15

Llegábamos tarde aunque no teníamos que ir muy lejos. Me quedé mirando el edificio de piedra caliza tan conocido para mí con su arquitectura de principios de siglo y sus vistas sobre Central Park.

—Debes de estar tomándome el pelo.

—Elyas acaba de comprar el ático —me informó Louis-Cesare, torciendo los labios.

—¿Se ha vuelto loco? De todos los sitios en los que podríais haberos encontrado, ¿se le ocurre citarte aquí?

—Le gusta correr riesgos.

Y también le gustaba ser un imbécil. No se le había ocurrido otra cosa más que comprar el ático situado dos pisos por encima del apartamento que había adquirido recientemente Mircea. Yo sospechaba que había elegido precisamente ese piso con el único propósito de fastidiarle. Era el tipo de comportamiento engreído y estúpido al que solían dedicarse con regularidad las criaturas más poderosas de este mundo, que jamás hacían nada útil.

El encargado se acercó a paso rápido y Louis-Cesare salió del coche. Era él quien había conducido porque no habíamos tenido tiempo de pelearnos por las llaves. Yo hice el gesto de seguirlo, pero al ver que él daba la vuelta al coche me detuve.

Entonces él me abrió la puerta.

Me quedé mirándolo con los ojos como platos al ver que me ofrecía la mano. Era un gesto de lo más extraño, pero tras unos instantes me agarré a él. Me ayudó a salir y después se giró hacia el encargado, que se había echado atrás al ver a Ray. Louis-Cesare le tiró las llaves y le dijo:

—No lo dejes conducir.

—Muy gracioso —le dije yo. Abrí la puerta de atrás y saqué a Ray—. No podemos dejarlo aquí.

—¿Piensas llevar a un vampiro sin cabeza a una reunión social?

—No, pero cabe una posibilidad remota de que los hombres de Cheung nos hayan seguido, y no quiero que nos lo roben mientras nosotros estamos dentro.

Louis-Cesare esbozó una expresión penosa. Ray estaba aún más sucio que yo. Se le había hecho una raja en los calzoncillos rojo chillón que le atravesaba el culo y permitía ver un velludo carrillo cada vez que se movía. No se podía decir que fuera un bonito trofeo.

Entramos resueltamente bajo la marquesina con Ray, pasamos por delante del horrorizado portero y nos dirigimos hacia el ascensor recubierto de paneles de madera de cerezo. Apoyé a Ray sobre la pared, saqué el móvil del saco y llamé al teléfono fijo del apartamento de Mircea. Contestó el que había sido el tutor de Mircea y que desde hacía ya años era su mayordomo.

—¿Cómo? —preguntó con voz quejumbrosa.

Horatiu nunca había aprendido a contestar al teléfono correctamente a pesar de haberlo intentado. A Mircea le importaba un pito porque la mayor parte de la gente que lo llamaba por esa línea pública lo hacía para arrastrarse ante él, y él era el único que tenía algún control sobre el viejo vampiro. Aunque yo no creo que tuviera mucho control.

—Soy Dorina —grité yo porque él nunca oía nada.

—¿Quién?

—¡Dorina!

—¡Bueno!, no hace falta que grites.

—¿Está Mircea?

—No, no. Todo el mundo se ha ido —dijo él con impaciencia—. Es medianoche, ¿no?

—¿Volverá pronto?

—No creo que vuelva hasta dentro de unas cuantas horas. ¿Por qué?

—No importa. Voy para allá.

Louis-Cesare alzó una ceja extrañado mientras yo colgaba.

—Necesito darme un baño —dije yo antes de que él pudiera preguntar. Él se quedó mirándome—. ¿Qué?

—Eres una dhampir. Vas a una fiesta de vampiros. ¿Y te preocupas por tu aspecto?

—No —negué yo a la defensiva al mismo tiempo que él comenzaba a esbozar una sonrisa—. Eras tú el que quería aparcar a Ray en alguna parte.

—Muy cierto.

La sonrisa entonces fue abierta y auténtica; curvó sus labios por completo y le iluminó los ojos. Yo parpadeé al verla. No era un gesto muy habitual en él y resultaba ridículamente atractivo.

—No acabo de comprender por qué Elyas te ha implicado en todo esto —comenté yo mientras se abrían las puertas del ascensor—. Si lo que quería era hablar con Ray, podía haber ido él mismo a verlo o podía haber mandado a alguno de sus hombres. No se puede decir que Ray sea un tipo muy difícil de encontrar.

—Lord Cheung es famoso por su gran competencia como duelista. Elyas, en cambio, no. La tregua durará únicamente lo que dure la guerra y una vez que se rompa, lord Cheung estará en su derecho de exigir una satisfacción por su pérdida y por la indignidad perpetrada contra su siervo. Y Elyas prefiere que sea yo quien se enfrente a ese problema cuando llegue el momento.

—¿Pero por qué no ha comprado la runa sin más? —seguí preguntando yo, confusa—. Cheung es un hombre de negocios. Si Elyas le ofreciera una suma lo suficientemente…

—Fue Ming-de quien salió ganadora de la subasta —contestó Louis-Cesare con sencillez.

No hizo falta que me explicara nada más. Ming-de era la poderosa emperatriz china, la versión china de un cónsul. Sería raro que un vampiro quisiera arriesgarse a romper su promesa de lealtad hacia ella, y desde luego jamás lo haría ninguno que viviera en su territorio. Ella podía aplastarlo como si se tratara de un mosquito. Y probablemente lo haría si el vampiro le daba motivos de enfado.

—Así que la venta está hecha y no hay vuelta atrás.

—La subasta fue ayer. Elyas se ha pasado las últimas veinticuatro horas bombardeando a lord Cheung con ofertas, ruegos y amenazas. Pero ha sido inútil.

Salimos del ascensor en la planta del apartamento de Mircea y yo llamé a la puerta.

—Si la subasta fue anoche, ¿por qué Elyas no hacía más que molestar a Cheung? —pregunté yo—. ¿No tenía ya la runa Ming-de?

—El fey propietario de la runa se negó a traerla aquí hasta que la venta no estuviera acordada. Tenía que llegar anoche después de la subasta, y entonces se llevaría a cabo la valoración. Si la runa era auténtica, se haría la entrega y el pago. Yo sospecho que ésa es la razón por la que lord Cheung está aquí. No me cabe duda de que su intención era entregarle la runa ala emperatriz personalmente.

—Sólo que ahora no puede —comprendí yo—. Evidentemente no sabe dónde la ha puesto Ray porque en caso contrario no estaría persiguiéndonos por todo Nueva York.

Louis-Cesare asintió.

—La subasta tuvo lugar aquí porque la mayor parte de los que participaban en ella habían venido ya antes para las carreras. Sin embargo lord Cheung tuvo que quedarse en Hong Kong hasta hoy por negocios. No estaba aquí cuando el fey atravesó el portal y por lo tanto no sabe dónde se guardó la runa. Y que nosotros sepamos, solo hay una persona que disponga de esa información.

Claro, entonces no era de extrañar que Ray fuera un chico tan popular.

Por fin un diminuto vampiro con una nariz que podía rivalizar con la de Ray y un mechón de pelo de un blanco plateado abrió la puerta. A diferencia del resto de los vampiros del planeta, Horatiu no me odiaba. Quizá porque no tenía del todo claro lo que soy. Sus ojos de un azul acuoso no terminaban de ver bien y hacía siglos que ni siquiera distinguía su propia mano cuando se la ponía delante de las narices. Lo cual puede que explique por qué ni siquiera retrocedió un paso al abrir la puerta y encontrarse con una dhampir manchada de sangre de arriba abajo y a un tipo sin cabeza.

—Pero entonces, ¿quiénes son los que vienen contigo? —exigió saber Horatiu.

—Éste es Raymond —dije yo al tiempo que lo empujaba dentro.

Horatiu entrecerró los ojos a pesar de llevar gafas.

—Sí que tienes un aspecto raro, sí.

Ray le sacó el dedo corazón hacia arriba pero por supuesto Horatiu no lo vio, así que no pasó nada.

—Y este es Louis-Cesare —añadí yo.

—¡Ah, sí! ¡El Murmurador!

—Me niego a gritar cada palabra que pronuncio —explicó Louis-Cesare con ironía.

—¡Ya está otra vez! —exclamó Horatiu, olfateando el aire. Volvió a olfatear y en esa ocasión hizo una mueca—. Jovencita, necesitas un baño.

—Lo sé. Y Ray también.

—Utilizad el dormitorio del amo —ordenó Horatiu—. Las habitaciones de los invitados están todas ocupadas. Yo me llevaré a esta… persona… a mi habitación.

Horatiu se llevó el cuerpo de Ray y Louis-Cesare y yo recorrimos la residencia discretamente opulenta.

Mircea acababa de adquirir el piso para no tener que hacer algo tan vulgar como ir a un hotel cuando estaba a Nueva York. La compra era tan reciente que el apartamento todavía seguía tal y como lo había comprado, decorado en suaves tonos de beis y arena con apenas unos toques personales sobre el insulso fondo. Las únicas excepciones eran unos pocos cuadros postmodernistas bastante llamativos sobre las paredes. Eran nuevos y le conferían a la residencia la energía que tanto se echaba de menos la última vez que yo había estado allí.

Louis-Cesare se detuvo en el salón para hacer una llamada telefónica y yo di un rodeo por la cocina. La noche anterior me había saltado la cena y mi estómago estaba protestando, y de ninguna manera estaba dispuesta a comer nada dos pisos más arriba. En las fiestas de los vampiros los aperitivos se sirven a sí mismos.

La cocina resultó ser una estancia brillante y funcional, toda de madera de color miel con mármol veteado a juego y tan nueva, que parecía como si nadie la hubiera usado nunca. Lo cual, teniendo en cuenta quién vivía allí, puede que muy bien fuera el caso. Abrí la nevera y, tal y como sospechaba, la oferta era muy limitada. Sin embargo una de las personas que vivía allí me quería, porque había cerveza. Saqué una, me bebí la mitad y luego me quedé ahí un minuto, dejándome bañar por el aire frío que salía del electrodoméstico.

Me dolía la cabeza. Y pensándolo bien también me dolía el cuello, el hombro izquierdo, la parte izquierda de la caja torácica, el tobillo y la mano derecha. En cambio el culo lo tenía perfectamente, quitando el leve hormigueo producido por las manos que alguien me había puesto justo encima.

Entonces esas mismas manos comenzaron a deslizarse por debajo de la camiseta para acariciar mi piel, y todo mi cuerpo comenzó a sentir ese mismo hormigueo.

—Creía que teníamos prisa —dije yo, agarrando el tirador de la nevera con fuerza.

La mezcla de calor por detrás y de frío por delante me produjo un ligero vértigo.

—Elyas no nos espera hasta dentro de una hora.

—Una hora, ¿eh?

Yo podía hacer muchas cosas en una hora.

Y según parecía Louis-Cesare también, aunque no era eso exactamente lo que yo había esperado. Me apartó de la nevera, me tumbó sobre la encimera de mármol y enterró los dedos sobre los tensos músculos de mi espalda. Yo gemí.

Comenzó por la base de la espina dorsal, soltando los nudos de mi espalda con la misma habilidad que había demostrado ya una docena de veces antes. Mi cuerpo reconoció la aspereza de sus conocidas manos callosas. Un lento y pesado calor comenzó a extenderse por mi espalda. Él hizo una pausa para quitarme la camiseta por la cabeza y yo no me resistí.

Al llegar a los hombros que yo tenía tensos desde hacía muchas horas él apoyó más parte del peso de su cuerpo, extendió las palmas de las manos e hizo lentos círculos a lo largo de los contornos de los músculos. Cuando por fin quedaron más o menos de la consistencia de la gelatina pasó al cuello. Me dejé llevar involuntariamente por cada caricia y mi cabeza rodó conforme él se llevaba la tensión acumulada sobre la base del cráneo.

Cuando terminó ya no me dolía nada aunque era posible que me hubiera enamorado loca e irreversiblemente de las manos de Louis-Cesare. Puede que dijera algo al respecto porque él soltó una carcajada y rozó mi nuca con sus labios abrasadoramente cálidos.

—Vístete.

—Estoy pensando en ello.

No estaba del todo segura de que pudiera moverme.

Con unos dedos suaves como plumas peinó las puntas de mi pelo corto.

—Vístete antes de que llame a Elyas y le diga que mejor nos vemos mañana.

Ése sí que me pareció un buen plan.

—Y antes de que me tome esa pose tuya como una invitación.

Giré la cabeza y me lo encontré allí mismo, con el aliento sobre mi rostro y las pestañas rozándome las mejillas. No hubo ninguna decisión consciente. Puse una mano en su nuca, tiré de él hacia mí y mis labios encontraron los de él sin problema alguno, de forma natural, como si eso lo hiciéramos todos los días. Su sabor era sugerente, como de almizcle, e increíblemente dulce como los caramelos de mantequilla y azúcar justo antes de que se derritan en tu boca.

Un estremecimiento profundo lo sacudió por entero, hasta los huesos. Louis-Cesare me agarró por la nuca y me devolvió el beso profunda y vorazmente. Su piel ardía al contacto; su boca quemaba todavía más, húmeda y de pronto teñida con cierto sabor a sangre. La ternura había desaparecido, pero yo no la eché de menos. Aquello era mejor, era perfecto; una sensación que iba creciendo en espiral hasta quedar fuera de control para convertirse en descarado deseo.

Alargué las manos para enredarlas en la espesa mata de su pelo, enrollé la pierna a su alrededor. Él se aferró a mi culo con una mano y me apretó contra sí. Su cuerpo estaba ya duro bajo la fina tela de los pantalones. Uno de los dos gimió, no estoy segura de quién. Entonces él acercó los labios a mi oreja.

—Por favor, vístete —dijo él con voz ronca.

Tardé un segundo en comprender, pero cuando por fin lo capté me aparté y recogí la camiseta de mal humor.

—¡Decídete de una jodida vez! —le grité mientras me la ponía—. Primero me desnudas y luego me dices que me vista. Me metes la lengua hasta la garganta y al instante siguiente me sueltas un grito. ¿Sabes siquiera qué es lo que quieres?

—Por un lado están las cosas que queremos y por otro las que podemos tener —contestó él tenso—. Y la cordura reside en conocer la diferencia.

—Vale, ¿te importa traducírmelo?

Esperé, pero él no dijo ni una sola palabra más y su postura resultaba tan poco reveladora y tan poco atractiva como la de una estatua.

O como la de un tipo que acaba de acordarse de que su amante está esperándolo dos pisos más arriba.

Hay que joderse, me dije con amargura. Era exactamente igual que la vez anterior, solo que entonces yo no me había echado atrás. Había dejado que él tomara mi rostro entre sus manos y me había dejado llevar por sus caricias hasta caer, caer y seguir cayendo. Y todo para que al final me abandonara sin decir una palabra para ir en busca de su amante.

La misma mujer a la que iba a salvar esa noche. Una vez que la salvara todo terminaría. Él se marcharía y yo no podría esperar. Enganché la botella que me había dejado a medias y el saco abandonado en el suelo y me dirigí al dormitorio sin pronunciar una palabra más, con un amargo sabor a frustración en la boca.

Era la cerveza, me dije firmemente a mí misma.

El dormitorio de Mircea seguía siendo la aburrida extensión gris que yo recordaba. Igual que el resto del apartamento era de estilo ultramoderno, lustroso y minimalista; como una pieza trasplantada de una de esas torres de acero y cristal. No acababa de encajar con el vampiro encantador de otro mundo, pero tampoco encajaba el cegador baño blanco.

Sencillamente había cosas que no estaban hechas para estar la una al lado de la otra, me dije cruelmente mientras entraba en la ducha. Abrí el grifo a tope y me negué a pensar en nada que no fuera el infatigable caer del agua y la envolvente corriente. Pero no funcionó. Aunque por otra parte no hubiera debido de sorprenderme. La táctica llevaba un mes sin funcionar.

Él era un vampiro. Yo era una dhampir: había nacido para detectar al monstruo dentro de su bonito envoltorio. Y hasta ese momento tenía el récord: apenas me había equivocado. Pero en su caso todo me fallaba: el instinto, el entrenamiento y la experiencia. Cuando miraba a Louis-Cesare no veía a ningún monstruo.

Parte del problema residía en su talento único para aparentar que era humano. Yo jamás había conocido a ningún vampiro que reuniera en sí tantos pequeños detalles sin hacer esfuerzo alguno: que respirara como si de verdad necesitara respirar; cuyo corazón se acelerara nada más verme entrar en la habitación; que se ruborizara de pasión. De no haber sido por el escalofrío que me recorría la espina dorsal cada vez que nos encontrábamos, Louis-Cesare podría haberme engañado incluso a mí.

Pero no era su apariencia lo que me tenía tan confusa. Muchos vampiros parecían enteramente humanos y sin embargo no se comportaban en absoluto como tales. Desde los bebés recién transformados hasta los cónsules de edad, cada uno de aquellos malditos seres ponía de relieve el mismo interesado egocentrismo, el mismo frío sentido práctico y la misma inexorable crueldad.

Todos excepto el jodido Louis-Cesare.

Él no vivía según el código de los vampiros; tenía el suyo propio. Era clasista, le daba mucha importancia al precepto «nobleza obliga» y a menudo me producía fuertes deseos de darle un puñetazo, pero a pesar de todo seguía un código de conducta moral. No actuaba siempre según su propio beneficio, y el lío en el que se había metido con Alejandro era un claro ejemplo de ello.

Cualquier otro vampiro de los que conocía, de haber considerado a Tomas una verdadera amenaza, o bien habría sacrificado a Christine o bien habría matado a Tomas y habría recuperado a la chica. Unos cuantos le habrían hecho pagar después a Alejandro por el insulto, pero ninguno se habría molestado en considerar ninguna otra opción. Probablemente ni siquiera habrían visto que pudiera existir ninguna otra opción.

Los vampiros se emancipan cuando alcanzan el nivel de su maestro y a veces antes, porque cuanto más poderosos son más difíciles resultan de controlar. Llega un momento en el que mantenerlos como siervos acaba por traer más problemas que beneficios. Me imagino la cara que pondría Mircea si alguien le sugiriera que cediera buena parte de su poder personal durante más de un siglo solo para retener bajo su yugo a un vampiro que, por otra parte, no le fuera en absoluto de ninguna utilidad. Y sin embargo eso era exactamente lo que estaba haciendo Louis-Cesare.

Los vampiros de primer nivel no son todos iguales, sino que difieren según su poder, y era evidente que Louis-Cesare era más fuerte que Tomas. Pero a pesar de todo, el coste debía de haber sido enorme y constante; debía de haber supuesto un esfuerzo al que no era posible verle un fin. ¿Y para qué? ¿Por el beneficio de tener a un siervo al que ni siquiera conocía? Era el tipo de comportamiento que me producía dolor de cabeza porque contradecía todo lo que yo había aprendido siempre sobre el instinto egoísta e interesado de los vampiros.

Aunque daba igual. Fuera cual fuera su aspecto y se comportara como se comportara, Louis-Cesare era un vampiro. Y eso no debía olvidarlo.

Además tenía que buscar qué diablos ponerme. Mi intención no era tratar de competir: las fiestas de los vampiros no son más que una ocasión para eclipsar a los rivales, desarmarlos y dejarlos boquiabiertos, y mi armario jamás habría estado a la altura aunque lo hubiera tenido a mano. Sin embargo, tampoco quería llevar una camiseta vieja y apestosa que ni siquiera era mía.

Por suerte, Mircea mide poco más de un metro ochenta y dos y yo un metro cincuenta y siete, así que sus camisas me sirven de vestido y me llegan fácilmente a la mitad del muslo o más abajo. Y sin duda él puede permitirse el lujo de prestarme una. Mircea tiene el armario más grande que yo haya visto jamás: si a lo largo de los años no ha tenido una colección inagotable de amantes, entonces no lo entiendo.

Me había decidido ya por una camisa enorme y quizá hasta un fajín a modo de cinturón cuando vi una cosa de seda negra colgada de una percha detrás de la puerta al salir de la ducha. Era un vestido o algo así. Por arriba apenas tenía nada más que tirantes: el diseño estaba hecho de tal modo que enseñaba más de lo que tapaba, y sin embargo conseguía que la persona que lo llevara no pareciera una puta. La falda era todavía más problemática: era larga y negra y tenía una raja tan grande, que el hecho de que no llevara nada debajo iba a resultar un problema.

—Hay bragas y cosas encima de la cómoda —dijo Ray desde dentro del petate.

Lo había dejado aparcado en el suelo junto a la puerta. Lo recogí y miré por el agujero.

—¿Me estás espiando?

—¡Joder, sí! Sácame de aquí.

—¿Por qué? ¿Para que puedas verme mejor?

—Para que podamos hablar mientras te vistes.

—No voy a vestirme —le dije mientras me enrollaba una toalla alrededor y salía del baño.

El dormitorio estaba oscuro y vacío a excepción de la luz que salía del baño, así que me dirigí al salón. Louis-Cesare estaba en un sofá con las luces apagadas, contemplando las vistas sobre Central Park.

Alcé el vestido y pregunté:

—¿Qué es esto?

Él levantó la vista. Sus ojos estaban oscuros a la escasa luz de la estancia.

—He mandado que te lo suban.

—¡Es la una de la madrugada!

—El conserje —respondió él con sencillez como si hubiera descolgado el teléfono para pedir una simple pizza.

—Y también hay unos zapatos —añadí yo, que me había tropezado con un par de zapatos de satén negros de tacón al salir del baño.

—Querías vestirte para la ocasión

—Dije que quería darme un baño.

—… y se me ocurrió complacerte. Y complacerme a mí también. No te he visto nunca con un vestido.

Me crucé de brazos y me quedé mirándolo.

—¿Cómo sabías mi talla?

Él sencillamente se me quedó mirando. Bueno, sí, vale, yo también podía adivinar la suya con bastante exactitud. Eso no era difícil. Y tampoco es que importara.

—No voy a ponerme esto.

Él no apartó la vista de mí, en silencio durante un rato.

—¿Quieres pelearte conmigo, Dorina?

—¡Sí!

En ese momento eso era precisamente lo que deseaba.

—Si eso te complace —dijo él, parpadeando.

Lo había dicho con el típico tono de voz carente de interés que utilizan todos los vampiros jóvenes que aún no han aprendido a manipular con sutileza las cuerdas vocales. Sólo que Louis-Cesare jamás cometía semejantes deslices.

Los faros de un coche que pasaba iluminaron su cara por un instante. Su expresión tensa y vacía me produjo un desagradable sobresalto. Por primera vez me pareció un vampiro: el bello rostro, pálido y frío, como si estuviera esculpido en mármol; el pecho inmóvil, carente de respiración; los ojos fijos que no parpadeaban. Sentí un escalofrío recorrer toda mi espalda.

El hombre al que yo conocía era arrogante, impaciente, exigente, apasionado. No una sombra vacía. No aquella cosa.

—¿Qué demonios te ocurre? —exigí saber yo.

—Nada —respondió él con el mismo tono indiferente, inexpresivo, muerto.

Sí, eso resultaba convincente.