—¿Cómo me has encontrado? —exigió saber él.
En sus iris, de un azul cristalino, se reflejaba la ira. Sus ojos hacían juego con el azul de la camisa limpia que se había puesto con un pantalón gris marengo impecablemente planchado. El tejido de la camisa formaba finas rayas con los distintos tonos satinados del azul que no reflejaban la luz por igual, del mismo modo que su perfecto y brillante cabello. Mi pelo, en cambio, estaba revuelto, y llevaba una camiseta prestada empapada en sudor que olía a cigarrillos y a cerveza. Y ni siquiera había sido yo quien se había bebido esa cerveza.
Hice un gesto de mal humor.
—Te refieres a después de que me dejaras desnuda e indefensa en…
—Tú jamás estás indefensa, y te dejé tus armas.
—… una discoteca llena de vampiros…
—Monté un buen escándalo antes de irme. ¡Fue a mí a quien siguieron los hombres de lord Cheung!
—¡Ah, vale! Entonces no hay ningún problema.
Él frunció el ceño.
—¿Cómo me has encontrado? —repitió.
—Porque soy así de buena —mentí yo—. Y ahora deja que diga esto por las buenas. ¡Devuélveme la jodida cabeza!
—¡Ahora no podemos dedicarnos a hacer esto! —exclamó él, que trató de empujarme y de pasar por delante de mí.
Como si eso fuera a resultarle fácil.
Lo agarré de un brazo, lo hice girar y lo golpeé con fuerza contra la pared. Una cascada de fotografías enmarcadas, espejos pequeños y un florero que había sobre la mesa del pasillo cayeron al suelo.
—¡Pues claro que podemos!
Él hizo un gesto de mal humor y se apartó de la pared.
—Vete a casa, Dory.
—¡Dame lo que quiero y me iré!
Entonces apareció Radu en el dintel de la puerta de su habitación.
—Sé que la pregunta es estúpida incluso antes de hacerla, pero ¿no podríamos discutir esto como personas civilizadas?
Louis-Cesare lo miró por encima del hombro y luego dirigió la vista hacia mí con el ceño fruncido.
Dio un paso atrás y estiró un largo dedo del que colgaba mi petate, balanceándose.
—Ven a por él.
Me quedé mirándolo y dije:
—¡Ah, no!, no lo has traído aquí.
—Ah, sí, me ha traído aquí. ¿Vas a cogerlo o no? —preguntó Raymond desde las profundidades de mi petate.
—¿De verdad quieres hacer esto? —exigí saber yo—. Porque yo no pienso jugar limpio. Tú lo sabes, ¿verdad?
La respuesta de Louis-Cesare consistió en agarrarme por sorpresa de ambas rodillas y lanzarme a esquiar sobre la espalda por el suelo de madera del pasillo. Después de aterrizar de golpe primero, claro.
Sonreí. Vale, muy bien, entonces.
—Eso me figuraba —suspiró Radu.
Yo había acabado al borde de las escaleras, con las rodillas levantadas y con Louis-Cesare encima. Así que por supuesto lo empujé. Salió volando por encima de mi cabeza, pero no cayó muy lejos, porque los de seguridad estaban de vuelta otra vez. Aterrizó sobre un par de guardias que por un segundo lo sujetaron y lo retuvieron, hasta que se dieron cuenta de que era uno de los huéspedes. Eso me concedió unos instantes para ponerme en pie de un brinco y derribar un reloj de péndulo de pared.
Cayó por las escaleras repicando hasta que Louis-Cesare le dio tal golpe para apartarlo a un lado, que quedó convertido en un montón de rítmicas astillas. Y lo mismo le ocurrió a una escultura de mármol, a un cuadro con un pesado marco dorado y a una enorme planta en una maceta. Los trastos que se fueron amontonando de ese modo en la escalera provocaron los traspiés y las caídas de unos cuantos vampiros, así que yo aproveché para sacar de mi bolsa la esfera desorientadora, con lo cual todos se quedaron parados, mirándola llenos de perplejidad.
A excepción de Louis-Cesare, que con un solo movimiento fluido e inhumano llegó a lo alto de las escaleras y volvió a cogerme de ambas rodillas y a lanzarme de vuelta a patinar en sentido contrario por el pasillo, solo que esa vez sobre la larga alfombra. Estaba clavada al suelo, así que no se movió. Fui yo la que acabó con toda la espalda quemada.
—¡Aaauuuujjjj! —grité.
—Todo esto no habría sido necesario si tú hubieras… —comenzó a decir Louis-Cesare. Entonces olió la sangre, me dio la vuelta y me levantó la camiseta—. Dieu! ¡Nunca sé qué hacer contigo!
—¿Por qué no pruebas a decirme la verdad?
—¿Y cómo ibas a saber tú si te estoy diciendo la verdad o no? —preguntó él con la severidad y la dureza de un cuchillo, capaz de cortar el acero.
—Inténtalo.
Pero en lugar de ello él me pasó la mano suavemente por la espalda, tratando de aliviarme, calmarme y curarme.
—La verdad es que tu padre ya no tiene vela en este entierro —dijo él. Sentía su aliento en el oído porque él estaba inclinado sobre mí, escudándome de las miradas de los guardias—. Él ha perdido. Puede que no esté acostumbrado, pero de todos modos es…
—¡Por última vez, no sé de qué me estás hablando! —exclamé yo, desesperándome.
—Y entonces, ¿qué haces aquí?
Sentí deseos de hacerle exactamente la misma pregunta yo a él y de decirle, por ejemplo, que este asunto no era problema suyo. Pero si quería que él me diera respuestas, probablemente yo también tendría que soltar prenda. Y por otro lado tampoco es que se tratara de un tremendo secreto.
—Trabajo como free lance para la Agrupación de Fuerzas contra el Contrabando. Ya sabes, esa a la que se suponía que tú debías de ayudar. Y no porque Mircea haya chasqueado los dedos. Da la casualidad de que me gusta la idea de que la guerra se acabe cuanto antes y de que los fabricantes de armas se mueran sin un duro.
—¿Y eso es todo?
—¡Sí! ¡Eso es todo!
Louis-Cesare frunció el ceño y dejó las manos quietas sobre mi culo.
—¿Y por eso es por lo que quieres al vampiro? ¿Porque sospechas que se dedica al contrabando?
—¡Pues por el placer de su compañía no es, desde luego!
—¡Lo mismo te digo! —se oyó desde el saco, que había ido a aterrizar junto a la pared.
—¿Por qué?, ¿tú para qué lo quieres? —pregunté yo entonces, profundamente confusa en ese momento.
—¡Para intercambiarlo por Christine!
Parpadeé. Vale, jamás se me habría ocurrido esa posibilidad en primer lugar. Christine era la antigua amante de Louis-Cesare, a quien habían secuestrado para hacerle chantaje. Un vampiro acostumbrado a salirse siempre con la suya le había pedido a Louis-Cesare que se batiera en un duelo por él. Uno de sus subordinados lo había desafiado, y si perdía el duelo no solo perdería su posición, sino también su vida.
Ese tipo de sustituciones eran habituales y estaban admitidas dentro de las leyes de los vampiros, y Louis-Cesare había luchado en sustitución de otras personas muchas veces. Pero en esa ocasión el vampiro en cuestión era Alejandro, el director del Senado latinoamericano: un sádico reconocido como tal y que a menudo hacía cosas que hacían palidecer incluso a los mismos vampiros. En general en ese momento en concreto todos los vampiros estuvieron de acuerdo en que nadie lo echaría de menos si le ocurría algo, y yo supongo que Louis-Cesare debió de pensar lo mismo porque le contestó que se enfrentara él solito a sus propias batallas. Y eso era lo que había hecho Alejandro: había secuestrado a Christine y había jurado devolverla solo cuando su enemigo estuviera muerto.
A diferencia del resto de los vampiros, Louis-Cesare parecía tener escrúpulos a la hora de asesinar fríamente a alguien. Había derrotado a Tomas, el subordinado que había desafiado a su maestro, pero se había negado a matarlo porque decía que el único crimen que había cometido era intentar librar al mundo de un monstruo. Así que Alejandro se había negado a soltar a Christine. Era el típico caso de costumbres vampíricas brutales de las cuales los juzgados estaban llenos y en las cuales las vidas que se arruinaban eran consideradas como insignificantes siempre y cuando se alcanzara el objetivo deseado. Yo misma había apoyado con ímpetu tales costumbres y en general me habría mostrado compasiva con la víctima.
De no haber sido porque todo esto había ocurrido hacía ya un siglo.
—¿Y eso es lo que has estado haciendo? —exigí saber yo, abochornada.
Louis-Cesare me permitió darme la vuelta, pero no me dejó ponerme en pie. Cosa que habría estado bien si no hubiéramos tenido una audiencia de guardias mirándonos y si yo no hubiera estado lívida.
—¡Estamos librando una guerra y tú todavía estás con…! ¡Dios! ¡Pero si lleva secuestrada un siglo! ¿Qué puede importar un par de años más…?
—Ella no dispone de un par de años más.
El jefe de los guardias parecía haberse recobrado porque puso una mano sobre mi brazo.
—Señor, ¿quiere usted que me…?
Louis-Cesare le apartó la mano de mi brazo. Yo aproveché el instante de distracción para colocar una rodilla en su punto sensible y cuando él retrocedió, salí rodando de debajo de él. Cogí mi saco, me puse en pie y salí corriendo por el pasillo en dirección contraria a las escaleras. Estábamos en un primer piso, así que podía saltar con bastante facilidad.
Louis-Cesare agarró la cinta del saco y tiró, pero yo esperaba que hiciera ese movimiento. Tenía ya un cuchillo en la, mano y corté la cinta de nylon. Él dio un paso atrás y yo saqué un pie por la ventana. Casi conseguí que saltara por los aires.
—¡Malditos sean!
—¿Y ahora qué? —exigió saber Louis-Cesare.
—Los hombres de Cheung. Creí que se habrían marchado.
Él miró discretamente por la ventana y se ganó una segunda salva de disparos por parte de los vampiros acampados en la acera de abajo. Entró dentro y se volvió contra los guardias de seguridad.
—¿Por qué no los habéis echado de aquí?
—¡Señor! —comenzó a decir el guardia que estaba al mando, que comenzaba ya a dar muestras de tensión—. El director pensó que era mucho más preocupante que hubiera una dhampir aquí dentro que…
—¿Que un grupo de mercenarios en la calle, disparando por las ventanas?
—Con el debido respeto, señor, ellos disparan hacia la ventana porque la han visto —contestó el jefe, lanzándome una mirada despectiva.
Yo le enseñé los colmillos.
Louis-Cesare no parecía tampoco muy feliz. Miró el reloj.
—Radu, te ofrezco mis disculpas. Pero tengo que…
—Sí, sí, tranquilo, aquí estaremos bien. Vete —le dijo Radu, haciéndole un gesto con la mano en señal de que se marchara.
—¿Huir otra vez? —pregunté yo.
—No tengo elección.
—Explícamelo —dije yo, dando un paso atrás.
Dejé el saco en el suelo, entre la pared y yo. Ray sacaba la nariz justo por encima de mi culo, pero de ninguna forma estaba dispuesta a que Louis-Cesare volviera a quitármelo de las manos.
—Dorina…
—Es mucho más fácil y rápido si tratas de convencerme que si te peleas conmigo.
Él dijo algo en francés en un tono demasiado coloquial como para que yo lo tradujera, pero de todos modos supongo que daba igual. Porque él solito pareció llegar a la misma conclusión.
—Alejandro juró que Christine seguiría viva mientras Tomas no supusiera una amenaza para él —soltó Louis-Cesare bruscamente—. Durante un siglo me vi forzado a mantenerlo bajo mi yugo, o bien conmigo en persona o en todo caso virtualmente prisionero en mis propiedades. Pero hace un mes él consiguió escapar y por mucho que lo he buscado, no logro encontrarlo.
—Mircea dice que se esconde en Fantasía —repicó Radu desde el umbral de la puerta.
Al instante Radu entró en su habitación y cerró la puerta para evitar otra descarga de disparos, que terminaron por llevarse los últimos retratos que quedaban en la pared.
—Lo cual significa que está fuera de mi alcance —añadió Louis-Cesare con la mandíbula tensa—. Y para empeorar todavía más las cosas, Alejandro se enteró de que Tomas se ha escapado y me ha informado de que tengo treinta días para volver a garantizarle que está a salvo.
—Por eso te marchaste tan bruscamente el mes pasado —dije yo.
Había estado preguntándome la razón. Nuestra relación no había durado mucho, pero sí había sido… intensa. Y no habría estado mal que nos despidiéramos.
—Sabía que si no encontraba a Tomas cuanto antes, la vida de Christine estaría en peligro.
—¿Y es que Ray sabe dónde está Tomas? —pregunté yo, confusa.
No terminaba de comprender dónde encajaba exactamente el propietario de una sórdida discoteca en todo aquel asunto.
—No. Pero puedo intercambiarlo por ella.
—¿Cómo?
Alguien decidió lanzarnos en ese momento una granada. Louis-Cesare la cogió al vuelo y volvió a lanzarla, pero estalló a medio camino y rompió lo que quedaba del cristal de la ventana. Y por el ruido que hizo, creo que rompió otras ventanas que había cerca. Los guardias que estaban con nosotros decidieron que después de todo quizá yo no fuera la amenaza más importante. Salieron corriendo escaleras abajo. Momentos después el ruido de la lucha en la calle aumentó y enseguida se unió el de las sirenas distantes.
—Alejandro sabía que yo tendría a gente observando cada uno de sus movimientos —continuó explicándome Louis-Cesare a toda prisa—. Y tenía miedo de que comprara la lealtad de su propia corte. Así que envió a Christine con Elyas, que es del Senado europeo. Alejandro tiene tratos con él.
—¿Y no pudiste encontrarla antes de que comenzara todo esto? Tú eres su maestro.
—Ahora ya no. Alejandro rompió mi lazo con ella y estableció el suyo.
Por supuesto, debería habérmelo imaginado. De vez en cuando los vampiros maestros comerciaban con sus siervos. O los perdían en los duelos y los recuperaban cuando esos maestros morían. Y una de las primeras cosas que hacían con cualquier nueva adquisición era establecer su control sobre el siervo, reemplazando la sangre del vampiro maestro con la suya.
—¿Y cómo descubriste tú que la tenía él?
—No lo descubrí. Él se puso en contacto conmigo anoche y me ofreció un trato.
Tardé un minuto en comprenderlo porque el asunto era realmente absurdo.
—¿Elyas quiere cambiarte a Christine por Raymond?
—En cierto sentido. Lo que él quiere es uno de los objetos que Raymond ha pasado de contrabando recientemente desde Fantasía. Elyas estaba implicado en una riña por la puja por ese objeto, y perdió.
—Ya, deja que adivine. No lleva bien eso de perder.
—Bueno, en ese sentido me recuerda mucho a tu padre.
—¿Mircea también está implicado en la subasta? —pregunté yo con el ceño fruncido.
—Sí, pero él no podía presentarse personalmente y dar la cara. Habría resultado muy raro que el director de la nueva agrupación de fuerzas se beneficiara públicamente del contrabando. Así que mandó a un representante.
Louis-Cesare dirigió la vista entonces más allá de mí, hacia su padre, que de nuevo se asomaba por la rendija de la puerta de su dormitorio.
Los ojos azul turquesa de Radu expresaban preocupación. Había deshecho la mayor parte de las borlas de seda de la bata.
—Bueno, yo no lo sabía —dijo Radu, enfadado—. Él simplemente quería que yo pujara por él.
—¿Y eso no te pareció raro? —le exigí saber yo.
—¿Por qué iba a parecérmelo? Lo he hecho antes miles de veces. Siempre suben los precios cuando descubren que un senador está interesado en un objeto.
—Vale, así que fuiste en representación de Mircea a la subasta, pero no conseguiste el objeto.
—¡No fue culpa mía! Yo seguí pujando y pujando, pero el precio no hacia más que subir y subir. ¡Era sencillamente ridículo!
—Así que Mircea también perdió —dije yo, volviendo la vista hacia Louis-Cesare—. Y entonces tú te figuraste que me había mandado a mí… ¿para qué?, ¿para robar lo que no había podido comprar?
—Es imposible robar algo a menos que sepas dónde está. Y Raymond es quien dirigía la subasta.
—¡Hijo de puta!
Odiaba que jugaran conmigo, y sobre todo que lo hiciera mi propio padre. Quizá porque había ocurrido ya demasiadas veces.
—Mircea me mandó a buscar a Ray, pero no me contó qué era lo que tenía que preguntarle. Me figuré que era por ese anillo de portales que hemos estado buscando.
—Y no me cabe duda de que al final el tema habría surgido, pero solo después de que lord Mircea hubiera conseguido su objetivo principal.
—Le dije que era mejor que lo dejara —intervino Radu—. Mircea me dijo que no reparara en gastos, ¡pero estábamos hablando del coste de un pequeño estado! Y no era más que una runa vieja. ¡Tiene una perra con ella!
Sentí una especie de grito en mi cerebro.
—¿Una runa vieja?
—Sí, una cosita pequeña y fea.
—¿Tenía nombre? —seguí preguntando yo, a propósito.
Louis-Cesare entrecerró los ojos.
—Has dicho que querías al vampiro por el contrabando —dijo Louis-Cesare.
—No, ésa es la razón que me dio a mí Mircea. Yo acepté el trabajo por Claire.
—¿Tu amiga fey?
—Claire está buscando una cosa pequeña que han robado recientemente de la casa real de los blarestris.
Nadie había acusado jamás a Louis-Cesare de ser lento a la hora de captar las cosas. Sus ojos azules se cerraron formando dos ranuras de duro lapislázuli.
—¡No!
—¡Sí! ¡Es de su propiedad!
—¡Es la vida de Christine!
Louis-Cesare me robó la bolsa con un solo movimiento tan rápido, que hasta yo tuve problemas para seguirlo. La tenía yo, pero al instante siguiente estaba en sus manos.
Conseguí agarrar la bolsa, pero él no la soltó.
—¡La vida de Aiden está en peligro si no recupero esa maldita cosa!
—¿Aiden? ¿Quién es…?
—¡El hijo de Claire! La mitad de los feys quieren matarlo y la otra mitad no está muy segura de que no sea una buena idea. ¡La runa es su única protección!
—¡Él tiene un ejército para protegerlo! ¡Christine no tiene a nadie!
Lo miré a los ojos y tiré de la bolsa con tanta fuerza, que la lona comenzó a rajarse.
—Si tanto quieres a Christine, lucha con Elyas por ella.
—El Senado ha prohibido los duelos entre maestros mientras haya guerra.
—Entonces cómprala.
—¿Crees que no lo he intentado? —preguntó Louis-Cesare soltando la bolsa tan bruscamente, que me di con la espalda contra la pared—. ¡Le he ofrecido dinero, mi voto en todos los asuntos del Senado y hasta mi espada para batirme en todos sus duelos! ¡Pero solo está dispuesto a cambiarla por la runa!
—Podríamos intentar involucrar al Senado…
—El Senado no intervendrá en un asunto particular entre dos senadores.
—A tu cónsul, entonces.
Quizá lográramos persuadir al vampiro sénior al mando del Senado para que ayudara a uno de sus miembros más valiosos, y sin duda la habilidad de Louis-Cesare con la espada constituía una gran ventaja.
—¡Dorina! ¿De verdad crees que no he pensado en todas las opciones? Me dijeron confidencialmente que como se me ocurriera mostrarme tan irresponsable como para hacer de esto un problema político, ellos alargarían las deliberaciones hasta después de la muerte de Christine. ¡Christine les da igual! ¡Lo único que les importa es su preciosa alianza!
Bien, vale, eso también lo veía yo. Los Senados habían unido sus fuerzas recientemente para luchar contra un enemigo mayor, y después de siglos de desavenencias y desconfianza mutua esa alianza no era precisamente la más sólida. De ningún modo estaban dispuestos a ponerla en peligro por un solo vampiro. Pero eso no alteraba ni lo más mínimo mi posición.
—Pero a mí sí me preocupa un niño pequeño que merece la oportunidad de crecer.
Louis-Cesare se quedó mirándome por un momento. Después se apartó y soltó un grito de frustración y angustia.
—¿Qué quieres que haga yo? —me preguntó en tono exigente, girándose para mirarme a la cara otra vez—. ¡Soy responsable de la mujer cuya vida arruiné! ¡Tengo que arreglar lo que hice!
—Tú no le arruinaste la vida. Tú la salvaste.
Louis-Cesare había convertido a Christine en una vampira para salvarle la vida. Y por lo que yo había oído decir, ella se había mostrado muy poco agradecida.
Vi cómo le latía el pulso perceptiblemente en una vena del cuello.
—No se puede salvar a una persona que no quiere que la salven. Ella cree que está condenada por mi culpa. Yo no puedo cambiar el pasado, pero sí puedo intentar evitar que pague el precio de otro de mis errores.
—No si eso implica…
Me interrumpí y dejé de hablar. Radu estaba en el pasillo, sacudiendo nerviosamente las manos.
—¡Acaban de llamar de recepción! ¡Lord Cheung se marcha!
Me lamí los labios. Louis-Cesare sería castigado si infringía la prohibición del Senado. Y probablemente con severidad. Pero él prefería infringirla antes que ceder. Era más cabezota que nadie y tenía orgullo para dar y tomar.
—Lo compartiremos —le ofrecí yo.
—¿Y cómo vamos a compartirlo?
—¿Cuándo tienes que encontrarte con Elyas?
—Ahora. Iba a marcharme cuando has llegado tú.
—Entonces iremos juntos. Tú le has prometido la información, así que se la darás. Pero yo estaré allí para oírla al mismo tiempo que él.
—Pero a ti eso no te garantiza nada.
—Ésta es mi ciudad, estoy en mi terreno. Tengo contactos que él no puede siquiera imaginar, y no tengo intención de jugar limpio. Llegaré antes que él.
Por la cara que puso Louis-Cesare habría jurado que quería decir algo más, pero entonces oímos ruidos de botas subiendo por las escaleras. No había tiempo.
—De acuerdo.
Gunther apareció en el dintel de la puerta de su habitación con una Luger en la mano y un cartucho en la cintura. Su aspecto era un tanto incongruente vestido con la bata de satén azul.
—Vale, lo retiro —me dijo, dirigiéndose hacia las escaleras—. Sí sabes cómo montar un buen escándalo.
—¿De verdad eres guardaespaldas?
—Me gusta la variedad.
Miré su arma y añadí:
—¡Pero si van a hacerte trizas!
—No voy a luchar con ellos. Voy a preguntarles qué quieren y así vosotros conseguiréis unos minutos más. Te sugiero que los aproveches.
Gunther desapareció por las escaleras y Radu salió volando de su habitación y corrió por el pasillo, arrastrando a Ray del brazo con él. Me empujó a mí para que entrara en la habitación de Louis-Cesare y al mismo tiempo me puso algo en la mano con fuerza.
—Es nuevo. En parte he venido a la ciudad a por él. Por favor, por favor, ¡Dios, por favor, no lo rayes!
—¿Y tú?
—Ahora, con la tregua, lord Cheung no se atreverá a hacerme daño, y de todos modos si vosotros dos os vais, no tendrá ninguna razón para atacarme.
Radu abrió la pesada y antigua puerta del armario, apartó la ropa y me empujó a mí dentro. Yo estaba a punto de preguntarle qué era lo que creía que estaba haciendo cuando él volvió a empujarme y comencé a caer.
Me deslicé de espaldas con la cabeza por delante por una especie de tubo de lavandería, pero caí sobre un suelo de cemento con un fuerte golpe. Y un segundo más tarde llegó Ray, que me sacó todo el aire de los pulmones al caer con sus rodillas encima de mí. Me habría gustado quedarme allí tumbada un ratito, tratando de recuperar la respiración, pero entonces llegó Louis-Cesare. Aterrizó de pie, el muy bastardo, y me ayudó a incorporarme. Pero solo para quitarme las llaves.
Estábamos en un garaje situado en la planta del sótano, repleto de vehículos fabulosos. No cabía duda de cuál era el de Du. Teníamos prisa, pero a pesar de todo me tomé un par de segundos para admirarlo. El Lamborghini Murciélago descapotable se los merecía. Maldita sea, me dije mientras notaba cómo iba surgiendo una inevitable sonrisa en mi rostro. Y luego eché a correr hacia aquella nueva y cotizada aventura.