5

Alguien me dio una bofetada. Parpadeé y la brillante y bien iluminada escena se rompió en mil pedazos y se desvaneció. Me quedé absorta mirando una telaraña del techo del porche. Yo estaba despatarrada en el sofá y Claire estaba de pie delante de mí, agarrándome de la muñeca. Ella estaba pálida y parecía asustada. Levantó la otra mano, pero yo la detuve a tiempo. Ya me picaba bastante la mejilla.

—Estoy bien.

—¿Bien? —repitió ella con un chillido—. ¡Estabas pálida! ¡No podías hablar! ¡Pero si apenas respirabas! ¡Durante más de un minuto, Dory!

—He visto…

—¡Seguro! ¡Tienes suerte de que no haya sido lo último que has visto! —exclamó Claire, que alzó la botellita de su tío—. ¿Cuánto has bebido?

—No tanto.

Me erguí y me senté. Tenía demasiado calor y una ligera sensación de náusea. Todavía podía oler la sangre caliente en el aire, oír el inquietante silencio de la multitud, sentir el agudo mordisco de los latigazos que jamás me habían dado. Pero no fue eso lo que me impulsó a ponerme en pie.

—¡Siéntate! —ordenó Claire, tratando de empujarme para atrás—. Voy a traerte agua y vas a bebértela toda.

—He visto cómo azotaban a Ǽsubrand —afirmé yo.

Me puse en pie y me acerqué a la barandilla.

—Puede que esa cosa te haga ver visiones si bebes demasiado…

—Tú ibas de verde. Llevabas un vestido verde manzana. Hacía calor y estabas sudando. Daba la impresión de que no querías estar allí.

Claire se quedó mirándome. Su pelo de un rojo ardiente brillaba con la luz procedente del pasillo.

—¿Cómo has…?

—Veo recuerdos, Claire.

—¡Pero tú no estabas allí! Dory, ¿estás diciéndome que puedes ver los recuerdos de otras personas? ¿Dices que has visto mis recuerdos?

—No eran los tuyos los que he visto —le dije yo.

Comencé a buscar por el jardín. Me concentré en la lluvia distante, en su olor metálico, en su susurro seductor y ambiguo. Y justo detrás atisbé su presencia.

Claire frunció el ceño.

—¿Los de quién, entonces? Porque Aiden no estaba…

—¿Los de Ǽsubrand?

El nombre salió de mis labios como un suspiro, curvándose al final con el tono de una pregunta.

Claire se aferró a mi brazo.

—¡Dory! ¡Él está en una prisión de Fantasía! ¡No está aquí!

—No he visto los latigazos desde tu perspectiva —le contesté yo con aspereza—. Los he visto desde la perspectiva de él. Y eso sólo me ocurre cuando esa persona está cerca.

—¿Cómo de cerca?

—Muy cerca.

Era difícil adivinar qué podía haber ahí fuera, en el jardín, en la oscuridad, un poco más atrás. Teníamos la tormenta casi encima y el viento soplaba cada vez más fuerte. Observé al viento recorrer un circuito en el jardín sobre los árboles, deslizándose por debajo de las hojas verdes para darles la vuelta de modo que los reversos más claros captaran la luz de la luna. El viento comenzó a girar cada vez más llevándose las hojas a lo largo de la valla hasta que todo el jardín se convirtió en una enorme bandera plateada desplegada contra el verde oscuro de las nubes tormentosas.

Pero si había una persona involucrada en todo ello, yo no la vi.

Claire sacudió la cabeza.

—Nadie vendrá aquí al menos hasta dentro de un par de días como pronto, te lo prometo. Aunque haya logrado escapar de algún modo, es imposible que haya venido aquí.

—La línea del tiempo fey es tan distinta de la nuestra que no hay modo de saber cuánto tiempo ha transcurrido allí desde que tú te marchaste. Puede que lleven semanas buscándote.

—No, imposible.

—¡Claire! ¡Yo te vi hace un mes y ni siquiera se notaba que estuvieras embarazada! ¡Y ahora tienes un niño de un año…!

—Nueve meses.

—Lo que sea. El asunto es que…

—Que el tiempo aquí ahora mismo transcurre más deprisa, y eso me da ventaja.

Dejé de mirar en dirección al jardín y dirigí la vista hacia ella.

—¿Cómo dices?

—Los feys tienen programadas las variaciones de la línea del tiempo. Es una de sus grandes ventajas frente a nosotros. Siempre saben exactamente dónde y cuándo van a llegar cuando aparecen en nuestro mundo mientras que nosotros en cambio nunca lo sabemos.

—¿Cómo demonios se puede programar algo como el tiempo?

Claire le dio un empujoncito a sus gafas. El viejo gesto de nerviosismo de siempre. O quizá lo hiciera simplemente por el calor. El aire estaba denso a causa de la lluvia, mohoso caliente como un gran manto. Sofocante. Como el día en que Ǽsubrand recibió doscientos latigazos sin aprender nada más que a odiar.

Como si él necesitara esa lección.

—Caedmon tiene una sala en el palacio desde donde lo controla —dijo Claire, que volvió a sentarse—. Hay una cosa enorme en la pared. Es como una especie de mapa con dos ríos. El uno es nuestra línea del tiempo, el otro la de ellos. Y cada uno tiene su cauce, ¿comprendes? A veces corren paralelos, pero otras uno de los dos se tuerce y forma un enorme ángulo, y luego le cuesta mucho tiempo volver junto al otro.

—¿Entonces a veces el tiempo corre más deprisa aquí y otras más deprisa allí?

—Sí. Ayer lo comprobé y les costará bastante seguirme hasta aquí.

—¿Cuánto?

—Eso depende del tiempo que tarden en darse cuenta de que he podido venir aquí. La curva actual del río, si es que quieres que la llamemos así, no es muy grande. Así que todavía les costará unos pocos días. Con un poco de suerte una semana.

Giré la vista hacia el jardín con escepticismo.

—¿Entonces por qué tengo la sensación de que nos observan?

—Probablemente porque te observan —contestó ella agriamente—. Los feys tienen espías por todas partes y no todos ellos son humanos.

—¿Qué quieres decir?

—Que utilizan elementos de nuestro mundo para espiarnos. Los blarestris son descendientes de los dioses de la fertilidad, de los Vanir. O al menos eso afirman ellos. Eso les permite conectarse con plantas, con animales, con ese tipo de cosas.

—¿Y los svarestris?

—Son descendientes de otros, de un grupo rival de dioses: los Esir, que tienen influencia en cosas como el clima —explicó Claire, que entonces arrugó la frente—. No estoy segura de qué cosas pueden hacer. No era un tema del que se hablara mucho en la corte.

—Comprendo perfectamente por qué.

Claire sacudió la cabeza.

—No es sólo por la ambición de Ǽsubrand; la cuestión viene de mucho más atrás. Hubo una guerra hace mucho tiempo entre dos grupos de dioses. Esir venció y sus seguidores gobernaron Fantasía durante siglos. Pero un día de pronto desaparecieron sin previo aviso y sin dar ninguna explicación. Y la gente tuvo que solucionar sus problemas por su cuenta. Así que claro, hubo otra guerra.

—Y los svarestris perdieron.

—No… no exactamente. Aquella vez en realidad no ganó nadie. Iban tan igualados que fue una verdadera masacre. Yo no sé mucho de eso porque ninguno de los ancianos feys que vive allí quiere hablar del asunto. Pero de todos modos después de un tiempo los svarestris y los blarestris se establecieron cada uno en el territorio que habían conquistado y desde entonces siguen odiándose.

—¿Y a pesar de todo Caedmon permitió que su hermana se casara con uno de ellos?

Claire puso los ojos en blanco.

—No con uno cualquiera sino con el rey. Y no sé si se lo permitió. Efridís estaba decidida a no casarse por debajo de su rango y como era princesa, todos los pretendientes de la corte estaban por debajo de su rango. Caedmon se lo permitió porque pensó que ese matrimonio mejoraría las relaciones entre las dos partes, fomentaría la buena voluntad y todas esas cosas.

—Pero no ha sido así.

—¡No hay nada que pueda mejorar las relaciones entre ellos! A los svarestris sólo les preocupa recuperar el poder. Es como si estuvieran obsesionados. Creo que consintieron en ese matrimonio porque pensaron que si Caedmon fallecía sin dejar descendencia, su príncipe reinaría sobre todo el territorio. Solo que ahora ha aparecido Aiden.

—Y los svarestris se revuelven.

—¡Pero no tienen ninguna razón…! ¡Tienen a Efridís!

Claire se puso en pie otra vez. Parecía incapaz de permanecer quieta. Ella siempre había sido la más tranquila de las dos y sin embargo en ese momento su nerviosa energía recorría el porche como un rayo distante.

—No comprendo cómo esa mujer puede ser la hermana de Caedmon. Es una condenada svarestri; es tan fría como ellos. Y te lo aseguro, Dory, si viene a por mi hijo la mataré con mis propias manos. ¡Te juro que lo haré!

—¿Por qué crees que ella es…?

—¡Porque robó la runa! Quiere que su malvado hijo herede el trono y para eso es necesario que Aiden muera. Ésa es la verdadera razón por la que vino a la corte. Le dijo a todo el mundo que era para visitar a Ǽsubrand, pero era solo una excusa. Quería la Naudiz y sabía que nadie más que ella podía conseguirlo.

—¿Cómo consiguió salir de la cripta con la runa? —exigí saber yo—. Si sólo dos personas tienen acceso, la cosa no tiene mucho misterio.

—¡No tiene absolutamente ningún misterio! El guardia de la cripta sospechó de ella cuando apareció por allí como por casualidad, sin anunciarse antes y sin escolta, pero no pudo negarle la entrada. Nada más marcharse ella comprobó que no faltara nada, pero la Naudiz ya había desaparecido.

—¿Entonces todo el mundo sabe que fue ella?

—Sí, pero nadie sabe qué ha hecho con la piedra.

—¿Es que no la cachearon?

Claire soltó una risa amarga.

—¡Pues claro que la cachearon! ¡Y ni te imaginas el follón que se montó por eso! Pero Caedmon insistió, solo que naturalmente no le encontraron nada encima. Ni tampoco entre sus pertenencias. Así que ella se marchó corriendo toda enfurruñada, diciendo que no pensaba quedarse en un lugar en el que la habían insultado de ese modo. Y a las pocas horas de marcharse, cuando ya estaba en la maldita frontera, descubrieron cómo lo había hecho. Le había dado la piedra a un guardia de Caedmon; un traidor que salió huyendo y que probablemente era uno de los bastardos que habían intentado matarlo. Jamás averiguaron quiénes habían participado realmente en el atentado.

—Y ella se encontró después con ese traidor que le devolvió la piedra. Inteligente.

—Exacto —confirmó Claire.

Claire se apoyó sobre la barandilla del porche. El viento le alborotaba los rizos alrededor del rostro. Su cabello pelirrojo brillaba con el reflejo de la luz procedente de la casa. De pronto, enmarcada contra aquel furioso negro verdoso de las nubes, su aspecto me pareció un poco como de otro mundo.

—Sólo que ese traidor no fue.

—¿Cómo?

—No se reunió con ella. Ni tampoco le llevó la piedra a Ǽsubrand, si es que ése era el plan. Caedmon cree que lo más posible es que lo fuera. Una persona que no puede morir puede escapar de cualquier parte; incluso de la prisión mejor custodiada.

De repente sentí deseos de invitar a aquel guardia a una cerveza.

—Entonces, ¿adónde fue?

—Los guardias del portal más cercano dicen que tienen registrado su pase alrededor de una hora antes de que se descubriera que faltaba la piedra. No tenía autorización para salir, pero conocía a un par de guardias de la frontera, y de todos modos era un compañero de trabajo. Así que lo dejaron pasar.

—¿Un portal que conducía adónde?

—¡Aquí! ¡A Nueva York! —se apresuró a revelarme Claire—. Caedmon cree que va a intentar vender la runa con la que le tendió la trampa a Efridís. Vale una fortuna, así que supongo que simplemente le resultó demasiado tentadora.

—Pues eso ha sido una suerte.

No quería ni pensar en la idea de que Ǽsubrand pudiera hacerse invencible. Era ya demasiado poderoso como para estar tranquila.

—¡Sí, pero Aiden sigue sin protección! La Naudiz está aquí, en alguna parte, y yo tengo que encontrarla antes que los svarestris. Es el único modo de asegurarme de que…

Claire se interrumpió porque de pronto, en cuestión de un instante, la temperatura cayó en picado como si súbitamente hubiéramos entrado en una nevera. Bajé la vista y vi el dibujo que formaba el hielo en el umbral de la puerta y sobre los tablones de madera del suelo. El calor que habían absorbido durante el día los había mantenido suaves y cálidos al contacto del pie, pero de pronto estaban duros, fríos y escurridizos a causa del hielo.

Bastó con un vistazo al jardín para ver cómo la nieve se arremolinaba al caer desde aquel cielo negro. Los copos brillaban y reflejaban la luz de la casa. Me puse en pie y bajé los escalones para extender la palma de la mano y coger uno de esos copos. Se derritió inmediatamente con el calor de mi mano, quedando reducido a unas cuantas gotas de agua. Las olí, solo para asegurarme. Agua, hielo.

Eran días de verano y de mucho calor en Brooklyn, pero estaba nevando.

Unos cuantos copos aterrizaron en mis labios. Suaves como plumas. Muchos más cayeron en la parte descubierta del porche y sobre el pelo y las pestañas de Claire, que lanzaron destellos de un dorado brillante.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—Entra en casa —le dije yo con el corazón acelerado.

—Pero antes has dicho que eso no importaba, que los hechizos protegían el porche igual que la casa —protestó ella, que no obstante comenzó a recoger a los niños.

—Los hechizos están hechos para detener la magia, no el mal tiempo.

Un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío me invadió de arriba abajo. Como para recalcar precisamente lo que yo había dicho, una piedra de granizo de un tamaño considerable golpeó en ese momento el tejado metálico del porche y lo atravesó como si se tratara de una canasta de béisbol. Fue a parar justo sobre los escalones que tenía delante, contra los que se rompió en mil pedazos que salieron volando en todas direcciones. Varios trozos más largos que mi dedo se incrustaron en la barandilla del porche, el lateral de la casa y mi pierna.

—¡Dory!

Se me clavó en la pierna. Me salía una astilla del tamaño de una navaja de la rodilla y de la herida manaba sangre.

—¡Vete! —grité yo.

No vi si Claire me hizo caso o no porque al segundo siguiente una ola de viento helado cruzó el porche. Rompió todas las ventanas y me obligó a tirarme al suelo. Aunque eso me dio igual y al menos me sirvió para proporcionarme algo a lo que sujetarme cuando al instante siguiente el porche se desdibujó a causa de una repentina ventisca de deslumbradora nieve blanca en pleno verano.

Durante un minuto no vi nada, pero luego conseguí agarrar algo frío y duro con la mano. Tardé un segundo en identificarlo porque el hielo solidificado lo había transformado, pero era la cadena del balancín. Tiré de ella para llegar hasta el asiento, me di la vuelta y desde allí me dirigí hacia el lugar en el que calculé aproximadamente que estaba la puerta. Y entonces el viento me lanzó contra ella y me obligó a perforarla.

La puerta se abría hacia fuera y no hacia dentro, pero la fuerza del temporal bastó para hacerme atravesarla y dejar un agujero con la forma de mi silueta que rompió tanto la madera como el cristal y que permitió la entrada del temporal dentro. Me di contra la pared y después me resbalé sobre un charco de nieve y hielo que ocupaba la mitad del pasillo. Evité salir disparada por la puerta delantera de la casa otra vez hacia fuera agarrándome a la barandilla de las escaleras que daban al segundo piso.

Por un momento el viento helado que entraba por la puerta de atrás logró casi soltarme de la barandilla, pero logré sujetarme y ponerme en pie. Entonces miré a mi alrededor buscando desesperadamente algún rastro de Claire y de los niños. Gritar sus nombres era inútil, pero a pesar de todo lo hice. Debido al ruido que producía el viento y a su forma de hacer crujir toda la casa ni siquiera yo conseguí oír mi voz.

Pero sí oí el golpe ensordecedor que se produjo cuando una bola de hielo enorme atravesó el tejado de la casa con sus tres pisos para venir a parar a mi lado y destrozar los últimos escalones y el suelo. Tras la bola comenzó a entrar un voluminoso remolino de nieve que fue bajando los tres pisos y amontonándose en el pasillo formando un rectángulo que iba creciendo en dirección a la puerta trasera.

No sólo se trataba de una tormenta poco natural, sino que aquel frío tampoco tenía nada de normal. El aire olía raro; como si soplara hacia arriba desde lo más hondo de un profundo barranco oscuro y estancado. Sentí el aire helarse poco a poco a mi alrededor, vi cómo mi aliento iba transformándose en niebla cada vez más densa y noté que mis músculos se tensaban y por último se helaban y aflojaban. Y sólo había transcurrido un minuto.

Me escurrí sobre el hielo y acabé en la cocina, que era como una caja azul, fría y vacía, con todas las encimeras y ventanas cubiertas de hielo crujiente. La puerta que daba al exterior había aguantado, pero los paneles de cristal se habían roto a causa de la presión, cediendo el paso a cuatro serpientes de hielo que habían entrado haciendo eses.

Saqué una linterna de un cajón y volví tambaleándome al pasillo para subir al piso de arriba. Tenía que encontrar a Claire y a los niños y además necesitaba armas. No podía luchar contra el tiempo, así que tendríamos que huir. Y no me cabía duda de qué encontraríamos fuera.

Sólo había un grupo, que yo supiera, que pudiera controlar el tiempo de esa forma; que pudiera manejarlo a su voluntad para utilizarlo como arma. Hubiera debido de figurármelo al ver aquel rostro fuera, pero lo cierto es que el rostro no era humano. Ni siquiera era un rostro de carne y hueso: no era más que una colección de hojas de árbol que, al soplar el viento, habían formado una extraña cara perfectamente reconocible. O más bien, como comprendía yo por fin, a causa de la magia fey.

La linterna no me resultó útil en absoluto. Apenas se veía nada a través de la cortina blanca que caía a mi alrededor como la lluvia, silbando por el aire con una intención mortal. Pero, por lo poco que podía ver, las escaleras estaban casi intransitables.

Las tuberías, incapaces de resistir el brusco cambio de temperatura, habían estallado dentro de las paredes y habían comenzado a derramar hilillos de agua como telarañas por las escaleras. El agua se había helado al instante, formando un río de obstáculos mortales en forma de puntas y abanicos. Me quedé mirándolo incrédula. Era como si en sólo cinco minutos padeciéramos los efectos de una extraña ventisca de cinco días. Yo no tenía ni idea de cómo luchar contra algo así. Ni siquiera había oído decir nunca que pudiera ocurrir algo semejante. Pero una cosa sí era segura.

Si no conseguíamos salir de allí, pronto nos congelaríamos.

Logré atravesar el tinglado gracias a la barandilla, que rompió unos cuantos pedazos de hielo de los más gordos delante de mis narices. Me saqué más trozos de hielo de las piernas sin dejar de maldecir a la falda, me arrastré por el agujero y entré en lo que parecía un campo de batalla.

Los tres pisos de la casa se estaban convirtiendo en uno solo a marchas forzadas, a fuerza de bolazos de granizo que iban agujereando más y más el tejado y los distintos suelos y techos. Giré al llegar al pasillo del segundo piso y fui abriendo las puertas que no habían salido disparadas al estallar las bisagras con la fuerza del viento. El aire había revuelto papeles y ropa, y todas las lámparas se balanceaban. Con tanto revuelo era difícil estar segura, pero creo que Claire no estaba en ninguna de las habitaciones.

No había nadie en el segundo piso, así que me dirigí al tercero. Solo que las escaleras casi habían desaparecido. Me agarré a un armario que se había caído de lado y me subí encima. Estaba apoyado contra la pared así que trepé por los estantes como si fueran una escalera. Cada vez me costaba más respirar, tenía los dedos de los pies entumecidos y los sentía como si estuvieran prisioneros en guantes. Pero lo conseguí: me arrastré por un lado de la escalera y llegué al desierto helado.

La tercera planta de la casa estaba hecha pedazos. Al menos no tendría que preocuparme más por el tejado, pensé con cierto cansancio mientras contemplaba los agujeros del tamaño de un coche por los que se veía el cielo negro y los remolinos de nieve. Todo era hielo: desde el suelo hasta lo que quedaba del techo y las paredes. Había estalactitas heladas colgando de todos los viejos accesorios que aún quedaban sujetos a las paredes y al techo: eran como cristales, como barbas que colgaran de la barandilla de la escalera, y todo estaba profundamente congelado. Todo el tercer piso era una extensión blanca sin interrupción que reflejaba la luz de la linterna.

La tormenta cesó durante el tiempo que estuve allí. Cesó con tal brusquedad que me dejó los oídos silbando. Una última ráfaga de viento desgarró la casa con un suspiro repentino. Luego nada. No más piedras de hielo, no más cacharros rotos ni vasos temblando, no más viento. Todo se quedó en un completo silencio.

Pero por alguna razón eso no me hizo sentirme mejor.

—¿Claire?

Mi voz apenas resultó audible y tampoco hubo respuesta.

El frágil hielo crujió bajo mis pies mientras yo seguía ahí paralizada. No quería moverme hasta no estar convencida de que era seguro. Me dirigí al baño porque era lo que estaba más cerca. La bañera estaba repleta; era como si alguien la hubiera preparado para darse un baño. Había un avión de juguete medio atrapado en un témpano de hielo, flotando en la superficie. Entré en mi habitación pero estaba exactamente igual: la cama y el armario congelados y medio enterrados bajo un montón de nieve que llegaba a la altura de la rodilla.

Me di un golpe y alcé la vista. Vi mi aliento en el aire y el cielo oscuro. Había un enorme agujero en el techo que ocupaba quizá una cuarta parte de la habitación. Eso explicaba la enorme masa blanca. Pero no era nieve lo que me caía por la nuca.

La extraña tormenta había cesado, pero lo peor iba a ser la lluvia porque continuaba después del vendaval como si nada hubiera ocurrido. El manto blanco que cubría mi habitación comenzaba ya a convertirse en un charco. Gotas de agua golpeaban y derretían las montañas de nieve y repiqueteaban contra mi pelo helado y tirante. Me abrí paso hasta el armario.

La puerta había impedido que entrara dentro la nieve. Me puse un par de botas y saqué todas las armas que pude. El problema era que la mayor parte de ellas estaban diseñadas para luchar contra los habitantes de este mundo en sus variadas formas y además seguíamos sin saber exactamente cuántos eran los feys. Sin embargo yo sólo disponía de lo que tenía.

Bajar las escaleras fue mucho más fácil que subirlas. Había muchos agujeros entre los que elegir. Me dejé caer por uno de ellos hasta el segundo piso. Fue estupendo golpear aquellas superficies resbaladizas con una suela adherente para variar. Apenas me había puesto en pie cuando capté un movimiento a un lado; fue como un breve y pálido parpadeo. Me giré y apunté con la pistola. Era Gessa.

Ella se llevó un dedo a los labios y me hizo señas. Yo me acerqué a su lado lo más silenciosamente que pude. Gessa estaba de pie en una amplia zona a la que le faltaba el suelo. Miraba para abajo. Estábamos a la altura de la mitad del pasillo de la planta baja, de cara a la puerta principal de la casa. El vestíbulo principal apenas se usaba jamás: la puerta estaba atrancada y la casa almacenaba un montón de muebles en esa pieza simplemente porque le gustaba. Hacía mucho tiempo que todos nos habíamos dado por vencidos y o bien entrábamos por la puerta de la cocina o bien por la de atrás.

Pero alguien se dirigía a la puerta principal.

O digamos más bien algo.