Pero eso es una estupidez. No es lo mismo un humano mágico que un…

—Pero ella no lo ve así. Sus padres, sus hermanos; todos eran humanos. Por supuesto que tiene que haber sangre de mago en su herencia genética, claro, pero según parece no se había manifestado en ningún otro miembro más de la familia. Por eso ella creía que sus nuevas habilidades eran el medio que utilizaba el demonio para tentarla y que podía superarlo a fuerza de rezar y de hacer buenas obras. ¿Pero el vampirismo? —continuó Louis-Cesare con una sonrisa irónica—. Eso no era algo que ella pudiera hacer o deshacer; es algo que se es y que no se puede deshacer una vez que la transformación es completa.

El razonamiento tenía cierto sentido si uno conservaba la mentalidad de finales de la Edad Media.

—¿Y sin embargo decidió seguir siendo la amante del hombre que la condenó?

Louis-Cesare dirigió la vista hacia la ventana, aunque tampoco es que hubiera mucho que ver. A aquellas horas de la noche además no había mucho tráfico, y sin los faros de los coches al pasar yo no podía verla expresión de su rostro. Eso suponiendo que su rostro expresara algo.

—El lazo entre un vampiro recién transformado y su maestro es muy fuerte —dijo él al fin.

—¡Pero muchos de ellos no son amantes!

—Ella hubiera preferido que no lo fuéramos. Pero mi comportamiento la privó del amor de su familia, del solaz de su religión y de la comodidad de vivir en un mundo que comprendía. Yo destrocé su vida. Y era responsabilidad mía proporcionarle una vida nueva.

—¿Y ahora?

Él no dijo nada, cosa que sirvió igualmente como respuesta.

—¿Cuántos años tiene ahora? —exigí saber yo—. ¿Unos cuantos cientos? Creo que ya es hora de que su vida sea responsabilidad suya.

—Tú sabes que no funciona así.

—Yo lo que sé es que los vampiros se emancipan.

—Cuando alcanzan cierto nivel de poder, sí. Pero Christine jamás ha avanzado más allá de lo que era el día en que despertó como vampiro por primera vez. No sé qué podría haber llegado a ser, pero su aversión por nuestra especie le ha impedido madurar. Ha permanecido como una niña desde entonces.

—Los niños crecen.

Louis-Cesare cerró los ojos.

—Los niños humanos crecen. Pero a veces los de nuestra especie… simplemente permanecen igual.

—¡Entonces quizá necesite un empujoncito un poco más fuerte! Los vampiros no son humanos, pero sí forman parte del mundo natural. Y el mundo natural prospera con el cambio.

—Pero precisamente en eso es en lo que nosotros somos distintos, ¿no es así? —preguntó Louis-Cesare, abriendo mucho los ojos. Brillaba en ellos una emoción que yo no pude identificar en absoluto, pero que contrastaba fuertemente con la expresión mortecina de su rostro—. Los vampiros no envejecemos. No morimos. Somos tan inmutables como las montañas.

—Las montañas también cambian, Louis-Cesare —contesté yo con severidad, poniéndome en pie—. Simplemente tardan más. Y los vampiros mueren constantemente. Te lo digo yo, créeme.

Volví al baño.

Ray había sacado la larga nariz por fuera del petate para poder quedarse mirándome. Le arrojé una toalla y comencé a secarme el pelo.

—¡Quítame esto de encima! —se quejó él.

—¡No creo que te ahogues por una toalla! —solté yo.

—No, pero tenemos que hablar.

No le hice caso. Preferí acariciar con los dedos la suave tela del vestido. Lo había arrugado al llevarlo de un lado para otro, así que lo extendí sobre la mesa con cuidado de que no hubiera ninguna gota de agua. La seda era tan delicada y pesaba tan poco, que estaba dispuesta a apostar a que al ponérmela me sentiría como si no llevara nada. ¿Y por qué diablos no iba a permitirme el lujo de descubrirlo?, me pregunté enfadada. Ese bastardo me debía un vestido.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Ray en tono exigente.

—¿Hablar de qué?

—De Elyas.

—Hablarás con él dentro de un minuto —le dije yo mientras examinaba un par de medias de las que llegan hasta los muslos y que terminaban con un encaje negro como el ébano.

Había también unas bragas a juego, pero no había sujetador porque no se había inventado ninguno que encajara bien con ese vestido.

—Ése es el problema, que no voy a hablar con él —susurró Ray con los ojos fijos en la puerta cerrada del baño—. En cuanto me dejéis allí me matará.

—¿Y por qué iba a hacer una cosa así? Te necesita para saber dónde está la runa.

—Él ya sabe dónde está. La robó después de matar a Jókell.

—¿A quién?

—¡Al fey!

—¿Qué fey?

—El fey que me trajo la runa. ¡Y ahora no me vengas con que qué runa, por favor!

Fui yo entonces quien se quedó mirando la puerta. Estaba cerrada y yo había cerrado de golpe la del salón al volver de allí, pero dos puertas y la anchura de una suite grande no son mucho para el fino oído de un vampiro. Ray abrió la boca para decir algo más, pero yo lo hice callar, me enrollé una toalla para taparme y lo arrastré fuera de la ventana.

La barroca escalera de incendios de hierro forjado daba a un callejón pequeño situado entre dos edificios. Soplaba el viento suficiente como para sacudir las copas de los árboles ornamentales que había plantados más abajo, y todavía quedaba algo de tráfico por la Quinta Avenida. Lo bastante como para disimular una conversación mantenida en voz baja.

O eso esperaba.

Salí, cerré la ventana y abrí la cremallera del petate. Unos ansiosos ojos azules se giraron hacia mí.

—¿Quieres explicarme de qué estás hablando, Ray?

—Muy fácil. Jókell era blarestri. Los blarestris son una de las tres casas principales de los feys de la luz.

—Sé quiénes son.

—Sí, bueno, pero no todo el mundo lo sabe. El caso es que él estaba en lo que supongo que —se podría llamar el ejército de los blarestris, y le tocaba hacer un turno de guardia regularmente en uno de los portales principales que dan paso a nuestro mundo.

—Deja que adivine. A veces permitía que pasaran algunas cosas.

—Muchas cosas. Teníamos un buen trato. Él buscaba a gente en su mundo que tuviera cosas por las que prefería no pagar arancel, y yo me encargaba de venderlas a este lado. Bueno, el caso es que hace una semana me llamó y me dijo que tenía una cosa muy especial. Me dijo que organizara una subasta en privado e incluso me dijo con quién tenía que ponerme en contacto. ¡Y vaya lista de contactos! Me puse nervioso porque yo normalmente no manejo negocios tan importantes, y se trataba de gente con la que yo no quería quedar mal. Pero el jefe me dijo que adelante.

—Pero algo salió mal.

—¡Todo salió mal! Para empezar, el fey no quería darme la runa hasta que no hubiéramos hecho la venta. Le dije que yo no trabajaba así, pero él me dijo que o lo hacíamos así, o no había trato. No me gusta vender una cosa que no tengo en la mano, pero el jefe me dijo que lo hiciera. Y hasta ahí la cosa fue bien. Mi jefe consiguió su adelanto y otro poco más, y después de la subasta le mandé un mensaje y él me dijo que llegaría en un par de horas.

—¿Y no apareció?

—Sí, llegó por el portal tal y como estaba previsto, pero eso fue lo último que salió bien.

—Y ese portal, ¿dónde está?

—En la discoteca. Arriba, en la antigua oficina del director…

—¿En la…? ¿Pero tú estás loco? ¡Distribuyes desde allí! ¡Lo sabe todo el mundo!

—Y por eso precisamente es perfecto —dijo la cabeza pirada de Ray, sonriéndome—. Sois tan idiotas que estuvisteis buscando por todas partes, hasta por mi apartamento… Sí, claro que me enteré… Buscasteis por el almacén y por la tienda de té de mi propiedad, pero a nadie se le ocurrió buscar en el lugar más evidente.

—¡Porque es un sitio de lo más estúpido!

—Tan estúpido como un zorro —afirmó Ray, que entonces frunció el ceño—. No, espera…

—¿Qué ocurrió?

—¡Ah, sí! Bueno, yo había llamado a un luduan para que diera testimonio de la autenticidad de la pieza antes de que se realizara el pago, pero el luduan llegó tarde. Y esas cosas a mi me ponen nervioso.

—¿Los luduans?

—Los feys —me corrigió él, haciendo una mueca—. O no se mueven, o se mueven de un modo muy extraño; no lo sé. Pero el caso es que a mí me dan repelús. Así que le dije a Jókell que se pusiera cómodo y bajé a preparar unos refrescos. Y no volvía subir corriendo, ¿me comprendes? Me puse a charlar con algunos de los chicos del bar y le recordé a Ken, el pinchadiscos, que a algunos de nosotros nos gusta oír otra música que no sea tecno de vez en cuando.

—¡Ray!

—Sí, ya. Así que un cuarto de hora más tarde volví a subir con una bandeja. Abrí la puerta. El fey no estaba, pero no me entró el pánico porque me dije que incluso un fey tiene que ir al baño de vez en cuando, ¿no? Entonces sentí que algo me agarraba del tobillo, miré para abajo y era esa mano sanguinolenta. Y fue cuando lo encontré, aplastado entre la pared y la mesa. Es decir, lo que quedaba de él.

—¿Y Elyas no estaba?

—No, pero pude olerlo, así que me figuré que debía de haberse marchado instantes antes.

—¿Y cómo sabías cómo huele Elyas?

—Puede que porque había estado en la discoteca esa misma tarde —respondió Ray con sarcasmo—. Trató de sobornarme para que le diera la runa antes de la subasta y llegó a ponerse realmente pesado. Al final le dije que yo no la tenía y que la entrega no se haría hasta después de la subasta, así que se podía largar con la música a otra parte.

—¿Le dijiste eso?

—Bueno, no esperaba que viniera a matar al tipo, ¿comprendes? —contestó Ray enfurruñado—. Y además se supone que los feys son difíciles de matar. Y me figuro que si utilizan la magia, debe de ser cierto. Solo que a este lo destriparon. Debió de tardar en morir apenas un par de minutos después de eso.

—Y la runa había desaparecido —afirmé yo sin molestarme en entonar la frase como si se tratara de una pregunta.

—Eso lo primero. Al llegar llevaba una cosa de oro colgando del cuello. Era de primera calidad y tenía un dibujo de una estrella con puntas. Era demasiado llamativo, y tenía pinta de caro. Aunque él dijo que no valía nada, que no era más que un estuche para llevar la runa. Me lo enseñó y la runa encajaba perfectamente en el hueco que había dentro. Pero cuando volví a subir no lo llevaba.

—¿El qué, la gargantilla o la runa?

—Ninguna de las dos cosas.

—Entonces, esa mercancía que me dijiste en el baño que habías colocado erróneamente…

—Sí, era la runa. Llamé a Elyas en cuanto me calmé y le dije que o devolvía esa maldita cosa, o lo identificaría como el asesino del fey. Y ya sabes cómo son los feys con eso de la venganza.

Se lo tomaban de una forma personal.

—¿Y se negó a devolvértela?

—No. Bueno, quiero decir que se puso bastante desagradable, pero al final accedió. Solo que para entonces era ya casi de día, y yo no quería que viniera cuando todos mis chicos estaban durmiendo. Así que le dije que me la mandara hoy por la noche. Pero no apareció y no conseguí que me contestara al teléfono, ¡y mi jefe iba a llegar en cuestión de horas! Comenzaba a asustarme, ¿comprendes? El jefe iba a venir en un avión especial solo para recoger la runa y llevársela a Ming-de esta misma noche, ¡y yo ni siquiera la tenía!

¡Sabía que me mataría!

—Sí, supongo que efectivamente te mataría —convine yo.

Así era como funcionaba la jerarquía de los vampiros, incluso en las familias más legales. Si tu maestro quedaba mal por tu culpa, lo más probable es que tú también salieras perdiendo. Solo que tú perdías mucho más que él.

—Elyas jamás tuvo intención de presentarse —confesó Ray, que volvió a ponerse nervioso—. Lo único que quiere es verme muerto y ha engañado a ese tipo francés para que le haga el trabajo sucio.

—¿A Louis-Cesare? ¡Podías haberlo dicho antes! —señalé yo.

—¡Sí, no sé cómo no se me ocurrió fiarme de la friki que me ha cortado la cabeza!

—Bueno y entonces ahora, ¿por qué confías en mí? ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Lo que ha cambiado es que tú le has dicho a Louis-Cesare que quieres la runa. Bien, pues a Elyas no vas a conseguir sacársela. Él no va a ceder, y si es cierto que la runa funciona y que le hace invencible, entonces tampoco puedes matarlo. Tu única oportunidad es hacerle chantaje. Yo puedo contarle a todo el mundo lo que he visto si él no la suelta.

—Pero para eso tú tienes que estar vivo —concluí yo, viendo adónde quería llegar a parar.

—Sólo que en cuanto él me ponga las manos encima, yo ya no seguiré vivo.

Me quedé mirando los árboles sin comprender. Las hojas se movían, las copas se mecían al son del refrescante viento. El cielo que se alzaba sobre nosotros era gris y turbio, lleno de nubes negras que presagiaban otra tormenta. Perfectamente a tono con mi estado de ánimo.

Por un lado, si Ray me estaba diciendo la verdad y Elyas había matado al fey, eso abría ciertas posibilidades interesantes. Puede que Elyas fuera invencible, pero su familia y sus propiedades no lo eran. El asesinato del fey podía arruinarlo si el chantaje iba más allá de una mera amenaza. Con un poco de suerte, quizá pudiéramos conseguir la runa y recuperar a Christine.

Pero por otro lado yo tenía que convencer a Louis-Cesare de que no aceptara la oferta de Elyas, y eso no iba a resultarme nada fácil. Louis-Cesare estaba a punto de conseguir a Christine; no tenía más que entregar a Ray y ya era suya. Con todas las garantías. El chantaje, por otra parte, implicaba ciertos riesgos: Ray podía estar mintiendo y Elyas podía negarse testarudamente a ceder, confiando en que la palabra de un miembro del Senado valía más que la del propietario de una discoteca.

No. Louis-Cesare no se arriesgaría. No cuando podía terminar por fin con todo el asunto en un momento, simplemente subiendo una escalera.

Tenía que huir y mantener a Ray vivo y dispuesto a hablar. Ése era el plan. Bajé la vista hacia el destartalado callejón. Podía salir del edificio por la escalera de incendios con la mayor facilidad. Excepto por un pequeño problema. El resto de Ray estaba en alguna de las habitaciones de invitados y yo no sabía ni siquiera en cuál.

—Si me estás mintiendo para salvar la vida, lo descubriré —le dije a Ray mientras volvía a entrar por la ventana, arrastrándolo a él—. Y yo seré diez veces peor contigo que Elyas.

—¡Sí! ¡Como si yo hubiera podido inventarme toda esta historia…!

Ray se interrumpió a mitad de la frase porque alguien había llamado a la puerta del baño.

—Dorina, ha pasado ya media hora —dijo Louis-Cesare—. ¿Estás lista?