Subí las escaleras y Claire me siguió con su tranquilo y manso fardo pequeño. El nivel de decibelios aumentaba con cada escalón que ascendíamos. Yo estaba convencida de que las paredes se resquebrajarían. Abrimos la puerta de mi viejo despacho e incluso Claire, que hasta entonces había permanecido inmutable, hizo una mueca.
Ella entró y de repente los chillidos cesaron bruscamente. De un lecho de edredones colocados debajo de la cama asomó una cabecita peluda que se quedó mirándola con unos enormes ojos verdes. La criatura parecía un cruce entre un mono y un hombre diminuto pero viejo: tenía los miembros largos y peludos, el rostro pequeño y aplastado, y el pelo desbaratado como el de los teleñecos.
Las lágrimas que aún no había derramado y que vibraban en sus pestañas parecían destilar la luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas, y por un momento le confirieron un brillo a sus iris como el del metal pulido. Parpadeó y las lágrimas resbalaron por sus mejillas, y de nuevo comenzó el estridente sollozo. Pero entonces Claire se acercó con calma y lo tomó en brazos.
La criatura abrió la boca para soltar otro chillido, pero la cerró nuevamente después de un hipo. Dirigió una mirada suplicante a Claire y se aferró a los volantes del delantal con su diminuta mano de dedos como palitos. Se comportaba como si yo hubiera estado tratándolo a patadas o algo así.
—¿Por qué está debajo de la cama? —exigió saber Claire.
—Le gusta estar ahí —contesté yo a la defensiva—. Los duergar viven bajo tierra. Creo que se siente vulnerable si duerme en un espacio abierto. Lo coloqué encima de la cama, pero él siempre se lo lleva todo ahí debajo.
Claire no pareció demasiado convencida con la explicación, pero lo dejó pasar.
—¿Qué le das para el dolor?
—De todo. Pero es como yo: las medicinas no le funcionan y el whisky sólo lo embota un rato y luego…
—¿Whisky? —repitió Claire horrorizada—. ¡Dime que no acabas de admitir que has estado emborrachando al bebé!
—¡Sólo le he restregado las encías un poco! —exclamé yo ofendida—. Fue él el que se llevó la botella entera.
—¡Pero si no es más que un bebé! ¡Pobrecito mío!
—Eso ya lo sé, aunque no te creas que el alcohol le hace mucho efecto —dije yo con cierta amargura.
—¡Dory!
—¡Sé lo que estás pensando! ¡Esta historia de la maternidad es un verdadero asco!
El hecho de que en el momento de hacerme cargo de Apestoso ni siquiera se me hubiera ocurrido pensar que era un bebé no arreglaba nada. Habían estado a punto de matarlo y como yo me había opuesto, él automáticamente había pasado a ser mío.
En ese momento el asunto no me había preocupado en absoluto porque en realidad yo pensaba en él como en una mascota. Sin embargo, la experiencia me había demostrado que sí había intervenido una inteligencia inequívoca, por mucho que yo prefiriera no pensarlo a causa del terror que me producía.
—Eso no es verdad, y además en realidad tú no lo piensas —contestó Claire con paciencia—. Le salvaste la vida y le diste un hogar. Solo necesitas un poco de tiempo para acostumbrarte, eso es todo.
—No creo que pueda.
Claire sonrió.
—Todo el mundo piensa lo mismo al principio. ¡Los bebés son tan pequeños y tienen esos ojos tan grandes y tan confiados! Tienen plena confianza en que nosotros lo sabemos todo cuando la mayor parte de las veces no tenemos ni idea de nada.
Sí, eso era lo que me preocupaba. Yo más o menos me había criado sola, y ahí estaba el resultado. No quería cagarla con él también, aunque el pobre tampoco parecía tener ninguna otra alternativa.
Dado que los dhampir solo podíamos ser concebidos en un corto lapso de tiempo después de que un hombre iniciara el cambio, apenas había ninguno. Porque a pesar de lo que las películas querían hacer creer al público, los vampiros recién transformados no pensaban en el sexo. Pensaban en la sangre.
Mircea era un tanto distinto porque era el resultado de una maldición: no había sido creado. En su momento, durante una semana, había sido incapaz de comprender lo que le había hecho la vieja gitana que había estado pegándole voces. Hasta que unos cuantos nobles trataron de matarlo y él no murió. Sólo que mientras tanto él había seguido con sus costumbres de playboy de siempre, y el resultado había sido el robusto y abominable bebé que había nacido nueve meses más tarde.
Yo podía contar con los dedos de las dos manos el número de dhampirs que conocía y que seguían vivos en ese momento. E incluso me habrían sobrado dedos. Pero por lo poco que sabía, no había absolutamente ningún otro híbrido de duergar y de brownie aparte de Apestoso. Él solito constituía por sí mismo un género, y yo por experiencia sabía muy bien lo que eso significaba.
Nada bueno.
Claire me dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Tienes niñera por lo menos?
Hice un gesto en dirección a una figurita pequeña acurrucada en una esquina que trataba de esconderse detrás de una mecedora.
—Vale, Gessa, ya puedes marcharte.
Dos diminutos ojos marrones ocultos tras un montón de rizos castaños me dirigieron una mirada miope por un segundo. Acto seguido Gessa se puso de pie de un salto y se escabulló por la puerta. Apenas medía un metro de alto. Y jamás había que decirle dos veces que podía marcharse.
—Antes estaba Olga —dije yo, refiriéndome a la competente secretaria que tenía desde hacía poco tiempo—, pero está otra vez tratando de sacar adelante su negocio y ya no puede quedarse aquí toda la noche. Y en cuanto a los ocupas que viven abajo, salen disparados en cuanto bajo a ver si…
—¿Qué ocupas?
¡Uy!
—Eh… bueno, en cuanto se enteraron de que Olga iba a mudarse aquí, algunos de sus empleados decidieron venir también. Y como son parientes suyos, se sintió incapaz de decirles que no.
—¿Estás tratando de decirme que tenemos una colonia de troles viviendo en el sótano?
—Supongo que debería de habértelo dicho con más diplomacia.
—Al menos eso explica el olor.
—No, el olor es por Apestoso —dije yo—. Está convencido de que tiene que hacer honor a su nombre.
—¡Vale, pues ponle otro!
—Sí, ya lo intenté. Pero es que no hay colonias de brownies por aquí cerca y aunque encontré a unos duergars que viven en Queens, me dijeron que ése era un buen nombre para él.
—Pero él es un híbrido —dijo Claire con tristeza, metiendo los dedos por el pelo de la criatura—— Puede que por eso a él no le guste.
—Me contaron que entre su gente la costumbre es ganarse el nombre. Hasta entonces funcionan con un simple apodo.
—¿Cómo que ganarse el nombre?
—Eso no me lo dijeron, y según parece son los mayores los que tienen que concederles el nombre a los pequeños. Así que imagínate las probabilidades que tenemos en este caso. He pensado que cuando se haga mayor dejaré que él mismo decida cómo quiere llamarse —dije yo. Levanté la ventana y dejé que entrara la brisa de la noche—. Además cuando te acostumbras al olor ya no te parece tan mal…
De pronto me interrumpí. Por segunda vez aquella noche vi algo que me hizo preguntarme si me había vuelto loca. Quiero decir preguntármelo con más seriedad de lo que tenía por costumbre.
Los árboles del jardín son en su mayor parte los originales que había en el terreno, y el ancestro de todos ellos crece justo al pie de esa ventana: se trata de un viejo álamo que no era más que un joven árbol cuando se construyó la casa. El zumbido del viento mecía sus hojas en forma de lágrima en dirección a la casa, provocando un caleidoscopio de verdes, plateados y negros, y por un momento, con el contraste de la luz y de las sombras, me pareció ver…
—Dory… —dijo Claire, tocándome el hombro. Yo me sobresalté. Ella frunció el ceño—. ¿Qué pasa?
—¿Has visto… algo… en el árbol? —pregunté yo, tratando de mantener un tono de voz bajo.
Ella miró por la ventana.
—¿El qué? ¿Te refieres al nido de la ardilla?
Yo tragué.
—Creo que necesito una copa.
—Bueno, eso es precisamente lo que te estaba diciendo —suspiró Claire—. ¿Es que no hay alcohol en esta casa?
—Puede que se me ocurra algo.
—Fantástico. Pero sentémonos en el porche. No me vendría mal un poco de aire fresco.
Claire fue a su antigua habitación a buscar algo de ropa y yo a la cocina a por un par de vasos del escurreplatos. Estaba abriendo la trampilla del pasillo donde guardo las botellas especiales cuando ella bajó por las escaleras con gran estrépito. Llevaba una camisa verde a juego con los ojos y unos viejos vaqueros, y sobre cada una de las caderas sostenía a un bebé.
—No sé cuánto tiempo vamos a poder quedarnos en el porche. Parece que va a haber tormenta —dijo ella. Entonces captó mi expresión—. ¿Qué?
—¿Has conseguido vestir a Apestoso?
La velluda pierna que colgaba de su cadera izquierda llevaba puesto un pantalón corto de deporte azul chillón como si tal cosa. La última vez que yo había conseguido ponerle algo de ropa había sido prácticamente sentándole a Olga encima.
—Se lo ha puesto él solito.
Le dirigí una mirada malévola. Vale, por fin quedaba claro que él pretendía hacerme quedar mal.
Agarré un par de botellas del pequeño escondite, cerré la trampilla y volví a colocar cuidadosamente encima la alfombra.
—No sabía que tuviéramos un agujero para guardar el contrabando —dijo Claire, que me siguió por el pasillo.
—Hay compartimentos ocultos por toda la casa. Creo que tu tío los usaba para almacenar mercancía.
Pip, el difunto tío de Claire, había sido contrabandista y el negocio le había ido muy bien. Al morir el capitán había comprado aquella casa y enseguida se había dado cuenta de que le había tocado el premio gordo. Dos caminos prehistóricos se cruzaban exactamente bajo sus cimientos: caminos que no eran sino los ríos de poder que se generan cuando dos mundos colisionan a un nivel metafísico. El resultado es algo muy poco común, conocido con el nombre de abismo de caminos prehistóricos, y es un lugar que genera un enorme poder mágico.
Es como el equivalente de la electricidad, pero gratis, para la vida de hoy en día. Solo que en lugar de encender lámparas y neveras, Pip había usado esa energía para poner en marcha hechizos de protección y portales, y entre estos últimos un portal de entrada a Fantasía completamente ilegal. Ese portal le permitía saltarse toda la amplia legislación del sistema comercial que relaciona ambos mundos y sobre el que pesan fuertes impuestos. Y no precisamente con un producto tradicional cualquiera. Pip había ido directo al producto más valioso y había comenzado a traficar con una sustancia volátil conocida con el nombre de vino fey.
Las fuerzas policiales de la sociedad mágica jamás lo habían pescado porque nunca utilizaba los portales oficiales. Y los feys no le habían prestado mucha atención dado que no compraba el vino directamente sino solo los ingredientes, y casi con toda seguridad en sitios distintos. Una vez que lo tuvo todo, montó una destilería en el sótano y comenzó a hacer magia.
—¿Pero por qué lo usas? —preguntó Claire—. Hay sitio de sobra en los armarios.
Yo la miré por encima del hombro.
—¿Has visto alguna vez beber a un trol?
Ella se echó a reír y de pronto se pareció a Claire; me refiero a la Claire de verdad, no a la extraña de los labios apretados.
—¡Por la corte no aparecen mucho!
—Bueno, pues si alguna vez aparecen, esconde el alcohol.
Abrí la puerta de atrás de un golpe con la cadera y salí fuera, donde reinaba el sonido de los grillos y el olor de la lluvia inminente.
Me detuve un momento para observar el jardín porque no soy propensa a tener alucinaciones. Pero lo único que no era normal era el tiempo. En el pedacito de cielo que se veía por encima de los árboles que limitan el lado derecho y posterior del jardín las nubes colgaban muy bajas y amenazadoras, y parecía como si emanaran brillo desde dentro. Y por encima de la valla del vecino de la izquierda, cerca ya del horizonte, una capa de lluvia gris vacilaba mecida por el viento como una cortina ondulante.
—¿Qué ocurre? —volvió a preguntarme Claire con los ojos fijos en la oscuridad igual que yo.
Rizos pelirrojos azotaban su rostro y caían sobre los cristales de las gafas que no sé de dónde había sacado.
—Aún sigues necesitando eso a pesar de… —dije yo al tiempo que hacía un gesto hacia el pasillo para referirme al enorme animal.
Ella cambió de postura, delatando su incomodidad.
—Sí. Al menos cuando tengo esta forma. Con mi otro… bueno, del otro modo, de hecho, veo mejor de noche.
A mí también me ocurría igual, aunque en ese momento no parecía que me sirviera de mucho. Me incliné sobre la barandilla del porche para alzar la vista hacia las ramas del enorme álamo. Algunas de ellas colgaban sobre el porche, pero lo único que pude ver fueron las susurrantes hojas. Me concentré en la visión periférica, más sensible, y presté especial atención a los cambios de luz o a cualquier cambio de forma. Pero el resultado fue exactamente el mismo: nada.
—¿Qué estás buscando? —volvió a preguntarme Claire con un poco más de insistencia en esa ocasión.
—Todavía no lo sé.
—Si crees que hay algún problema podemos volver dentro.
—Los hechizos de protección protegen el porche tanto como el interior de la casa. Dentro estaríamos igual de seguras que aquí.
—No hay ningún sitio más seguro que éste —declaró ella amargamente.
—Cuidado. Empiezas a hablar como yo.
Hice una pausa para escuchar, pero mis oídos también fallaron. Oí cómo el viento rajaba la lona que habíamos colocado sobre el agujero del tejado, oí el rechinar de la veleta y el chirriar de las cadenas del balancín del porche. Pero no oí nada más.
Claire se agarró los antebrazos con las manos.
—A veces me asustas.
—Y eso lo dice una mujer que acaba de tumbarme.
—No me refería a que tú me des miedo, sino a que tengo miedo por ti —explicó ella con impaciencia—. Parece como si estuvieras planeando hacerte cargo de un ejército tú sola.
—¿Esperas que te ataque una tropa?
—Aún no —musitó Claire.
—Bueno, ya es algo.
Decidí dejar que los hechizos de protección hicieran su trabajo para concentrarme en arreglar el porche de modo que pudiéramos vivir civilizadamente.
Yo lo había amueblado teniendo en cuenta más la comodidad que el estilo. A la izquierda había un viejo balancín con la pintura blanca descascarillada y las cadenas oxidadas; a la derecha un diminuto sofá de dos plazas que Claire había traído de su viejo apartamento y que se había quedado ahí porque la casa no permitía que entrara por la puerta. Y junto a la puerta, contra la pared posterior de la casa, un banco para poner plantas.
Dejé las botellas y los vasos sobre el banco y entré otra vez a por la comida para llevar. Al volver me encontré a Claire examinando con el ceño fruncido una botellita azul y a los niños inclinados sobre un tablero de ajedrez que habían sacado mis compañeros de piso. Estaban muy contentos, tumbados boca abajo cerca de las escaleras, observando cómo las diminutas figuritas se comían las unas a las otras.
El tablero era de Olga. A un lado las piezas eran trols y al otro eran ogros, e iban todos equipados con armas en miniaturas: espadas, hachas y unos artefactos que parecían catapultas y que estaban medio escondidas detrás de algunos árboles. El juego se desarrollaba en un tablero de lo más elaborado que incluía un bosque, cuevas y cascadas. A mí me parecía que no guardaba absolutamente ninguna relación con el juego del ajedrez humano, pero Olga sostenía que yo decía eso porque siempre perdía.
—Si quieres puedo hacer té para las dos —se ofreció Claire al verme dejar las bolsas en la mesa improvisada—. He visto que hay té en el armario.
—No me gusta el té.
—¿Y sin embargo te gusta esto? —preguntó Claire, alzando la ancha botella que contenía el brebaje de contrabando de su tío.
—Me gustan algunos de sus efectos.
Le quité la botella de las manos y me serví una generosa cantidad en el vaso.
—Creía que te dedicabas a apartar este tipo de cosas de las calles —comentó ella en tono de reproche.
Yo sonreí.
—Te aseguro que he estado apartando todo lo que he podido.
—Pero no creo que la idea consistiera en que lo almacenaras para ti. Es ilegal porque vuelve loca a la gente, Dory.
—Pero a los que ya estamos un poco locos nos vuelve más cuerdos.
—¿Cómo? —preguntó Claire, parpadeando.
Alcé el vaso. El contenido cristalino reflejó las luces del pasillo, lanzó rayos por todo el porche y obligó a Apestoso a taparse los ojos.
—Es el mejor antídoto contra los ataques que he encontrado jamás.
Una de las cosas más divertidas de mi vida son los frecuentes desmayos producto de los ataques de ira. Pueden durar desde unos cuantos minutos hasta unos cuantos días, pero el resultado es siempre el mismo: sangre, destrucción y un alto coste para mi cuerpo. Se supone que son normales para la gente como yo: son el resultado del cruce del metabolismo humano y el instinto asesino del vampiro, y son una de las razones principales por las que hay tan pocos individuos de mi especie vivos. Y como se trata de un problema genético, no tiene cura.
Aunque tampoco es que nadie la haya buscado muy a fondo. Al igual que a la mayor parte de las empresas farmacéuticas humanas, a las familias mágicas que se especializan en la curación les gusta sacar un beneficio. Pero poco beneficio se puede extraer elaborando un fármaco para ayudar escasamente a un puñado de personas.
Claire abrió inmensamente los ojos y se quedó mirando mi vaso.
—¿En serio te ayuda con los ataques?
—Los detiene en seco. Y a diferencia de los medicamentos humanos, funciona siempre.
Claire tomó la botella y olió con cautela el contenido. Hizo una mueca.
—Huele peor de lo que recordaba.
—Es bastante fuerte.
Era tan fuerte, que a Claire se le saltaron las lágrimas. De hecho se usaba como disolvente para la pintura, razón por la cual se solía combinar. Pero yo no lo tomaba por su sabor.
—En realidad no es vino —me dijo ella, dejando la botella en el banco—. Es el producto de la destilación de una docena de hierbas, bayas y flores, la mayoría de las cuales jamás han sido probadas científicamente en ningún laboratorio. Y no me gusta la idea de que te conviertas en un conejillo de Indias.
—Se me ocurrió presentarme voluntaria.
Claire descendía de una de las casas mágicas más antiguas de la tierra: una casa especializada en las artes curativas. Había estado trabajando en la sala de subastas únicamente a causa de una disputa sobre una herencia, debido a la cual había tenido que salir huyendo de un primo avaricioso. Antes de eso se había especializado en la investigación y lo último en lo que había estado investigando eran las plantas fey. Quería ayudarme a superar mis ataques.
—¡Pero eso era distinto! Yo sabía qué había en todo lo que te recetaba. Eran cosas fiables…
—Pero no me producían ningún efecto.
Claire frunció el ceño.
—Ahí puede haber cualquier cosa. No tengo ni idea de qué ingredientes usaba Pip. La receta difiere enormemente de una familia a otra, y ésa es la razón por la que hay tantas variedades de este tipo de vino. Y Pip jamás dejó ninguna nota por ahí.
—Es una lástima.
—No, Dory, no lo comprendes. Las drogas, y desde luego se puede afirmar que ésta es una de ellas, tienen un efecto acumulativo. Hasta los feys pueden experimentar algún suave efecto colateral de vez en cuando…
Yo me eché a reír.
—Puede que para ellos el efecto sea suave. Pero yo no soy fey.
—¡Eso es precisamente lo que estoy tratando de explicarte! Esta sustancia está controlada en la tierra porque hace brotar las habilidades mágicas latentes en los humanos. ¡Pero para luego hacerlos adictos y volverlos locos, claro!
—Pero yo tampoco soy humana.
—Lo eres a medias.
—Razón por la cual tengo cuidado.
Claire entrecerró los ojos: debía de haber captado algo por mi tono de voz.
—¿Qué es lo que has estado experimentando?
—Tal y como tú has dicho, solo algunos suaves efectos secundarios.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Sobre todo que mis recuerdos son ahora más intensos. Con sensaciones más definidas, sonido en Dolby Surround, todo.
—¿Como alucinaciones?
—Como recuerdos más intensos, Claire. No es para tanto.
Pero ella no parecía convencida.
—¿Y puedes controlarlos? ¿Puedes dejar de recordar en el momento que quieras?
—Sí —respondí yo tranquilamente—. Y ahora, ¿vas a comer, o vas a seguir regañándome?
Por su forma de mirarme estaba claro que el asunto no había terminado. Pero su estómago rugió, imponiéndose por un momento a su cabeza. Yo me dejé caer en el sofá y fui pasándole cajitas de ostras, platos de papel y palitos de cerdo que iba sacando de las bolsas.
—¡Dios, cuánto he echado esto de menos! —exclamó ella minutos después con la boca llena de chow mein.
—¿El qué?
—La grasienta comida humana para llevar.
—¿Es que no hay nada parecido en Fantasía?
—No. Ni tampoco tienen televisión, ni películas, ni iPods, ni vaqueros —enumeró ella, acariciándose el raído vaquero por encima de la rodilla—. ¡Demonios, cuánto he echado de menos los vaqueros!
Me eché a reír.
—Creía que te gustaba que te lo dieran todo servido.
—¿Y que los sirvientes te sigan a todas partes y vestirte de punta en blanco todos los malditos días y que todo el mundo ceda ante ti, pero que en realidad nadie hable contigo? —preguntó Claire mientras ponía los ojos en blanco—. ¡Oh, sí! ¡Es genial!
—Pero Heidar habla contigo, ¿no? Y Caedmon, ¿no es así?
Heidar era el prometido de Claire, enorme y rubio. Caedmon era el padre de él, el rey de una de las ramas de los feys de la luz.
—Sí, pero Heidar está fuera casi todo el tiempo, vigilando la frontera, y Caedmon se esconde en reuniones de alto nivel en las que tiene que decidir Dios sabe qué mientras yo estoy dando vueltas por allí, supuestamente haciendo punto o algo así.
—A mí no me gusta hacer punto.
—Pues yo he estado tan aburrida, que incluso he pensado en la posibilidad de aprender.
—Parece que necesitas unas vacaciones.
Claire masticó los fideos sin decir nada.
Yo me quité las botas y las arrojé junto a la puerta. Me gustaba sentir el contacto de las viejas y lisas tablas de madera en las plantas de los pies. A lo largo del día absorbían mucho calor y durante la noche iban soltándolo a un ritmo constante, de modo que la temperatura del suelo contrastaba agradablemente con la de la brisa, más fresca. Unas cuantas polillas se agitaban alrededor del farol de barco que, suspendido sobre nuestras cabezas, se balanceaba ligeramente azotado por la brisa.
—¿Vas a contarme qué te pasa? —pregunté yo por fin al ver que Claire se había terminado el whisky y seguía sin decir nada.
Claire había estado contemplando la noche con una mirada absorta, pero en ese momento dirigió sus ojos como esmeraldas hacia mí.
—¿Cómo sabes que me pasa algo? Quizá simplemente haya decidido tomarme esas vacaciones de las que hablabas tú.
—¿De repente, a medianoche?
—Tú también a veces haces cosas a horas extrañas…
—¿Sin zapatos, sin equipaje y sin escolta?
Claire frunció el ceño y por fin cedió.
—No quiero involucrarte en esto. He venido aquí porque no tenía elección. Los portales oficiales están todos custodiados desde la guerra.
—Los que nosotras conocemos —convine yo.
—Me refiero por el lado fey —puntualizó ella como si fuera evidente que su gente trataría de impedirle marcharse.
—Vale, espera. Vuelve atrás. Has entrado por el portal que hay en el sótano porque…
—Porque nadie lo conoce. El tío lo usaba para introducir mercancía de contrabando, así que lo mantuvo en secreto.
—¿Y tenías que escaparte de allí en secreto porque…?
—Ya te lo he dicho, no quiero involu…
—Ya estoy involucrada —señalé yo—. Estás aquí. Y es evidente que tienes un problema. Voy a ayudarte te guste o no, así que será mejor que me lo cuentes.
—¡Yo no quiero tu ayuda!
—Eso no me importa.
Claire se quedó mirándome. Tenía uno de esos semblantes que solo pueden apreciarse de verdad cuando demuestran pasión. Tez pálida como el marfil, perfil de nariz aguileña humanizada por una estela de pecas y mandíbula prominente, suficientemente destacada ya cuando estaba en calma. Pero con aquellos ojos como esmeraldas de un color brillante y echando chispas, con aquel glorioso pelo formando una pelambrera alrededor del rostro al azotarlo el viento, estaba espléndida.
Y además era una de las pocas personas que conocía con más temperamento incluso que yo. Era la mar de sencillo conseguir que te dijera la verdad. Bastaba con enfadarla.
—He venido aquí para salvar a mi hijo, ¿vale?