Cogí la bolsa y atravesé el patio a la carrera, salté por encima de los hierros caídos y traté de evitar los que seguían lloviéndome encima. Recibí un golpe en el hombro derecho que fue como un martillazo, pero no me detuve a examinar la gravedad de la lesión porque no tenía tiempo. Volví sobre mis pasos por el almacén y abrí bruscamente la puerta de la discoteca justo en el momento en el que media docena de vampiros se agolpaban ante ella.
Volví a meterme dentro y cerré de un portazo. Era una robusta puerta de roble viejo, probablemente una reliquia de cuando la discoteca era una fábrica; eso nos concedería unos cuantos segundos. Quizá los vampiros no nos hubieran visto, me dije con cierta histeria, dejando que un débil rayo de esperanza me embargara por un segundo mientras echaba el cerrojo.
—¿Has visto eso? —preguntó Raymond, cuya voz sonó vagamente maravillada—. ¿Has visto lo que he hecho?
—¿Qué hay al otro lado de esta pared? —le pregunté yo, apenas sin aliento.
—He estado igual… igual que Superman o algo así. He volado casi…
Ray se interrumpió cuando la puerta vibró al recibir un fuerte golpe. Adiós a mi esperanza de que no nos hubieran visto.
—¡Ray! ¡Necesito saber…!
—Mi despacho. Eso es lo que hay al otro lado de esta pared. ¿Por qué?
—Porque vas a tener que volver a decorarlo.
Saqué una bola de masilla explosiva de uno de los compartimentos laterales de mi petate y traté de desenvolverla.
—¿Qué es eso?
—Una cosa que pensaba utilizar en el portal.
Era lo último, diseñado específicamente para utilizar la energía del abismo contra sí mismo. Pero sin duda el resultado sería óptimo en esa pared también.
Separé un trozo pequeño y lo pegué.
Ray se quedó mirándolo con sus ojos diminutos enormemente abiertos.
—¿Me estás tomando el pelo? Éste es un edificio antiguo. ¡Vas a derribarlo y se nos va a caer encima! —exclamó Ray. Luego hizo una pausa—. ¡Y es lo único que me queda!
—No he puesto tanta cantidad.
Tiré de la chaqueta y volví a ponérmela para resguardarme un poco. Me retiré a la pared contraria, alcé un brazo para taparme la cara y saqué la Glock. Pero al instante sentí que alguien me aplastaba la pierna y me tiraba el arma al abrir la mitad inferior de la puerta.
Así que saqué la Smith & Wesson que llevaba siempre de repuesto y vacié el cargador sobre el vampiro, pero aparte de hacerle jirones el pantalón no conseguí ningún otro efecto. Su cuerpo absorbió las balas como si estuviera hecho de agua y acto seguido las expulsó otra vez. Las heridas se cerraron casi al mismo tiempo que se las hice. Evidentemente era un maestro, y lo único que conseguí fue cabrearlo.
Me lo demostró al instante al hacer un agujero del tamaño de una pelota de baloncesto en la parte alta de la puerta. Por primera vez no sentí deseos de quejarme por mi baja estatura. De haber sido unos cuantos centímetros más alta, Raymond no habría sido el único que habría perdido la cabeza.
Entonces comenzó a entrar una cascada de balas de una ametralladora por el agujero de la parte superior de la puerta como si el arma se negara a aceptar que el ser alto no fuera una ventaja. Raymond se puso a gritar a pesar de que yo me había tirado al suelo para evitar que nos dieran. No conseguí detener el río de balas pero sí llegar hasta la puerta, agarrar a nuestro atacante de la pierna y tirar de él.
El vampiro cayó al suelo y yo tiré de él a través del hueco inferior. Saqué una estaca de mi chaqueta, pero no me hizo falta utilizarla; una de las astillas que se habían desgarrado de la puerta hizo el trabajo por mí. Un segundo vampiro dio un fuerte tirón del primero para apartarlo, utilizó su cuerpo para terminar de romper los trozos de madera que quedaban y se coló por el agujero recién hecho a toda velocidad como si acabara de engrasarlo.
Yo me puse en pie de un salto pero él me hizo caer de nuevo al suelo con un movimiento como de barrido con la escopeta. Trató de sentarse sobre mi cabeza pero yo me eché a un lado, puse un pie sobre su esternón y lo empujé. Él se tambaleó hasta llegar a la pared del otro extremo y entonces yo aproveché para lanzarme a por mi Glock. La cogí justo en el instante en el que oía el inconfundible ruido del percutor. Alcé la vista y vi que el vampiro me apuntaba a mí y que sonreía.
—Es mía —le dijo el vampiro a los otros, que maniobraban buscando una buena posición ante la nueva tronera abierta en la puerta. El vampiro vio mi pequeña arma y sonrió. Extendió los brazos y añadió—: Adelante. Apunta lo mejor que puedas y dispara.
Y eso hice.
Un segundo más tarde el almacén estaba atestado de humo, yo tenía la chaqueta embadurnada de pedacitos de vampiro y había una fisura de unos noventa centímetros en la pared de ladrillo. La bala había atravesado el centro del pecho del vampiro y había ido a dar justo sobre la masilla; el resultado había sido el equivalente a medio cartucho de dinamita. Observé al resto de vampiros, que miraban mi arma con la boca abierta.
—Vale. El tamaño no siempre importa.
No contestaron nada y tampoco ninguno intentó abrir la puerta. Recogí el petate y me colé por el agujero sin hacer caso de los bordes puntiagudos que me cortaron. Solo después capté los baldosines blancos, los cubículos cerrados de los retretes y a una mujer que tenía los labios con el perfil mal pintado y que se había hecho una raya negra que le llegaba hasta la oreja.
—¡Uuups! —exclamó Raymond.
La mujer dejó de mirar el agujero y desvió la vista hacia mi petate.
—Se te sale algo… algo de la bolsa.
Bajé la vista y vi la nariz de Ray, ya muy familiar para mí, asomando hacia fuera. ¡Maldita sea! Me había hecho un agujero en la bolsa a base de mordiscos.
—Yo no veo nada.
—¡Está ahí!
—Con uno ya basta, ¿eh? —pregunté yo amablemente, poniéndome de su parte.
Empujé a Raymond dentro.
—Yo no bebo —aseguró la mujer.
—¡Pues ya va siendo hora de que empieces! —gritó Raymond mientras yo salía disparada hacia la discoteca—. ¡Tengo que ganarme la vida!
Fuera había más humo, pero era del de mentira; de ese que se usa en Halloween y que sale de las calaveras de plástico y de los faroles con rostro humano. El humo permitía crear un escenario espectral de luz azul con rayos láser en medio de la oscuridad. Y me impedía ver algo. Pero el sentido que me dice cuándo tengo cerca a un vampiro no necesita de la visión. Es como si notara el tirón de la marea en la sangre; es enérgico y elemental. Y en aquel momento me hacía vibrar con más violencia que el mismo pulso.
En la discoteca había más vampiros todavía que antes. Parecía que Cheung había llamado a más refuerzos. ¿Y no era eso justo lo que me hacía falta?
De pronto las puertas principales se abrieron de par en par y entraron otra docena de vampiros. No creo que la mayor parte de los clientes habituales se diera cuenta, excepto aquéllos que tuvieron que echarse a un lado para dejar pasar a los recién llegados. Sin embargo el poder que emanaba de ellos me hizo casi desmayarme.
Eran todos maestros. De tercer nivel, me imaginé; de los que fácilmente tenían una corte cada uno. Y por eso resultaba un tanto ridículo que todos ellos persiguieran a un único dhampir solitario. Quiero decir que yo soy buena, pero tampoco es para tanto. Fueron entrando en la discoteca y yo no lo dudé ni un instante. Me di la vuelta y eché a correr.
El ritmo de la música latía a la misma velocidad que el pulso de mi corazón: rápido y con desesperación. Corrí por el suelo pegajoso hasta la cabina elevada del pinchadiscos y trepé hasta aquella estructura vibrante de metal. La pésima visibilidad no era un problema para los vampiros, pero para mí ya era otra historia. Yo necesitaba una posición estratégica.
El pinchadiscos era otro tipo asiático joven con un mechón de pelo largo y de un rubio decolorado. Y además era humano a juzgar por la mancha oscura que le recorría la camiseta de tirantes en vertical.
—He perdido a mi cita —le grité.
Él asintió al ritmo de la ensordecedora música.
—¿Cómo te llamas?
Fingí que no lo oía y aproveché para examinar la discoteca. Era evidente a simple vista que la planta al nivel de la calle no me serviría. El almacén era de los horribles viejos tiempos en los que a nadie le importaba cosas tales como la luz natural o la ventilación cuando se reúnen las masas. No tenía ni una sola ventana a la vista que no hubiera sido tapiada hacía mucho tiempo. Sin embargo sí había una pasarela colgante en la que estaba el antiguo despacho del director.
Y yo estaba dispuesta a apostar a que él sí tenía luz natural.
Comencé a bajarme de la cabina y el pinchadiscos me agarró de la chaqueta por detrás.
—¡Eh, eh, eh! —exclamó por el micrófono—. Si alguien ha perdido a su dama, está aquí haciéndome compañía. Pero no vengáis corriendo a reclamarla, ¿vale?
Giró un foco para iluminarme y la mitad de la gente que había en la discoteca además de todos los vampiros dirigieron la vista hacia mí. Yo encendí las luces estroboscópicas, golpeé al pinchadiscos en la cabeza con el petate y salté el metro ochenta hasta el suelo. Aterricé de mala manera y casi me torcí un tobillo, y además derribé a un tipo que llevaba una bandeja llena de chupitos de gelatina con alcohol. Al caer sobre toda aquella masa de gente lo vi todo negro, luego todo blanco y por último de todos los colores, pero me puse en pie y me dirigí a la pasarela.
No lo conseguí.
Alguien se precipitó hacia mí desde un lateral, me rompió la correa de la que colgaba el petate y salió volando. Yo cambié de dirección para seguirlo y vi desaparecer el petate por el pasillo junto a la barra. Cuando llegué allí estaba vacío, pero vi que la puerta que había al lado de la del servicio de las damas se cerraba. La abrí de una patada y eché un rápido vistazo a mi alrededor: una mesa, una silla, un ventilador que colgaba del techo con manchas de goteras… De pronto un violento vampiro me agarró de las muñecas y me clavó en la mesa con su cuerpo.
Traté de liberarme, pero no conseguí nada. Incrédula, lo intenté por segunda vez porque soy más fuerte que un vampiro excepto si es un maestro sénior. En esa ocasión él me soltó, pero solo para volver a agarrarme de las caderas. Me balanceé hacia arriba y él volvió a clavarme contra la mesa después de pasar un brazo por encima para despejarla. Papeles, un portátil, unas gafas y algo de metal; todo salió volando y la mitad de las cosas se hicieron añicos contra la pared.
Conseguí sacarme un cuchillo de la bota, pero él me lo quitó antes de que pudiera clavárselo. Lo lanzó volando y fue a incrustarse en el panel de madera falso que cubría la pared. Le metí un codo en un lugar sensible, pero él me clavó la muñeca a la mesa. Apretó los labios con fuerza contra los míos y juró en susurros con un tono de voz perverso:
—¡Si salimos vivos de esta voy a matarte!
Por un momento me quedé atónita y dejé de luchar. Hice una pausa y lo miré. No había mucha luz en aquella habitación pero sí entraban unos cuantos pálidos rayos azules desde la discoteca. Producían reflejos en su abundante cabello castaño que, como siempre, llevaba recogido en la nuca con un pasador dorado, y le conferían a su rostro un aspecto escultórico de elegante perfil, sedosa piel y sombras. Le hacían parecer más peligroso de lo que yo recordaba, que ya era bastante.
Pero al menos ya sabía por qué no podía moverme. Un metro ochenta y dos centímetros de músculos que no le hacían falta y que apenas lograban ocultar los vaqueros negros ajustados y el suéter de cachemira a juego. Louis-Cesare era maestro de primer nivel y podría haberme mantenido clavada a la mesa con la fuerza de un solo dedo meñique; fuerza que él ni siquiera habría echado en falta.
—Hace cuatro siglos que no estás vivo —señalé yo mientras él me arrancaba la chaqueta. Las armas que llevaba ocultas cayeron al suelo, seguidas de cerca por la camiseta de tirantes y el sujetador, por ese orden—. ¡Eh!
—Ya han visto lo que llevas.
—¡Y pronto verán que no llevo nada!
—Exacto.
Tiró de mi cinturón, rasgó las trabillas y saltó los botones del vaquero, todo con un solo movimiento. Lo agarré del brazo.
—No va a funcionar. ¡Nos van a oler!
—No, no nos olerán.
—¡Tengo una cabeza sanguinolenta en la bolsa!
—Y yo tengo talentos ocultos.
Y otros no tan ocultos, pensé mientras él se bajaba los vaqueros. Pero no lo dije. Fue lo único que se molestó en quitarse justo antes de empujarme con la espalda contra la mesa, que estaba fría al contacto de la piel desnuda. Igual de fría que el acero del cuchillo que utilizó para romperme el tanga.
Iba a preguntarle si los vampiros habían visto también de qué color llevaba las bragas, pero él se tragó mis palabras cuando comenzó a besarme y metió los dedos brusca y expertamente por entre mis muslos. Después de un momento dejó de besarme, supongo que para darme tiempo a respirar. Pero lo que yo necesitaba no era aire. Yo sabía que él estaba tratando de engañar a los chicos de Cheung y de hacerles creer que teníamos una cita secreta, pero hacía un largo y ardiente mes que no lo veía y, ¡maldita sea!, lo había echado de menos. Me aferré a su suéter con ambas manos para tirar de él y devolverle el beso con brutalidad.
Su sabor era dulce, teñido con el leve toque amargo del alcohol, y su olor era todavía mejor. Y no llevaba nada debajo de los vaqueros. Deslicé las manos hacia abajo por aquella espalda marcadamente musculosa hasta los tensos montículos donde terminaba, en los que hundí profundamente las uñas.
Sin lugar a dudas Olga tenía toda la razón, me dije vagamente mientras notaba que un estremecimiento lo recorría de arriba abajo. Él alzó la cabeza para mirarme.
—Eso era completamente innecesario.
—¡Ah, sí que era necesario! —dije yo, deseando haber podido hacerlo con los dientes. Pero no habría podido llegar tan lejos. Entonces él hizo algo con los dedos que me cortó la respiración, y yo solo puede ordenarle a gritos—: ¡Más, más, hijo de puta…!
Él me complació a pesar de que la mesa no estaba realmente construida para esa actividad, y yo dejé caer la cabeza y los hombros. No es que me quejara. Ni siquiera cuando hundió los colmillos, ¡maldito sea!, en la tierna carne que sus dedos habían estado atormentado. Arqueé la espalda con una mezcla de dolor y placer tan intensa, que ni siquiera me di cuenta cuando alguien abrió la puerta de golpe.
Hasta que él se giró, gruñendo.
—Lo siento —dijo una voz grave.
La puerta volvió a cerrarse otra vez.
Él inhaló un aire que no necesitaba. Tenía los labios brillantes y ligeramente hinchados. Yo me pregunté cómo habían llegado a ese estado y lo miré a los ojos.
—Si paras ahora yo te mataré a ti —le dije alto y claro.
La amenaza no tuvo aparentemente ningún efecto, pero un estremecimiento lo recorrió por entero cuando de pronto yo lo agarré y tuve en mis manos la evidencia de que él tampoco había estado fingiendo por completo.
—¡Dorina…! —dijo él en un tono amenazador.
Pero a mí me daba absolutamente igual.
Empujé un poco de modo que todo su enorme cuerpo sintiera un leve escalofrío.
—Louis-Cesare. Me alegro de tenerte por fin en mis manos.
Él hizo una mueca, no sé si por el juego de palabras o por la sensación, y me apretó el muslo con la mano derecha. Tenía ocupada la izquierda con el petate, que sacó de debajo de la mesa en cuanto se cerró la puerta. Yo encontré el gesto muy revelador teniendo en cuenta que ni siquiera se había molestado en subirse primero los pantalones.
—No me tienes.
—Más o menos —dije yo. Era un chico grande. Todo él era grande—. Aunque no acabo de comprender por qué me has robado el petate.
—Era el modo más fácil de apartarte de la pista sin pelear.
Me quedé mirándolo incrédula. Louis-Cesare era campeón de duelo del Senado europeo. Jamás abandonaba una pelea; disfrutaba con ellas. Supongo que es cierto eso que dicen de que uno solo es capaz de pensar con una cabeza a la vez.
—Entonces, ¿por qué sigues con la mano en la bolsa? —pregunté yo con dulzura.
—No soy yo el único que muestra un carácter posesivo —contestó él, que bajó la vista hacia mi mano con sus ojos azules brillantes—. ¿Tienes pensado hacer algo con eso?
—Lo estoy pensando. ¿Vas a decirme tú qué estás haciendo aquí?
—Eso no es asunto tuyo.
Me quedé mirándolo medio maravillada, medio histérica. Louis-Cesare era el hijo de un rey desde su misma cuna y ninguno de los siglos transcurridos desde entonces había conseguido acabar con un ápice de su arrogancia. Yo tenía su picha en la mano pero él seguía actuando como si lo tuviera todo bajo control.
—Muy bien.
Le hice una caricia experimental. Se trataba de una técnica de interrogación completamente novedosa, pero creo que con muchas posibilidades.
—¿Qué te parece un intercambio? Devuélveme mi propiedad y yo te devuelvo la tuya… en perfecto funcionamiento.
Él no pareció demasiado impresionado. Así que cambié de técnica. Como recompensa obtuve un meneo de caderas y una fuerte presión sobre la palma de mi mano. Él cerró los ojos con fuerza por un momento. Cuando volvió a abrirlos, estaban más oscuros. Pero seguía sin estar dispuesto a admitir que estaba en mis manos.
Vampiro cabezota. La evidencia era… excepcional… a mi favor. Retomé el ritmo y me pregunté si debía de hacerlo suavemente para prolongarlo o era mejor hacerlo con fuerza para ver hasta qué punto podía volverlo loco. Sentí la reacción ondular todo su cuerpo y oí un siseo entre los dientes fuertemente apretados.
Ahí tenía mi respuesta.
Sin embargo un segundo más tarde sentí que me apretaba la muñeca con una mano de acero.
—El vampiro no te pertenece.
Yo me encogí de hombros.
—Entonces devuélveme la propiedad del Senado. Y ya que estamos, dime por qué de repente está todo el mundo tan interesado por un perdedor como Ray.
—¡Eh!
El grito de protesta había salido del petate.
Pero la única respuesta que obtuve de Louis-Cesare fue la caricia de la yema de su dedo, que trazó la silueta de un bulto de mi mejilla. Era una herida sin importancia que me había hecho quién sabía dónde. Su caricia me resultó inesperadamente delicada; algo en ella me hizo temblar. De pronto sentí como si mi piel estuviera excesivamente sensible. Tanto, que ni siquiera sabía si aquel leve contacto me hacía daño o me gustaba. Pero sí sabía que sentía.
No hacía mucho había creído que eso era algo que había olvidado cómo hacer. Sin embargo últimamente la gente no hacía más que recordármelo, y Louis-Cesare era el primero de la lista. Solo que yo seguía sin saber si eso era bueno o malo.
Él bajó la vista hacia mis pezones, que se habían puesto como piedras con el aire frío. Cogió uno de mis pechos firmemente y sin vacilar, como si tuviera algún tipo de derecho sobre él. Le llenaba la mano como si yo no fuera pequeña. Él pareció disfrutarlo a juzgar por su forma de apretarlo. Y Dios sabe que me hizo sentir… algo increíble.
Bajó la cabeza y su pelo sedoso me hizo cosquillas en la piel mientras pasaba la lengua húmeda y áspera por la tensa punta. Aquel leve contacto me resultó increíblemente excitante. Todo mi cuerpo comenzó a sudar. Envolví las piernas alrededor de sus muslos y lo apreté contra mí cuando comenzó la excitante y húmeda succión. Sentía deseos de cerrar los ojos, quería dejar de perder el tiempo con preguntas, quería…
—Lo necesito, Dorina —murmuró él contra mi piel.
Vale, ya estaba segura.
Moví el dedo pulgar unos centímetros; lo justo para acariciar su sensible punta, y dije en un tono tranquilo:
—No intentes ese juego conmigo.
Al instante me encontré otra vez de espaldas contra la mesa, en esa ocasión tumbada a lo largo, de modo que él tenía espacio suficiente para ir trepando poco a poco por mi cuerpo.
Me sujetó las manos por encima de la cabeza y con ojos ardientes preguntó:
—¿A qué juego te refieres? ¿Al tipo de juego que te manda tu padre a provocar?
—¿De qué estás hablando?
Una larga risa como un resoplido salió de él, aunque más exactamente fue como si inhalara aire porque el gesto no parecía contener el menor sentido del humor.
—¿Es que crees que soy estúpido? Despotricas contra él, lo amenazas, juras que lo odias, pero cuando él chasquea los dedos, acudes a la llamada corriendo.
—¡Chorradas! Mircea ya tiene suficientes tipos que le dicen a todo que sí; ése es en parte su problema. Pero yo no soy uno de ellos, y tú lo sabes muy bien.
Sus ojos de color zafiro examinaron mi rostro. Con la luz adecuada podían parecer desde azul cobalto hasta azul aguamarina; sin embargo su expresión siempre era vigilante. Solía olvidarme de ese detalle en mis fantasías.
—No puedo creer ni una palabra de lo que dices —me dijo bruscamente, aunque más bien parecía que estuviera hablando consigo mismo.
—¿Y desde cuándo no puedes creer una sola palabra de lo que digo? —exigí saber yo, dolida.
La última vez que lo había visto, los dos estábamos sucios, cubiertos de sangre y medio muertos. Y habríamos acabado muertos del todo de no haber aprendido a confiar el uno en el otro.
—Desde que te he visto aquí esta noche… —contestó él, agarrándome de ambos brazos. Su cuerpo irradiaba un cúmulo tal de emociones, que yo me sentía incapaz de desentrañarlas—. Debería haberme imaginado que él te enviaría aquí.
—¿Y por qué diablos no iba a enviarme? —pregunté yo, confusa y enfadada—. Soy…
—Así podrás decirle que nada va a distraerme de mi tarea; que no importa qué tentaciones se interpongan en mi camino.
—¡Díselo tú! —exclamé yo, nuevamente dolida. Y pensar que había echado de menos a semejante bastardo—. ¡Y a mí no me hables de tu tarea! Desapareces un mes y de repente te presentas para…
Mi mente comenzó a tropezar y a tartamudear al sentir todo su cuerpo deslizarse arriba y abajo placenteramente a lo largo del mío. Era una caricia sensual maravillosa con un deliberado propósito de distracción. Y funcionó, ¡maldita sea! Mi corazón comenzó a latir más deprisa, mi respiración se aceleró y surgió el deseo. Inaplazable.
Un estremecimiento lo recorrió a él por entero. Comenzó a besarme apasionada y vorazmente. Me gustó que su lengua entrara en mi boca, me gustó sentir el calor que irradiaba de su ropa e incluso el contacto de sus vaqueros contra mis piernas desnudas. Pero el maldito suéter era ya demasiado. Era fino, suave y sedoso, y contrastaba perfectamente con el duro cuerpo que tapaba.
Louis-Cesare envuelto en cachemira contaba con una ventaja completamente injusta. Tiré del suéter y se lo saqué por la cabeza, pero el embriagador contacto de piel contra piel fue todavía peor. Sobre todo cuando él tiró repentinamente de mí con un suave movimiento y me sentó a horcajadas en su regazo.
Él estiró las piernas al tiempo que separaba las mías. Enterró una larga mano en mi culo y después la subió hacia arriba para presionar mi hombro contra aquel calor y aquel duro músculo. La otra la deslizó por entre mis piernas para comenzar a mover el dedo pulgar adelante y atrás. Lo movió a propósito muy despacio, como si se tratara del balanceo de la cola de un gato.
Me las arreglé para reprimir un gemido de placer, pero no hubo modo de evitar que mi cuerpo se sacudiera y se me pusiera la carne de gallina. Y sin embargo él solo me acariciaba.
—Deja de calentarme —le dije siseando—. ¿O es que no lo encuentras?
Su lengua recorrió mi nuca hasta la oreja; sentí su aliento cálido sobre mi piel, sus dientes mordisqueando el lóbulo de mi oreja. Me mordió de pronto, justo en el instante en el que me embestía con el nudillo profundamente y alcanzaba el punto culminante con la primera maldita intentona. Mi cuerpo se arqueó hacia él, se apretó desesperadamente, y hundí los dientes en su hombro para reprimir un gemido.
—Creo que puedo encontrarlo —dijo él en un tono divertido.
—¿Pero vas a saber qué hacer con él? —pregunté yo, jadeando, después de un rato.
Sí sabía.
En cuestión de minutos yo estaba temblando; mis músculos se estremecían y vibraban, planeando sobre el frágil filo… hasta que un movimiento más fue suficiente para proporcionarme ese pequeño toque final y todo estalló en una llamarada de oro. Apreté las tensas manos contra sus hombros sudorosos y me mordí los labios para tragarme el grito que luchaba por salir a borbotones de mi garganta.
Él se aferró a mis caderas y me sujetó con fuerza mientras las brillantes olas de conmoción se sucedían unas a otras, irradiando hacia fuera de mi piel como si mi cuerpo fuera un cable vivo que no dejara de vibrar de placer. Dejé caer las manos por un momento; me sentía demasiado débil como para sujetarme. Él me posó de nuevo sobre la mesa, me besó la nuca sudorosa bajo el pelo. Cerré los ojos de pura satisfacción y suspiré.
—Si eso era una bienvenida, vas a tener que marcharte más a menudo —le dije yo con voz temblorosa.
No hubo respuesta. Después de un momento me erguí y me senté; quería ver cómo me miraban aquellos ojos siempre cambiantes. Pero en lugar de ello vi cómo se cerraba la puerta.
Tardé un desorientador segundo en comprender que estaba despatarrada sobre una mesa, desnuda y sola. Louis-Cesare se había marchado y un breve vistazo al suelo bastó para comprobar que se había llevado mi petate. ¡Hijo de puta!
Me dejé caer al suelo de golpe, me tambaleé porque tenía las piernas flojas y abrí la puerta de un tirón. El pasillo estaba vacío a excepción de un tipo que estaba echando un cigarrillo a escondidas. Por alguna razón me resultó extrañamente familiar. Él me vio y casi se tragó el cigarrillo.
Miré para abajo y entonces me di cuenta de que me había olvidado de un pequeño detalle. Volví dentro y cerré la puerta de un portazo, pero un rápido vistazo a mi alrededor me demostró que lo que me temía era cierto. Me había dejado las armas, pero ese taimado, triple hijo de rata bastarda se había llevado mi ropa. Toda.
Me miré en el espejo que había en una pared y comprobé que tenía los labios hinchados, el pelo pegado a las mejillas sudorosas y varios mordiscos enrojecidos en los pechos. Poca cosa era capaz de avergonzarme, pero hasta yo prefería no salir con ese aspecto.
Abrí la puerta otra vez. El tipo no se había movido. Le eché un vistazo por encima y de pronto caí en la cuenta.
—¿Sigues queriendo que sea mala contigo?
El tipo abrió los ojos inmensamente.
—¡Sí!
—Bueno, pues entonces ven.
Un minuto más tarde yo tenía una camiseta varias tallas más grande que me servía de vestido, un cinturón en el que guardar las armas y una chaqueta de piel excesivamente larga para echármela por encima y taparlo todo. Salí al pasillo dejando al tipo atado a la silla en ropa interior. A juzgar por su expresión, acababa de aprender una lección muy valiosa acerca del hecho de fastidiar a una mujer desconocida.
Era una lección que yo tenía intención de enseñarle también a cierto vampiro maestro en cuanto pudiera agarrarlo por su precioso culo de ladrón.