6

Las enormes ventanas de la fachada de la casa permitían ver el jardín solo borrosamente y con las rayas que trazaban las gotas de agua al caer. Pero yo me había equivocado al creer que era una lluvia natural. Observé con un sobresalto que me dejó paralizada cómo las gotas que colgaban del saliente del tejado comenzaban a doblarse, a coagularse y a sobresalir hasta formar la imagen de la cabeza de un hombre.

El perfil era nítido y se dibujaba con precisión contra la calle oscura. Todo era de un claro cristalino excepto el agua que se filtraba del tejado, que estaba sucia por el alquitrán. Dibujaba el semblante de un fantasma y le confería la apariencia de una estatua antigua y vieja. Y el hecho de que estuviera hecho de gotas no contribuía a evitar la fuerte impresión.

Ni hacía que resultara menos aterrador.

Por el rostro y cuello comenzó a caer agua con más abundancia, espesándose hasta formar lentamente dos poderosos hombros, dos musculosos brazos y un fuerte torso. La figura en sí misma parecía hecha de mercurio a la luz de la luna, pero todavía podía verse el jardín más allá: la pálida silueta del camino, las pinceladas oscuras de los árboles, el brillo de la lluvia cayendo. Detrás de ella los cumulonimbos iban creciendo en altura y oscuridad, y su luz interior les proporcionaba una belleza aterradora.

Maldije en voz baja. Detestaba la magia que no conocía. La que conozco ya es bastante mala: hay magos que se pasan el tiempo inventándose formas nuevas de matarme. Pero al menos cuento con una oportunidad medio decente de contraatacarles utilizando mi propio catálogo de trucos. Los que no he visto nunca, en cambio, me producen dolor de cabeza.

—¿Qué diablos es eso? —susurré yo.

—Manlíkan —contestó Gessa, apretando con ambas manos un hacha de guerra tan pequeña que parecía de juguete—. Magia fey de la luz.

—Sí, pero ¿qué es?

Gessa arrugó todo el diminuto semblante al tratar de buscar las palabras para definirlo. Era una recién llegada relativamente hablando y estaba aprendiendo inglés. Pero como mi vocabulario trol seguía reducido aproximadamente a unas doce palabras y la mitad de ellas eran tacos, tendríamos que conformamos.

—Los svarestris controlan los elementos. Usan ese poder para construir guerreros —explicó Gessa, que se metió el mango del hacha debajo del brazo para hacer un gesto extraño con las manos.

—¿Construir guerreros con qué?

—Con el poder. Los elementos.

Gessa volvió a hacer el mismo tipo de movimiento con las manos como de envolver. Yo tragué. Esperaba haberla malinterpretado, pero estaba casi convencida de que no.

La cascada había comenzado a gotear más abajo, solidificándose hasta formar una espalda firme, unas piernas musculosas y unos pies que dejaron una huella acuosa en el suelo del pasillo al entrar. La figura se había saltado los hechizos de protección como si no existieran; era evidente que la leían como si fuera agua y que por tanto la consideraban inofensiva.

—¿Envuelven su poder alrededor de un elemento y forman una sombra o doble con él? —pregunté yo con un susurro.

Gessa simplemente me miró.

—¿Un doble? ¿Crean un doble?

Ella asintió y afirmó:

—Crean un guerrero.

Maravilloso.

Por la calzada trepó la luz halógena blanca y fría de los faros de un coche. Un vecino que llegaba más tarde de lo habitual. El dibujo del cristal emplomado de la puerta principal se deformó y estiró hasta englobar a la criatura entera, realzando todo aquel cuerpo casi transparente. Era increíble hasta qué punto el agua resaltaba todos los detalles de aquella cosa: los músculos del pecho, la arruga del codo, la zona hundida alrededor del ombligo y el rostro pálido, por completo helado y aterradoramente silencioso, mirando a su alrededor.

La luz del suelo se fue estrechando hasta convertirse en una rendija y se deslizó por la pared según el coche pasaba por la calle. Finalmente el pasillo quedó de nuevo en sombras. Yo tenía un problema. Jamás había visto nada ni remotamente parecido. Y lo que era aún peor: no sabía cómo matarlo.

Decidí que lo que tenía que hacer era experimentar. Saqué un arma y le disparé media docena de balas a aquella cosa. El sonido resultó ensordecedor en medio del silencio de la casa. Los disparos dejaron un olor acre. Pero era el único modo de disparar que yo conocía. Las balas atravesaron aquel cuerpo insustancial igual que las piedras atraviesan un estanque: salieron por el otro lado para quedar incrustadas en la pared del vestíbulo. La criatura alzó la vista. Aquellos ojos inquietantes y sin color siguieron el curso del techo hasta toparse con los míos.

Buena idea.

—¿Cómo lo matamos? —le pregunté a Gessa en un susurro sin dejar de mirar aquella nada que sin embargo me miraba fijamente a mí con un brillo de hielo salvaje.

—No vivo —contestó Gessa, encogiéndose de hombros.

Eso ya me lo había figurado. No olía ni como una persona ni como un animal; más bien olía como una piedra mojada, ligeramente orgánica y con la acidez de las hojas cargadas de humedad. Pero la mano que había girado el pomo sí que tenía que estar viva.

—Entonces, ¿cómo lo detenemos?

—Hierro frío —dijo Gessa, que alzó su diminuta arma.

Bien, Dory: ya podía ir soltándolo, me dije a mí misma con severidad. Hubiera debido figurármelo. Los feys tienen una fuerte aversión al hierro en todas sus formas. Pero por desgracia mis cuchillos eran de acero ennegrecido y mis balas eran de plomo y plata. Y ya había visto de qué servían con esa cosa.

Giré la vista a mi alrededor en busca de inspiración. Por la rendija de la puerta vi el borde de la cornisa de la chimenea de la habitación de Claire. Y sin duda allí tenía que haber un atizador de hierro fundido medio enterrado bajo la nieve derritiéndose. Fui por él y volví justo a tiempo de ver cómo las cosas iban de mal en peor.

Claire había salido por la puerta que daba al cuarto de estar. Había perdido las gafas en alguna parte y con la escasa luz no veía a la figura transparente del manlíkan, de pie junto a la pared. Las borrosas rayas del envejecido papel pintado solo se distorsionaban ligeramente detrás del cuerpo de agua, que alzó muy despacio una mano.

Entonces Gessa se lanzó por el agujero del suelo, chillando y con la diminuta hacha levantada. Golpeó a la criatura en la coronilla y la partió en dos de arriba abajo, desintegrando el «cuerpo» y provocando una ola. Claire se giró y alargó una enorme pezuña que, por suerte, no rebanó más que el aire por encima de la cabeza de Gessa.

Yo salté tras ella y fui a caer junto a Claire. Poco faltó para que no me rebanara a mí también.

—¡Claire! ¡Soy yo!

Claire me agarró con la mano aún cubierta de escamas como si se tratara de la armadura para la batalla. Sentí que podía romperme los huesos con un leve movimiento de muñeca, así que me quedé muy quieta. Hasta que esas garras me apretaron el brazo y comenzaron a zarandearme.

—¡Dime que están contigo!

—¿Quiénes? —pregunté yo, sintiendo que se me caía el estómago a los pies.

—¡Los niños! —gritó ella con desesperación—. Los he perdido con la tormenta, y no están ni en el cuarto de estar, ni en la biblioteca, ni en el sótano…

Claire se interrumpió y se quedó mirando algo por la ventana. Un solo vistazo me bastó para comprender que se trataba de lo que yo esperaba: una docena o más de feys, de pie en el jardín delantero como manchas pálidas contra la noche.

Me había imaginado que debían de estar cerca para poder poner en marcha un hechizo como ése, pero no esperaba que estuvieran allí mismo y al descubierto. Y eso no era nada bueno. Porque significaba que tenían plena confianza en su propio poder y eso a mí no me gustaba nada.

Claire echó a andar en esa dirección con el rostro lívido, pero yo la detuve.

—¡Ellos no los tienen, Claire! ¡Si los tuvieran ahora no estarían atacándonos!

—¡No pueden atacarnos! —soltó Claire a su vez—. La tormenta no ha logrado derribar los hechizos de protección y no pueden entrar. Y ni siquiera todos ellos juntos tienen tanto poder como para montar el mismo truco dos veces seguidas. Pero los niños se han asustado con la tormenta y han debido de salir corriendo de casa y…

Claire retrocedió y vio el charco de agua del suelo que había dejado el manlíkan tras desaparecer. De la lluvia surgió una mano de cristal que la agarró por el tobillo.

—¿Qué es eso? —chilló Claire al tiempo que sacudía el pie.

Atravesé la muñeca de cristal con el atizador del fuego y la mano se desmoronó. Por un momento.

—Gessa lo llama manlíkan. Yo no sé qué…

El charco se levantó de pronto; en esa ocasión comenzó a manar hacia arriba exactamente al contrario que una cascada. Aquella cosa se formó solo a medias, pero alzó una de sus poderosas piernas y me dio una patada tal que me lanzó volando contra lo que quedaba de las escaleras. Me clavé un trozo de la barandilla rota en el muslo, pero lo peor de todo fue tener que tirar para sacármela.

La herida era fea y tenía que vendármela, pero no había tiempo. Otras dos cosas más entraron juntas por la puerta y una de ellas vino directamente hacia mí. Traté de rajarla con el atizador, pero lo esquivó y no conseguí más que arrancarle un brazo. Y cuando se arregló ella sola lo que le creció en el lugar del miembro perdido fue un pedazo de hielo largo y afilado como una lanza que usó para intentar clavármelo.

Lo esquivé mientras Gessa le cortaba las piernas a la otra criatura que invariablemente volvía a formar miembros nuevos cada vez. Claire dio un portazo, cerró con llave la puerta principal y se marchó a la cocina. Segundos después volvió con una sartén en una mano y una tapa grande de una olla en la otra. Le lanzó esta última a modo de platillo volador a otra criatura que no había hecho más que entrar por la rendija inferior de la puerta. Se resquebrajó limpiamente en dos por la mitad; se desintegró y provocó una ola que se estrelló contra la pared.

La lanza de hielo que me perseguía golpeó la pared del cuarto de estar y la atravesó de arriba abajo para luego caer sobre el escalón en el que yo había estado de pie segundos antes. Volvió a formarse casi al instante, aprovechando la nieve amontonada alrededor que le proveía de un material nuevo y rápidamente moldeable. Yo eludí varias docenas de golpes, pero aquella arma reluciente y salvaje me conducía poco a poco hacia arriba, hacia el callejón sin salida de las escaleras. Se me da bien luchar con un arma de hoja afilada o con una reproducción de una calidad razonable, pero apenas podía ver el atizador que tenía en la mano.

Y la tenue o nula luz tampoco ayudaba mucho. No me bastaba con el débil reflejo de la luna que entraba por el tejado destrozado, el pálido brillo de la farola de la calle principal y el rayo dorado de una lámpara que alguien se había dejado encendida en el cuarto de estar. La transparencia de aquel ser a excepción del brazo congelado sumado a la escasa luz hacía que fuera imposible seguirle la pista en movimiento. Y raramente se quedaba quieto.

Lo golpeé y lo partí, evité estocadas de mercurio y conseguí darle aquí y allá, pero más por suerte que por otra cosa. Porque cada vez que uno de mis golpes le arrancaba un trozo, inmediatamente le crecía otro. Y enseguida comprendí que entrar en contacto directo con él no era una buena idea.

Planté un pie sobre su extraño pecho para empujarlo y tirarlo por las escaleras, pero mi pie siguió resbalando dentro de él. Atravesé su interior de hielo hasta meter la rodilla. Unas cuantas gotas se derramaron por su espalda. Y entonces el cuerpo se solidificó a mi alrededor, me atrapó y me lanzó contra la pared.

Me di tal porrazo que estuve a punto de soltar el atizador. No sé cómo conseguí sujetarlo y rajar a la criatura con la improvisada arma, y me figuro que tuve la suerte de darle esa vez en la cabeza porque cuando por fin pude enfocar la vista, no quedaba nada más que una cascada de agua bajando por las escaleras y bifurcándose en riachuelos para evitar los charcos de agua sucia. Gessa, sin embargo, no tuvo tanta suerte.

Estaba justo debajo de mí, luchando contra una criatura que era tres veces más grande que ella y que se le lanzaba encima con los puños por delante. Fluía por encima y alrededor de ella como un sudario de agua, envolviendo su diminuto cuerpo por entero. Cubrió su rostro en cuestión de segundos y de pronto solo pude verla a través de las bandas ondulantes de agua.

Gessa cayó de rodillas. Era evidente que no podía respirar. El hacha sobresalía de toda aquella masa acuosa, pero solo el mango de madera tocaba a la criatura. Yo eché a correr por las escaleras, pero entonces el charco que tenía delante empezó a coagularse y las gotas se apresuraron a juntarse como si las uniera el magnetismo. Antes de que pudiera parpadear la criatura se había formado a medias, así que le arrojé el atizador a la cosa que tenía atrapada a Gessa.

Vi cómo el atizador golpeaba el hielo y vi a la criatura caer desplomada a los pies de Gessa, que abrió la boca desesperadamente para respirar. Y entonces eché a correr escaleras arriba gritando. Mi criatura de hielo me pisaba los talones.

Fui a poner el pie en un escalón al borde de un agujero. Hasta ese momento había estado cubierto por una fina capa de hielo que yo rompí con mi propio peso. Metí sin querer el pie en el agujero y sentí que todo mi cuerpo era arrastrado hacia abajo. Y gracias a la destrucción que había provocado la tormenta seguí cayendo y cayendo.

Me estrellé contra lo poco que quedaba de suelo debajo de las escaleras y llegué al sótano. Aterricé sobre uno de los apestosos montones de alfombras que mis compañeros de piso usaban a modo de cama. Di un traspié y me pegué contra la pared justo a tiempo de ver bajar un río de agua por la mohosa pintura verde para volver a formar enseguida un brazo que me agarró por el cuello con fuerza.

Traté de agarrarlo con ambas manos para evitar que me partiera el cuello, pero la sustancia que intentaba asir no era carnosa. Cuanto más me acercaba más escurridiza me parecía y más cargada de energía estática la notaba al contacto: como la superficie de un hechizo. Y es que eso era precisamente, comprendí mientras la mano me apretaba como una soga.

Los feys utilizaban su poder para construir un hechizo alrededor de un elemento, en este caso el agua. Eso les otorgaba el cuerpo que necesitaban para atacar y les garantizaba que su poder estaba bien oculto, de modo que nuestros hechizos de protección no pudieran interpretarlo correctamente. Por lo general un hechizo siempre es peligroso, pero particularmente si es fey porque son muy difíciles de romper. A menos, por supuesto, que haya por allí un neutralizador por proyección por pura casualidad.

El trabajo de Claire en la casa de subastas consistía en calmar a los a menudo temperamentales objetos a la venta para asegurarse de que no estallaran llevándose por delante a la mitad de la clientela. Para ella la tarea era fácil porque era una bruja neutralizadora: una persona con la habilidad innata de absorber la energía mágica de su alrededor para dispersarla sin provocar daños. Claire podía echar abajo cualquier conjuro creado sin demasiado esfuerzo.

Siempre y cuando lo viera, claro.

De pronto me asaltó un terrible mareo y la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor con fuerza. Tenía que escapar de aquella situación, subir las escaleras y hablarle a Claire del hechizo. Pero comenzaba a verlo todo negro y golpear aquel brazo de cristal no servía absolutamente de nada.

Solté una mano para buscar a tientas por el cinturón. Un atisbo de pánico me embargó al sentir que me apretaba la garganta más y más. Disponía de las armas suficientes como para matar a un pelotón, pero no tenía absolutamente nada que pudiera siquiera herir en lo más mínimo a un manlíkan; cosa que, por otro lado, tampoco era de extrañar ya que yo jamás había oído hablar de semejantes cosas hasta esa noche.

Pero se me acababa el tiempo. Ante la completa oscuridad de mi visión comenzaron a surgir puntos de todos los colores, pero ninguno de mis esfuerzos sirvió para apartar aquella mano ni un milímetro. O me hacía con algo de hierro, o pronto estaría muerta. Cualquier cosa me serviría. Entonces vi un mango recubierto de tela que sobresalía por debajo del montón de alfombras apiladas una encima de otra.

No pude ver qué objeto era, pero tiré de él con el pie. Se trataba de una maza enorme de aspecto medieval cubierta de pinchos y con algunos calcetines sucios enganchados y atravesados. La saqué de debajo de las alfombras y deslicé el dedo gordo del pie por el estrecho hueco entre el mango y la pesada bola de hierro. La sacudí bruscamente y la agarré con la mano antes de que convirtiera mi cara en una hamburguesa.

Había perdido casi toda la fuerza, mi ángulo de disparo era pésimo y tenía tantas posibilidades de golpearme a mí misma como a la mano de hielo. Pero no me importaba. No podía pensar en otra cosa más que en respirar, en inhalar aire aunque solo fuera una vez más. Golpeé la mano que me asfixiaba con la porra una y otra vez y sentí una aguda espina de dolor al ver el golpe de reojo. Pero después oí el crujir del hielo. De pronto me vi libre y me desplomé de rodillas en el suelo.

Jadeaba y estaba mareada. Traté de ponerme en pie, pero tenía las piernas tan flojas e inútiles que estuve a punto de abrirme la cabeza contra la esquina de un baúl. Así que decidí que lo mejor era reptar y apartarme de la pared y del charco de agua que había al lado cuanto antes. El suelo de cemento estaba cubierto por una capa de hielo pulido. Había recorrido la mitad de las escaleras cuando sentí que algo me agarraba.

Mi cuerpo cayó hacia abajo con tal violencia, que ni siquiera rocé ningún escalón. Salí disparada de vuelta contra la misma pared de antes y aunque aquella cosa me arrastró hasta ponerme en pie, me golpeé la espalda contra los ladrillos con tanta fuerza que me quedé aturdida. Y de nuevo otra vez comenzó a apretarme, pero en esa ocasión concentró la presión sobre mi muñeca derecha. Sentí un dolor agudo y oí cómo el hueso se me rompía. Y entonces la maza salió rodando por el suelo con estrépito.

Tenía las dos manos de aquella criatura clavadas en la cabeza. Se acercaba poco a poco a mí con un movimiento continuo y serpenteante que ningún ser de carne y hueso habría podido imitar. Sus ojos pálidos, sin color, me miraban fijamente. Reflejaban la escasa luz que entraba por las estrechas ventanas del sótano y por un momento emitieron un brillo plateado. Pero no fue eso lo que me puso la carne de gallina.

Hasta ese momento el rostro había sido bastante amorfo: no tenía más que dos vagas hendiduras en lugar de ojos, un bulto por nariz y un tajo a modo de boca. Sin embargo los rasgos que comenzaban muy despacio a formarse ante mí eran perfectamente nítidos. Los reconocía.

—Se supone que estás en prisión —dije yo mientras observaba un rostro de una belleza helada que había esperado no tener que volver a ver.

—Y se supone que tú estás muerta —contestó la «boca» de la sombra de Ǽsubrand sin moverse siquiera. Sus palabras, no obstante, vibraron en el aire a mi alrededor. Eran una proyección de su poder exactamente igual que su cuerpo—. Según parece, a ninguno de los dos se nos da bien seguir los planes que los demás han trazado para nosotros.

—¿Cómo has conseguido salir?

No hubo respuesta. En lugar de contestar me agarró ambas manos con una de las suyas y me molió los huesos de las muñecas. Tuve que morderme los labios para evitar gritar. En cambio a él, el esfuerzo no pareció rebajarle en absoluto la fuerza. Luché, pero dudo que él se enterara siquiera; de pronto tenía los brazos insensibles como palos, como si fueran los de un maniquí.

Una mano translúcida y brillante como el agua me levantó la camiseta de tirantes. Desnudó mi torso y descubrió la estrecha cordillera de sensible piel que va de la costilla que hay debajo del pecho hasta el ombligo. Quería ver su marca, que jamás había desaparecido del todo.

Recorrió con un solo dedo el trazado dejando un rastro de agua congelada a su paso. Eso resaltó la diferencia entre el tono ligeramente más rojizo de piel de la quemadura y el resto.

—¿Sabes qué es esto, dhampir? ¿Alguna de tus amigas feys de la oscuridad se ha atrevido a explicártelo?

—Es una cicatriz —solté yo medio escupiendo.

Recordaba con claridad el dolor atroz que me había causado. Creí que iba a morir, que toda mi carne iba a quemarse hasta los mismos huesos. Pero él necesitaba sonsacarme cierta información así que dejarme morir habría sido contraproducente.

De modo que se había conformado con hacerme desearlo.

—Es algo más que eso. Cuando un animal nos proporciona una caza especialmente placentera lo marcamos y lo soltamos para volver a cazarlo otra vez. Esto es una señal para que los de mi especie sepan que tú eres mi presa.

—¡Qué honor! —exclamé yo, que me negué a ceder al pánico que me agarrotaba la espalda.

—Sí que deberías sentirte honrada —confirmó él. El dedo atravesó mi pecho hasta rodear el pezón. Su punta congelada como el hielo acarició la piel cálida—. Dame lo que quiero y quizá vuelva a cazarte algún otro día.

—¡Vete al infierno!

Él sonrió y me agarró el pecho con unos dedos que estaban tan fríos, que me quemaron.

—Tú primero.

Inclinó la cabeza los últimos centímetros que nos separaban y yo me quedé paralizada al sentir el primer contacto de su boca, fría y mojada. Una lengua resbaladiza recorrió deliberadamente mi labio inferior antes de empujar para penetrar mi boca. Yo estaba demasiado atónita como para pensar siquiera en negarme. Algo grueso y helado atravesó mis labios.

Era increíblemente largo y estaba tan frío que no era humano. Me helaba la lengua al enroscarse alrededor en una parodia de pasión. Torcí la cabeza y sentí que se me revolvían las tripas del asco, pero él desvió la mano que tenía sobre mi pecho hacia la mandíbula y me giró la cara para que volviera a mirarlo. Por un momento aquel terrible rostro dejó de besarme, se quedó mirándome a escasos milímetros y hundió los dedos en mi carne.

—Última oportunidad.

Me quedé mirando aquellos extraños ojos inhumanos y supe que no estaba fanfarroneando. Ǽsubrand jamás había sentido más que desprecio por los humanos. Al igual que por casi todos los feys. Tampoco había bromeado al hacer ese comentario acerca de que yo era su presa. Yo no era más que eso para él, y sin duda me habría matado igual que a un ciervo, sintiendo exactamente la misma culpabilidad.

De repente me alegré profundamente de no saber dónde estaba Aiden.

—¿No tienes nada que decir? —se burló él.

—Que espero que Caedmon te mate lentamente.

Él se echó a reír.

—¿Sabes?, casi me da pena tener que acabar con tu vida.

Le daba pena, pero no tanta como para no matarme. La presión sobre ambos lados de mi mandíbula se incrementó hasta obligarme a abrir la boca. E inmediatamente aquella asquerosa protuberancia volvió a penetrarme.

Era babosa, fría y esponjosa y no se parecía en nada a la carne humana. Y todo lo que tocaba lo congelaba. Tenía una parte del pecho duro y frío como una montaña de hielo allí donde él había posado la mano; sentía los labios entumecidos y la lengua pastosa dentro de la boca, demasiado pesada como para hablar o gritar.

Me retorcí, pero él se apretó contra mí y aplastó sus caderas contra las mías mientras la serpiente helada de su lengua se enrollaba alrededor de la mía. Al mismo tiempo iba engrosándose dentro de mí; él se vaciaba en mí, descendía por mi garganta amenazando con asfixiarme. Vi detrás de los ojos una estrella con los rayos de un violeta sanguinolento al tiempo que la ira iba tomando posesión de mí, impulsándome a moverme, a actuar, a atacar.

Pero era incapaz de moverme con aquella masa helada descendiendo como un palo de hielo en dirección a mi corazón. Aunque el objetivo no era el corazón, comprendí entonces vagamente cuando de pronto se licuó. Una humedad de granito me llenó la boca y la nariz, y me salió a borbotones por los pulmones hasta que no pude ni ver ni oír nada excepto los latidos frenéticos de mi corazón.

De repente lo sentí estallar a mi alrededor; me soltó y el resto de su silueta me empapó de agua helada. Sentí que me derrumbaba, sentí mi cuerpo medio congelado golpear el suelo de cemento y caer sobre el charco helado de su sombra. Y luego nada más que oscuridad.