4

Contemplé al niño pequeño. Tenía las típicas mejillas sonrosadas y las piernas regordetas como todos los bebés, que yo sepa. En ese momento le daba golpecitos a dos figuritas del ajedrez, tratando de conseguir que se enzarzaran y se pusieran a pelear.

Los había sacado fuera del tablero y los había puesto sobre el círculo construido con el fondo de mimbre de una mesa. Los observaba con avidez a través de la abertura del cuadrilátero provisional de combate, esperando que se produjera el caos. Pero las figuras no le complacían. Una de ellas se había agachado para sacudirse la espada y el otro estaba echando un cigarrillo. Por un momento los anillos de humo cubrieron su cabeza antes de que el viento se lo llevara.

—Son amigos —le dije yo al niño.

Por casualidad había cogido dos trols en lugar de una figura de cada bando.

El niño alzó la vista hacia mí con una expresión confusa.

—Son aliados —le explicó Claire con voz severa.

Una expresión de comprensión cruzó su semblante. Luego una mano regordeta hurgó por el juego y sacó un ogro con sus pequeños colmillos brillantes tras la visera metálica del casco que le cubría el rostro. El niño lo puso en el cuadrilátero e inmediatamente los dos trols se lanzaron encima. El ogro frunció el ceño y echó a uno de los trols fuera, con lo cual el combate fue más igualado.

—¿Es que no conoce la palabra amigo? —pregunté yo un tanto horrorizada.

—En Fantasía hay aliados y enemigos —contestó Claire, que se puso en pie para volver a servirse otra copa—. Los amigos ya son mucho más raros.

Apestoso se había unido al pequeño príncipe. Los dos tenían las cabezas juntas: la una de un rubio dorado y la otra de pelo castaño enredado y con trocitos de rollito de huevo. Yo fui quitándoselos mientras Claire volvía a sentarse con lo que parecía un whisky doble.

—Pues a mí me parece que tiene un aspecto sano —comenté yo—. ¿Qué es lo que le pasa?

—¡Nada! Y así va a seguir.

—¿Y por qué no iba a seguir así?

—Porque ha tenido la mala suerte de nacer chico —contestó Claire con amargura.

—¿Cómo?

—Los feys no permiten reinar a las mujeres. Al menos nuestra rama no lo permite. Así que una chica no habría supuesto ninguna amenaza.

—¿Amenaza para quién?

—¡Piensa un poco! Todo el mundo en la corte ha tenido cientos y cientos de años para hacer sus planes, convencidos de que el rey no tendría hijos jamás. Y de pronto, hace un siglo, tuvo a Heidar, aunque eso a nadie le preocupó porque él no puede heredar el trono.

Yo asentí. La madre de Heidar era humana y él había heredado de ella su estructura corporal más pesada y su sólida musculatura. Y esa misma sangre garantizaba que él jamás ocuparía el trono. Según la ley el rey tenía que ser fey en más de un cincuenta por ciento, y Heidar apenas lo era en un cincuenta por ciento.

—Pero entonces llegué yo —continuó Claire después de un tonificante trago—. Y yo soy fey en algo más de un cincuenta por ciento. Así que cuando Heidar y yo anunciamos que estaba embarazada, todo el mundo echó cálculos y se asustó. Los cortesanos que esperaban que sus hijas pescaran al rey se dieron cuenta de que al tener un heredero a través de su hijo, Caedmon ya no necesitaría casarse. Las hijas en cuestión, los parientes masculinos que esperaban heredar si él moría sin heredero legítimo, la gente que había gastado una fortuna haciéndole la pelota a todos esos parientes… ¡todos estaban furiosos!

—Pero asesinar…

—Los «accidentes» comenzaron nada más nacer él —dijo Claire con el rostro lívido.

—¿Qué clase de accidentes?

—Sólo en el primer mes estuvo a punto de ahogarse en la bañera, se le echaron encima un montón de perros cazadores y se le derrumbó encima el tejado del dormitorio. Y después las cosas fueron de mal en peor.

—¿Y Heidar no hizo nada?

—Echó a la niñera, sacrificó a los animales y apuntaló el techo, pero nada de eso evitó que mi hijo siguiera rodeado de un puñado de asesinos.

Por un momento estuve dando sorbos a mi bebida, tratando de pensar en un modo diplomático de decir lo que quería decir. Pero no era fácil. La diplomacia era el punto fuerte de Mircea, no el mío.

—¿Crees posible que al menos algunos de esos accidentes lo fueran realmente? —pregunté yo por fin.

—¡No estoy loca ni estoy alucinando! —soltó Claire, que sacudió el hombro y puso toda la espalda tensa.

Mi intento de mostrarme diplomática había sido un fracaso.

—Ni yo he dicho nunca que lo estés. Quieres proteger a tu hijo y por lo general el instinto de una madre jamás falla. Pero tú has nacido aquí. Heidar nació allí. Si él cree que realmente no hay ningún problema…

—¡Por supuesto que él sabe que hay un jodido problema! ¡Después de lo de esta noche lo sabe ya todo el mundo!

—¿Qué ha pasado esta noche?

—Que han vuelto a intentarlo. Y esta vez casi lo consiguen.

Yo me erguí en el asiento.

—¿Qué ha ocurrido?

Claire respiró hondo con la evidente intención de calmarse.

—Yo iba a cenar, pero en el último momento decidí ir a ver a Aiden. Estaba muy alterado… como está echando los dientes, a veces se pone imposible y salir a caminar lo calma un poco. Así que me lo llevé a dar un paseíto corto y al volver… ¡Dios, Dory! ¡Qué de sangre! ¡En su habitación!

—¿Sangre de quién?

—De Lukka —susurró Claire—. Me la encontré tirada en el umbral de la puerta del cuarto del niño. Le habían cortado el cuello y el charco… corría por las baldosas y se metía por todas las ranuras. Estaba casi todo el suelo chorreando.

—¿Lukka es su niñera?

Claire asintió. Tenía los labios blancos.

—¡Era tan joven! Cuando me la trajeron por primera vez me dio un poco de reparo, pero fue realmente buena con él. Los feys adoran a los bebés y ella no podía… —Claire tragó—. ¡Ella lo adoraba! —añadió con sencillez—. Y a pesar de que el niño ni siquiera estaba allí, la asesinaron.

—¿Quién la mató?

—¡No lo sé! —exclamó Claire con un gesto de cansancio—. Puede haber sido cualquiera. Hay mucha gente que piensa que los feys estarían mejor si Aiden jamás hubiera nacido.

—Pero tiene que ser alguien a quien Lukka pudiera identificar porque en caso contrario no habrían necesitado asesinarla.

—Sí, me di cuenta después. En el momento de descubrirlo simplemente me di la vuelta y eché a correr. Y no paré hasta llegar al portal del tío…

—Y por eso es por lo que apareciste descalza.

Al menos uno de los misterios había quedado resuelto.

Claire asintió.

—Está a más de kilómetro y medio de palacio, en medio de un espeso bosque. Perdí los zapatos por el camino.

—¿Pero el palacio no tiene su propio portal?

—Sí, pero en ese momento no pensaba con claridad. Además, de todos modos, tenía planeado venir aquí y supongo que era como una idea fija que tenía metida en la cabeza, porque no me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta no haber recorrido la mitad del camino.

—¿Pensabas venir aquí?

—Sí. Lo decidí ayer, cuando descubrimos lo de la Naudiz —dijo Claire como si yo tuviera necesariamente que saber a qué se refería.

—No me gusta eso de hacerte miles de preguntas sin parar, pero…

Claire se puso en pie y comenzó a recorrer el porche arriba y abajo.

—Es una runa. Ni siquiera está bien tallada; no es más que un pedazo de piedra con unos cuantos arañazos groseros. Caedmon me la enseñó una vez y me dijo que era parte de un conjunto que hoy en día se ha perdido en su mayor parte. Parece que nadie sabe de dónde procede. Cuando le pregunto a la gente, simplemente me contestan que viene «de los dioses» —explicó Claire, haciendo una mueca—. Pero eso es lo que dicen siempre los feys cuando no saben algo.

—¿Y qué importancia tiene eso?

—Porque la han estado usando para… bueno, más o menos para lo de siempre, que yo sepa: para proteger al heredero del trono. Se supone que el heredero debe recibirla durante una ceremonia que se celebra en su primer cumpleaños o en todo caso en el momento en el que sea capaz de resistir la magia de la piedra. Según la leyenda, la persona que la lleve jamás podrá ser asesinada.

—¿Y es que ha desaparecido?

Claire asintió.

—Aiden solo tiene nueve meses, pero es un bebé muy grande. Así que pedí que adelantaran la ceremonia. Hubo murmuraciones porque mi petición no encajaba con el protocolo, pero dado el número de accidentes conseguí que me hicieran caso. Y entonces, justo a la noche anterior, descubrimos que la reliquia había desaparecido de la cripta familiar.

—¿Quién tiene acceso a esa cripta?

—La entrada está protegida con un conjuro. No puede entrar nadie que no sea un pariente cercano de sangre.

—¿Y cuántos parientes tienen acceso?

—Por lo general solo dos: Caedmon y Heidar. Ni siquiera yo podía entrar a menos que fuera con uno de los dos.

—¿Cómo que por lo general?

—Me refiero a antes de que llegara Efridís a la corte —explicó Claire con vehemencia—. Es la hermana de Caedmon, pero ya ves… hubiera debido de imaginármelo. ¡Es la madre de Ǽsubrand!

Traté de reprimir un estremecimiento. Ǽsubrand era el príncipe fey con una vena sádica que había estado a punto de asesinarme la última vez que nos habíamos visto, jugando a lo que él consideraba un divertimento sencillo y sin importancia. Yo me había curado rápidamente; ésa era una de las ventajas de ser como era. Y no obstante todavía tenía la marca de una mano, una sutil cicatriz, grabada igual que una quemadura en el estómago. La marca de su mano.

A los feys, por supuesto, les importaba un bledo porque para ellos una vida humana, que era como me consideraban a sus ojos, apenas tenía valor. Pero sí les importaba y mucho que Ǽsubrand hubiera tratado de asesinar a Caedmon. El padre de Ǽsubrand era el rey de una banda rival de los feys de la luz y me imagino que su intención era lograr unificar algún día las dos tierras bajo un solo gobierno. O puede que Ǽsubrand simplemente estuviera cansado de esperar a que su padre se decidiera a dar el primer paso y hubiera resuelto conquistar el país por su cuenta. De un modo u otro, desde luego a Caedmon no le había hecho ninguna gracia.

—Dime que ejecutaron a esa mierdecilla.

Claire sacudió la cabeza en una negativa.

—El Domi, o sea el consejo de los ancianos quería hacerlo, pero Caedmon vetó la decisión. Fantasía está ahora mismo al borde de la guerra y él tenía miedo de precipitar las cosas y de que se produjera un gran caos al ejecutar al heredero de los svarestris.

—Pero entonces, ¿qué ha sido de él?

—Lo metieron en prisión, si es que te parece que tener unos veinte sirvientes a tu disposición y un castillo para ti solo puede llamarse así.

—¿Pero qué diablos…?

—De hecho es un pabellón de caza, pero es igual de grande que un maldito castillo.

—¿Y por qué no está en una sencilla celda en cualquier parte? —exigí saber yo.

Preferentemente en una en la que hubiera ratas.

—Porque los feys no tienen prisiones tal y como nosotros las conocemos. El agresor pasa un pequeño lapso encarcelado, esperando el juicio, y luego es castigado o ejecutado. En realidad no saben qué hacer con él.

—¿Y por eso no le hacen nada? ¡Trató de matarte!

Ǽsubrand había atacado a Claire con la intención de eliminar a su rival antes incluso de que hubiera nacido. Él había fracasado y nosotros habíamos vencido. Así que naturalmente era él quien estaba sentado rodeado de lujos mientras yo trataba de reunir dinero para arreglar el tejado.

—Lo azotaron en público y me vi obligada a presenciarlo como parte ofendida. Estuvo mirándome todo el tiempo con esa sonrisita suya —dijo Claire con un estremecimiento.

—Lo azotaron —repetí yo con amargura—. Estoy convencida de que fue un tremendo…

Me interrumpí porque el porche desapareció en un suspiro. Y con él desaparecieron Claire, el jardín y el suave chirrido del balancín. Por un momento no hubo nada más que un hirviente vacío negro. Era como el color de las nubes tormentosas contra el cielo negro. Pero de repente surgió una escena recortada en fosforescencia, en tonalidad y en extraños sonidos y olores, y yo estaba de pie en medio de un campo abierto.

Era un día deslumbrante de pura luz en el que el sol parecía un carbón ardiente sobre nuestras cabezas. Antes de que consiguiera siquiera orientarme, unas bruscas manos me empujaron por unos escalones de tosca madera hacia lo alto de una plataforma. Acababan de terminar de construirla. Lo sé porque todavía olía a serrín en el aire y se veían motas de madera en la hierba seca, más abajo.

Ante mí había tribunas llenas de gente sentada bajo toldos relucientes. El aire permanecía inmóvil y el sol caía con fuerza, empapándonos de un pegajoso calor. Y sin embargo nadie se movía ni siquiera para abanicarse. No había ni murmullos, ni codazos, ni gente hablando, ni el típico comportamiento estridente que se produce cuando se reúnen personas y que yo siempre he visto.

Aunque también es cierto que yo jamás había visto a una multitud compuesta únicamente de feys.

Lo habían dejado con la misma ropa con la que lo habían capturado. Llevaba ya dos semanas sucio y repugnante, manchado de sangre. Por fin le quitaron la ropa y lo dejaron desnudo ante la multitud. Como a un criminal común que estuviera a punto de escuchar la sentencia.

Le habían soltado las muñecas de detrás de la espalda y se las habían sujetado a la parte superior de una reja en forma de equis. Tensaba y ondulaba los músculos de los brazos al sacudirse inútilmente contra la reja. Sentía la ira bullir en su interior otra vez; una furia que ningún grito habría podido ahogar por fuerte que chillara. Que fuera él el que estuviera allí, así, mientras esa cosa estaba sentada en la tribuna

Tenía las piernas separadas y sujetas a la parte inferior de la reja. La madera era tosca y no estaba perfectamente lisa, asique las astillas se le clavaban en la carne. Los mosquitos no hacían más que zumbar alrededor de su cara y pegársele a la piel, y él no podía hacer nada por matarlos o apartarlos. Y justo delante de la reja, colocado sobre las tablas del suelo de modo que él pudiera verlo bien, yacía el látigo enroscado como una serpiente de piel, esperando para azotarlo.

Hizo caso omiso del látigo y contempló la escena. Entrecerró los ojos para evitar que la luz lo deslumbrara y buscó entre la multitud. No fue difícil encontrarla. Sentía como se le quemaba la piel pálida y desnuda, pero al menos él no estaba sudando como la mestiza esa en el palco de la familia, sentada junto al híbrido de su marido. El toldo que tenía encima no llegaba a cubrirle todo el vestido verde pálido. Se movió incómoda, mirando a todas partes menos a él, retorciendo los dedos en el regazo.

El engendro ese en medio de la corte era el testimonio del ansia insaciable de poder del rey supremo: una mancha en la línea genética que socavaba su poder. Y el resultado era que un príncipe con sangre fey de la luz al cien por cien estaba a punto de ser azotado delante de una criatura abominable medio humana, medio fey de la oscuridad. Era obsceno.

Los soldados custodiaban la plataforma para evitar cualquier posibilidad de huida. Las armaduras de sus hombros y brazos, las espadas sujetas a los costados, las viseras de sus cascos; todo brillaba con la resplandeciente luz del sol. Los pendones y las banderas colgaban flácidas en aquel asfixiante cielo azul y dorado, esperando igual que los demás.

Los tambores comenzaron un lento y mesurado redoble que resonó como el eco a lo largo y ancho de los silenciosos prados. Un desfile de hombres surgió desde el otro lado de la colina que separaba aquel escenario del castillo. Los nobles de la corte, lores y ladys vestidos con sus mejores galas, entraron en escena, caminando en fila, detrás de una figura alta con el cabello de un rubio plateado sobre el que ostentaba la corona dorada del poder.

El rey se detuvo delante de las tribunas para hablar a la multitud. Un gesto sin sentido. Todos sabían por qué razón estaban allí. Pero su voz siguió sonando con una monotonía semejante al ruido que hacían los insectos en los oídos de la audiencia. Él prefirió no hacer caso y mirar los pedazos de carne putrefacta que adornaban las esquinas de las tribunas: lo único de lo que podía alardear aquel tribunal en cuanto a su fortaleza y su voluntad de actuar.

Junto con él habían capturado a Vítus, pero él no era un príncipe. Ninguna guerra dependía de su destino ni había nadie tampoco que fuera a hablar en su favor. Su familia había salido huyendo como las ratas que eran, agachando la cabeza, arrastrándose y suplicándole al rey por su vida, sus tierras y sus títulos. Habían abandonado a Vítus a merced del rey.

Él había sido testigo de esa graciosa merced del rey mientras su vida seguía pendiente de un hilo. Lo habían obligado a ver cómo el rey desenvainaba una sencilla espada de guerra con una hoja como un espejo de puro reluciente, muy afilada. Un rayo de sol había incidido por un segundo sobre aquella hoja, que lo había reflejado sobre sus ojos como una dolorosa y radiante Hecha. Pero él se había negado a cerrarlos, se había negado a apartar la vista un solo instan te, temiendo que lo tomaran por un gesto de debilidad.

Así que había visto cómo la espada descendía y seccionaba el cuello en dos: cómo un manantial vibrante de pura sangre fey brillaba en medio del aire como si se tratara de una fuente de rubíes. Por un instante todo había quedado realzado con aquel encendido rojo: el tajo en su imaginación, la imagen ardiente en su memoria. Le había recordado al brillo de la puesta de sol justo antes de desaparecer en el horizonte. La diferencia entre el día y la noche, entre lo que era y lo que sería.

La multitud había ahogado un grito ante una ejecución que para muchos era la primera. Pero volvieron a mantener el orden otra vez al acercarse el rey al cuerpo de Vítus y detenerse después delante de Ölvir. A Ölvir lo habían esposado de rodillas porque las heridas de guerra de ambas piernas le impedían permanecer de pie durante mucho rato. Tenía las manos atadas por delante con un frío hierro negro enganchado a unas pesadas cadenas. El metal le extraía la fuerza y podía acabar por quemarle la piel si se lo dejaban ahí mucho tiempo.

Pero el hierro no iba a estropear su piel.

Ölvir se había erguido al caer la sombra del rey sobre él: primero la espalda, luego el cuello y por fin la mirada orgullosa. El cabello negro enredado le caía por los hombros y se le pegaba a las mejillas. Las heridas de su rostro eran feas y solo se le habían curado a medias. Ya pesar de que no tenía más que un ojo lo suficientemente abierto como para verla escena que se desarrollaba ante él, se había quedado mirando al rey sin parpadear.

Él no había rogado por su vida ni había pedido compasión.

Ni le habían ofrecido ninguna de las dos cosas.

Por fin el rey supremo terminó su banal discurso y los nobles ocuparon sus puestos en el círculo de asientos colocados especialmente para ellos delante de las tribunas. Allí habían estado sentados también durante las ejecuciones celebradas con anterioridad; el rey quería ver que volvían a casa con sus finos ropajes manchados con la sangre de la traición. El mensaje quedaba claro; como si a alguno de aquellos cobardes le hiciera falta.

El rey se quitó la camisa, la dobló cuidadosamente y la dejó sobre la espesa hierba dorada junto a la plataforma. Sobre ella colocó la corona del gobierno. Se alisó el pelo del cráneo y se hizo una coleta con un rápido y pulcro movimiento para mantenerlo apartado de la cara. Finalmente subió las escaleras dela plataforma y se detuvo delante de la reja.

Se inclinó y recogió el látigo por el mango, dejando que se desenvolviera él solo al estirarse. La piel trenzada se deslizó sobre la madera con un ruido seco como de escamas. Se colocó a la distancia requerida sin decir una palabra y dio un paso atrás. El látigo resquebrajó el aire y produjo un chasquido. Sería el primero de muchos otros.

La sangre se derramaba por la espalda y las piernas del prisionero y rezumaba de las muñecas fuertemente sujetas, formando un dibujo nuevo con las manchas marrón rojizo del suelo a sus pies. El Domi había presionado para que le aplicaran la pena máxima, o eso al menos había oído decir él: quinientos latigazos, que fácilmente podían resultar mortales incluso para un fey. Pero el rey había negociado y había conseguido rebajárselos a doscientos: seguía tratando de impedir una guerra.

Era un estúpido. Era evidente para todo el mundo menos para él. La guerra ya había comenzado.