8

Me desperté con el olor del café recién hecho y del beicon frito, cosa que me pareció imposible. Pero como de todos modos tenía que levantarme, salí rodando de la cama. Me caí al suelo, un metro más abajo. Me di un golpe que ni me quitó la tortícolis, ni le hizo ningún bien a los nudos de mi espalda, producto del agarrotamiento.

Me puse bizca y entonces vi un par de enormes calcetines malolientes. Olían tan mal que habrían servido como sales de baño. Me senté ya completamente consciente y entonces me golpeé la cabeza contra la parte inferior de la mesa.

Ante mí se extendía una ruina que identifique vagamente como el cuarto de estar. Había sábanas y edredones viejos tirados por todas partes, ropa y bolsas de objetos personales apilados en un montón junto a la puerta del sótano, y el rastro de huellas de unos pies grandes y llenos de barro que llevaban desde allí al pasillo. Habían arrasado la alfombra, pero habían respetado el colchón empapado.

Cada una de las huellas tenía tres dedos, cosa que era normal entre los trols, así que me relajé. Supuse que las habían dejado los enormes bultos acurrucados en la pareja de sillones orejeros frente a la chimenea, que roncaban a pleno pulmón y con tanta fuerza como para tirar lo que quedaba del techo. Me olvidé de ellos por un rato y me puse en pie. La espalda me crujió como si fueran los nudillos de la mano de un viejo.

El borde del edredón llegaba hasta la superficie de la mesa, y eso me hizo recordar qué había estado haciendo yo ahí encima. La noche anterior, al volver a la planta baja, Claire estaba despatarrada en medio del colchón y me había dado pena moverla. No había encontrado ningún trozo de suelo seco, así que me había preparado la cama sobre la superficie de fieltro de la mesa que usábamos para jugar al póker. No tenía más que un metro veinte de diámetro, lo cual explicaba los nudos que se me habían formado en la espalda, y además tenía un reborde de unos cinco centímetros que era el causante de mi tortícolis.

Después de estirarme, cosa que me hacía mucha falta, revisé el estado de mi cuerpo. Las heridas del muslo y la rodilla se habían puesto de color púrpura y verde con los bordes amarillos. Además tenía la rodilla hinchada y sensible al tacto, y se infló al quitarme la venda igual que la masa del pan al meterla en el horno. No obstante las dos heridas estaban ya cerradas, y por otro lado no sentía como si algo me asfixiara desde dentro de la garganta. La muñeca me seguía doliendo la muy cerda, pero vistas las cosas con calma otras veces me había levantado en peores condiciones.

Di una vuelta por el cuarto de estar y eché un rápido vistazo a ver quién era el bulto debajo de la primera sábana. Un pequeño ojo verde se abrió y me miró molesto.

—Perdona, Sven.

Sven gruñó y siguió durmiendo. No miré debajo del otro bulto, pero supuse que probablemente se trataría de Ysmi, su hermano gemelo. Eran un par de chicos que había traído Olga, sus primos segundos o algo así, y su papel en el negocio era el de fortachones. Según parecía se había corrido la voz de que quizá nos hiciera falta algo de protección.

Salí bostezando al pasillo. Las escaleras se habían convertido en astillas y faltaban más escalones de los que de hecho había; el papel pintado, víctima de la humedad que por fin había disminuido, no era sino colgajos descoloridos; en cambio, el techo tenía mejor aspecto de lo que recordaba.

Todavía era posible ver el camino de subida al último piso, pero adivinar el agujero por el que habíamos tirado el colchón el día anterior fue más difícil.

Ninguno parecía lo suficientemente grande como para que cupiera un colchón doble, y menos aún el colchón de reina de Claire. Pero lo mejor de todo era que parecía que ya ni siquiera entraba la lluvia.

Encontré a Claire en la cocina, peleándose con los viejos fogones. Tenía el pelo flácido pero revuelto alrededor del rostro ruborizado y las gafas se le escurrían por la nariz sudorosa. La casa tenía aire acondicionado, pero con los hechizos a pleno rendimiento no funcionaba mucho mejor que las bombillas. Debía de haber unos treinta y dos grados centígrados.

Los niños estaban sentados a la mesa. Aiden había extendido el juego de ajedrez en su lado y parecía como si estuviera intentando secarlo. Les había quitado las armaduras a los soldados y los había colocado en fila sobre un papel de cocina, y en ese momento luchaba por quitarle la ropa mojada a un ogro. El ogro no parecía muy feliz, pero como no tenía armas no podía hacer más que dar puñetazos al aire con sus puños diminutos.

Apestoso estaba enfrente, durmiendo. O al menos eso me pareció hasta que oí el lamento que salió del velludo bulto que formaba sobre la silla. Me acerqué para examinarlo, pero él mantuvo los ojos cerrados.

—Ha vomitado dos veces desde que se ha levantado —me dijo Claire con una expresión de preocupación—. Y no quiere comer nada. Le he dado una aspirina, pero no parece que le esté haciendo mucho efecto. Estaba a punto de despertarte para preguntarte si quieres que llame a un curandero.

Tiré de la cabeza de Apestoso hacia arriba y se la despegué del mantel de tela. Se le quedó el dibujo de los cuadritos marcado en la mejilla, pero a pesar de eso eran evidentes su palidez y sus ojeras. Lo observé por un momento y enseguida fui a por un trapo de cocina que llené de hielo.

—Siéntate —le dije a Apestoso.

Pero él sólo abrió un ojo hasta formar una ranura en medio del enmarañado bulto de pelo. No hizo ningún movimiento para alzar la cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Claire.

—No está enfermo.

Tiré de él y le coloqué el trapo con hielo sobre la frente. Apestoso protestó hasta que el frío comenzó a hacerle efecto. Entonces gimió de placer y volvió a bajar la cabeza.

—¿Es resaca? —preguntó Claire un tanto horrorizada.

—Teniendo en cuenta que anoche acabó con la mayor parte de las botellas del brebaje de tu tío sí, yo apuesto a que lo más seguro es que sea resaca —contesté yo. Me puse en cuclillas junto a la silla de Apestoso—. ¿Duele, eh? —pregunté. Él gimió y asintió—. ¿Prometes que te vas a mantener apartado de mi alijo de ahora en adelante?

Apestoso asintió con más energía. Y acto seguido gimió con más fuerza. Entonces yo decidí que ya lo había castigado bastante.

—¿Has visto mi móvil? —le pregunté a Claire sin dejar de mirar el cargador con la somnolencia de costumbre a esas horas de la mañana.

Siempre he envidiado a la gente que en cuestión de segundos se levanta de la cama con los ojos bien abiertos y la mente lúcida. A mí me lleva una buena hora, y eso con la ayuda de una importante dosis de cafeína.

—No. ¿Por qué?

—Se me ha ocurrido que, ya que aún van a tardar varios días en mandarnos refuerzos desde Fantasía, podía llamar a Mircea para pedirle protección.

Claire apartó la vista de los fuegos y me miró frunciendo ligeramente el ceño con una expresión interrogativa.

—¿A qué tipo de protección te refieres?

—El Senado anda corto de gente últimamente, pero seguro que no les importa mandarnos a unos pocos maestros…

—Quieres decir vampiros —afirmó Claire lisa y llanamente.

—Es el Senado. ¿Qué otra cosa iban a mandarnos?

Entonces Claire frunció el ceño de mal humor.

—He estado pensando en lo que dijiste anoche, en cuánto podrían pedirme de rescate por Aiden. Y creo que cuanta menos gente sepa que él está aquí, mejor.

—A mí me preocupa más la gente que de hecho ya sabe que él está aquí —objeté yo con sarcasmo—. Los conjuros de la casa deberían de bastar para detener a toda esa gentuza.

—Nada de eso haría falta si nadie supiera que él está aquí.

—Le diré a Mircea que sea discreto.

—Yo preferiría que los feys se encargaran de los asuntos de los feys.

—Los chicos de Olga son capaces de resistir todo tipo de magia, incluida la magia fey —añadí yo mientras registraba la panera—. Y Dios sabe que son fuertes. Pero solo son dos, y no se puede decir que sean grandes cerebros. Y Ǽsubrand puede ser muchas cosas, pero no es tonto.

—Ni yo. ¡Pero te aseguro que no voy a confiar en un vampiro!

No podía culparla por ser precavida. La última vez que se había desmandado, Vlad la había secuestrado. Claire tenía una buena razón para desconfiar de esas criaturas.

—No todos son iguales —alegué yo incómoda.

Louis-Cesare, por ejemplo, parecía decidido a volverme loca. Constantemente ponía en duda mis prejuicios acerca de qué era cómo se comportaba por lo general un vampiro. Era solo una de sus muchas formas de complicarme la vida.

—¿Y dices eso a pesar de que tu trabajo consiste en matarlos? —exigió saber Claire.

—Mi trabajo es cazar a los resucitados… —dije yo. Al ver su expresión de confusión, expliqué—: Son los vampiros a los que algo les ha ido mal durante el cambio.

—¿Y entonces no deberían de… quedarse muertos simplemente? —siguió preguntando Claire, haciendo un gesto con la espátula.

—La mayor parte se mueren. Pero de vez en cuando alguno sobrevive en el plano físico, porque en el plano mental… Digamos simplemente que no están ahí. Los resucitados atacan a cualquier ser que se interponga en su camino, ya sea humano o vampiro. Y como están locos, no se puede razonar con ellos. Hay que derribarlos.

—¿Y tú jamás has matado a ningún vampiro normal que no fuera uno de esos resucitados? —preguntó Claire con escepticismo.

—A veces cobro comisiones por cazar a vampiros que de un modo u otro han violado una ley del Senado, pero no voy por ahí matando vampiros sin ton ni son. No estaría aquí de haberlo hecho, y da igual quién sea tu papá.

—No me parece que haya una gran diferencia —comentó Claire con el ceño fruncido.

Pensé en la expresión que esbozaría Mircea si supiera que acababan de meterlo en el mismo saco que a Vleck y al puñado de bestias babeantes con apenas más cerebro que un animal.

—Será mejor que no expreses esa opinión delante de un vampiro —le contesté yo secamente.

—No tengo intención de conocer a ninguno.

La negativa había sonado rotunda.

—Deberías reconsiderarlo —insistí yo seriamente—. Es fácil desconfiar de una cosa que te ve como su comida, pero ahora mismo…

—No quiero que esas cosas se acerquen a mi hijo, ¿de acuerdo? ¡Estoy cansada de los guardias en los que no puedo confiar!

—Te estoy hablando de vampiros con nivel de maestro que mandaría directamente el Senado. No van a comerse a nadie de aperitivo.

—¡Ya sé que no van a comerse a nadie sencillamente porque no van a venir! —afirmó Claire, que al ver mi expresión suspiró—. Piénsalo, Dory. ¿Qué podrían haber hecho anoche, aparte de dejarse trinchar a cachitos?

—Puede que te sorprendiera saberlo.

—Muy bien, pues no pienso dejarme sorprender. Ya he visto de qué es capaz un guerrero fey.

—Y yo he visto a un vampiro maestro en acción.

Claire me lanzó una mirada de desesperación.

—Si Ǽsubrand pudiera atravesar los hechizos de protección, habría entrado aquí en persona mucho antes de recurrir a crear esas cosas.

—Cosa que sí puede volver a hacer.

—Pero él ahora sabe que yo puedo derrotarlo. Sería una pérdida de tiempo.

—Sí, pero ¿qué se le ocurrirá la próxima vez?

—Hoy no va a venir con ningún invento nuevo —afirmó Claire.

Eso era lo que ella esperaba, pensé yo. Pero no lo dije en voz alta. Habría sido una pérdida de tiempo. Claire era excesivamente cabezota cuando estaba convencida de que tenía razón, lo cual le ocurría con frecuencia. Y el hecho de que a menudo la tuviera no contribuía precisamente a que se mostrara más flexible. Pero esperaba que esa vez no fuera una excepción y que tuviera razón.

Dejé de buscar el teléfono y busqué en su lugar una taza. No había ninguna en los lugares habituales: dispersas por encima de la mesa, amontonadas sobre la encimera, molestando por cualquier parte o en el lavaplatos, que alguien había instalado allí por la época en la que los electrodomésticos de color verde oliva eran el último grito. De hecho no funcionaba, pero de todos modos la gente a veces metía cacharros allí. Sin embargo estaba vacío.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Claire, observándome.

—Estoy tratando de encontrar las tazas. Han desaparecido.

Claire puso los ojos en blanco y abrió un armario. Y ahí estaban: varias filas de tazas blancas brillantes, todas perfectamente alineadas. Claire incluso les había quitado las manchas. Debía de tratarse de magia fey, me dije mientras me servía mi brebaje de la mañana.

Cogí mi café y me lo llevé escaleras arriba a mi habitación. Lo encontré sospechosamente limpio: no había ni hielo, ni nieve, ni tan siquiera agua. Golpeé con el talón una de las viejas tablas de madera del suelo y me pareció que seguía sólida y bien pegada. Tenía algunas manchas, pero estaba seca.

Mmmm…

Por supuesto la luz no funcionaba, pero los agujeros del techo permitían la entrada de luz natural además de dejar pasar a un par de pájaros que andaban por allí, husmeando las nuevas posibilidades de construir un nido. Yo no les hice caso y me fui a buscar el cepillo de dientes. Lo encontré antes de acordarme de que las tuberías habían estallado. De todos modos y por si acaso abrí el grifo. Un chorro de agua sucia y llena de óxido comenzó a caer a borbotones en el lavabo. Me quedé perpleja mirándolo un rato. Y luego me encogí de hombros y me lave los dientes.

La ducha también parecía funcionar, así que aproveché la oportunidad y me lavé la sangre y el sudor de aquella mañana. Hacía calor en casa y, gracias a la lluvia que nos cayó, todo estaba lleno de barro. Estaba terminando de secarme con la toalla cuando un pequeño cuadrito azul de cerámica me llamó la atención.

En algún momento durante el jaleo de la noche anterior debía de haber saltado de la pared de baldosines para ir a aterrizar en el extremo opuesto de la encimera en la que estaba instalado el lavabo. En ese instante se movía. Lo observé deslizarse por el linóleo y saltar de nuevo a su posición exacta y pegarse a la argamasa amarillenta.

Salí con cautela de la ducha sin quitarle la vista de encima y entonces algo tropezó con mi pie. Retiré el pie y bajé la vista. Un montón más de baldosines que habían saltado sin permiso maniobraban tratando de volver a su lugar. Se deslizaban por el suelo. Uno de ellos lo estaba pasando mal porque se había enredado con la alfombra de pelo de la ducha. Finalmente logró surcarla y librarse de ella, se apresuró por el suelo y subió por la pared como atraído por una fuerza magnética.

Entonces comencé a prestar más atención y noté muchos otros detalles que delataban cambios: manchas en el suelo que iban reduciéndose muy poco a poco; una raja en el papel pintado que se cerraba ella solita como si fuera una herida que se curara; un par de grietas en el espejo del baño que volvieron a fundirse para dejar la superficie como el hielo dentro del agua. Me apresuré a ponerme unos vaqueros y una camiseta de tirantes, me cepillé el pelo y recogí una chaqueta para ocultar el arsenal de armas no del todo legal. Luego bajé las escaleras sin hacer ruido.

—Está ocurriendo algo muy extraño —le susurré a Claire.

Ella alzó la vista y puso los ojos en blanco.

—¿Cómo se ha delatado?

—Te lo digo en serio. Creo que la casa se está arreglando sola.

—Ya lo sé —dijo ella, que enseguida señaló la puerta de la nevera con la espátula, donde unas cuantas abolladuras se enderezaban una a una, produciendo un ruidito metálico.

—Pero ¿cómo?

—¿Es que no sabes que la casa nunca nos deja mover ni tirar nada?

Yo asentí. Habíamos perdido mucho tiempo nada más mudarme yo allí, tratando en vano de acomodar la casa a nuestro estilo de vida. Porque cada vez que tirábamos algo, al día siguiente volvíamos a encontrárnoslo en su lugar. La casa podía llegar a mostrarse muy vengativa con esa extraña especie de conciencia mágica que adquirían los objetos para ella con el transcurso del tiempo. La última vez que Claire había tratado de renovar la casa se había encontrado la mitad de su ropa tirada en el jardín delantero.

—Creo que Pip hizo un conjuro para que la casa se mantuviera siempre tal y como estaba. Así no tenía que molestarse en reparar nada —explicó Claire—. Lo que pasa es que el abismo de caminos prehistóricos tiene tanto poder que tiende a magnificar los hechizos, de modo que…

—¿Quieres decir que se muestra demasiado entusiasta en su tarea?

—Más o menos, sí.

Desvié la vista hacia el agujero del suelo junto al umbral de la puerta que había estado ahí desde poco después de mudarme yo a la casa y puntualicé:

—Pero no todo se arregla para volver a ponerse como estaba.

—Es un hechizo de ama de casa —dijo Claire—. No creo que mi tío lo diseñara para reconocer la sangre de demonio. Supongo que sólo arregla los estropicios más normales.

—Y entonces, ¿por qué no lo pone todo mejor?

Yo seguía viendo la misma raya de polvo a lo largo de la parte superior de la puerta de la nevera, los mismos armarios retorcidos encima del horno y los mismos rayones en el viejo y polvoriento entarimado del suelo.

—Porque está diseñado para mantenerlo todo exactamente tal y como estaba cuando Pip hizo el hechizo. Y no creo que a él le preocupara mucho la decoración.

—Así que esa mancha del techo de mi habitación…

—Seguirá ya para siempre allí, sí. Eso suponiendo que el resto del tejado se repare solo —contestó Claire, que alzó la vista—. Yo tengo esperanzas, pero el destrozo de anoche fue enorme.

Alcé la vista y pensé en todas las armas que podría comprar de no tener que pagar un tejado nuevo. Por supuesto el hechizo también significaba que jamás podría librarme de los muebles horribles, del espantoso papel pintado ni de los adornos pasados de moda. Pero el mundo no era perfecto.

—Supongo que pronto lo averiguaremos —dije yo, que acto seguido asomé la cabeza por encima de su hombro para ver qué era lo que olía tan bien. Parpadeé incrédula—. ¡Eso es carne!

Claire me lanzó una mirada malévola.

—Ya lo sé. No empieces.

—¿Es que vas a comer carne?

Eché un vistazo furtivo a ver qué había en la fila de platos cubiertos con una servilleta de papel junto a los fuegos y descubrí un montón de beicon, huevos y tostadas. Teniendo en cuenta que por lo general ella desayunaba copos de trigo integral y leche de almendras, aquello fue un susto. Un buen susto. Mangué una loncha de beicon y retiré la mano antes de que pudiera darme un tortazo.

Claire frunció el ceño.

—¡No!

—Esto tiene algo que ver con las escamas, ¿verdad?

—¡Tiene que ver con mi otra mitad, que me está volviendo loca! —exclamó Claire mientras pinchaba el resto del beicon—. No hace más que tratar de influir en mí.

Después de algunos de los comentarios que había hecho la noche anterior, a mí me parecía que ya había influido en ella. Pero no para mal. Si había una situación en la vida en la que verdaderamente hacía falta un poco más de crueldad, no cabía duda de que era la suya, con un puñado de asesinos feys persiguiendo a su hijo.

—He tratado de llegar a un compromiso —continuó ella, quejándose—. He intentado comer pescado y huevos.

—¿Y te ha servido de algo?

Claire hizo una mueca.

—No. No quiere pescado. No le gustan los huevos.

Quiere montones de carne y cuanto más cruda y más grasienta, mejor. Él preferiría seres vivos y atemorizados a los que pudiera matar primero, pero sabe que más le vale no pedirlos. Por eso me tortura soñando con filetes, salchichas y costillas tostándose al fuego.

Yo sonreí.

—Entonces, ¿para qué cocinas todo esto?, ¿para torturarlo tú a él?

—Los niños tienen que comer. Y quería que hubiera comida suficiente para los gemelos y para que todos comierais algo luego. No sé cuánto tiempo tardaré.

—¿Tardarás en qué?

—En hacer averiguaciones sobre la Naudiz. No es un tema sobre el que pueda hablar por teléfono. Tengo que ir en persona.

—No —negué yo, robando otra loncha de beicon. Era de las buenas: gorda, picante y con ese brillo como de miel—. Tú te quedas aquí con Aiden. Iré yo.

—Tú no tienes mis contactos —protestó Claire.

—Tengo a Olga.

Claire me lanzó una mirada escéptica.

—¿Tu secretaria?

—Su difunto marido era muy conocido en el mercado de las armas sobrenaturales. Y además Benny no era muy puntilloso acerca de dónde salía la mercancía.

—¿Y eso es una ventaja?

—Lo es si lo que estás buscando es una runa fey de guerra recién robada. No creo que ese guardia vaya a dirigirse a los canales legales. Es más probable que la gente de Olga sepa algo.

—¡Pero yo no puedo quedarme aquí sin hacer nada! ¡Me paso la vida así!

—No es cierto que no hagas nada. Eres la guardiana de tu hijo. Y sinceramente, das mucho más miedo que yo.

Claire me dirigió una mirada irritada.

—¡Vaya, gracias!

—Ya sabes a que me refiero. Yo no puedo hacer lo que haces tu, Claire. Así que déjame hacer lo que sé hacer, ¿vale?

—Eres una buena amiga, Dory.

Claire me había dicho esas palabras de corazón al tiempo que me daba un pringoso abrazo zalamero. Yo la abracé a mi vez con torpeza y con las manos llenas de salada y de grasienta bondad. No pude recordar la última vez que me habían abrazado tantas veces ni con tanta fuerza en solo veinticuatro horas.

Ella se echó atrás parpadeando y yo fingí que no me daba cuenta.

—¿Quieres algo antes de marcharte? —preguntó Claire, señalando hacia los fuegos—. Hay comida de sobra.

—Creía que en la nevera sólo había cerveza y mayonesa. Y yo no me fiaría de la mayonesa. Hace unos días pillé a un trol con la cabeza metida en el tarro, comiéndosela como si fuera caramelo.

—Olga ha mandado comida como para un regimiento junto con los gemelos.

Claire sacó un tarro de la nevera y lo miró frunciendo el ceño.

—Todavía no los has visto comer. Eso era probablemente solo para el desayuno.

—¿Y cuánto más crees que tengo que cocinar? —preguntó Claire, mirando los platos sobre la encimera junto a la cocina.

—¡Y yo qué sé! En realidad yo jamás he visto que se quedaran llenos. Tengo que irme antes de que se movilice toda la gente que conozco.

Me terminé el café y me marché sin darme tiempo a preguntarme por qué el tarro de mayonesa tenía marcas de lengüetazos.