Encontré el petate en el coche con el móvil dentro, así que todo parecía ir bien. El Camaro tenía algunas abolladuras nuevas bastante importantes y olía un poco a moho, pero pude arrancar, así que lo consideré una victoria. Diez minutos más tarde lo aparqué junto a un diminuto mercado de Brooklyn que por fuera parecía idéntico a cualquier otro.
Y también lo parecía por dentro, al menos por la parte frontal. Los clientes podían merodear entre tenderete y tenderete, todos ellos desiertos, para comprar un perrito caliente de plástico, conseguir tarjetas que rascar a ver si habían tenido suerte o adquirir objetos de perfumería a precios desorbitados. Y todo ello mientras los empleados no les hacían ni el menor caso. Al final la gente del barrio se había cansado del desastroso servicio y se había ido a comprar a otra parte, que era precisamente el objetivo. Corría el rumor de que el mercadillo era la tapadera de la mafia, que se dedicaba al tráfico de droga y/o al juego.
Pero la verdad era algo mucho más extraña que eso.
Para acceder a la sala de atrás había que entrar por un corto pasaje y llamar a una puerta. Me incliné y golpeé la puerta con los nudillos porque la mirilla quedaba más o menos a la altura de mi ombligo. Un diminuto ojo verde se asomó y me miró con suspicacia.
—¿Qué?
—Abre. Soy yo, Dory.
—¿Y cómo puedo estar seguro de que eres Dory?
—¿Porque me estás viendo?
—Enciende la luz.
Yo suspiré.
—Está encendida.
Había media docena de bombillas en la lámpara que tenía encima; sumarían en total unos ciento cincuenta vatios. Suficiente para sentir cómo me freían lentamente el cerebro. Pero eso daba igual. La vista de los trols es en general terrible, y no he oído hablar de ningún hechizo capaz de mejorarla.
Oí una conversación en voz baja al otro lado de la puerta.
—No hace falta que susurres. No hablo trol —dije yo.
—Pues deberías aprender —dijo una voz que conocía desde el otro lado de la puerta, que inmediatamente se abrió.
Yo seguí agachada, cosa que me proporcionaba una buena vista del brillante cuero negro en el que estaban embutidos dos espléndidos muslos. Un leve movimiento del ojo hacia abajo me mostró dos sandalias de tacón que le añadían otros siete centímetros y medio a una altura ya importante. Por la punta del pie sobresalían tres dedos retorcidos, el número habitual en un bergtrol o trol de las montañas. Aunque la mayor parte de ellos no llevan las uñas pintadas de rojo superbrillante.
O eso había pensado yo siempre.
Continuando el trayecto hacia arriba vi un pecho natural y bien entallado dentro de un chaleco de un rojo vivo que en su mayor parte quedaba oculto tras una barba castaña desbordante. Del mismo color era el pelo que enmarcaba un rostro ancho. Lo llevaba cardado, corto y con reflejos de color platino. Me miró inquisitivamente.
—¿Por qué te agachas así? —exigió saber Olga.
Como estaba sorprendida, no le contesté: «Por nada en particular».
Me erguí y ella se echó atrás para cederme el paso. El diminuto trol de la montaña que había contestado en primer lugar volvió a su taburete, lo empujó a un lado y trepó para subirse encima y fumarse un cigarrillo tranquilamente. Había sido también el portero del establecimiento con los anteriores propietarios, cuando era un antro de juego y siempre estaba abarrotado. Supongo que al final se llenaba tanto, que lo habían sustituido por un salón de belleza.
—¿Nuevo look? —pregunté yo, tomando asiento en una banqueta vacía.
Olga se dejó caer en una silla frente al puesto de la manicura. La silla crujió, pero se mantuvo en pie y la especialista en manicura reanudó su trabajo con aquellas uñas gordas y curvas.
—Deberías probarlo tú también —dijo Olga, echando un vistazo desdeñoso a mis uñas cortas y a mi pelo al natural—. Pareces un chico.
Yo alcé una ceja.
—Pues a los chicos no se lo parece.
—No veo tú casada.
—Antes se congelará el infierno —afirmé yo, que estaba de acuerdo en eso con ella.
Olga soltó un bufido.
—¿Qué ha sido de ese vampiro?
—¿Cuál de ellos? Últimamente he visto a más de los que hubiera querido.
Aunque, por supuesto, como preferiría no ver nunca a ninguno, eso tampoco era difícil.
Olga estiró sus enormes manos, las giró hacia arriba y movió los dedos. Yo sonreí pensando en la cara que pondría Louis-Cesare si alguna vez descubría que su nombre sonaba exactamente igual que la palabra en lenguaje trol con la que ellos decían «culo apretado». Aunque tampoco es que eso le pegara. En muchos sentidos.
—Hace tiempo que no lo veo.
—Lo verías más si… —Olga se interrumpió, alzó la vista y preguntó—: ¿Cuál la palabra?
—¿Si fuera más coqueta? —sugirió la chica de la manicura, mirándome y haciéndome un gesto de aprecio—. Estarías estupenda con reflejos.
—Con reflejos parezco una mofeta.
Era la maldición de las morenas.
—A ti lo que te pasa es que no te las han hecho bien —continuó la chica—. Yo soy un lince con los colores. En cuanto termine aquí podemos…
—Puede que otro día.
Acababa de ponerme mechas azules.
Le expuse el problema de la piedra a Olga mientras terminaban de hacerle las uñas.
—No estamos seguros de si ha venido aquí para venderla, pero me parece lo más lógico.
La guerra que estaba teniendo lugar en el mundo sobrenatural había elevado los precios de los hechizos de protección. Y se suponía que esa piedra era la mejor protección de todas.
Olga asintió y después se quedó simplemente ahí sentada. A diferencia de los humanos, a los trols no les molestan los silencios. Y no son grandes charlatanes. Y como yo también he mamado eso, lo encuentro relajante.
Le eché un vistazo a unas cuantas revistas, salí a la acera de enfrente a por un refresco, volví a entrar y examiné el nuevo arsenal de armas de la sala de atrás. En aquella estantería había armas de fuego suficientes como para volar todo Brooklyn, aparte de los frascos de agua oxigenada y las bolsas de extensiones de pelo. Olga necesitaba un lugar barato donde comenzar de nuevo el negocio y el propietario del local necesitaba una tapadera y cierta seguridad, así que ambos habían llegado a un trato. Por eso se podía entrar a comprar un champú y salir con el equivalente mágico de un bazuka.
De la mayor parte de esas armas yo ya contaba con un par, pero había una bonita selección a la que yo antes jamás me había molestado en echarle un vistazo. Eran armas pesadas que carecían de la gracia y de la flexibilidad del acero. No había nada de elegante en ellas: ni hojas ceremoniales brillantes como un espejo, ni empuñaduras con incrustaciones, ni preciosas vainas hechas a medida. Eran armas brutales por su misma fealdad, hechas para guerras feas y brutales.
Levanté una espada corta que era más bien como una porra y tanteé su peso con la mano. Estaba bien equilibrada aunque tenía una superficie deslustrada y ligeramente picada. Nadie la vería venir en una noche oscura. Elegí también un par de cuchillos y un mazo que debía de pesar algo más de veinte kilos y me lo llevé todo al salón de belleza.
Olga me observó al entrar.
—¿Qué haces tú?
—Necesito armas.
—Tienes ya.
—Sí, pero no funcionan muy bien con los feys. Y puede que hayas oído que anoche tuvimos una visita. A propósito, gracias por los gemelos.
Olga inclinó la cabeza.
—¿Qué tú hacer con esas armas?
Me pareció una pregunta extraña.
—¿Lo que suelo hacer con ellas?
—No vas por Ǽsubrand.
Había sido una afirmación más que una pregunta, pero de todos modos contesté:
—Esta vez yo no fui tras él, sino al revés. Y además, ¿cómo sabes que ha estado aquí?
—La gente habla.
—¿Y qué más dicen?
Olga se encogió de hombros antes de contestar:
—Él venir aquí para causar problemas. No sé qué problemas. Tú no te acerques.
—Ya te lo he dicho, él vino a por mí.
Olga entrecerró los ojos sin dejar de mirarme.
—¿Y tú no ir de caza?
—¿Qué estás tratando de decirme, Olga? ¿Que no me vendes las armas si son para ir a por Ǽsubrand? —pregunté yo. Olga siguió mirándome sin decir nada—. ¿Por qué?
—Tú buena luchadora. Para ser pequeña mujer. Pero ser poquita cosa para él. Te va a matar.
Olga lo había dicho en un tono de voz tan serio y con tanta convicción, que no pude evitar sentir un escalofrío.
—Bueno, pues alégrate. Porque no estoy planeando ir a buscarlo. Pero si vuelve otra vez, me gustaría tener algo un poco más mortífero que unos reflejos en el pelo.
Por fin llegamos a un acuerdo. Le dejé la maza al portero y lo arreglé con él para que me la llevara a casa. No estaba dispuesta a cargar con ella durante todo el día. El resto de las armas me las guardé en el petate. Pesaba mucho más de lo normal, pero era inevitable. No volverían a pillarme en bolas.
Me giré y vi que Olga se ponía en pie.
—Ven.
Olga me llevó por una puerta trasera hasta un pequeño aparcamiento donde tenía una furgoneta muy especial. Se sentó en el asiento del copiloto. El eje que sujetaba el asiento crujió. Ciento ochenta kilos de trol son muchos kilos de trol. Por mucho que ella se encuentre guapa y menudita para su especie.
La sociedad sobrenatural de Nueva York está dividida en razas que se corresponden más o menos con las secciones de la ciudad: los vampiros prefieren Manhattan; los magos tienen su base de la Costa Este en Queens y los lobos viven en su mayor parte en las áreas rurales del norte del estado. Brooklyn, por otro lado, es territorio fey. Para ser más exactos es la fortaleza de los feys de la oscuridad: por allí pululan y tratan de sobrevivir las criaturas que pueblan las pesadillas de los habitantes de la tierra.
Una considerable minoría de esos habitantes son los trols, que es la palabra que usan los humanos para designar a una amplia variedad de feys de la oscuridad que tienen unas cuantas similitudes evidentes entre sí. En realidad los «trols» surgieron de docenas de especies distintas, muchas de las cuales eran enemigas en Fantasía. Pero una vez dentro del extraño paisaje del mundo humano se unieron y formaron una sociedad de lazos estrechos. El difunto marido de Olga ni siquiera le llegaba a la cintura.
La lluvia provocaba que todo fuera más lento. Nos quedamos atascados en el puente de Brooklyn, en medio del tráfico.
—Detesto Manhattan —dije yo cuando en realidad estaba deseando llegar allí.
Olga asintió con un gesto simpático.
—En Fantasía pensamos que la Tierra es la dimensión infernal.
—Eso no lo sabía.
—Sí —confirmó Olga, que captó mi expresión—. El infierno de aquí arriba —añadió, tratando de rebajar la ofensa.
—Quizá.
El tráfico comenzó a avanzar otra vez. Entramos en la ciudad en caravana. No había ningún aparcamiento cerca de nuestro destino, así que Olga se bajó y yo me fui a buscar un sitio donde dejar el coche. Al volver me la encontré en un restaurante escasamente iluminado y decorado con botellas de vino envueltas en rafia e imágenes de Italia que parecían pintadas siguiendo una serie de instrucciones numeradas.
El restaurante lo dirigían los feys, lo cual significaba que Olga podía dejar su hechizo de glamour en la puerta como quien se quita un abrigo; el camuflaje del restaurante garantizaba a todos los clientes un aspecto más o menos humano. Y en su mayor parte casi todos lo eran, pero vi las siluetas borrosas de al menos tres de los otros en el bar y había otra pareja más comiendo espaguetis a la boloñesa en una mesa de una esquina.
—Lucas —llamó Olga al camarero, que llevaba un glamour a juego con la decoración del local: pelo negro, un diminuto bigote perfecto, una ligerísima panza y los comienzos de una calvicie.
Nadie sabía cuál era su verdadero aspecto o qué era en realidad. Yo era capaz de captar un glamour a menos que fuera muy, muy caro. Pero no podía ver a su través y adivinar el verdadero aspecto.
Después de todo se trataba precisamente de eso.
El hombrecito nos llevó hasta una mesa en la que un distinguido caballero de pelo cano y de unos setenta años disfrutaba de un plato de pollo a la cacciatore. En la cara tenía unas arrugas tan imperceptibles como las discretas rayas de su traje de cuatro mil dólares y de sus brillantes mocasines de Prada. A mi juicio su aspecto era humano, pero no parpadeó ni siquiera una vez durante todo el tiempo en que Olga tardó en explicarle lo que queríamos.
—Compruébalo —terminó por pedirle Olga al caballero mientras llamaba al camarero con un gesto regio.
—Mi querida dama, no me hace falta comprobar nada —le contestó él mientras se limpiaba una mancha de salsa de la barbilla—. Puedo asegurarte que en Nueva York ahora mismo no hay nada así a la venta.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le pregunté yo mientras Olga pedía la carta.
—Porque mi trabajo consiste en saberlo.
—¿Y cuál es tu trabajo?
—Buscar objetos poco comunes para los compradores entendidos, poner en contacto a los vendedores de esas exquisiteces con los compradores que saben apreciarlas. Conozco los inventarios de todas las casas de subastas importantes e incluso de buena parte de las pequeñas.
—Pero no de todas. Quiero decir que solo en este país debe de haber cientos de…
—Mi querida y jovencísima dama —me interrumpió el caballero con seriedad—, ninguna casa de subastas sin importancia podría manejar un objeto como ése. La Naudiz es uno de las pocas runas que, según se dice, talló el mismo Odín. Su valor sería… Bueno, en realidad no tiene precio. Si saliera a la venta, provocaría un terremoto en el mundo. Sería como si saliera a subasta el diamante Hope en el mundo de la joyería.
Yo le di un mordisco a un palito de pan y pensé en ello.
—No, sería como si robaran el diamante Hope y luego alguien tratara de encontrar el modo de venderlo. Vender una joya pequeña no tiene dificultad; puede hacerse en cualquier sitio. ¿Pero vender el mismísimo diamante Hope?
—Bueno, pero un diamante siempre puede volver a cortarse —dijo él, que comenzó a comerse un enorme helado—. Aunque en el caso de una piedra preciosa tan famosa, no creo que fuera necesario. Lo más probable es que se organizara una venta discreta a un coleccionista privado siempre y cuando el ladrón no fuera un perfecto novato. Pero es una pobre analogía, porque los objetos mágicos no pueden dividirse ni partirse.
—Entonces, ¿cómo lo haría? Me refiero a si alguien quisiera dividir un objeto como ése.
El caballero alzó una ceja de un modo extraño.
—Nadie dividiría un objeto de esa calidad.
—Pero entonces, hipotéticamente hablando, ¿qué es lo que hace uno con un objeto como ése?
El caballero se encogió de hombros antes de contestar:
—Organizar una venta privada, tal y como te he dicho, o una pequeña subasta solo para unos cuantos invitados seleccionados. La subasta es un poco más arriesgada, pero probablemente los beneficios finales también serían mucho más cuantiosos.
Acepté una copa del vino que le había pedido Olga al camarero y comencé a dar sorbos mientras reflexionaba sobre el asunto.
—Digamos que el ladrón es un principiante. Es la primera vez que roba. Quiere el máximo de beneficio, así que prefiere organizar una pequeña subasta privada entre invitados elegidos. ¿Quién podría ocuparse de algo así por encargo?
—Muchas personas. Me temo que en nuestro negocio hay mucha gente sin escrúpulos. Y muchos otros se dejarían persuadir equivocadamente a hacerlo movidos por la importancia de la comisión.
—¿Y cómo podría yo ir descartando candidatos hasta dar con él?
—¿Sabes si alguna vez ese individuo ha tenido tratos con casas de subastas, y en ese caso con cuáles?
—No, no ha tenido tratos con ninguna, que yo sepa.
—¿Tiene algún contacto en ese mundo, conoce a alguien que haya podido sugerirle alguna idea?
—No lo sé.
Los blarestris, el grupo de los feys de la luz del que formaba parte Claire, no se aventuraban a entrar en nuestro mundo muy a menudo, pero tampoco tenían leyes que lo prohibieran. El guardia podía haber entrado todas las veces que hubiera querido ya fuera oficial o extraoficialmente, y no había ningún modo de saber a quién había visto.
—Mmm…
El caballero se puso a reflexionar sobre el asunto mientras Olga metía la mano en una fuente de aperitivos que empujó hacia mí. ¿Qué diablos?, me dije yo para mis adentros. Me había terminado otra copa de vino y había comido prosciutto en cantidad suficiente como para matar a una persona normal cuando por fin el caballero hizo un gesto de asentimiento.
—Si tú no puedes ir descartando candidatos por ese lado hasta dar con él, lo único que puedes hacer es descartar candidatos por mi lado hasta dar con él.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que en los tratos que se hacen con casas de subastas sin escrúpulos se producen numerosos fraudes, y por lo general el comprador toma precauciones. Nadie intentaría siquiera vender algo así sin proporcionar una prueba irrefutable de su legitimidad. Y una prueba tal requiere de medios para convencer al posible comprador de que el objeto es verdaderamente lo que la casa de subastas dice que es.
—¿Y quién hace ese tipo de valoraciones?
—Tiene que estar siempre a cargo de una autoridad incuestionable, en este caso probablemente un fey dado que el objeto lo es; alguien de probada discreción y de una reputación intachable.
—¿Conoces tú a alguien así?
—Por supuesto —afirmó el caballero, que golpeó la cuchara contra la copa se reclinó sobre el respaldo de la silla con un suspiro—. Eso suponiendo que reconozcas la señal.
El pesado y viejo bloque de madera y metal, reliquia de la era de la prohibición de los años veinte, crujió al abrirlo.
—¡Cierra la puerta! —gritó el típico coro con su saludo de siempre.
Entré y la cerré de un empujón.
Al otro lado quedó la luz del día, así que tuve que bajar las escaleras escasamente iluminadas con mucho cuidado. El gorila, un enorme trol de agua situado al pie de las escaleras, alzó una mano sudorosa a modo de saludo al verme entrar en el enorme sótano. Allí dentro resultaba mucho más fácil ver, y no sólo debido a los faroles distribuidos por el local.
A lo largo de las paredes había pintadas: líneas doradas que se ondulaban al tropezar con los huecos entre ladrillo y ladrillo. Las que estaban situadas cerca del techo estaban dibujadas en negro y permanecían inamovibles y tan estáticas como si estuvieran pintadas con pintura en lugar de con magia. El resto, sin embargo, flotaba por las paredes y por el suelo de cemento, curvándose y rescribiéndose constantemente conforme cambiaban las apuestas.
Allí se apostaba por todo: desde carreras de perros y jai alai hasta ping pong y golf. Y no porque a los feys les hiciera falta ningún deporte para apostar. Había un par de enanos en el bar apostando a ver cuál de las gotas de la condensación de sus jarras caía primero sobre la barra. El barman, que además era el propietario del local, los miró de mal humor. Prefería que las apuestas se hicieran contra él que entre clientes. Aunque al menos el ganador invitaría a otra ronda.
Una de las pocas características esenciales de los feys es su pasión por los juegos de azar. Abrían salas de apuestas antes que tiendas de ultramarinos y eran capaces de apostar por cualquier cosa. Y a pesar de su pésimo gusto para la decoración, Pin’s era uno de los mejores sitios de Brooklyn donde hacer una apuesta.
—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes? —le pregunté yo a Pin—. ¡Pero si tú conoces a todo el mundo!
—Conozco a todo el mundo en Brooklyn —me corrigió él mientras saltaba del cajón de leche para prepararme una copa.
Fin era un skogstrol, que en noruego quiere decir un trol del bosque aunque, que yo sepa, él no ha salido en toda su vida de Brooklyn. Sin embargo tenía la nariz de un skogstrol, aunque solo midiera unos treinta centímetros porque todavía era joven, y tenía que subirse a una caja para poder ver por encima de la barra del bar.
Volvió a trepar al cajón y deslizó otra botella de cerveza de cuello largo por encima de la barra del bar hacia mí.
—El tipo al que quieres ver trabaja en Chinatown. En Manhattan, el territorio de los vampiros. Pero eso ya lo sabes.
—Y entonces, ¿qué hace un fey allí?
Fin se encogió de hombros antes de contestar con otra pregunta:
—¿Es chino?
—Es fey —insistí yo, haciendo una pausa para vaciar la mitad de la botella.
Fuera hacía un calor infernal y yo llevaba todo el día de un lado para otro cargando con una tonelada de hierro. Y lo único que había sacado en limpio era un palpitante dolor de cabeza y un par de ampollas. ¡Qué buena idea ponerme ese día la chaqueta de cuero!, pensé mientras la observaba con resentimiento.
—Sí, pero los luduans abandonaron Fantasía hace mucho tiempo y la mayor parte de ellos se instalaron en China. Los emperadores chinos los usaban en sus interrogatorios.
—Eso lo sé —contesté yo con cierta irritación.
En el mundo humano se usaba el triopentatio de sodio y los detectores de mentiras; en el sobrenatural a los luduans, si es que uno conseguía encontrarlos. Pero al luduan al que yo andaba buscando lo habían despedido, no estaba en su apartamento y hacía dos días que nadie lo veía por los sitios que solía frecuentar.
Un trío de trols que iban pisando fuerte y montando una gran algarabía surgió del punto central frente a un enorme espejo de pared. De hecho el espejo reflejaba las pruebas clasificatorias del alocado deporte de los magos de las carreras de los caminos prehistóricos. Muy pronto se celebraría en Nueva York el campeonato mundial, y la gente no pensaba en otra cosa. Incluyendo a Fin, que estaba ganando todas las apuestas.
Esperé mientras él le sacaba el dinero a una merrow, que por supuesto había apostado por un conductor irlandés. La merrow agarró la pinta de cerveza con la mano palmeada extendida sobre la jarra y se alejó de la barra. Yo me incliné hacia delante.
—Estoy desesperada, Fin. No tengo tiempo; no puedo esperar ni semanas, ni tan siquiera un día a que aparezca ese tipo. Lo he buscado por todas partes, y es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
Fin se encogió de hombros antes de contestar:
—Yo lo único que sé es que hizo un par de apuestas conmigo hace una semana y aún no ha venido a pagarme. Así que mandé a los chicos a buscarlo.
Los «chicos» eran un par de trols de las cavernas bajitos y rechonchos como el resto de su especie, pero con los brazos largos y las manos grandes como palas, ideales para cavar en las grandes extensiones de tierra. Esas mismas manos eran perfectas también para abofetear a los apostantes que no pagaban sus deudas; tanto, que Fin apenas tenía ningún problema.
—¿Y lo encontraron? —le pregunté yo.
Él hizo un gesto de mal humor antes de contestar:
—Aún no. Fueron a su trabajo, pero no estaba allí.
—Ni volverá. El jefe lo despidió en cuanto se enteró de lo de sus deudas. Creo que tenía miedo de que desapareciera con parte de la mercancía.
Fin dejó de hablar conmigo por un momento para servir a otro cliente el tipo de cerveza de melaza que les gusta a los trols. Yo reprimí una mueca de asco. Esa cosa se puede comer con cuchara.
—Tú te refieres a la casa de subastas en la que solía trabajar —me dijo Fin concluyendo—. La semana pasada consiguió otro trabajo en un garito de juego que está en la parte de atrás de la farmacia que hay por allí.
Yo saqué un bloc de notas.
—¿Qué farmacia?
Fin sacudió la cabeza.
—No te molestes. ¿No te he dicho que mandé a los chicos?
—No pretendo faltarle al respeto a tus chicos, pero dímelo de todos modos.
Un rayo de luz interrumpió la algarabía montada alrededor de la enorme pantalla de televisión instalada en una mugrienta pared; entorpeció la visión de la carrera de caballos que estaban retransmitiendo.
—¡Cierra la puerta! —gritamos todos.
La puerta se cerró de golpe al instante.
—El propietario tuvo algunos problemas hace unos meses con unos magos que entraron y se lo llevaron todo utilizando un conjuro para engañar —me dijo Fin.
—Hay hechizos contra ese tipo de cosas.
—Sí, pero son caros y hay que renovarlos con regularidad, y él no estaba precisamente haciendo el agosto. Así que decidió colocar a un luduan permanentemente para que cuando llegara alguien haciéndole un pedido importante, el luduan lo interrogara. Quería que se asegurara de que realmente era un golpe de suerte.
—Suena razonable.
—Sí, y funcionó bien. Hasta que esa maldita cosa dejó de ir. El propietario dice que anoche no fue a trabajar, ni la noche anterior tampoco. Y tampoco apareció en todo el día.
—Genial.
O bien se había largado, en cuyo caso seguirle la pista podía costar semanas, o bien uno de sus corredores de apuestas había decidido que se merecía una lección un poco más permanente. De un modo u otro estaba jodido.
—Tengo que hablar con ese tipo. Si es que sigue vivo. Y tengo que hablar con él hoy.
La única respuesta que obtuve fue una sonrisa amable, nada más. Y eso no resultaba nada prometedor. Todo el mundo acudía al local de Fin y él siempre mantenía las orejas bien abiertas. Él era siempre mi primera parada en la mayoría de los encargos en los que estaban implicados los feys, aunque ese día había sido el último porque primero había tenido que ir a Manhattan y, de paso, había empezado la búsqueda por allí. Si Pin no sabía nada, entonces nadie sabía nada. Excepto una persona.
Llamé por teléfono a Mircea de camino a casa.
—Necesito que me hagas un favor.
—¡Qué coincidencia!
Tardé un segundo en comprender.
—Quieres que te haga esa recogida.
—Sí.
Miré a mi alrededor y por fin encontré la carpeta que sobresalía por debajo del asiento, medio oculta bajo un par de bolsas arrugadas de comida para llevar y las zapatillas de tenis. Así que era ahí donde me las había dejado. Las arrojé al asiento de atrás y revisé el expediente.
Se trataba de otro sórdido propietario de discoteca que tenía por costumbre hacer contrabando, solo que éste prefería las armas a las drogas. Más de lo mismo.
—Muy bien —le dije a Mircea—. Yo necesito encontrar a un luduan. No sé el nombre, según parece los luduans no usan nombres, pero se supone que es el único que ronda por Manhattan.
Le di todos los detalles que sabía.
—Muy bien. Haré averiguaciones.
—Lo necesito para mañana como muy tarde, Mircea.
—Y yo necesito a ese vampiro vivo.
—Sí, ese detalle ya lo dejaste bastante claro. Te llamaré cuando lo tenga.
Colgué. El trabajito no me llevaría demasiado tiempo.