No había ningún símbolo en la iglesia abandonada, pero alguien había tachado las dos primeras letras de la palabra «Oremos» escrita encima de las puertas dobles de la entrada y había garabateado encima «Cacemos». Yo, como católica no lo aprobé, pero como persona acostumbrada a salir en busca de presas me pareció exacto, aunque extraño.
Empujé las pesadas puertas de madera y entré. Había hecho bien al vestirme con ropa de trabajo guay para salir esa noche. En la iglesia transformada en garito nocturno había un grupo minoritario de góticos y unos cuantos tipos con aspecto de turistas, pero la mayor parte de la gente que abarrotaba el local parecía recién sacada de la industria del infierno.
Yo encajaba bastante bien en aquel ambiente con la camiseta de tirantes de seda azul que acababa de sudar de arriba abajo en los últimos cinco minutos y una falda corta negra. El color de la camiseta pegaba con el de las mechas que me había hecho en la melena corta castaña; el de la falda con los ojos. Pedí una cerveza en la barra y di una vuelta en busca de problemas.
No tardé en encontrarlos. Aunque el dueño era un vampiro, el local más que nada estaba lleno de humanos. Todas las noches pasaba por allí un grupo de no muertos ultramodernos para zamparse todo lo que podían del bufé, y por lo que parecía el propietario también cenaba pronto.
Tenía a una morena en una esquina. Le estaba metiendo la mano por debajo de la falda y le hincaba los colmillos en el cuello. Ése era el tipo de conducta que el Senado de los vampiros, el cuerpo rector de los vampiros de Norteamérica, no aprobaba; preferían beber sangre más discreta y sutilmente, No obstante aquel tipo ya había dejado claro que el punto de vista del Senado le traía sin cuidado. Y no solo en ese tema, sino también en muchos otros. Por eso precisamente estaba yo allí. Pretendían darle una lección y además querían que fuera memorable.
La mujer estaba de cara a la multitud. Cuando llegué yo, el vampiro se las había ingeniado para desabrocharle el vestido de arriba abajo. Tampoco es que la chica llevara gran cosa debajo, a menos que uno contara un único pedacito de encaje negro, dentro del cual él tenía metida la mano. El vampiro le hizo algo y ella se puso a jadear rápida y sonoramente y a mover las caderas de manera involuntaria. Uno de los mirones soltó una carcajada.
Había como una docena, todos ellos vampiros, y al menos unos cuantos de ellos eran maestros. Yo había planeado pillar al propietario solo o, en el peor de los casos, con dos o tres más. No esperaba aquel espectáculo que lo complicaba todo.
Él tiró del vestido por los hombros hasta el suelo y éste se deslizó sobre una piel ultrasensible en la cual el menor movimiento era una tortura. Ella comenzó a jadear, a respirar sonoramente por la nariz y a temblar como si tuviera fiebre. El vampiro no se había molestado en nublarle la mente porque cuando la chica no está aterrorizada la cosa ya no tiene gracia. Y porque además sus chicos tenían ganas de juerga.
La habilidad de los vampiros para proyectar pensamientos es limitada. Debido a mi herencia genética, yo los capto mejor que la mayoría de la gente. Ella no se atrevía a mirarlos a los ojos, no se atrevía siquiera a levantar la cabeza. Pero sabía a la perfección qué estaban pensando por las imágenes que le enviaban los mirones constantemente y a propósito.
La estaban bombardeando con imágenes de su propio cuerpo desde una docena de perspectivas distintas: su cuerpo sedoso y brillante bajo los focos, los ríos de sudor grabados a lo largo de la piel de gallina, el último pedacito de ropa que una mano le arrancaba de entre las piernas. Las imágenes le llegaban en estéreo junto con cada uno de los sonidos que había emitido su propia garganta, aumentados, Y las sensaciones de los mirones también eran fáciles de adivinar: excitación, expectación y sobre todo una lujuria creciente por la sangre.
Esto último en especial era cierto del monstruo que la estaba dejando seca. Y no obstante ella se retorcía y se apretaba contra él. Nada más comenzar el a recorrer su piel sudorosa con las manos, ella se puso a gemir con desesperación. Estaba atrapada en el incesante bucle de sensaciones que se produce siempre durante el proceso de beber sangre. Es mejor que una droga porque te recorre las venas, te excita, te pone los pezones tensos y te acelera la respiración, pero te arrebata la vida.
Me figuré que con tantos donantes a su disposición él decidiría no vaciarla del todo. Deshacerse de un cuerpo es un engorro, lleva tiempo y además da lugar a investigaciones que él, sin duda, tenía motivos para evitar. Sin embargo, debió de gustarle el sabor en concreto de la chica porque al ver que sus piernas cedían y caía redonda al suelo la siguió.
Interrumpir a un vampiro cuando está bebiendo es una locura porque es cuando más vulnerable y más letal resulta. Pero hace siglos que yo no estoy en mi sano juicio. Le pise la muñeca con la punta de la bota y le aparte el brazo de la chica,
—Ven a bailar conmigo —le dije con voz alta y clara mientras él se daba la vuelta gruñendo.
Probablemente ningún no humano lo había tratado jamás con tanta caballerosidad, y no obstante la invitación no le gustó. Y todavía menos le gustó el hecho de que algunos de sus vampiros lo vieran. Sin embargo, el asunto también lo intrigó. De pronto me convertí en un plato más sabroso que la chica que estaba tirada en el suelo, jadeando como si fuera un pez al que hubieran sacado del agua y con el vestido de terciopelo hecho un higo bajo el cuerpo.
—¿Sabes? Me está pareciendo que sí —accedió él, que entonces me lanzó una cautivadora sonrisa apenas capaz de ocultar un fuerte sentimiento de triunfo.
Yo hice caso omiso de esa emoción latente en su gesto y cerré el puño sobre su camisa para no tener que tocarlo. Lo arrastré hasta la pista de baile. Él no trató de escabullirse, sino que me siguió. Sus ojos lanzaron un destello de advertencia: la promesa de un futuro dolor.
No se hacía idea.
Sonrió y bajó la vista a mis caderas, que yo comencé a mover al ritmo de la música.
—Parece que estás caliente.
Por desgracia yo no podía decir lo mismo de él. Tenía los ojos fijos sobre mis pechos, pero quizá fuera porque quedaban justo en su línea de visión. Yo mido un metro cincuenta y siete a lo que hay que sumar los casi ocho centímetros de tacón de las botas, pero a pesar de todo él no parecía haber captado el elemento crucial del estereotipo de la chica alta, morena y guapa. Daba igual, porque de todos modos él no había captado nada de nada.
Aunque no parecía darse cuenta.
—Gracias —contesté yo.
Él se echó a reír.
—Lo que quería decir es que me ha parecido que te vendría bien una copa.
—Si la tomamos a solas.
—Eso puede arreglarse —dijo él, alzando una ceja rubia.
Me tomó de la mano y se abrió camino por el suelo pringoso de la pista de baile, dispersando a la multitud que se fue apartando como si fueran campesinos ante la realeza. La analogía me hizo gracia teniendo en cuenta que él era el hijo bastardo de un cerdo granjero. Aunque tampoco es que yo fuera quién para hablar. Yo soy la hija ilegítima de una sirvienta y un vampiro. No podía caer más bajo.
Por supuesto los dos habíamos andado mucho camino desde nuestros poco favorables comienzos. Por aquel entonces él se hacía llamar Hugo Vleck y dirigía una discoteca de éxito. Eso cuando no vendía droga fey ilegal. En cuanto a mí… Bueno, yo resuelvo problemas de vampiros y Vleck le estaba causando muchas preocupaciones a mi jefe. Mi trabajo consiste en alegrarle la vida un poco. Y el hecho de que de paso me divierta es solo un incentivo más.
La gente se agolpaba de tal modo delante de la barra que era imposible llegar, pero a nosotros no nos costó nada que nos sirvieran. No me sorprendió teniendo en cuenta que mi pareja era el dueño de la discoteca, pero él me lanzó una mirada por encima del hombro para comprobar si yo había quedado debidamente impresionada. Le sonreí y él colocó la mano justo encima de mi culo.
—Cristal para la dama —le dijo al joven vampiro barman al mismo tiempo que me daba el primer achuchón.
—¿Va usted a tomar algo, señor?
Vleck sonrió enseñando los colmillos.
—Más tarde.
Los dos intercambiaron una mirada cómplice. Yo fingí que no tenía ni idea de que la mayoría de los vampiros prefieren tomar el alcohol directamente de las venas de sus victimas. Según dicen, aumenta el subidón de beber sangre y es el único modo de sentir cómo se quema el alcohol en el metabolismo. Era evidente que Vleck estaba calculando cuantas copas tenía que darme para emborracharme. Yo podría haberle dicho que no hay alcohol suficiente en el mundo, pero ¿para qué echarle a perder la noche?
Al fin y al cabo le quedaba muy poca.
El barman dejó una copa de champán sobre la barra. Vleck sacudió la cabeza y dijo:
—Me llevo la botella. Envuélvemela.
—¿Adónde vamos? —pregunté yo.
—A mi casa. No está lejos.
¡Uau! Debía de estar planeando hacer verdaderas guarradas. Enrollé un brazo en su cintura y apoye la barbilla sobre su hombro.
—No me apetece esperar. ¿Es que no hay ningún sitio por aquí adonde podamos ir?
—¡Qué va! Mi despacho es demasiado pequeño. No podrías ni darte la vuelta.
—¿Y qué? Tú eres el jefe. Que te hagan sitio —dije yo con una sonrisa seductora, arrastrándolo lejos de la barra.
Como ocurre en la mayor parte de las discotecas guarras, los servicios estaban al final de un pasillo largo y oscuro. Me lo llevé al de caballeros y le quité la camisa de un tirón.
Él se rió y se soltó de mí por un momento para sacar a una pareja de tíos del cubículo de un retrete y echarlos de allí. Uno de ellos llevaba los pantalones enrollados en las rodillas. Me apoyé sobre un lavabo mientras él le ordenaba al vampiro gorila de la puerta que informara a todo el mundo de que los baños estaban temporalmente fuera de servicio. Entonces se giró hacia mí y me agarró por la cintura.
—Vamos a ver qué tienes ahí.
—Creí que nunca me lo preguntarías —contesté yo con una sonrisa, cerrando al mismo tiempo la puerta de una patada.
Cinco minutos más tarde salí del servicio. Me faltaba el aliento, pero dadas las circunstancias no me encontraba mal.
El gorila se fijó en mí. Pareció sorprendido. Quizá porque seguía viva. Pero sonrió.
—¿Te ha gustado?
—Cada cachito.
Fui a pedir mi cheque a la central de los vampiros, más conocida como la oficina de la Costa Este del Senado de los vampiros de Norteamérica. Por lo general son los vampiros los que se ocupan de la escoria como Vleck. Cada maestro es responsable del comportamiento de sus siervos. Pero el sistema no es tan perfecto como pretenden hacerles creer a los humanos.
Los vampiros se emancipan del control de sus maestros cuando alcanzan cierto nivel de poder que los libera de la obligación de obedecer. Otros permanecen bajo el control de maestros de nivel sénior de otros Senados que no siempre son tan meticulosos con las reglas establecidas como lo es el norteamericano. Y después están los resucitados, en los cuales algo falla durante el proceso de cambio y al final terminan por no hacer caso a nadie más que a sus propias mentes retorcidas.
Cuando cualquiera de esos especímenes comienza a dar problemas interviene el Senado. Por suerte para mí, la guerra actual que tiene lugar en el seno de esta sociedad sobrenatural está acabando con el personal. Últimamente las cosas les van tan mal, que incluso están dispuestos a contratar como empleados de la limpieza a los dhampirs: ese odioso cruce entre un vampiro y un humano, Pero siempre me da la sensación de que desinfectan la oficina cada vez que me marcho.
Las puertas del ascensor se abrieron ante un escenario de una elegancia digna del mundo antiguo. Brillantes pilares de madera de cerezo delimitaban una sala en la que las motas de luz de la exquisita lámpara de cristal suspendida del techo incidían sobre una mesa reluciente con flores exóticas. Diversas piezas de mármol en cálidos tonos dorados y ámbar dibujaban en el suelo un sol de largas puntas perfectamente encuadrado en el escenario. La sala habría resultado bonita de no ser por la pintura, de un blanco dañino, de las paredes.
De inmediato un vampiro vino a bloquearme el paso. Delgado y de aspecto irascible, llevaba una chaqueta ajustada, pantalones cortos de terciopelo azul oscuro hasta la rodilla y tacones dos o tres centímetros más altos que los míos. Tenía el pelo rubio largo y tieso como un palo y lo llevaba recogido a la espalda en una coleta. Y además llevaba un auténtico pañuelo de caballero al cuello, Parecía recién sacado de una película antigua de esas en las que no se cortan ni un pelo con el vestuario. Y por su expresión, parecía que algo le olía muy mal,
—¿Quién te ha dejado entrar?
Siempre era la misma historia, cada vez que cambiaban al portero de la puerta. Y cuanto más anciano fuera, peor. Sin duda recordaban los viejos tiempos en los que a un dhampir se lo mataba nada más verlo. A ser posible lentamente. Me cabreó su actitud porque llevaba ya más de un mes trabajando allí y además la escena de la discoteca me había dejado con ganas de pelearme de verdad. En realidad Vleck no había sido ningún reto para mí.
Pero maldita sea, le había prometido a cierta persona que me portaría lo mejor que pudiera.
—He venido a ver a Mircea —le contesté al portero en lugar de perforar el precioso brocado del papel pintado de la pared con su cabeza.
—Lord Mircea.
—Lo que sea. Tengo que hacer una entrega —añadí yo, pasando por delante de él.
Me agarró del brazo con tanta fuerza que sin duda iba a dejarme un moratón.
—Espera en el callejón junto con el resto de la basura hasta que yo mande a buscarte.
—Estoy cansada, tengo hambre y llevo una cabeza en esta bolsa —le advertí—. Así que no me jodas.
Me soltó tal bofetada, que eché la cabeza hacia atrás. Así que yo le clavé la mano a la pared con un cuchillo. Al tirar para soltarse el solito se la desgarró, pero se curó al instante y volvió a lanzarse sobre mí. Acabó tirado en el suelo como un pobre cachorrillo vagabundo.
—¿Y eso es lo mejor que sabes portarte? —preguntó entonces alguien.
Alcé la vista y vi el agradable rostro con barba de chivo, pelo oscuro y rizado, y ojos marrones y brillantes del senador Kit Marlowe. Su amable expresión no le impidió apretarle el cuello al tipo tirado en el suelo con la suficiente fuerza como para saltarle los ojos de las cuencas. Y eso solo para ayudarlo a ponerse en pie.
Como Marlowe me detestaba solo un poco menos que a la peste bubónica, pongamos por ejemplo, esa sonrisa me puso nerviosa. Hacía tiempo que sospechaba que era esa precisamente la razón por la cual él sonreía, y sin embargo siempre le surtía efecto. Me encogí de hombros.
—Bueno, no le he clavado el cuchillo en el corazón,
—Puede que hubiera sido mejor —contestó Marlowe afablemente al tiempo que abría la mano.
El vampiro cayó de pie al suelo, se levantó de un salto y se lanzó de nuevo sobre mí a la velocidad del rayo. Así que finalmente yo lo agarré del cuello y taladré el precioso brocado del papel pintado con su cabeza,
—¡Tráela aquí, Mikhail! —se oyó que gritaba una voz por la derecha.
Mikhail debía de ser el que tenía la cabeza taladrada en la pared porque nadie se inmutó. Lo solté y sacó la cabeza. Sus ojos pálidos brillaban llenos de odio. Sonreí. Siempre es todo mucho más fácil cuando los vampiros con los que trato me desprecian. Son los que fingen otra cosa los que me confunden y me ponen enferma. Mikhail y yo nos comprendíamos el uno al otro: él me mataría a la menor oportunidad y yo simplemente me aseguraría de que no lo consiguiera. Fácil.
—Yo la llevaré —dijo Marlowe.
Mikhail se quedó mirándolo.
—¡Milord, me ha atacado!
—Si eres tan tonto como para lanzarte sobre la hija de lord Mircea estando él presente en su despacho, entonces te mereces todas las palizas que te lleves —le contestó Marlowe escuetamente.
Yo alcé una ceja.
—¿Estando él presente en su despacho? —repetí yo.
Marlowe volvió a esbozar aquella inquietante sonrisa suya, solo que con más ganas.
Atravesamos otro salón y entramos en un despacho con más de lo mismo: molduras talladas a mano, un techo que llegaba hasta el cielo y un mural lleno de querubines gordos que bajaban la vista con suficiencia para mirar a los invitados.
También había una mesa. Era una enorme pieza maestra antigua de caoba con esto tallado aquí y lo otro original allá, pero a pesar de todo no conseguía llamar la atención tanto como la persona que había sentada detrás. A diferencia de Vleck, el senador Mircea Basarab sabía cómo cubrir su bello, moreno y alto cuerpo de espécimen. Aquella noche iba vestido todo de blanco y de etiqueta. Resplandecía desde la coronilla de la bruñida cabeza hasta la punta de los zapatos impecablemente brillantes.
—Sólo te falta la capa forrada de rojo —le dije yo en un tono agrio, dejando caer mi sucio petate de lona encima de la mesa.
La bolsa hizo un ruido como de chapoteo. Mircea hizo una mueca.
—Me vale con tu palabra, Dorina —me informó él mientras yo metía la mano hasta el fondo del petate para sacar el resto—. No necesito una prueba material a menos que quiera interrogarlo.
—Lo recordaré la próxima vez.
Vleck goteaba sobre el bonito suelo de mármol, así que lo dejé encima de la mesa. Pero tampoco fue buena idea. Rodó y Marlowe tuvo que correr a salvar unos papeles antes de que quedaran arruinados. Yo miré a mi alrededor, pero no había ninguna papelera a mano. Así que lo clave en el pincho que servía para ir amontonando los papelitos con las anotaciones diarias de las cosas que había que recordar. Seguía goteando, pero al menos ya no iría a ninguna parte.
Alcé la vista y vi a dos vampiros que me miraban con una expresión poco feliz.
—Bien —dije yo—, a mí me da lo mismo. Sólo quiero mi cheque.
Mircea sacó un talonario de cheques encuadernado en piel y comenzó a escribir. Marlowe se quedó pensativo mirando a Vleck y por fin preguntó:
—Siempre me he preguntado cómo consigues salir.
—¿Qué?
—De la discoteca, de la casa o de donde sea —continuó él, sacudiendo la mano—. En el mismo instante de morir un vampiro maestro sus hijos lo captan. Lo sienten aquí —añadió, tocándose el pecho—. Aunque sean mayores y poderosos y estén emancipados. Es como una sacudida. Y sin embargo, tú consigues matar vampiros y escapar del lugar de los hechos con toda la tranquilidad del mundo sin que tu cabeza acabe clavada en lo alto de una pica. Así que volveré a preguntártelo: ¿cómo consigues salir?
—Andando.
—Te estoy hablando en serio. Me gustaría saberlo —añadió el con el ceño fruncido.
—Sé que te gustaría —contesté yo con sarcasmo.
Mircea arrancó el cheque del talonario. Marlowe dirigía la agencia de inteligencia del Senado y sin duda habría preferido mantener asuntos como el de Vleck en manos de sus propios pelotones de la muerte. Pero en tiempos de guerra no podía permitirse el lujo de mandarlos a una misión que no fuera estrictamente esencial.
El conflicto entre el Círculo Plateado de los magos de la luz y sus enemigos, los magos de la oscuridad, había estallado hacía ya tiempo y solo para complicar un poco más las cosas y confundir a todo el mundo, los vampiros habían decidido aliarse con la luz. Sin embargo, eso estaba acabando con sus huestes y por otro lado parecían tener más problemas para terminar con todos los Vleck de este mundo de los que tenía yo.
Y a mí me venía estupendamente que las cosas siguieran así. Estaba ganando más pasta que nunca.
—Todos los vampiros de esa discoteca captaron el instante justo en el que su maestro murió, y sin embargo tú dices que saliste de allí andando —repitió Marlowe con resentimiento, resistiéndose a olvidar el tema.
Yo puse cara de inocente, cosa que a él parecía molestarle tanto como a mí su fastidiosa sonrisa.
—Sí, supongo que tengo suerte.
—¡Pero es que siempre te sale bien!
—Es que tengo mucha, pero que mucha suerte —insistí yo, alargando la mano para coger el cheque.
Mircea lo retuvo en la mano.
—¿Por casualidad no habrás visto últimamente a Louis-Cesare?
—¿Por qué?
Mircea suspiró.
—¿Por qué jamás respondes ni siquiera a la pregunta más sencilla?
—Puede que sea porque tú jamás haces preguntas sencillas. ¿Y para qué puede necesitarme el favorito del Senado europeo a mí precisamente?
A pesar de pertenecer al mismo desastroso y disfuncional clan familiar, Louis-Cesare y yo no nos habíamos conocido hasta muy recientemente. No era de extrañar teniendo en cuenta que pertenecíamos a estatus opuestos dentro del mundo de los vampiros. Yo soy la hija dhampir de una familia patriarcal, la mancha ignorada y casi desconocida de una descendencia por lo demás inmaculada. Por razones obvias los vampiros temen y aborrecen al mismo tiempo a los dhampirs, y la mayor parte de las familias que dan nacimiento a uno, entierran su error cuanto antes. Para mí seguía siendo un misterio por qué Mircea no lo había hecho. Quizá porque de vez en cuando yo le resultaba útil.
Louis-Cesare, en cambio, pertenecía a la realeza de los vampiros. Era el hijo único del extrañísimo hermano pequeño de Mircea, Radu, y desde su mismo nacimiento no había hecho otra cosa que batir récords. Había pasado a la categoría de maestro cuando ni siquiera llevaba medio siglo muerto, y eso a pesar de que muchos vampiros jamás alcanzan ese rango en toda su larga vida. Un siglo después había sido elevado al estatus de primer nivel, quedando por tanto en pie de igualdad con los competidores más importantes del mundo de los vampiros. Y solo una década más tarde se había convertido en el favorito del Senado europeo y era celebrado por su atractivo, su riqueza y su habilidad en el duelo, habilidad que lo había sacado de muchas situaciones peliagudas.
Hacía un mes que los caminos del príncipe y de la paria se habían cruzado por el hecho de que ambos teníamos algo en común: a los dos se nos daba bien matar a esas cosas. Y si alguna vez una de esas cosas merecía de verdad morir sin duda era Vlad, el hermano loco con ojos de bicho de Mircea. Nuestra colaboración, no obstante, había tenido un comienzo difícil: a Louis-Cesare no le gustaba recibir órdenes de una dhampir, y a mí no me gustaba tener a mi lado a ningún compañero de armas. Y punto. Al final, sin embargo, solucionamos esos problemillas e hicimos el trabajo. Él incluso aprendió modales antes de acabar con la tarea. Y yo por un momento llegué a pensar que era…, digamos agradable tener a alguien que me cubriera las espaldas para variar.
A veces puedo llegar a ser una completa imbécil.
—Radu dijo que entre vosotros dos había surgido cierta… amistad —mencionó Mircea con mucho tacto.
—Radu se equivoca.
—No has contestado a la pregunta —observó Marlowe—. ¿Has visto o has tenido algún contacto con Louis-Cesare durante las últimas semanas?
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—Nada. Aún.
—Vale, ¿qué teméis que pueda hacer?
Marlowe volvió la vista hacia Mircea y ambos mantuvieron una de esas conversaciones silenciosas que los vampiros sostienen a veces entre ellos y de las que se supone que yo no sé nada,
—Simplemente me gustaría hacerle una pregunta a propósito de un asunto familiar —contestó por fin Mircea tras una pausa.
—Tal y como tú me dices siempre, yo soy de la familia. Dime de qué se trata y quizá pueda ayudarte. ¿O es que eso de ser de la familia vale solo para cuando me necesitas?
Mircea respiró hondo para demostrarme hasta que punto me consideraba una verdadera lata. Cosa que no habría hecho ninguna falta.
—Es sobre su familia, Dorina, y yo no soy quién para contártelo. Y ahora contesta, ¿lo has visto?
—No se nada de él desde hace un mes —respondí yo con toda la sinceridad del mundo.
De pronto me había cansado del eterno juego. No necesitaba que me recordara una vez más que por lo que se refería al tema de la familia yo siempre sería considerada de segunda clase.
—Apreciaría mucho que me lo comunicaras si lo vieras —añadió él.
—Y yo apreciaría que me dieras el cheque. ¿O es que habías pensado sostenerlo en la mano durante toda la noche?
Mircea elevó una ceja, pero no lo soltó.
—Puede que tenga otro encargo para ti mañana.
Deslizó una carpeta por encima la mesa con cuidado para no mancharla de sangre.
—¿Puede?
—Todavía hay que tomar una decisión, ¿estarás libre?
—Veré qué puedo hacer.
—Y Dorina, en caso de decidir seguir adelante con este asunto, esta vez lo necesitaré vivo.
—¿Te vale si te lo entrego en tamaño portátil?
Dependiendo de su nivel de poder un vampiro maestro podía vivir hecho pedacitos desde una semana hasta un mes, siempre y cuando no le clavara una estaca en el corazón. Y evidentemente resulta mucho más fácil sacar a hurtadillas una cabeza en una bolsa que un cuerpo entero. Además la decapitación tiene algo de especial: hacía que hasta el más inflexible de los vampiros pareciera un bocazas,
—Sí, con eso bastará —contestó Mircea, lanzándole una mirada cínica a Vleck.
El exvampiro tenía la boca abierta y sacaba la lengua. Pero al menos no babeaba, pensé yo, aprovechando la oportunidad para arrebatarle el cheque.
¡Dios, cómo me gustaba el dinero fácil!