Recuperé la conciencia cuando alguien comenzó a golpearme con fuerza la espalda para que expulsara el agua de los pulmones. O lo que tenía dentro. Me despegué del hielo sobre el que estaba tumbada boca abajo y rodé hasta ponerme de lado. Tosí y vomité un líquido teñido de rosa.
Durante un rato seguí tratando de respirar entre arcada y arcada, pero solo lo conseguí la mitad de las veces. Entonces mi estómago decidió intervenir. Una mano me sujetó el pelo para apartármelo de la cara mientras vomitaba, me atragantaba y tosía.
Por fin alcé la vista y vi a Claire en medio del haz de luz que se derramaba por las escaleras que subían a la planta de arriba. Su pelo rojizo, rizado y revuelto, lo invadía todo y se le pegaba a la nuca y a la piel. Aún tenía la mano y el brazo derechos armados con las escamas iridiscentes como si se le hubiera olvidado cambiarse de ropa. Me apretaba la mano con tanta fuerza como para romperme los huesos.
Moví los labios, pero por un momento no salió ningún sonido de mi boca. Sentí como si tuviera una goma en la garganta que me apretara. O una mano.
—¡Dory! —exclamó Claire. Se inclinó sobre mí y sus rizos cayeron sobre mi rostro—. ¡Dory, di algo!
Me aclaré la garganta.
—No me des una bofetada.
Eso fue lo que dije. Me preocupaba la garra de su enorme pata. Y entonces vomité otro poco más.
Claire me atrajo hacia sí y me apretó con tanta fuerza que casi no podía respirar. Y comenzó a sollozar y a murmurar cosas que yo no comprendí del todo. Gessa estaba allí. Tenía un corte en la frente del que le chorreaba una sangre negra hasta los ojos, pero sonreía. Me dibujó una línea en la cara untándome con esa sangre y después subió escaleras arriba.
—Entonces, ¿hemos ganado? —pregunté yo con la voz cascada.
—Se han ido —afirmó Claire en un tono de triunfo, enjugándose los ojos con una mano—. Creo que formar la tormenta les supuso un enorme gasto de energía y al no poder entrar…
Claire me estrechó con fuerza.
—Por favor, no me estrujes —dije yo con torpeza.
Ella me soltó y yo me dejé caer por un momento en el suelo. Quería saber si mi estómago tenía planeada una repetición de la jugada. Lo tenía helado, pero lo sentía sólido; como una superficie dura posada sobre la espalda. Y más valía que siguiera así. Había dejado de dar esas horribles vueltas y vueltas para transformarse en algo por completo…
—Supongo que hay una razón para que no estemos todas muertas, ¿no? —pregunté yo, interrumpiendo mis propios pensamientos.
—Los manlíkans no son más que hechizos revestidos de un elemento —contestó Claire distraída—. En Fantasía los usan para jugar a la guerra, como dobles y… —Claire movió las manos con desesperanza—. ¿Pero por qué demonios estoy siquiera hablando de esto? ¡Les he desbaratado todo el conjuro!
Puse los ojos en blanco y la miré.
—No pretendo mostrarme desagradecida, pero ¿no podías haberlo hecho antes?
—Pensé que si los atacaba se desbaratarían también los hechizos de la casa. Y entonces en cuestión de minutos se volvería a iniciar todo el ciclo y los svarestris volverían a entrar y…
—Ya estaban dentro —afirmé yo. Pero inmediatamente deseé no haberlo dicho porque ella rompió a sollozar—. No importa. Todos estamos bien, ¿verdad?
—¡No encuentro a los niños! —contestó ella con voz temblorosa—. ¡He mirado por todas partes! ¡Han debido de llevárselos…!
—No lo creo.
Me incorporé hasta reclinarme, apoyándome en la muñeca que me quedaba sana. Gessa bajó trotando las escaleras. Llevaba una manta y una botella de agua, y yo acepté ambas y le di las gracias. Me enjuagué la boca y escupí en el suelo porque, la verdad, no podía estar más sucio. Después me enrollé la manta y traté de sentarme.
Mi estómago seguía más o menos donde se suponía que debía estar, pero algo crujía debajo de mi culo. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y pesqué los restos de una galleta de la suerte. Leí el diminuto pedacito de papel que había dentro: «Han mandado a tu ángel de la guarda a freír espárragos».
¿En serio?, me pregunté. E inmediatamente me eché a reír a pesar del daño que me hacía.
Alcé la vista y vi a Claire mirándome boquiabierta y horrorizada, abriendo inmensamente los ojos. Me calmé, me limpié los labios y me puse en pie. La habitación comenzó a dar vueltas a mi alrededor de un modo alarmante, pero Claire me sujetó por la cintura.
—Arriba —le dije yo.
Me agarré a la barandilla de la escalera.
—¡Arriba no están! ¡He mirado por todas partes! He venido al sótano en último lugar porque ya había estado aquí. Por eso es por lo que he estado a punto de no llegar a tiempo de encontrarte…
—Pero me has encontrado —le recordé yo. Por fin el sótano dejó de dar tantas vueltas—. Y además creo que sé dónde pueden estar.
Claire me arrastró escaleras arriba fingiendo que era yo la que hacía el esfuerzo. A mí no me hacía ninguna falta revalidar mi ego, pero el brazo para apoyarme fue un bonito gesto. Me ardía la garganta, me temblaban las piernas y estaba calada hasta los huesos. No se nos había ocurrido nada mejor, pero al menos teníamos una idea.
El aspecto del cuarto de estar resultaba extraño de puro normal. Quizá porque todavía conservaba el techo. Era más de lo que podía decirse del pasillo, donde había agujeros en el viejo papel pintado, una pequeña cascada en donde antes estaban las escaleras y tres pisos de completa destrucción. Todavía seguía lloviendo. Un ligero calabobos se filtraba dentro y nos mojaba el pelo y salpicaba las tablas del suelo empapado. Un pedazo de nieve medio derretida cayó de pronto siguiendo el mismo camino. Fue a parar a mis pies.
Me arrodillé y tanteé la madera con los dedos hasta dar con la ranura de la trampilla. Estaba cubierta por una fina capa de hielo exactamente igual que otras muchas hendiduras del suelo en donde se habían formado charcos. Lo rompí con la mano y la pieza de madera se soltó con un fuerte chasquido.
Al levantar la trampilla formé una inundación en miniatura que se deslizó hacia la pared. Miré dentro. Y enseguida tuve que apartarme en cuanto asomó una diminuta y peluda cabeza. Unos enormes ojos grises parpadearon somnolientos, mirándome, y por último el rostro esbozó una sonrisa a medias.
—¡El agujero de contrabando! —exclamó Claire, que se arrodilló y sacó a Aiden de las profundidades del pequeño hueco para abrazarlo bestialmente.
El niño seguía aferrado a la pieza de ajedrez, que entonces cayó al suelo y salió corriendo por el pasillo lo más rápidamente que le permitieron sus diminutas piernas.
—Me pareció que era una buena idea. Acababan de verlo.
Claire no hizo caso de las protestas de su hijo por lo fuerte que lo estrujaba. Al parecer conseguir que lo soltara podía costarle una amputación.
—¡No puedo creer que hayáis estado ahí metidos durante todo este tiempo!
—Yo no me preocuparía por sus recuerdos —comenté yo con cinismo mientras observaba cómo Apestoso trataba de salir del agujero escalando.
Por lo general Apestoso tenía por costumbre ir saltando por encima de los muebles y por toda la casa como un acróbata en miniatura, pero ese día no. Estiró un pie de larguísimos dedos hasta el borde del hueco y ahí lo dejó. Se quedó mirándolo como si le sorprendiera, como si no estuviera seguro de qué podía ser esa cosa nueva. Luego movió los dedos del pie y estalló a reírse a carcajadas; primero sofocadamente y sin poder evitarlo hasta el punto de que se cayó de espaldas contra las filas de botellas que todavía no había vaciado.
—Me parece que no se han hecho daño —le dije a Claire.
Claire echó un vistazo al desastre en el que se había convertido la casa antes de girar los ojos hacia mí y puntualizar:
—Por ahora.
—Nos conformamos con por ahora.
Se quedó mirándome un momento y después asintió. Seguía estrujando a su hijo, que luchaba por soltarse y que arrugó la cara en medio de sus esfuerzos. Por un momento me recordó vagamente a Apestoso, pero no porque tuviera cara de miedo. Buscaba el modo de escapar, pero no comprendía a qué venía tanto jaleo.
Dejé a los niños con Claire y me dirigí a echar un vistazo a toda la casa para valorar la situación.
Tal y como sospechaba, la casa era inhabitable, pero los hechizos se habían mantenido en pie, incluyendo el conjuro del glamour que ocultaba su destrozo ante cualquier peatón que casualmente pasara por allí. Vista desde la calle la casa conservaba un aspecto perfectamente normal o, al menos, no parecía más destartalada que de costumbre. A excepción del jardín delantero, que a esas alturas se estaba convirtiendo ya en un pantano debido al metro veinte de nieve que la casa estaba expulsando fuera.
Observé cómo el agua iba derramándose sobre la calle previamente mojada para ir a parar a una alcantarilla en la que de momento no cabía ni una gota. Sopesé las alternativas. En realidad no había ninguna. Los feys no parecían haber quedado muy impresionados por los hechizos humanos, y sospechaba que la única razón por la que al final no habían podido entrar eran las recientes mejoras que había hecho Olga.
La casa disfrutaba de una combinación de conjuros de protección fey y humanos que habría sido difícil de igualar en cualquier otra parte. Puede que no fuera más que un montón de escombros, pero era un maldito montón de escombros muy bien protegido. Y tendríamos que sacarle el mejor partido, nos gustara o no.
Volví a entrar. El cuarto de estar y la cocina eran las únicas habitaciones de la planta baja que podían considerarse habitables. Claire estaba en el cuarto de estar, pero no acostando a los niños tal y como yo suponía.
Debía de haber subido arriba porque se había cambiado de ropa. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta negra seca. A su lado tenía una maleta. Cuando entré estaba intentando ponerle a Aiden un poncho para la lluvia. Pero el niño no lo quería y luchaba con sus dedos gorditos mientras ella empujaba para abajo para metérselo por la cabeza.
—¿Qué estás haciendo?
Claire alzó la vista. Su rostro expresaba culpabilidad y decisión a partes iguales.
—Salir de aquí antes de que te maten.
—¿Y conseguir que te maten a ti? —pregunté yo, agarrando la maleta.
Claire me la quitó.
—¡A mí es difícil matarme!
—¡Y a mí también!
Ella sacudió la cabeza.
—No te has visto ahí abajo. No podías… ¡No pienso ser responsable de eso!
—Ya soy mayorcita, Claire. Soy responsable de mí misma.
No creo que Claire me oyera siquiera. Continuó hablando:
—Todo esto… No debería de haber sucedido nada de esto. Lo tenía todo planeado. Contaba al menos con un par de días antes de que todo se fuera a la mierda. Pero entonces Lukka murió y…
—La vida no suele obedecer nuestros planes —le dije yo con cinismo.
De hecho la vida siempre parecía disfrutar cuando echaba por tierra los planes que hacía yo.
—¡Pues a la vida que le den!
Claire echó a caminar hacia la puerta. Arrastraba a Aiden tras de sí, que seguía luchando contra la prenda de plástico de la que se sentía prisionero.
Apoyé la espalda contra la puerta, cosa que era una estupidez. Claire podía apartarme de allí cuando quisiera. A mí y a lo que quedaba de pared si se le antojaba. Pero parecía que la idea de que yo muriera le molestaba, así que aproveché la oportunidad pensando en que no iba a aplastarme como a un bicho.
—Vale, entonces ¿cuál es el plan? ¿Salir corriendo en plena noche a buscar a los enemigos de siempre?
Claire me dirigió una mirada desesperada y llena de frustración y se apartó el abundante pelo rojizo de la cara. Con tanta humedad en el aire se le había puesto como una enorme bola revuelta.
—No soy tonta, Dory. Han gastado mucha energía con esa tormenta y todavía más creando esas malditas cosas. Están agotados. Por eso es por lo que tengo que irme ahora.
Claire trató de pasar por delante de mí, pero yo no cedí.
—Pues hasta hace unos minutos parece que todo les había salido bien. Y si vuelven a formar esas cosas y tú no estás nos dejarás a todos sin defensa.
Claire me lanzó una significativa mirada. Sabía de sobra qué pretendía yo, pero no estaba dispuesta a ceder.
—No pueden volver a formar esas cosas. Por lo menos ahora mismo. El hierro solo interrumpe la escena. Les lleva tiempo volver a construirla. Y no fui yo quien hizo todo eso. Yo solo les quité el poder que necesitaban para crear a esas criaturas.
—Entonces una vez que se han ido, ¿ya está?
Ella asintió.
—Por lo menos hasta después de que descansen. Y teniendo en cuenta la cantidad de energía que han tenido que usar para crear esa tormenta, me imagino que les llevará tiempo.
—Eso suponiendo que Ǽsubrand haya utilizado a todo el mundo para el ataque, cosa que no sabemos —puntualicé yo—. Puede que se reservara algunos de sus hombres con la esperanza de que te entrara el pánico
—¡Yo no voy a dejarme vencer por el pánico!
—… y salieras huyendo, cosa que les facilitaría mucho el trabajo.
—Pero para eso habría sido necesario que Ǽsubrand pensara en la posibilidad de que su ataque inicial fallara, y él es demasiado arrogante como para eso.
Eso era cierto y sobre ese punto no cabía discusión, así que cambié de táctica.
—Así que huyes. Bien. Y luego, ¿qué?
—Tengo muchos contactos en la sala de subastas —dijo Claire con cierto rubor—. Si la runa sale a la venta, antes o después alguien se enterará. Tengo que averiguar quién la tiene antes de que acabe en la colección privada de alguien y desaparezca.
—Muy bien. Pero eso no puedes hacerlo con el heredero del trono de Fantasía encaramado a la cadera.
—Los feys no conocen este mundo…
—¡Pero mucha otra gente sí! Y no hay nada más fácil que contratar a un puñado de mercenarios.
Yo precisamente debería saberlo; era uno de ellos.
Claire parpadeó como si jamás se le hubiera ocurrido la idea.
—No creo… no creo que hagan eso. Los feys se ocupan siempre de sus problemas.
Sin embargo no parecía estar segura.
Y yo me aproveché de su duda.
—Vale, dejando eso a un lado, ¿sabes cuánto pueden pedirte de rescate por Aiden?
—Mañana, en cuanto abran las tiendas, lo vestiré de niño humano. Nadie tiene por qué enterarse de que…
La interrumpí poniendo una mano sobre su brazo y dije:
—Mira.
Aiden se había quitado el poncho y se había hecho un ovillo sobre la alfombra. Apestoso apoyaba la cabeza sobre el culo del príncipe y miraba a su amigo con ojos líquidos que reflejaban un suave brillo dorado. La luz se derramaba sobre los colores desvaídos de la vieja alfombra persa y resaltaba los tablones del suelo como si se tratara de una lámpara. Pero no era una lámpara.
—Los niños humanos no derraman luz sobre las alfombras —dije yo en voz baja.
Observé la expresión del rostro de Claire y vi cómo se derrumbaba.
Se llevó una mano temblorosa a la frente. Por primera vez probablemente en muchos meses demostraba la tensión constante a la que había estado sometida.
Casi parecía demacrada.
—¿Qué voy a hacer? ¡Van a matarlo, Dory! ¡Van a matar a mi pequeño, y yo no puedo impedirlo!
—No, no van a matarlo —negué yo. Puse un brazo a su alrededor, pero me sentí extraña porque yo no soy pegajosa. Sin embargo ella parecía verdaderamente necesitada de un abrazo—. Los hechizos de la casa siguen funcionando a pesar de todo. Y ésta ha sido una buena prueba. Yo hablaré con Olga mañana, a ver qué más se puede hacer. Lo cuidaremos, Claire. Y estará a salvo hasta que encontremos esa runa tuya entre las dos.
—¿Entre las dos?
—Bueno, es un tema que ahora me interesa.
Claire se quedó mirándome por un momento, pero enseguida rompió a reír de una forma histérica.
—¡Estás loca! —exclamó al fin, enjugándose las lágrimas de los ojos.
Yo le guiñé un ojo.
—¿Y ahora te das cuenta?
No creo que lograra convencerla, pero lo cierto es que parecía a punto de desplomarse. Buscamos por la casa y finalmente encontramos unas sábanas que milagrosamente seguían secas en el armario del pasillo, así que las usamos para acostar a los niños en el sofá. Apestoso se puso a roncar casi inmediatamente y Aiden ni siquiera llegó a poner un pie en el suelo durante el traslado. Luego fuimos a comprobar el estado en el que se encontraba la habitación de Claire.
Estaba más o menos como la mía, solo que los agujeros del tejado no estaban justo encima de la cama, y el somier y el colchón se habían mantenido bastante secos. La ayudé a bajar el colchón a la planta baja, cosa que en realidad consistió en tirarlo por el enorme agujero del techo. Se mojó un poco cuando cayó sobre el río de nieve derretida que recorría el pasillo, pero no creo que a Claire le importara mucho.
Lo arrastramos entre las dos hasta el cuarto de estar, le colocamos unas sábanas y Claire se tiró encima.
—Hay sitio de sobra para las dos —musitó ella.
Yo apagué la lámpara que alguien se había dejado encendida y contesté:
—Gracias. Enseguida vuelvo.
Al salir cerré la puerta.
Volví a mi habitación a rescatar el alijo de armas. Estaba de pie delante del armario, preguntándome si debía de coger las espadas o si era mejor dejarlas en sus vainas, cuando comencé a sentir que las piernas me fallaban. Me senté un momento en el colchón empapado y de pronto ahogué un grito.
Al principio pensé simplemente que me salía sangre. La herida del muslo me había sangrado con profusión y me había manchado toda de un color rojo que comenzaba a ponerse oscuro. Fui al baño a por el botiquín de primeros auxilios y me miré al espejo. A primera vista tenía la piel tan pálida como la cera, los ojos y los labios oscuros como si los tuviera magullados y la piel alrededor de la boca cubierta con una capa de algo extraño, blanco y escamoso.
Me lavé y me senté al borde de la bañera para vendarme la pierna. El muslo había dejado de sangrar aunque la rodilla todavía goteaba un poco cuando la movía. Y como la herida estaba en una articulación dolía a rabiar. Pero las había tenido peores y además, con mi metabolismo, probablemente al día siguiente estuviera curada. Y sin embargo, por alguna razón, me temblaban las manos mientras me vendaba la rodilla y mis pulmones inhalaban más oxígeno del que necesitaba.
Lo mismo me había ocurrido al bajar las escaleras. Era como si mis pulmones creyeran que iba a producirse otra vez esa escasez de aire y quisieran almacenarlo. Pero en ese instante era peor aún, porque llegaba hasta el punto de marearme. Tardé un momento en darme cuenta de que estaba hiperventilando. Me quedé ahí sentada, tratando de calmarme y preguntándome qué diablos me estaba ocurriendo.
Muchas otras veces, incluso más de las que podía contar, había estado tan cerca de la muerte o más cerca aún que esa noche. Y la mayor parte de esas veces esos momentos habían sido mucho más dolorosos y confusos. Me había despertado después de un ataque cubierta de sangre, sangre mía y de otros, con huesos rotos que todavía no habían terminado de fusionarse o con carne quemada que aún se estaba mudando. Y después estaba el memorable incidente aquel cuando recuperé la conciencia justo a tiempo de interrumpir el banquete de los buitres, que me habían confundido con un cadáver.
Todavía a veces recordaba algunos detalles: las plumas acariciando mi cuerpo, las uñas hurgando en mi carne, los picos desgarrando. Y sin embargo yo solita me los había quitado a todos de encima. Y después había recuperado las armas y le había robado el caballo a uno de los hombres que había tratado de sacarme las tripas para salir corriendo a ocuparme de mi siguiente encargo. Estaba acostumbrada a enfrentarme a los terribles sobresaltos que se producen inevitablemente durante una pelea: al sabor de la sangre, a la fragancia de la muerte en el aire y a la quietud que le sigue siempre.
Pero quizá no estuviera tan acostumbrada al desastre mismo como me creía. La mayor parte de las veces yo estaba fuera de mí misma cuando se producía el caos: un hecho que siempre había lamentado. Nunca antes me había dado cuenta de hasta qué punto dependía de ello.
Saber que para mí la muerte significaría simplemente que algún día no despertaría de una de mis peleas resultaba aterrador a la vez que extrañamente reconfortante. Porque era como saber, cada vez que oía aquella palpitación en mis oídos, que quizá esa vez fuera la última. Pero también significaba que yo no vería acercarse el final. Y sin embargo, esa noche había estado a punto de verlo.
¿Era así como me enfrentaría a él?, me pregunté, molesta conmigo misma. ¿Quinientos años y eso era todo lo que había aprendido a hacer? ¿Asustarme porque me habían fallado las armas, porque por fin había encontrado a un adversario al que no sabía cómo matar?
Me puse en pie, furiosa con mi cuerpo a causa de su debilidad y conmigo misma por no haber adivinado con anticipación lo que iba a ocurrir; por no haberme dado cuenta, después de que un fey me diera una patada en el culo por primera vez, de que podía volver a ocurrir. Yo no conocía su magia, no comprendía sus armas. Para mí un arma era un peso reconfortante en la mano: una espada, una maza, una pistola. ¿Cómo diablos podía luchar contra una gente que tenía a la misma tierra y al cielo de su lado?
No lo sabía, pero sí sabía una cosa. Si Ǽsubrand estaba vivo, entonces es que podía morir. Y yo estaba deseando que muriera.