Durante los últimos días habíamos tenido un tiempo gris y esa mañana no fue distinta, sin embargo conseguí llegar a casa antes de que comenzara a llover. Aparqué la última mole oxidada que me había comprado en el ancho camino que daba a un lateral de la casa. Se trataba de un Camaro que una vez había sido azul, pero que en ese momento parecía pintado con motas grises. Estaba metiendo la llave en la cerradura de la puerta justo cuando comenzaron a caer las primeras gotas.
El cielo plomizo le confería ala destartalada y vieja casa victoriana un aspecto mucho más ruinoso que de costumbre. La había construido un marinero, un capitán retirado, allá por la década de los ochenta del siglo XIX justo cuando Platbush comenzaba a convertirse en la nueva y flamante zona residencial de las afueras de Brooklyn. La casa seguía estando en una buena zona con árboles antiguos y crecidos, pero sus días de gloria ya habían pasado. La pintura se estaba descascarillando, el suelo del porche estaba combado y a la decorativa moldura de madera le faltaba algún que otro pedazo. Y esto último hacia que la casa pareciera una persona mayor a la que le faltara un diente. Pero era mi casa y se alegraba de verme.
Tras un instante, un escalofrío de bienvenida me recorrió el brazo y la puerta se abrió. Salté por encima del agujero que había en el suelo, deje un par de bolsas sobre la encimera de la cocina y encendí una lámpara pasada de moda especialmente diseñada para cuando hay huracanes. Cuando tiramos de la electricidad a plena potencia los hechizos de protección provocan que la energía venga y se vaya. Y aunque sigue quedando electricidad para las cosas importantes, me da vértigo que las luces no dejen de parpadear.
Saqué una cerveza de la nevera y me quedé de pie junto a la encimera, bebiendo mientras le echaba un vistazo al correo. Alguien había sido tan atento como para dejar las cartas encima de la mesa, quizá porque en su mayor parte eran facturas. Claire, que en otros tiempos había sido mi compañera de piso, había heredado la casa de su tío, pero al marcharse para ocuparse de asuntos más felices y trascendentales la había dejado a mi cuidado. Y lo cierto era que necesitaba muchos cuidados.
Lo más importante de todo era un tejado nuevo. En el techo de mi dormitorio había una inquietante mancha que al principio tenía aproximadamente el tamaño de Rhode Island, pero que en ese momento se parecía ya más a Carolina del Norte. Unos cuantos días más de lluvia y sería igual que Texas. Y después ya no se parecería a ningún sitio más porque aquellas viejas piedras comenzarían a caérseme en la cabeza.
Guardé las facturas en su sitio habitual, la panera, y comencé a sacar las cosas de la bolsa. Y justo entonces oí un trueno encima de mi cabeza. Sonó igual que el estallido de una granada y bastó para que toda la casa temblara. Me quedé helada y con el corazón en un puño.
¡Oh!, ¡por favor, por favor!, rogué en silencio mientras escuchaba con la mayor atención.
Durante un largo rato no oí más que los ruidos producidos por el viento y el retumbar de mi pulso. Pero luego escuché un llanto trémulo y ligerísimo que se filtraba desde el piso de arriba. Se me heló la sangre.
En cuestión de segundos el lamento se intensificó como si fuera una orquesta in crescendo. El vaso sucio que había en el fregadero de la cocina comenzó a temblar hasta que se rompió al mismo tiempo que lo poco que quedaba íntegro de mis tímpanos. Coloque la cabeza sobre la encimera y pensé en la posibilidad de echarme a llorar.
A lo largo de mi longeva vida he padecido guerras, hambre y enfermedades. Pero soy una mujer joven. Soy un guerrero, Y no obstante jamás había tenido que enfrentarme a nada como esto.
Sentí verdaderos deseos de destruir, pero no tenía a nadie a mano.
No podía hacer más que recoger los pedazos de cristal rotos y tirarlos a la basura. Aquel horrible lamento que tronaba por cada una de las ventanas de la casa cesó durante un segundo, quizá dos. Yo respiré aliviada pero con cautela, y de inmediato comenzó de nuevo con renovado vigor. Dejé la cerveza y me dirigí al armario de las bebidas para servirme un whisky.
Estaba maldiciendo a mis compañeros de piso que se habían dedicado a vaciar el armario en mi ausencia cuando oí el ligero crujido de una pisada en el pasillo. Hubiera debido de resultarme imposible oírlo con tanto barullo incluso a pesar de tener un oído tan fino, pero a veces la desesperación despierta el instinto. Quizá porque no era un sonido habitual en la vivienda.
En aquellos momentos convivía con un montón de criaturas que caminaban pesadamente por la casa pisando fuerte sobre las viejas tablas de madera a cualquier hora del día o de la noche. Pero no había ninguna criatura que diera un paso y se quedara parada. O al menos ninguna a la que yo hubiera invitado a entrar.
Sentí los músculos tensándose bajo la piel, listos para estallar en cuanto me pusiera en marcha. Comencé a respirar aceleradamente y una gota de sudor me entró en el ojo. Podía tratarse simplemente de un ruido del viejo edificio, me repetí con severidad mientras echaba mano hacia el cuchillo de cortar la carne. No debía de ponerme nerviosa.
Entonces volvió a sonar otra vez ese imperceptible ruido procedente de una de las tablas del suelo del pasillo al mismo tiempo que otra lastimera protesta en un tono de voz agudo. Me animé. Quizá después de todo si encontrara algo que matar.
Atravesé la cocina hasta la puerta y agarré el pomo de cristal verde, pero no lo gire. Por lo general siempre dejábamos la puerta de la cocina abierta porque los goznes chirriaban cada vez que se abría o cerraba. Sin embargo alguien la había cerrado de modo que yo no podía pasar sin anunciar mi presencia. Tendría que quedarme esperando a que el intruso se acercara por el otro lado.
Podía averiguar muchas cosas de ese intruso sin verlo siquiera. Por ejemplo, su peso por la fuerza de la pisada, su altura por el suave susurro del aliento y quizá incluso el sexo si es que llevaba colonia. No obstante cuando agudicé los sentidos lo que percibí fue el susto del contacto de mi cuerpo al rozarse contra otro.
Aparte la mano del pomo, pero seguí sintiendo esa sensación de agitación en cascada a lo largo de la piel que era como una especie de pinchazo eléctrico, No era ni dolorosa ni punzante, y no parecía peligrosa. Más bien era como si unos dedos acuosos me acariciaran con suavidad, derritiéndome al contacto y produciéndome una sensación de tranquilidad y confianza.
Y eso a mí me ponía la carne de gallina.
No quería que nadie tratara de inspirarme confianza cuando había un peligro en mi propia casa. No podía permitirme el lujo de relajarme y perder la tensión. Aunque sentía como se desvanecía, como mi corazón latía más despacio, mi respiración se calmaba y el sudor que había recorrido mis brazos momentos antes se enfriaba con el aire de la noche.
Más preocupante aún era el hecho de que la casa misma no reaccionara. Por lo general los hechizos de protección disfrutaban haciéndoles perrerías a los intrusos. Pero la cocina estaba a oscuras y en silencio, y lo único que se movía era la llama del interior del farol.
Su luz fluctuaba sobre la fila de cuchillos de cocina de la pared, sobre las viejas cacerolas de cobre colgadas del estante de rejilla para los cacharros y sobre la escoba con su sólido palo de madera en un rincón. Cualquiera de aquellos utensilios me habría servido para defenderme de un amplio abanico de criaturas, pero probablemente ninguno me sería útil contra una criatura que había engañado tan completamente a los hechizos de protección de la casa. Y lo mismo podía decir de todo lo que llevaba encima.
Estaba pensando en la posibilidad de escabullirme fuera y hacer el impresionante numerito de Spiderman para subir a mi habitación, donde guardo un alijo de armas mucho más horribles, cuando el chillido de la planta de arriba cesó. No disminuyó de volumen: cesó por completo en cuestión de un segundo como si una mano estuviera estrangulando aquella pequeña garganta. Entonces me olvidé de las sutilezas, de las tácticas y de la estrategia. Abrí la puerta y entré en el oscuro pasillo con el cuchillo en alto y a punto de soltar un grito.
Pero acabé machacada contra la pared después de sentir cómo me crujían todas las costillas.
Rodé por el suelo para ponerme en pie y le arrojé una mesita a mi enemigo, pero primero me tomé un segundo para tratar de adivinar contra quién estaba luchando. No hubo suerte. Por un instante vi unos ojos enormes y luminosos con pupilas horizontales como las de una cabra, pero entonces me llegó volando una bola de fuego que no sé de dónde salió y que redujo la mesa a cenizas, formando sombras onduladas que subieron por la pared. Salté hacia delante buscando un punto vulnerable que atacar y entonces un enorme pie con garras cubierto de brillantes escamas me aplastó con la fuerza de un martillo.
Caí de espaldas al suelo y encaje el cuello entre dos talones curvos de la longitud de dos dagas. Mi propio cuchillo estaba clavado en el centro de una de aquellas pezuñas, entre dos escamas que se superponían, sujetándome a mí también al tablón del suelo. Sin embargo dudo que para aquella enorme criatura supusiera algo más que una espinita clavada en el pie. Retorcí el cuchillo tratando de sacarlo, pero solo conseguí hincárselo más en la gruesa piel.
Entonces alguien soltó una maldición.
—¡Sácalo ya de una vez!
Al oír aquella voz completamente humana me quedé parada, pero seguía sin ver nada. Entonces una estrecha cinta de fuego salió disparada de la oscuridad y encendió de golpe toda una fila de velas que había en la pared. El truco fue estupendo, pero en aquel momento yo no estaba en situación de admirar nada. Estaba demasiado ocupada contemplando al enorme dragón apretujado en el estrecho pasillo.
No parecía muy cómodo. Tenía las pequeñas alas negras aplastadas contra el techo, las enormes piernas vueltas hacia arriba enrolladas alrededor del cuello, y el hocico alargado le sobresalía de cualquier modo por en medio. Lo único que parecía capaz de mover eran los pies, de los cuales salía un río de sangre negra.
—¡Duele que es la leche!
El animal inclinó la enorme cabeza un poco más para examinarse la herida.
Yo me quedé mirándolo.
La multitud de escamas de color plomizo que cubría su cuerpo quedaba interrumpida por una cresta de un tono amatista brillante que le recorría toda la espalda de arriba abajo. Tenía dos cuernos del color del cristal fundido a los lados de un mechón de pelo de un absurdo color lavanda. Le hacía juego con el color de la pupila de los ojos, que resultaban de lo más chocantes, pero el iris era del color de los pétalos de los pensamientos.
Una membrana nictitante se deslizó por delante de uno de los enormes globos oculares y después del otro mientras el dragón se examinaba el pie herido. Instantes después esa mirada de alienígena se trasladó hacia mí y el anillo de escamas que le cubría las mejillas adquirió un vago tinte púrpura.
—¡Me has apuñalado!
—Tú has entrado en mi casa —contesté yo despacio, completamente incrédula.
Había visto un montón de cosas extrañas en Brooklyn, pero jamás a un dragón.
—¡Eso no es verdad!
El enorme hocico hizo una mueca y mostró una enorme cantidad de dientes. Pero la voz era melodiosa y hasta hipnótica, y parecía casi como si me inyectara una droga suavemente en las venas. Por mucho que yo tratara de impedirlo me serenaba el pulso acelerado hasta volver a ajustarlo a una velocidad normal. Necesitaba toda la energía de mi ira para luchar, pero de repente mi cuerpo parecía estar pensando en la posibilidad de echarse una siesta y quedarse más flojo que un fideo.
—No tengo por costumbre discutir con un dragón dispuesto a matarme —dije yo, luchando por reprimir un bostezo—, pero sí que es verdad.
—¡Es mi casa!
Entonces un pliegue de la piel que hasta entonces había estado doblado y aplastado contra la espalda de la criatura se abrió. Se extendió de repente hacia arriba como si fuera un abanico translúcido que coronara el largo hocico.
—¿A qué estás esperando? —preguntó en tono exigente el animal—. ¡Sácame eso ya!
Supuse que se refería al cuchillo, así que volví a tirar de él.
—Me sería de gran ayuda si me dejaras levantarme —dije yo un minuto después.
—¿Vas a arrojarme algo más?
—¿Vas a comerme tú?
Los ojos de la criatura volvieron a hacer ese chocante gesto de parpadear de lado en lugar de arriba abajo. Yo comencé a preguntarme si ése era el equivalente del dragón del gesto humano de poner los ojos en blanco.
—¡No seas ridícula, Dory! ¡Sabes perfectamente que soy vegana!
El dragón levantó el pie y yo salí de entre las gigantes uñas de sus dedos. Las tenía negras en el nacimiento y se iban tornando de un gris cada vez más claro hasta terminar en una punta de un tono parecido al de los cuernos. Excepto por unas pocas motas de un rojo brillante. Por el parecido sospeché que se trataba de laca de uñas, y entonces decidí dejar de pensar por completo.
Por fin saqué el cuchillo y justo en el instante en el que aquella gruesa piel se vio libre de él, una fría luz de un color blanco azulado comenzó a salir por entre sus escamas como si aquel enorme cuerpo quisiera dejar de interpretar un desgraciado papel. Y entonces una explosión de luz me golpeó igual que si fuera un puñetazo, lanzándome algo más de un metro más atrás. Aterricé de golpe sobre el descolorido papel pintado de la pared y tiré un espejo. Cayó al suelo y se rompió, y entonces comenzaron de nuevo los chillidos del piso de arriba.
—¡Dios!, necesito una copa —dijo una voz con ansiedad.
Justo lo que yo estaba pensando.
Me incorporé y me senté mientras alguien empujaba la puerta de la cocina y se dirigía al armario de los licores. Apoyé las manos y las rodillas en el suelo y asomé la cabeza por el dintel, pero solo vi a una pelirroja alta, desnuda, de pie delante del farol que yo había encendido. Rebuscaba por el armario de los licores vacío.
—¡No me digas que ahora eres abstemia!
—No —negué yo con prudencia, observando aquella nueva figura de arriba abajo.
Se parecía a Claire, mi antigua compañera de piso. El espejismo era perfecto hasta en los más mínimos detalles que los hechizos suelen pasar por alto. El pelo era una bola enmarañada roja tal y como se le ponía siempre a Claire cuando el tiempo estaba lluvioso; las pecas de la nariz formaban un dibujo muy similar y la criatura cruzaba los brazos sobre el pecho con una postura habitual en ella que expresaba insatisfacción.
Pero también había ciertas notas discordantes. Esta Claire tenía ojeras de un morado oscuro, no dejaba de dirigir la vista nerviosamente de un lado a otro por la cocina y además mostraba cierta palidez enfermiza a pesar de las pecas. Tenía los labios blancos y apretados fuertemente el uno contra el otro y parecía como si no hubiera dormido durante una buena temporada, como si estuviera de los nervios.
Y lo realmente decisivo era que Claire jamás habría aparecido sola en medio de la noche, descalza y con esa mirada de loca. Cuando yo la conocí tenía un trabajo mal pagado en una sala mágica de subastas. Necesitaba algo más de dinero, y por eso buscaba una compañera de piso. Aunque todo eso fue antes de que apareciera un auténtico príncipe fey en una de las subastas, la enamorara locamente y se la llevara a Fantasía. Y desde entonces vive allí, supuestamente feliz, comiendo perdices como sueña todo el mundo.
—Resultas de lo más seductora —comenté yo. Me preguntaba cómo se desahucia a un dragón con forma momentáneamente humana de una cocina—. Pero para la próxima vez, te informo de que Claire no tiene por costumbre andar por ahí desnuda. Ni siquiera en su propia casa.
—¡Llevaba ropa! —exclamó la criatura, que inmediatamente sacó un delantal de un cajón. Era un delantal de esos antiguos que más bien parecen un vestido. Al menos tendría un aspecto decente mientras no se diera la vuelta—. Pero ahora, cada vez que cambio, estallo la ropa. Mi yo dragón ha llegado a la adolescencia y crece como la marihuana.
Desvié la vista desde el cajón donde guardábamos los delantales, que yo ni siquiera sabía que teníamos, hasta la mujer que se encogía de hombros luciendo uno de ellos.
—¿Tu yo dragón?
Ella se apartó unos cuantos mechones de pelo lacio de la frente con el dorso de la mano antes de contestar:
—Soy a medias fey de la oscuridad, Dory. Y tú lo sabes.
—Sí, pero…, nunca me dijiste qué tipo de fey eras.
—Ni yo misma lo sabía hasta hace poco. Y además, de todos modos, no es el tipo de asunto del que uno vaya hablando por ahí en cualquier conversación.
Por fin encontró una caja de aspirinas en un cajón y se la acercó a los ojos para leer la etiqueta haciendo el típico gesto de un miope. Aquellos preciosos ojos verdes siempre habían visto mal de cerca, y me imagino que el hecho de cubrirse de escamas era una putada a la hora de llevar gafas.
Me puse de pie lentamente. La cabeza me daba vueltas.
—¿Eres Claire?
—¿Y quién creías que era? —preguntó ella—. ¿Atila el huno?
Claire fijó la vista en el cuchillo de cortar carne que yo seguía sosteniendo en una mano y del que chorreaba sangre negra no humana por el suelo de baldosas de la cocina. La sangre de dragón es corrosiva, cosa que posiblemente explica por qué la mitad del filo del cuchillo había desaparecido y por qué parecía como si un ratón hubiera estado mordisqueando las baldosas. Me llevé lo que quedaba del cuchillo al fregadero, lo lavé y volví a dejarlo en su sitio.
Eso pareció tranquilizarla porque entonces ella sacó algo que tenía escondido detrás de las piernas y lo sentó torpemente en una silla de la cocina. Debía de tenerlo oculto en la espalda cuando estábamos en el pasillo porque yo ni siquiera lo había visto. Me acerqué despacio a la mesa y contemple aquella nueva complicación con suma cautela.
La pequeña criatura que viajaba siempre a cuestas parecía humana. Me figuré que era un niño por la ingeniosa túnica azul que llevaba puesta. Supuse que debía de tener alrededor de un año, pero a pesar de ello me miró con calma y con una especial tranquilidad teniendo en cuenta la escena de la que acababa de ser testigo.
—¿Quién es este niño? —pregunte yo, observando cómo babeaba sobre la túnica.
Claire se tragó la aspirina sin agua y luego respondió:
—El heredero del trono de Fantasía.
—El heredero del trono de Fantasía acaba de regurgitar.
—Lo hace mucho. Está echando los dientes.
Yo parpadeé.
—¿Echando los dientes? ¿Echa los dientes y regurgita?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué otra cosa esperabas?
Yo sacudí las manos.
—¡Eso!
—¿Te refieres al ruido?
—¡Sí! Me refiero a ese horrible ruido que está venga dale que te pego.
—¿Eso es un bebé?
—Sí, un bebé duergar. Bueno, solo medio duergar —me corregí yo—. La otra mitad es brownie, o al menos eso me dijeron. Aunque empiezo a pensar que en realidad es banshee, Ya sabes, hijo de una de esas mujeres irlandesas cuyo espíritu vaga como un alma en pena según cuenta la mitología.
—¿Estás hablando de esa cosita que recogiste en la subasta?
Por fin Claire encontró una caja de tiritas y se estampó una en el dedo del pie. Y vale, el asunto del delantal podía haberle salido bien de chiripa, pero no había mucha gente que supiera de dónde había sacado yo mi nueva afición. La subasta mágica había sido por completo ilegal y estrictamente confidencial. No era de extrañar si tenemos en cuenta que vendían híbridos ilegales de criaturas sobrenaturales y que algunas de ellas eran bastante peligrosas, Ni siquiera yo sabía que esa subasta iba a celebrarse hasta que entramos allí por casualidad.
Por extraño que pareciera, aquella criatura era Claire.
—Sí —le dije yo.
La cabeza me hervía de preguntas. Hacía más de un mes que no la veía. Y según parecía, ella había adquirido unas cuantas habilidades durante su ausencia.
—Pero si el bebé ya tenía dientes —objetó Claire, frunciendo el ceño al ver la nevera vacía.
—Eran los dientes de leche. He estado encontrándomelos tirados por toda la casa. Ahora le están saliendo los dientes de mayor y… Claire, creo que me estoy volviendo loca.
—No te estás volviendo loca.
—¡Acabo de verte transformada en un dragón!
—¡Bueno, no haberme asustado! —exclamó ella a su vez. Claire abrió la panera y se quedó mirando el montón de papeles—. ¿Pero es que ya no hay nadie que coma en esta casa?
—Me apaño con la comida rápida para llevar.
Los ojos de Claire se fijaron entonces en las enormes bolsas blancas que despedían un aroma a pollo al sésamo, a verduras chow mein y a arroz frito por toda la cocina.
—Parece que has traído comida suficiente para tres —comentó ella sin perder la esperanza.
—Sí, pero no sé cuándo podremos comérnoslo. ¡Con tanto susto!
Claire frunció el ceño y por un momento me pareció idéntica a su alter ego.
—¿Dónde está ese bebé tuyo?
Yo sonreí.