Un rápido vistazo por el retrovisor me demostró que el cupé volvía a la carga con el parabrisas delantero abollado, pero aparentemente sin ningún otro daño. Y además se había echado un colega, un sedán negro. Pasó por delante del accidente a una buena velocidad, luego por delante del cupé y por fin se acercó a nosotros deprisa.
Ray meneó una mano desesperadamente y me enseñó el mapa. «Está en el club. He reconocido la alfombra».
—¿En el night’s club? ¿Y por qué iba a volver a…?
El sedán chocó con nosotros por detrás. El golpe fue bestial. Salimos disparados dando vueltas hacia la intersección y no le dimos a un motorista por poco. Pero sí le dimos a una farola. Por suerte el Impala era de la era en la que todavía se construían los coches como si fueran tanques. Y más suerte aún fue que la farola fuera a caer encima del sedán al tratar de seguirnos por la calle Leonard; el parabrisas se le llenó de grietas blancas. Las cosas comenzaron a irnos mejor. Hasta el momento en el que el cupé derrapó por detrás de nosotros y nuestra rueda delantera izquierda comenzó a desinflarse.
Yo no sabía si es que habíamos pisado un cristal o si la rueda había estado hecha polvo desde el principio, pero de un modo u otro estábamos jodidos. Entonces una bala pasó zumbando por el aire como si se tratara de un signo de exclamación que quisiera resaltar mi pensamiento. Se llevó por delante el espejo retrovisor del conductor. Ray volvió a ponerme el mapa delante de la cara.
El mapa se agitaba con la brisa y tampoco había demasiada luz. Pero a pesar de todo conseguí ver el círculo que había dibujado alrededor de una calle cinco o seis manzanas más adelante.
—Mira el mapa —le dije con impaciencia—. Ésa es una calle sin salida.
Ray volvió a quitarme el mapa y escribió la palabra «portal». Reescribió varias veces cada letra.
—¡Eso no nos sirve para nada! ¡Si paro nos matarán antes de que lleguemos a cualquier sitio!
Por no mencionar que los portales me producían escalofríos, y eso cuando sabía adónde conducían.
Ray sacó un puño y aporreó el lugar del mapa repetidamente. De haber tenido cabeza sin duda estaría gritando.
—¡Ya lo pillo! —grité yo, apuñalándolo también con el dedo—. ¡Pero no puedo parar y los coches no pueden atravesar los portales!
Volvieron a golpearnos por detrás antes de que él pudiera responder y además perdió el bolígrafo, que salió volando. Aunque en realidad Ray ya no lo necesitaba. Yo no sabía cuántas posibilidades teníamos de sobrevivir con el portal, pero seguro que más que quedándonos allí.
—Más vale que tengas razón —le dije yo.
De inmediato viré con brusquedad a la izquierda.
No hay muchas calles sin una verdadera salida en Manhattan, pero ésta no la tenía. A cada lado se alzaban edificios altos y las aceras eran estrechas, y de frente más de lo mismo. Había un callejón lateral con una acera solo para los peatones que atajaba hasta la calle paralela, pero no era lo suficientemente ancho como para que cupiera un coche. Aunque tampoco importó porque Ray arrancó los paneles de contrachapado que recubrían la fachada del restaurante de la esquina con la rueda.
Seguimos adelante a unos sesenta y cinco kilómetros por hora, que no es mucho excepto si vas arañando una pared de madera. Y según parecía el contrachapado dela fachada era de madera de verdad, porque se hizo astillas y salió volando en todas direcciones. Igual que el cristal, el ladrillo y el yeso que salió de la sólida pared del lado contrario. Y debía de haber también un portal en funcionamiento en alguna parte por allí, porque yo sentí las típicas náuseas al alcanzarlo.
Jamás había oído decir que estuviera permitido pasar con un vehículo por un portal, y en ese momento comprendí por qué. De pronto la carretera dejó de existir, no había ningún camino ni arriba ni abajo, no había nada más que una mancha de color y un estruendo de ruido; un instante fuera de control. Nos vimos arrojados por aquel largo esófago, retorcidos violentamente y por fin lanzados a una tranquila calle a la sombra de los árboles. Pero boca abajo.
Caímos de golpe contra el suelo. Terminamos de destrozar lo que quedaba del techo del coche y rompimos las ventanillas que todavía estaban enteras. Dimos dos vueltas de campana. Entonces chocamos contra algo que había en la carretera y que nos hizo echarnos a un lado, hacia la curva y hacia un árbol enorme que había más allá. No pude hacer nada: el motor se había parado y, de todos modos, tampoco tuve tiempo. Así que me preparé para el impacto.
Pero no se produjo ningún impacto. En lugar del golpe, el coche siguió rodando con una ola de chispas hacia el lateral de la carretera mientras un montón de trocitos de metal iban haciendo agujeros en la calzada. En parte fueron aminorando nuestra velocidad, pero a pesar de todo llegamos a la curva con la suficiente fuerza como para salirnos de la carretera. Y así seguimos rayando toda la cuneta hasta que por fin paramos al filo del arcén. Allí se quedó el coche, balanceándose durante un largo rato como si estuviera decidiendo si entregar o no su alma al diablo. Entonces soltó una especie de aullido metálico y lentamente volvió a posarse sobre las cuatro ruedas.
Me aferré al volante con manos firmes, preguntándome por qué no estaba hecha mil pedazos cuando el coche había botado y rebotado arriba y abajo como una barca en un mar tempestuoso. Finalmente tragué y desvié la vista a un lado. Ray se agarraba al asiento. Se aferraba al respaldo, rodeándolo con una pierna y temblando desde el tronco descabezado hasta la punta del pie.
—Te dije que te abrocharas el cinturón —le dije con voz temblorosa.
Ray me habría sacado obscenamente el dedo corazón levantado hacia arriba si eso no le hubiera exigido moverse, pero el asiento y él parecían haberse convertido en un solo ente. Y eso era un problema, porque todavía seguíamos metidos en un berenjenal. Si nosotros habíamos podido usar el portal, entonces los vampiros también podían usarlo. Solo tenían que averiguar dónde estaba. Y no tardarían en descubrirlo porque no hay tantas formas de desaparecer.
—Vamos, Ray —le dije, tirándole de la manga.
Pero él no estaba dispuesto a escuchar. Se aferraba al asiento como si fuera un salvavidas; enterraba profundamente los dedos en la mullida piel.
—¡Tú sabes que no podemos quedarnos aquí!
Nada.
Traté de arrancarle los dedos de allí manualmente, pero en cuanto lograba soltar uno, ¡zas!, volvía a clavarlo al asiento.
—Es como una montaña rusa, Ray. Si no sales, te dan la vuelta otra vez.
Eso funcionó. Salió trepando de los restos del coche. Pero entonces el portal se activó otra vez y yo tuve que arrastrarlo dentro de nuevo. El coche no iba a volver a arrancar o si lo hacía, desde luego no andaría. Pero yo de todos modos lo arranqué porque era todavía más improbable que dejáramos atrás a un grupo de vampiros maestros a pie.
Por increíble que parezca, el motor arrancó. Solté un grito de incredulidad y pisé el acelerador. Por un segundo no ocurrió nada. Entonces las ruedas más desinfladas aplastaron el asfalto con un ruido como de aleteo, y lentamente salimos rodando hacia delante. Habíamos recorrido más o menos media manzana cuando el cupé surgió desde la nada por la carretera por detrás de nosotros.
Aterrizó en un extremo de la calle con un golpe tan fuerte, que dio un salto mortal en el aire antes de caer aplastado de nuevo casi encima de nosotros. De haber sido humanos los ocupantes habrían muerto, pero para los vampiros el accidente no supuso ningún inconveniente de importancia. Comenzaron a salir del coche y uno de ellos nos vio. Tres siluetas negras borrosas echaron a correr entonces por la carretera hacia nosotros. Pero súbitamente desaparecieron.
Tardé un segundo en caer en la cuenta de que los había alcanzado el sedán, que debía de haber surgido lanzado por el portal a más de ochenta kilómetros por hora para caer justo encima de ellos. Después chocó contra un árbol y estalló en llamas. Yo me quedé ahí sentada un segundo. Me ardían las mejillas, observaba cómo volaban los trozos del coche por el aire y trataba de comprender cómo es que habíamos tenido tanta suerte.
Y entonces comencé a ver luces reflejadas en la piedra caliza y roja de los edificios a lo largo de toda la calle, que no parecía tener un tráfico intenso y mucho menos de nuestra sospechosa variedad. Probablemente en ese momento había ciudadanos preocupados, llamando a la poli y ofreciéndome otra razón más para huir. Pisé el acelerador y despegamos, pero solo conseguimos alcanzar unos treinta kilómetros por hora.
Me mordí el dedo pulgar preguntándome de cuánto tiempo dispondríamos. Me figuré que no sería mucho. Quizá los vampiros implicados en el accidente múltiple hubieran quedado fuera de servicio, pero eso no importaba porque habían tenido tiempo de sobra para llamar y pedir refuerzos durante la persecución. Y con dos ruedas pinchadas, un motor que aullaba y algo que parecía como si se hiciera migas peligrosamente bajo el salpicadero, de ninguna manera podríamos dejarlos atrás. Teníamos que volver a la tierra, solo que en cuanto lo hiciéramos los sabuesos nos encontrarían.
Por esa razón detestaba las afueras, pensé mientras contemplaba las piedras de arenisca rojiza tan bien colocaditas de las casas de los ricos. Guardaban sus coches en lujosos garajes con aire acondicionado. Eso por no mencionar que probablemente eran todos últimos modelos a los que yo no habría podido hacer un puente aunque hubiera tenido las herramientas de las que ni siquiera disponía. Yo era una chica preparada para sobrevivir en el centro de la ciudad, y aquél era un territorio extraño.
Apreté los dientes para reprimir lo que sospechaba que habría sido una cadena de obscenidades que habría durado una hora entera. Porque no disponía de una hora. Tenía que pensar, me dije. ¡Vamos! Yo había vivido allí durante años. Tenía que haber alguien a quien…
Vi de refilón el cartel de la calle siguiente y pisé el freno a fondo. Saqué la cabeza para estar segura. Dejé el Impala en el centro de la carretera, arrojé la chaqueta sobre el muñón de Ray y lo arrastré conmigo. Pensándolo bien, sí conocía a una especie de tipo que vivía en las afueras.
Sólo esperaba que estuviera en casa.
«Casa» para un maestro sénior que tiene por costumbre viajar fuera de su territorio puede significar muchas cosas. Para los que trabajan para el Senado por lo general significa cualquiera de las muchas propiedades del Senado a lo largo y ancho de este mundo. Pero si viajan por placer o si sus intenciones no son buenas y no quieren que sus compañeros del Senado se enteren, entonces suelen alojarse en casa de un subordinado. Pero ¿y si no tienen ningún esclavo en la zona? Entonces se dirigen al equivalente para un vampiro de un hotel: van al club.
El club es una propiedad de los vampiros que cuenta con la aprobación del Senado y que tiene sucursales en la mayor parte de las ciudades importantes. Proporciona una estancia con todo tipo de lujos a los maestros que están de visita y lo más importante de todo: les ofrece seguridad. Pero si alguien no figura en la lista oficial, no entra. Y por supuesto yo no estaba en esa lista.
Por suerte sí estaba en la lista de alguien que figuraba en la lista oficial.
—Raymond Lu quiere ver al príncipe Radu Basarab —le dije al diminuto calvo pintarrajeado que hacía de empleado tras el mostrador.
No me respondió. Estaba demasiado ocupado quedándose con la boca abierta ante el cuello vacío y sanguinolento de Ray. Durante la loca carrera para llegar hasta allí se le había escurrido la chaqueta y hasta yo tenía que admitir que su aspecto resultaba asqueroso. Sin embargo había dejado por fin de sangrar y eso ya era algo.
—Eh… es que…
—Radu Basarab —repetí yo muy despacio—. Está aquí, ¿verdad?
El vampiro tragó. Su mano había desaparecido por debajo del mostrador y no dejaba de mover el hombro repetidamente para apretar el botón de emergencia. Miré por encima del hombro y deseé que el encargado de seguridad llegara cagando leches. Pero entonces fue ya demasiado tarde.
Se oyó el rugido de un camión acercándose por la calle. Iba cargado de hombres. Iban todos sentados en la parte de atrás en dos bancos, el uno frente al otro, igual que un puñado de soldados que se dirigieran al frente, lo cual resultaba un tanto fuera de lugar en aquella zona. Y sin embargo la descripción era bastante exacta, según pude comprobar un segundo más tarde, al incidir la luz de una farola sobre un rostro conocido.
Era el rostro de uno de los chicos de Cheung: el tipo con el que me había peleado en el almacén. Debía de ser un maestro de nivel sénior porque de otro modo el disparo lo habría matado. Pero en lugar de estar muerto solo estaba lívido y tenía un par de cicatrices en forma de cruz que le fruncían el semblante para desaparecer por debajo del cuello de la camisa limpia y recién puesta. Probablemente se la había quitado a un subordinado porque le estaba demasiado pequeña y tenía una depresión enorme a la altura donde debía de haber estado el estómago. Se curaría con el tiempo, por supuesto, pero mientras tanto su aspecto era un tanto malhumorado.
Caramarcada me espió con la boca abierta por el cristal emplomado de la puerta principal. Pero sólo durante una décima de segundo, mientras me apuntaba con su escopeta. Yo me eché a un lado. El cartucho hizo un agujero en la puerta y entró en el vestíbulo. Se habría llevado la cabeza de Ray si la hubiera tenido, pero en vez de eso destrozó el caro panel de madera de detrás del mostrador.
—No importa. Yo misma lo encontraré —le dije al recepcionista.
Arrastré a Ray.
Corrimos por el vestíbulo y fuimos a encontrarnos directamente con el grupo de seguridad, que iba bien armado.
—¡Oh, Dios mío, mirad lo que han hecho! —grité yo señalando a Ray que, para complacerme, se dejó caer contra la pared.
El guardia de seguridad se asustó y se echó atrás. Después se puso serio, y él y el resto del equipo pasaron corriendo por delante de nosotros en dirección al vestíbulo.
Ray y yo seguimos adelante por el pasillo. Escuchamos el eco de los disparos, de los cristales rotos y de los juramentos. Un camarero que salía en ese momento de la cocina con una bandeja llena de vasos vio a Ray y lo dejó caer todo al suelo.
—¿Has visto al príncipe Basarab? —le pregunté yo.
El camarero se quedó ahí parado, se llevó la bandeja al pecho y la apretó con fuerza sin decir nada. Así que lo empujé con un dedo. Dio un salto del susto y se quedó mirándome.
—¡Radu! —repetí yo.
Señaló las escaleras, y Ray y yo las subimos de dos en dos. Por todas las puertas de ese piso asomaron cabezas de vampiros, pero como ninguna era la de Du, seguí adelante. Sin embargo al terminar de subir el siguiente tramo de escaleras vi a un hombre joven y guapo vestido con un pijama azul claro que en ese momento salía de una habitación y cerraba la puerta. Creí reconocerlo, y desde luego él me reconoció a mí porque sonrió.
—Dorina, ¿verdad?
—Sí, esa soy yo.
El chico era uno de los humanos de Radu, y le servía de aperitivo entre otras cosas. Yo no me acordaba de su nombre, pero eso no importó. Dudo mucho que ninguno de los vampiros se acordara de su nombre tampoco.
El chico se retiró el pelo rubio sudoroso de la nuca y añadió:
—Eso me ha parecido. Siempre resulta todo mucho más… divertido… cuando tú estás cerca —afirmó, mirando entonces por encima de mi hombro—. Radu se estaba preguntando qué era todo ese ruido, pero supongo que ahora que estás aquí, tú se lo contarás, ¿no?
—Puedes apostar a que sí.
Miró a Ray e hizo una insignificante mueca de asco.
—¡Vaya con el fin de semana tranquilo! —exclamó, lanzando un suspiro para recalcar sus palabras.
Entré en la habitación de la que él acababa de salir, cerré la puerta y me volví. Allí estaba el progenitor de Louis-Cesare, sentado en la cama. Radu Basarab era moreno y tan atractivo como su hermano, cosa que en ese momento resultaba notoria porque según parecía no llevaba nada encima más que la sábana. Tiró de ella para taparse hasta el pecho como si fuera una mujer recatada y se quedó mirándome con sus ojos azul turquesa y una expresión molesta.
—Dory, tú no puedes estar aquí. Y lo sabes. En serio que no puedes.
—¿Por qué no? Éste es un club para vampiros —dije yo. Acto seguido le di un codazo a Ray y añadí—: Y él es un vampiro.
—No tiene cabeza.
—Bueno, es un vampiro casi entero. Y tú dijiste que cuando vinieras a la ciudad, estaríamos juntos.
—Dije que iría a verte —me corrigió él con enfado—. ¡Que es una cosa muy distinta! Además, ¿qué estás haciendo?
Había dejado a Ray sentado en un sillón orejero de color beis. Alcé la vista y contesté:
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con él?, ¿ponerlo contra la pared?
Radu alzó ambas manos al aire, pero al final dejó de quejarse. Se enrolló la sábana alrededor del torso y se dirigió descalzo al baño. Salió un momento después vestido con una gruesa bata acolchada naranja y me arrojó una toalla.
—Toma, para que se la ponga en el cuello. No tienes ni idea de lo que te cobran aquí por este tipo de incidentes. Es un escándalo.
—Y entonces, ¿por qué no te has quedado con Mircea?
Radu hizo una mueca.
—Por culpa de esas malditas carreras…
—¿Carreras?
—¡El campeonato mundial, Dory!
—¿El campeonato mundial de qué? —seguí preguntando yo mientras extendía la toalla por el respaldo del sillón de Ray.
La toalla no le hacía ninguna falta, pero discutir con Radu no tenía sentido. Su estilo de argumentación desafiaba cualquier lógica excepto la suya propia. Y de todos modos en cuestión de segundos nos interrumpirían.
—Carreras de caminos prehistóricos. Ya sabes, el deporte favorito de los magos.
—No las sigo de cerca —dije yo.
Seguía escuchando los golpes, roturas y gritos procedentes de más abajo.
—¡Bueno, yo tampoco! ¡Ése es el problema! Hace semanas que planeé este viaje y por supuesto di por sentado que me quedaría con Mircea. Solo que al final me dijo que ya tenía muchos huéspedes y que estaba al completo.
—¿Y la central de los vampiros?
—Si te refieres al cuartel general de la Costa Este del Senado, allí también lo he intentado. Pero me han contado la misma historia. Les dije que no necesitaba mucho espacio. Aunque teniendo en cuenta todo lo que hago por ellos, creo que deberían haberme buscado un lugar adecuado. Incluso les dije que estaba dispuesto a quedarme en una habitación individual…
—¡Qué horror!
Deambulé por la habitación hasta un chifonier de palo de rosa que podría haberse convertido en algo interesante.
—… pero insistieron en que no tenían nada disponible. ¡Reducirme a esto! ¡A mí, con todas las cosas que he hecho por la familia…!
—¿La familia?
La puerta se abrió de golpe. Tres oficiales de seguridad entraron apresuradamente. Pero Radu no les hizo caso. Se quedó mirando mi mano con el ceño fruncido. Yo sostenía una botella polvorienta.
—Dime que eso no es el Louis XIII.
Bajé la vista hacia la etiqueta del exquisito coñac que acababa de servirme.
—Eh…
—¿Tienes idea de lo que van a cobrarme por eso?
—Deberías decirles que te invitaran. Y también a la estancia. Si yo fuera el malo, a estas alturas ya estarías hecho pedacitos.
Radu dirigió la vista hacia el guardia que estaba al mando, que estaba atónito observando a Ray y no se dio cuenta. Ray se había puesto otra vez a fumar. Supongo que era lo justo porque al fin y al cabo no podía tomarse una copa. Sin embargo no por eso su aspecto resultaba menos horrendo.
—¿Es necesario que haga eso? —exigió saber Radu. Como era de esperar, Ray le sacó el dedo corazón levantado obscenamente hacia arriba. Radu dirigió la vista hacia mí—. ¡Dorina!
—¿Qué quieres que haga yo?, ¿le doy una zurra?
—Ésa es una idea excelente —declaró Radu. El guardia y yo lo miramos sin comprender—. Creo que voy a tener que hablar con el director.
El guardia esbozó una expresión de desagrado. Había cometido el error de tratar de seguir el proceso lógico mental de Radu.
—¿Está usted bien, señor?
—¡Por supuesto que estoy bien, aunque no gracias a ti! —le contestó Radu con severidad.
—Habríamos subido antes a su habitación pero es que ha habido un incidente en el…
—¡Pero es que aquí, con estos precios, no debería de producirse ningún incidente! Me aseguraron que éste era un lugar tranquilo. Sí, aquí lo tengo —dijo Radu, que cogió una hoja de propaganda de la mesilla—. «Un mar de paz y tranquilidad en el corazón de una de las ciudades más cosmopolitas del mundo». ¡Cosmopolita! —exclamó Radu—. ¡Vaya, supongo que en eso sí que han dado en el clavo! ¡El caviar es americano, el vodka es británico y me temo que las cañerías son rusas!
—Pero si a ti no te hacen ninguna falta las cañerías —le recordé yo.
—¡Yo me baño, Dory! —soltó Radu—. Y además está Gunther.
—Y Gunther es tu…
—Mi guardaespaldas.
—¿Es así como se les llama hoy en día?
—Hoy en día, desde la guerra, todo el mundo tiene que llevarlos. Me refiero a los sénior, claro.
—¿Para hacer de la necesidad virtud?
—¿Virtud? —repitió Radu mientras examinaba el bordado de su puño—. Bueno, eso sería una novedad.
El guardia había estado mirándonos alternativamente al uno y al otro mientras hablábamos, pero por fin pareció decidir que ya tenía suficiente.
—Señor, he…
—¡Y por lo que estoy pagando, deberían haberme asignado un guardia permanente solo para vigilar mi habitación! —exclamó Radu, volviéndose contra él. Luego hizo un elegante gesto con la mano, señalando las cortinas drapeadas en color crema azul hielo, la alfombra Aubusson a juego la enorme zona dedicada a salón con su chimenea de mármol antigua, y añadió—: Aunque no se puede decir que aquí haya mucho sitio.
Casi todos los guardias de seguridad comenzaron a mirar al guardia al mando con cierta aprensión. No creo que muchos de ellos se presentaran voluntarios para sustituirlo.
—Señor, informaré al director de sus… eh… quejas —dijo el guardia que estaba al mando, retirándose lentamente marcha atrás hacia la puerta.
—¡No olvides hacerlo! Naturalmente, yo comprendo que cuando sale uno de casa siempre se presentan ciertos inconvenientes, ¡pero aquí parece que es que creen que todos vivimos como salvajes!
La puerta se cerró nada más terminar de pronunciar Radu la última palabra. Entonces él se dejó caer de nuevo sobre las almohadas y se abanicó con la hoja de propaganda. Yo incliné la botella hacia él, que asintió agradecido.
—Más te vale que esto funcione, Dory, o la próxima vez puede que tenga que quedarme en tu casa —dijo él mientras yo le tendía la copa.
—Por eso no te preocupes, Du. Tú eres un Basarab. Probablemente le pondrán tu nombre a esta habitación.
—No, si sigo haciendo visitas como ésta. ¿Has provocado muchos daños?
—Yo no he provocado ninguno. Pero los chicos que me seguían, sin embargo…
—Sí, bueno. Esperemos que les echen la culpa a ellos. Aunque sería más fácil si tú no estuvieras aquí cuando viniera a verme el director.
—¿Estás tratando de librarte de mí, Du? —le pregunté yo, pensativa.
—¡Sí! ¡Pues claro que sí! No es nada personal, Dory, pero es que tu condición de…
—Soy una dhampir. No es contagioso.
—Pero difícilmente va a contribuir a la buena reputación del club, ¿no crees? La mayor parte de los huéspedes que hay aquí vienen a sitios como éste precisamente para evitar cosas como tú.
—No pueden verme con la puerta cerrada —señalé yo mientras hacía girar el líquido ámbar alrededor de la copa.
—Verte no. Pero olerte…
—Huelo como una humana.
Me bebí la copa de un trago, más deprisa de lo que un licor de semejante calidad merecía. Pero habría sido una vergüenza despreciar aquel coñac.
—Quizá —dijo él enfadado—. Pero ya ves cómo están las cosas.
—Sí, empiezo a comprenderlo.
Dejé la delicada copa de cristal con mucho cuidado sobre la mesa y salí de la habitación antes de que Radu pudiera detenerme.
Había sólo tres habitaciones más en esa planta, así que tenía bastantes probabilidades. La de la derecha del pasillo, frente a la de Radu, estaba vacía y evidentemente sin alquilar. Una fina capa de polvo cubría las antigüedades. La que estaba a continuación de la de Radu estaba ocupada por el humano rubio, que en ese momento yacía sobre la cama, hojeando una revista.
—Me has decepcionado —me dijo—. La última vez que viniste a visitarnos fue todo mucho más teatral.
—Aún no he terminado.
Me dirigí a la última puerta, que se abrió antes de que yo pudiera poner la mano sobre el picaporte.
—¡Merde!
—Sospechaba que la familia habría alquilado la planta entera —le dije a Louis-Cesare.