Un susurro de viento procedente del mar sacudió las quebradizas hojas de las palmeras que bordeaban la costa. No era un viento fresco, pero servía para atenuar un poco el calor del sofocante aire de la noche.
Marriott restregó la cabeza contra las almohadas y gruñó. Logró abrir los párpados, que tenía casi pegados, y lanzó una profunda mirada a la oscuridad. Sentía el cuerpo rígido y pegajoso, envuelto en una capa de sudor seco que, en pequeños chorros, recorría sus axilas. Con gran esfuerzo, se dio la vuelta; el sonido de su propio movimiento aturdió sus sienes y sintió un dolor punzante en los ojos, como si se los hubieran atravesado con una espada.
En la distancia resonaba el mugido de las vacas. La brisa del mar traía consigo olores familiares: el aroma agridulce de los mangos, el intenso olor del salitre del mar, la penetrante pestilencia del estiércol, las especias y los excrementos quemándose, y el hedor del pescado podrido. Caliente y pegajoso como las aguas residuales, aquel miasma obstruyó sus fosas nasales.
Una explosión rompió el silencio. Los loros chillaron en las alturas. «Cañonazos, —pensó Marriott disgustado».
Ese era el anuncio militar que indicaba que había llegado un nuevo día; un nuevo día de calor, trabajo, sudor y nervios desatados. Pronto, su paje vendría a correr las cortinas mosquiteras y el barbero se dispondría a afeitarle la barbilla con delicadeza. «Al infierno con ellos —decidió Marriott—. Hoy pienso dormir hasta tarde; no pasaré por la oficina antes de las doce. ¡Qué dolor de cabeza! ¡Menuda fiesta salvaje la de anoche!».
Con la cara hundida entre las almohadas, Marriott intentó hacer memoria. Cerró los ojos y consiguió recordar varias imágenes inconexas: una multitud alborotada en los Salones de la Asamblea. ¿Quién habría organizado aquello? Daba igual… Alguien lo sabría; al día siguiente iría a ver a su anfitriona. Hoy no; se sentía demasiado indispuesto. Luego estaba la cena en casa de Ellis, en Black Town. ¿Qué había pasado? ¿Quiénes habían asistido a ella? Eastwick del 73.o Regimiento, el cirujano Harris, Amaury de la caballería —por descontado que Amaury; nunca se perdía una reunión social entre camaradas—, y multitud de soldados ebrios en desenfrenado alborozo. Seguro que no escatimaron con el burdeos, el brandy y el ponche de arrak[1]. Era la única explicación posible para ese dolor de cabeza que le estaba taladrando el cráneo, las náuseas que sentía en el estómago y esa oscura sensación de juicio final inminente que lo agobiaba. ¿Qué había pasado después? Seguro que habían jugado al Whist haciendo arriesgadas apuestas. ¿Y él? ¿Habría perdido o habría ganado? Cerró los ojos y apretó los párpados tratando de hacer memoria. Sin éxito… No tenía ni idea de cómo había terminado la velada; en su laguna mental, tan sólo recordaba el humo del tabaco y el vino.
¿Dónde estaba Hanuman, su paje? Siempre se encargaba de despertarlo cuando sonaban los cañonazos. Oyó varias voces de indígenas murmurando algo justo al lado. ¿Qué les pasaría a sus sirvientes? Abrió los ojos y lanzó una mirada vacía al techo de mimbre entretejido que se encontraba a casi un metro de su cara y a las cortinas amarillas decoradas con arabescos que rodeaban al camastro, como si del féretro de un indigente se tratara.
¡Dios, pero si estaba en su palanquín!
Marriott abrió las cortinas. Cuatro porteadores cuchicheaban en cuclillas junto al palanquín. Una solitaria palmera se elevaba retorciéndose hacia el cielo, que había adquirido un brillo cobrizo con el amanecer. La brisa, que ya se estaba calmando, agitaba la hierba totalmente desteñida por el sol en aquella ladera, que se elevaba hasta una muralla llena de aspilleras. En lo más alto, las bocas de los fusiles acechaban vigilantes. Doscientas yardas más allá, una esbelta silueta se erguía sobre su pilar contrastando con la luz del amanecer… El monumento a Powney. Tras él, se apreciaba el balanceo de dos cuerpos sin vida que pendían de una horca. El sonido de las trompetas resonaba lejano procedente de las barracas del interior de los muros.
Era el glacis del fuerte Saint George, en Madrás.
Marriott se rascó la barba mientras intentaba excavar en su confusa memoria. La fiesta en casa del gobernador, el banquete en los Salones de la Asamblea con un baile a continuación y, por último, la cena en casa de Ellis. Cuando se celebraba ese tipo de eventos, lord Clive tenía por costumbre ordenar que se mantuviesen abiertas las puertas hasta que hubiesen llegado todos los invitados que residían en el fuerte. De modo que las puertas no deberían haberse cerrado hasta bien pasada la medianoche; por tanto, él tendría que haber llegado demasiado tarde. Entonces, recordó vagamente que había discutido con uno de los guardias que custodiaban las puertas y cómo el sargento se negó rotundamente a abrirle siquiera la puerta trasera.
—Tiene mis órdenes, señor —declaró en un tono que delataba el desprecio que sentía por un civil ebrio que, aunque quizá fuese de clase alta, desde luego no era un oficial. ¡Esos malditos militares de rango superior!
De acuerdo. Había pasado la noche en su palanquín pero, después de todo, no era la primera vez que un viajero tardío había dormido hasta el amanecer en el glacis. Decidió ir a su casa de la calle de Saint Thomé, a su cama, a que el barbero le diera un relajante masaje en el cuero cabelludo. Marriott dio unas palmadas; los porteadores del palanquín se levantaron, le dirigieron el saludo indígena juntando las puntas de los dedos sobre la frente y se cargaron las andas a los hombros. Marriott se recostó con alivio sobre los cojines mientras los porteadores subían la pendiente y contuvo las repentinas náuseas que le causaba el balanceo de la litera.
Los intrincados pasajes de acceso lo sumergieron en un angosto zigzag, a través de un corredor cubierto y amurallado de calor sofocante. Los centinelas se pusieron en guardia al verlo, pero se relajaron de inmediato apoyados sobre sus mosquetes al reconocer al viajero. «No se saluda a los civiles —pensó Marriott con amargura—. Excepto a unos pocos elegidos: aquellos hombres de avanzada edad llenos de ampollas por el clima que habían sido designados para ocupar un puesto en el Consejo de Madrás». Una carretera bordeada por polvorines desembocaba en la plaza de armas, conocida como la Parada. Era un extenso espacio al aire libre en el corazón del fuerte, cuyo terreno había sido alisado por los incontables pies que lo habían recorrido desde hacía más de un siglo. La algazara reinaba en la Parada, un lugar siempre bullicioso, ajetreado y lleno de movimiento. Saint George era un auténtico municipio en sí; las defensas del fuerte —contraescarpas y revellines, bastiones y fosos— albergaban entre sus muros polvorines, barracones, oficinas, mansiones, casas, tiendas y bodegas. Por las calles que separaban los edificios se veían las hileras de uniformes escarlata desfilando en una dirección y después en otra, cambiando de frente, y marchando en columnas o en filas. El sol se reflejaba en los cañones y desprendía destellos en las bayonetas. Los jinetes de la caballería marchaban en grupos de a tres desde los barracones situados más allá de la iglesia de Saint Mary. Formaban una ruidosa fila, con sus caballos salpicando de espuma a los hombres de los regimientos con sus lanzas doradas. Las cuadrillas hacían crujir el suelo a su paso como si fuesen quebrando palos, a la vez que un velo de polvo iba apoderándose lentamente del aire.
Los porteadores del palanquín vacilaron. Marriott les hizo un gesto con la mano para que avanzasen; apartó las cortinas y contempló la escena. Una asamblea del fuerte al completo: ¿qué victoria olvidada pretendería celebrar aquella ceremonia? Sus amigos militares, que a menudo parloteaban con gran pedantería sobre sus abstrusos rituales, no le habían mencionado que estuviera previsto celebrar un desfile especial. Un soldado raso indio se paró junto a él a observar el intrincado paso de sus compañeros apoyado en una caña. Sus pantalones, cortos hasta la rodilla, dejaban entrever el sucio vendaje que le cubría la pierna. Marriott leyó la placa que llevaba en su correaje. 33.o Regimiento de Infantería de Su Majestad, uno de los regimientos de Seringapatam; los heridos de esa formación aún abarrotaban el hospital Saint George. Asomó la cabeza entre las cortinas y, señalando hacia la plaza, le preguntó:
—¿Qué significa esta asamblea?
El soldado indio lo observó unos instantes para volver luego a fijar su mirada en el desfile frunciendo el ceño.
—Una ejecución —respondió en su inglés peculiar—. Desertores. Tres de nosotros —carraspeó y escupió—. Todos ellos alabarderos. Se emborracharon mientras hacían guardia. Escaparon de prisión militar e intentaron huir. Cazados en alguna parte del interior. Y ahora, esto.
Lanzó una mirada al desfile de tropas.
—Esto no está bien —continuó—. Han servido al ejército durante muchos años. Todos ellos. Marcharon con el comandante Cornwallis en el 92 y ayudaron a ventilar lío con Tipu el año pasado. Pero eso da igual. Oficiales de tribunales no hacer distinciones. Aplica justicia a pie de letra. Deserción, muerte. Es lo que dice ley, así que condenan a hombres buenos y luego siguen con sus partidas de cartas y sus tragos.
El sol hacía resaltar las chispas de resentimiento en su mirada y acentuaba la palidez de su rostro, un rostro curtido y surcado de arrugas. El soldado rebuscó en su cartuchera y sacó un trozo de tabaco, mordió un poco y lo mascó.
—No pero —murmuró enigmáticamente—, dos de ellos todavía tiene oportunidad.
Las tropas formaron filas cerrando tres de los lados de la Parada con las casacas escarlata de la infantería y sus correas de color blanco reluciente, el azul y el rojo de la artillería, y los vistosos uniformes de la caballería con sus crestados cascos de cuero. Con los rubicundos rostros de los ingleses y las bronceadas caras serias de los cipayos. En el lado libre había una bancada de barro llena de agujeros: un soporte donde apoyar la culata de los mosquetes para disparar sus salvas en directo.
Los oficiales gritaron las órdenes, se giraron y apuntaron con sus espadas al suelo dejando descansar las manos sobre las empuñaduras. Se hizo un silencio sepulcral en la plaza. A través del hueco que había entre las filas de la caballería y las de la artillería a su izquierda, un oficial guio a diez filas de soldados rasos ingleses que, mosquetes al hombro, avanzaron lentamente. Los seguían unos hombres que arrastraban los pies e iban ataviados con sucias camisas y pantalones blanquecinos; tras ellos, un grupo de indígenas portaba una dhooly[2] y, sobre ella, una figura postrada parecía invocar al cielo. Los soldados que seguían a la litera transportaban un ataúd. Por último, los hombres del pelotón de ejecución, de expresión sombría, iban armados con mosquetes desprovistos de bayonetas. La banda de música del regimiento completaba la extraña procesión. El sol se reflejaba en los bordes dorados de los tambores y en las trompetas plateadas.
El soldado raso cojo señaló la dhooly con su pulgar.
—El pobre infeliz lleva enfermo semanas. No puede andar.
El cortejo dio un giro y se detuvo frente a la bancada con los mosquetes. Los escoltas sacaron al abatido hombre de la litera y lo llevaron junto a los demás prisioneros, dejándolo caer como un saco. Uno de los músicos de la banda dio un paso hacia delante, desabrochó la correa que sujetaba su tambor y lo dejó frente a ellos. Volviéndose hacia la Parada, desdobló un papel, se aclaró la garganta y lo leyó en tono sombrío y con la voz ronca:
—A pesar de que los soldados rasos John Bishop, Thomas Churcher y Benjamin Lardiman, todos ellos pertenecientes al 33.o Regimiento de Infantería de Su Majestad, han sido declarados culpables por el Consejo General de Guerra conforme a lo dispuesto en los artículos de la Ley Marcial relativos a la deserción premeditada, la sentencia de dicho Consejo dispone que sólo uno de ellos sea ejecutado como manda la tradición. Los acusados deberán jugarse su suerte a los dados sobre la base de un tambor en el lugar de la ejecución. Únicamente dispondrán de un tiro y aquel que saque el número más pequeño será ejecutado.
Entonces, un sargento sacó un cubilete de cuero, metió en él dos dados de color marfil y se lo puso en la mano al prisionero que tenía más cerca. El sonido de los dados sobre la base del tambor se oyó claramente en toda la Parada. El oficial se inclinó sobre ellos.
—Siete —anunció.
Con una sonrisa de oreja a oreja, el segundo de los prisioneros escupió en el cubilete y tiró.
—¡Nueve! —exclamó el bribón dando brincos de alegría. Después, cogió el cubilete y se lo pasó con gran soberbia al inválido, a quien sus camaradas sostenían apoyado sobre sus hombros. Un soldado le ayudó a sujetar el cubilete con los débiles dedos; con apatía, lo volcó sobre el tambor. Uno de los dados salió despedido y fue a parar al polvoriento suelo.
—Tirada nula —dijo el oficial apretando los labios.
La tensión entre las expectantes tropas era palpable y se acrecentaba a medida que el sol iba imprimiendo al aire un sofocante calor. Todas las cabezas estaban concentradas en el grupo alrededor del tambor. Las gotas de sudor recorrían aquellas caras arrugadas de expresión hosca. El prisionero volvió a probar suerte. El dado se deslizó por la base del tambor sin caerse.
—¡Cinco!
El hombre que había tirado en primer lugar se dejó caer de rodillas, aliviado y con gran satisfacción. Su soberbio compañero lo agarró del cuello, lo levantó de un tirón y le dio unas palmadas en la espalda.
—Estamos de suerte, tontorrón. ¿A qué viene ese amago de desmayo? —le dijo con la voz ronca.
El oficial hizo un gesto disgustado; una fila de soldados se cerró alrededor de los dos hombres y se los llevaron.
La procesión reemprendió la marcha, con la banda de música a la cabeza y el aturdido prisionero dando traspiés entre los compañeros que lo sujetaban. Por delante de él llevaban su ataúd y lo seguía el pelotón de ejecución. Los tambores resonaban con un lastimero repiqueteo; los pífanos y las cornetas entonaban una marcha fúnebre. Avanzaban lentamente al ritmo de la melancólica melodía, a un palmo de las tres filas que bordeaban la plaza. Al pasar el soldado Lardiman delante de ellos, los soldados dirigieron la mirada al suelo; ninguno lo miró a la cara, crispada de dolor. Para cuando alcanzaron la bancada de barro, él ya parecía estar muerto. Iba arrastrando los pies y dejando tras de sí un rastro de surcos paralelos en el polvo.
Depositaron el ataúd en el suelo y la víctima se arrodilló sobre su tapa. Cuando los escoltas lo soltaron, arqueó los talones y se puso en cuclillas a la usanza de los indígenas. Tenía los ojos cerrados y la cabeza gacha, con la barbilla rozándole el pecho. Un cabo le envolvió la cara con un pañuelo. Lo anudó de forma que sus extremos ondeaban a ambos lados como dos pequeñas alas blancas.
Un sargento jefe de elegante porte midió una distancia de seis pasos, marcó una línea con la culata de su alabarda e hizo una seña al pelotón de ejecución. Los hombres que lo componían se adelantaron hasta rozar la marca con la punta de los pies.
—¡Preparen los cartuchos!
Con los dedos, los soldados sacaron los cartuchos de las cartucheras.
—¡Ceben las armas!
Mordieron los extremos de los cartuchos y cebaron con pólvora las cazoletas.
—¡Cierren las cazoletas!
Taponaron la cebadura cuidadosamente.
—¡Saquen las baquetas!
Los finos cilindros de acero brillaron al sol; colocaron los casquillos en las bocas de las armas.
—¡Compriman los cartuchos!
Uno de los hombres derramó su carga y dejó caer su varilla. Se agachó presuroso a recogerla, mientras el sargento profería maldiciones con sumo enfado.
Sin volver la cabeza, el soldado raso herido se dirigió a Marriott:
—Tienen nervios a flor de piel. Ninguno de ellos ha visto ejecución jamás. Se puede ver cómo tiemblan desde aquí.
Marriott apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma de las manos.
El sargento se dirigió hasta donde estaba su oficial y se detuvo en un remolino de polvo.
—¡El pelotón de ejecución está listo, señor!
El oficial asintió de manera cortante, se relamió los labios y respiró hondo.
—¡Pelotón… preparen los percutores! —ordenó.
Una sucesión de chasquidos rompió el silencio reinante.
—¡Apunten!… ¡Fuego!
Los cientos de cuervos que había en los árboles se arremolinaron y sus estridentes graznidos se impusieron al eco de los disparos. Una grasienta cortina de humo de color gris blanquecino invadió el espacio existente entre los mosqueteros y su objetivo. El aire se impregnó del olor de la pólvora, ácido y penetrante.
El prisionero levantó la cabeza con el cuerpo temblando. Seguía de cuclillas sobre el ataúd.
El sargento jefe dejó escapar un exabrupto, tiró su alabarda, desenfundó una pistola que llevaba atada al cinturón y echó a correr al tiempo que preparaba el percutor. Apuntó al prisionero en la nuca, apretando la boca del arma contra su vendaje, y disparó. Su cuerpo perdió el equilibrio y cayó torpemente entre una pequeña nube de humo. No quedaba ni rastro del vendaje ni de la cara. Tan sólo un amasijo de restos carmesí desparramados.
Marriott se bajó del palanquín, se puso a cuatro patas y vomitó. El soldado con la caña lo observó impasible, sorbió su mejunje de tabaco y se fue cojeando.
—¿Qué te pasa, Charles?
Un oficial que estaba embridando a un semental nervioso contempló divertido a Marriott que lucía una espléndida figura ataviada con la casaca escarlata del uniforme del regimiento, abierta en el pecho dejando asomar un chaleco azul celeste con botones dorados. Sus bombachos color crema se perdían dentro de las botas de montar, brillantes como el ébano pulido, y llevaba un casco reluciente coronado por una cresta de crines de caballo. El corcel negro resopló, aparentemente al tanto de la magnífica escena que él y su jinete estaban presenciando.
Se trataba de Hugo Amaury, capitán del 7.o Regimiento de la Caballería Indígena de Madrás de la Honorable Compañía de las Indias Orientales y un famoso espadachín, conocido como destacable duelista y héroe de la guerra de Misore.
—Un malestar pasajero —dijo Marriott entre dientes—. Se me pasará enseguida.
—Mi querido Charles, ayer diste muy buena cuenta del burdeos —respondió sin que su mirada, azul como el cielo, dejase traslucir la solemnidad de su tono—. Brandy y, después, cerveza negra. No me extraña que estés así…
—No es sólo por la bebida. Es esto —dijo Marriott apuntando con la mano hacia la Parada. Los regimientos desfilaban ahora briosos al son de Nangi Damon. Había unos pocos hombres alrededor del ataúd; un martilleo entrecortado rompió la cadencia del animado ritmo que entonaba la banda de música—. Esta desatinada ejecución…
Amaury arqueó las cejas sorprendido y dijo:
—¿Qué tiene de especial? Yo he visto cosas mucho peores que esta. Una vez, el 74.o Regimiento abrió fuego contra un fugitivo tras el combate de Malavelly. Un oficial intentó darle el golpe de gracia y, aunque cueste creerlo, falló estando a sólo un palmo de él. Tuvo que volver a cargar la pistola y volver a disparar al pobre desgraciado, mientras él se retorcía a sus pies como si fuese una ballena varada —continuó Amaury riéndose—. ¡Nunca había visto a nadie en semejante situación!
Marriott volvió a subir a su palanquín y dio una orden gruñendo. Amaury, cabalgando con su caballo paralelo a la litera, dijo:
—Te veré en tus dependencias cuando te hayas recuperado. Se han acabado los desfiles por hoy. Ya ha sido más que suficiente. Hemos ensillado los caballos antes de que se hiciera de día.
El palanquín se detuvo a las puertas de una casa de tres pisos y tejado plano situada en la calle Saint Thomé, un estrecho cañón entre las señoriales casas de yeso blanco, de estilo Palladio en su inmensa mayoría. Amaury entregó su caballo al mozo de cuadra, que lo montó y se lo llevó al trote. Los dos hombres subieron la empinada escalera que llevaba al amplio vestíbulo central y atravesaron una puerta situada a la derecha. Conducía a una sala de techos altos que se antojaba sombría comparada con la claridad del exterior; cuando salía el sol, cerraban rápidamente todas las contraventanas para impedir que entrase el calor. Marriott dio unas palmadas y anunció:
—¡Estoy en casa!
Varios indígenas aparecieron entre las sombras; andaban sin hacer ruido y llevaban largas túnicas blancas y turbantes achatados. Marriott levantó los brazos. Uno de los sirvientes le quitó la arrugada chaqueta de color verde aceituna, el chaleco manchado de vino y los pantalones bombachos. Luego desabrochó la hebilla de sus botas y lo descalzó. Con la camiseta interior y los calzoncillos por toda vestimenta, se mojó la cabeza en una jofaina; el agua corría por el suelo de yeso. Amaury se quitó el casco y la casaca, se sentó con gran elegancia en una silla de ratán y observó pensativo a su amigo.
—Charles —dijo en un momento en que cesó el chapoteo de agua—, creo que va siendo hora de que dejes de perder el tiempo. ¿Recuerdas algo del juego de anoche?
Marriott se secó el pelo con una toalla, se la puso alrededor de los hombros y se dejó caer en un taburete de madera de teca antes de responder:
—Muy poco. Recuerdo que no me fue bien con los dados. Creo que fue Ellis el único que tuvo una racha de suerte.
—En efecto. Al parecer, el azar no es lo tuyo. Perdiste cien pagodas[3] con él.
«Unas cuarenta guineas —calculó Marriott mentalmente con desánimo».
Para colmo, Ellis y otros más también tenían unas letras que él mismo había firmado por otras cantidades inferiores. «¡Maldita sea! ¡Menudo burdel! —exclamó en su interior al recordarlo». Levantó la cara hacia el barbero y sintió el frío filo de la cuchilla en su mejilla. Los ojos le quemaban. Los cerró.
—Este mes va a atracar en el puerto un mercante inglés —dijo—. Transporta veinte candiotas de madeira que yo le he encargado. Debería sacar un generoso beneficio de ellas en Hyderabad para poder pagar así hasta el último de los fanams[4] de mi deuda.
—Comercio privado —respondió sarcásticamente Amaury—, la salvación de los funcionarios de la Compañía… En cambio nosotros, los pobres soldados, tan sólo vivimos de nuestra paga.
—Y de los premios de las condecoraciones y de los saqueos —replicó Marriott enfadado—. El reparto del botín de Seringapatam ha hecho de todos vosotros unos nababs.
—¡Claro! —rezongó lánguidamente Amaury mirando al techo—. ¡Hay que ver la inmensa suerte que tuve! Esos brazaletes con piedras preciosas incrustadas que… ¡ejem!… que encontré en el palacio de Tipu sirvieron para cubrir mis necesidades durante un tiempo. Otra saca más así u otras dos y me podré retirar a una plantación en Bengala.
Marriott contempló a aquella alta figura de anchos hombros que descansaba descuidadamente sobre la silla, con su rubicundo rostro aguileño en el que el sol tropical no había hecho mella alguna y el rubio cabello enredándose entre los pliegues de su pañuelo. El chaleco y los bombachos de cintura apretada resaltaban aún más la esbelta silueta, con sus delgadas caderas y sus largas piernas de jinete. Exhaló un suspiro de envidia.
—Supongo, Hugo, que no te fuiste de la fiesta hasta el final y que también tomarías tu ración de vino, ¿no? Y, sin embargo, tienes el aspecto fresco de un bebé que ha dormido como un bendito toda la noche.
—Una buena constitución —respondió Amaury dejando entrever una sonrisa burlona—. Además de una inofensiva estratagema. Mis sirvientes tienen órdenes de retirar mi copa tan pronto como la pose sobre la mesa después de un brindis. Y cuando noto que el vino me va a sentar mal, mastico unas aceitunas francesas pero sin tragarme la pulpa. Deberías probarlo. —Entonces, su sonrisa se apagó—. Fue una suerte que me quedase en la fiesta hasta el final. Te pones muy peleón cuando tomas unas copas de más, Charles.
—¡Vaya! ¿Acabé retando a alguien?
—No, esta vez no. Pero tuve que intervenir para suavizar el asunto. Briscoe, el fiscal, a quien ofendiste terriblemente, decidió pasar por alto tu desfachatez. Y, seguramente, fue lo más prudente. ¡Tendrías que haber visto lo torpe que estabas con la pistola!
Marriott se imaginó el tipo de estilo que Amaury había empleado en su mediación: el recurso del lobo tras la piel de cordero. Nadie querría enfrentarse al mejor tirador de todo el ejército.
—El maldito clima de la India —prosiguió— te está desquiciando, está causando estragos en tu capacidad de decisión. Nos pasa a todos. Acabas con tres botellas de burdeos de una sentada cuando, hace un año, apenas hubieras sido capaz de tragarte una. Tus apuestas cada vez son más temerarias, y tu compañía… deplorable.
—¿Menosprecias a mis amistades? —replicó Marriott con frialdad.
Una nueva sonrisa se dibujó en el rostro de Amaury.
—Así es. Ese grupo al que frecuentas en el barrio de Black Town no es más que una pandilla de bribones. La casa de Ellis es un infierno del juego y un burdel, y él mismo, un oficial cipayo corrupto que se dedica a cometer fraudes. Hace años que lo tendrían que haber expulsado de Madrás.
—Pues tú vas a menudo a su casa.
—Para vigilarte a ti, amigo mío —respondió Amaury con tono serio—. Y empiezo a estar cansado de ello. Deberías deshacerte de esos canallas de mala reputación y volverte a rodear de caballeros.
Sus ojos recorrieron la habitación examinando sus desnudas paredes de yeso, las toscas alfombrillas de algodón que cubrían el suelo y la manta de caña de cuerda entretejida sobre el camastro; se trataba de un catre cuyas patas se hundían en sendos cuencos de barro llenos de agua con el fin de mantener alejadas a las hormigas y a otros insectos indeseables. Las mesas y las sillas de madera estaban desvencijadas y de la pared colgaba un espejo resquebrajado.
—Tus dependencias son muy espartanas. No es de extrañar que escapes a esos dudosos lugares más allá del fuerte —dijo desenfundando su sable un palmo y volviéndolo a enfundar después—. He alquilado una casa con jardín en la llanura de Choultry con vistas al Adyar. Situada a buen nivel y fresca, si es que se puede emplear esa palabra en la costa de Coromandel. Veinte pagodas al mes. ¿Por qué no te vienes conmigo?
—Una tentadora propuesta —respondió Marriott con indiferencia mientras se enfundaba la camisa de algodón que uno de sus sirvientes le había traído, se ponía los bombachos de mahón, se calzaba los calcetines de algodón y se colocaba un jubón de mangas blancas—. Pero la Compañía prefiere que los escribientes no vivan fuera de Saint George. Tendría que pedir autorización al veterano Harley y me sería difícil conseguirla. Me temo que no me tiene en gran estima…
—Los mercaderes sénior aborrecen a los escribientes igual que los coroneles desprecian a los cornetas. Toda una tradición en la Honorable Compañía —dijo Amaury al tiempo que se levantaba, se ponía la casaca y se ajustaba el casco en la cabeza—. Tengo que dejarte. Hannibal lleva demasiado tiempo quieto. Apuesto algo a que a ese estúpido mozo de cuadra no se le ha ocurrido dejarlo a la sombra. Haz todo lo posible, Charles; me encantaría disfrutar de tu compañía. Y seguro que mis amigos te resultarían bastante más divertidos que esa panda de rufianes con los que te codeas.
Amaury salió de la estancia. El barbero cepilló el cabello de Marriott y lo perfumó; después, le colocó un pañuelo de seda alrededor del cuello sin apretar mucho el nudo. Marriott se contempló en el espejo. Lanzó una mirada de desagrado a su cetrino rostro de grandes mejillas, a aquella boca con esos labios tan finos, a sus espesas cejas negras y a aquellos somnolientos ojos de color marrón que le devolvían la mirada. Mientras se colocaba un sombrero de copa baja, bajó las escaleras con sus pasos resonando sobre ellas. Despidió bruscamente al palanquín y se dirigió a su lugar de trabajo. El sirviente que lo seguía lo tapaba sujetando un chatta sobre su cabeza: una especie de quitasol circular de paja con una caña de bambú como agarre.
La oficina estaba a cincuenta yardas de distancia. Antes de que hubiese llegado siquiera a la entrada, el sudor recorría sus costillas.
—Llega tarde, señor Marriott.
Un tintero de cristal con una pluma y montones de papeles, libros y cuadernos de contabilidad se apilaban en la mesa de caoba a la que estaba sentado Joseph Harley, mercader sénior. Apoltronado en su sillón de respaldo alto, tenía las puntas de los dedos entrelazadas debajo de la barbilla. Su rostro estaba tan demacrado y lleno de arrugas que parecía estar cubierto por una máscara de papel de estraza estropeado. Llevaba el pelo, totalmente cano, recogido en una cola de caballo a la usanza de tiempos ya pasados. Aquellos ojos hundidos y cansados examinaron a Marriott con resignada impaciencia. En los veinte años de servicio que llevaba destinado en la India no había vuelto ni una sola vez a Inglaterra.
Marriott sacó un pañuelo, se secó el sudor de la frente.
—Le ruego que acepte mis disculpas. Ciertas cuestiones ineludibles me han demorado.
—Claro, cuestiones ineludibles. Una orgía de embriaguez en Black Town y la inobservancia de las órdenes de los vigilantes de las puertas —replicó el hombre. En su semblante se dibujó una austera sonrisa al ver la consternación de Marriott, una discreta abertura de los labios que dejaba entrever la hilera de dientes amarillentos—. Mi palanquín cruzó las puertas justo detrás del suyo, de modo que pude comprobar el lamentable estado en que se encontraba. Señor Marriott, no es la primera vez que me da motivo de queja a causa del descuido de sus funciones y el tipo de vida disoluta que lleva. Un camino, por otra parte, que no le permitirá ascender en la Compañía. Pero veo que debo hablarle muy seriamente, así que tome asiento, señor.
Marriott se dejó caer sobre un sillón. Un sirviente, que era hermano gemelo del que se encontraba tras el asiento de Harley, salió sigiloso de la esquina en la que se encontraba y comenzó a darle aire con un abanico trenzado sin que la humedad del ambiente se agitase apenas.
—Lleva contratado a mi servicio… ¿Cuánto tiempo, señor Marriott?
—Dos años, señor. Como bien sabrá.
—Ciertamente, ya que lleva bajo mi tutela desde que desembarcara en esta costa. Su padre, el buen rector de Shaftesbury, Dorset, si mal no recuerdo, me escribió en su nombre. Hasta entonces, su familia y yo habíamos mantenido una cordial relación durante muchos años —la mirada del mercader sénior se tornó ausente por unos instantes. Clavó la vista en la madera de las contraventanas, decolorada por el sol, y dejó que sus recuerdos lo transportasen a más de dos mil leguas por tierra y mar, hasta llegar a una casa rosada rodeada de susurrantes hayas, a aquellas praderas que se teñían de perlas de rocío todas las mañanas, a aquel aire frío y despejado como el vino blanco. Sacudió los hombros, dejó escapar un leve suspiro.
—Me pidió que cuidara de usted —prosiguió—. Petición que acepté con ciertas reservas porque tenía conocimiento de las sombrías circunstancias que le hicieron dejar Inglaterra con cierto apresuramiento. ¿No fue así?
—Una travesura de juventud en Covent Garden, un pequeño altercado con los guardias —replicó Marriot frunciendo el ceño—. Por desgracia, uno de ellos murió.
—Ya veo —dijo Harley acariciando una cajita de marfil con arena cuya tapa cerró—. Pero gracias a un pariente que su padre tenía en el Consejo de Directores, logró que lo nombrasen escribiente y, tras desembolsar varias guineas, le consiguió un pasaje para la India sin demora alguna. Ahora es usted mayor; tiene veinte años si no me equivoco. ¿No le parece que va siendo hora de que acepte su condición de hombre adulto y asuma las responsabilidades de su cargo?
El cañón que anunciaba las doce del mediodía resonó a lo lejos. En la calle, se oía el chirriar de las ruedas de los carruajes a su paso por debajo de las ventanas. Varios indígenas con voces chillonas discutían a gritos con la ininteligible cacofonía de la lengua hindi, que Marriott nunca había conseguido dominar. Dos surcos de húmedo sudor empapaban la tela de su camisa a la altura de las axilas. Miró al mercader con resentimiento; ese hombre capaz de mantener la elegancia y la pulcritud de su indumentaria azul a pesar del calor. Lo miró a la cara, de piel seca y surcada de arrugas.
—Responsabilidades por las que recibo un salario mísero —replicó entonces—. Se debe intentar vivir como un caballero, señor. Incluso en esta región sumida en la ignorancia. La comida, el vino, los muebles, los sirvientes, los caballos… Todas esas cosas son endiabladamente caras. Mis gastos superan con creces a mis ingresos, de modo que intento por todos los medios… —dijo haciendo una pausa.
—¿Incrementar sus recursos en las mesas de apuestas? Por desgracia, tengo entendido que decidió probar sus habilidades contra una panda de tramposos. Las cartas casi siempre mienten y los dados ruedan de manera extraña en los salones de juego y las tabernas de Black Town, señor Marriott —lo interrumpió el mercader. Permaneció unos instantes callado y se mordió los labios—. ¿Me permite la impertinencia de preguntarle a cuánto ascienden en total sus deudas de juego?
—A unas doscientas pagodas —respondió malhumorado Marriott.
Harley apretó sus huesudos dedos hasta que le crujieron los nudillos.
—Una suma considerable. Dígame, ¿se ha embarcado en algún tipo de aventura comercial que pudiera ayudarle a restablecer su situación financiera?
—Estoy a la espera de una embarcación que atracará pronto con un cargamento de vino y algunos lotes de paño.
—¿Y cómo piensa pagar al capitán de su barco esas mercancías?
—Con una letra de cambio del Banco de Karnataka pagadera a tres meses vista.
Los finos labios del mercader esgrimieron una fría sonrisa.
—Otra apuesta, señor Marriott. ¿Piensa que el capitán aceptará su compromiso sin aval alguno? No obstante, creo que la suerte está de su parte: la demanda de paño inglés se ha triplicado desde la guerra y el vino cuenta con un mercado ávido tierra adentro —Harley golpeó la mesa con los dedos pensativo antes de proseguir—. Yo lo avalaré. Tráigame la letra de cambio para firmarla cuando la haya librado.
—Señor… —dijo Marriott tartamudeando—. No tengo palabras para agradecérselo lo suficiente… Le estoy sumamente agradecido…
—Reserve su gratitud. No soy ningún especulador, señor Marriott. Analizo el mercado y nunca corro riesgos. Estoy seguro de la operación me dará dinero; y permítame recordarle que mi comisión será del cinco por ciento.
«Maldito sinvergüenza —pensó Marriott disgustado». Pero suponía que la creencia generalizada de que el mercader amasaba una inmensa fortuna era cierta. Y le convenía enormemente que un miembro del Consejo avalara su letra porque los capitanes de los mercantes ingleses solían exigir pagos en efectivo a los escribientes subalternos.
Harley hizo un gesto con la mano para que se retirase.
—Y ahora, vuelva a su trabajo.
Marriott se levantó y meditó unos instantes.
—¿Me da su permiso, señor, para trasladar mis aposentos? El capitán Amaury me ha propuesto compartir con él una casa ajardinada en Choultry.
Harley peló con su cortaplumas la punta de una pluma que ya era extremadamente respingona.
—Lamento esa persistente costumbre de hacerse con lujosas mansiones fuera del fuerte —respondió—. Los funcionarios de la Compañía deberían vivir junto a su lugar de trabajo. Conque Amaury, ¿eh? Tiene fama de descuidado pero, en el fondo, creo que es bastante formal. Un oficial galante, ¡ya lo creo! Podría estar peor de lo que estaría con él; de hecho, ya lo está. Sí, señor Marriott, tiene mi autorización.
Marriott suspiró aliviado y cruzó el pasaje que conducía hasta su oficina. Los sirvientes que se encontraban a la puerta se levantaron y se tocaron la frente para saludarlo. Marriott entró en una amplia sala de paredes desnudas y escasamente amueblada. Todo lo que había era dos escritorios bastante altos con dos taburetes, unas mesas plagadas de papeles, unas estanterías llenas de libros de contabilidad y una jarra de barro con agua potable colocada sobre un trípode. En uno de los escritorios, un hombre bastante corpulento levantó una ceja y dejó la pluma sobre la mesa.
—¡Bienvenido a la oficina! Me maravilla que te hayas molestado en aparecer por aquí —le espetó sonriéndole resueltamente—. ¿Otro lío, Charles? Estás pálido como un grifo que se marea en la mar.
—Por favor, ahórrese sus bromas, señor Fane. Mi cerebro está demasiado confuso como para recibirlas con agrado —respondió Marriott devolviendo la sonrisa a su compañero escribiente—. En serio, William. Nuestro respetado mercader me acaba de someter a un interrogatorio. Y con uno tengo más que suficiente para toda la mañana —echó agua de la jarra en una copa, bebió sediento un trago y lo escupió—. ¡Dios bendito! ¡Esta agua sabe a rayos! ¿De dónde la han traído?
—Supongo que del pozo de los barracones, como siempre. Ayer vi cómo los aguadores sacaban de él un perro en descomposición. Le da cuerpo al líquido. ¿Por qué quejarse? Es mejor que el depósito de agua de Black Town con su capa de moho verdoso. A trabajar, Charles.
Fane señaló con su pluma el escritorio de Marriott, completamente cubierto de papeles.
—Tienes labor para mantenerte ocupado hasta que se meta el sol; aunque dudo que aguantes tanto —dijo riéndose entre dientes antes de retomar su trabajo.
Marriott se subió a su taburete de un respingo, apoyó la frente sobre las manos y cogió un papel de la pila. Con desgana, leyó aquellas arcaicas palabras consagradas por la tradición que siempre encabezaban los conocimientos de embarque: Embarcado en regla y en perfectas condiciones por Nicholas Morse en el navío bautizado como Morning Star, perfectamente apto y que será dirigido con la ayuda de Dios durante la presente travesía por el capitán George Heron; actualmente anclado en los fondeaderos de las aguas de Madrás y que, con la Gracia de Dios, habrá de emprender rumbo hada Mocha y el mar Rojo…
Marriott empezó a copiar en uno de los libros de contabilidad una larga lista de mercancías consignadas a las bodegas de la Compañía. El silencio invadió la oscura sala; tan sólo se oían el roce de las plumas sobre el papel, el persistente zumbido de las moscas, el aleteo de los abanicos de los sirvientes y el sonido lejano del oleaje aproximándose a la costa. Marriott terminó su lista, echó arena sobre el papel y empezó a redactar el siguiente documento. «Copias interminables. Un trabajo aburrido y agotador, tan monótono que podría hacer enloquecer a cualquiera —pensó—.» El tiempo pasaba muy lentamente, con largos meses de sofocante calor; en un entorno de suciedad, polvo y enfermedad que, demasiado a menudo, provocaba muertes. En esos dos años, había visto de todo: el alegre compañero muerto al amanecer tras una noche de jarana, enterrado a la puesta del sol y olvidado antes de que hubiera transcurrido una semana.
La India. Un castigo peor que las galeras para su único crimen no premeditado; aquel desafortunado golpe en medio de una disputa en estado de embriaguez, que había terminado con un cadáver tendido sobre el pavimento. Desterrado al Indostán como un delincuente huido de la justicia. Como tantos otros dentro de la Compañía y fuera de ella: la mitad de los hombres de Madrás habían hecho algo por lo que ya no eran gratos en Inglaterra. Nadie más, aparte de los condenados, aceptaba cumplir servicio en la Compañía, el último reducto de hombres de vida disoluta echados a perder; un vertedero de oficiales corruptos, de deudores y bastardos de origen noble que incomodaban a las familias de las que procedían.
Meditabundo, observó la expresión bien humorada que se dibujaba en la cara de Fane, redonda y rosada como una manzana, y siguió sopesando mentalmente la severa condena que le había sido impuesta. No todos aquellos hombres pertenecían a la escoria de la sociedad; había muchos que, al igual que Fane, habían embarcado hacia Oriente sin mancha alguna en su expediente, con la única ambición de seguir conduciendo allí una vida honesta y gestionar los negocios de la Compañía sin conceder gran importancia a la recompensa que por ello recibirían. Incluso el mismo Harley, siempre dispuesto a sacar unas pagodas si se prestaba la ocasión, llevaba los asuntos públicos de manera intachable, sin ceder jamás a los sobornos y las demás formas de corrupción que abundaban en aquel negocio, cuyo fin último no era otro que el dinero. Probablemente, el número de hombres buenos sobrepasaba al de hombres malos; al menos, la Compañía había logrado crear unos islotes de seguridad y orden —Madrás, Calcuta y Bombay— en un país en el que la anarquía y los derramamientos de sangre reinaban por doquier.
Un mensajero entró en la estancia sin hacer ruido y se tocó la frente con los dedos.
—El gran señor sahib[5] le envía sus saludos, señor —anunció.
—¡Qué diablos! —exclamó Marriott—. ¡Casi tengo cuadrados todos los libros de gastos! ¿Qué es lo que quiere ahora el viejo? —dijo.
Se apretó el nudo de su pañuelo, se alisó las arrugas —Harley desaprobaba el modo en que vestía su subalterno— y acudió a la oficina del mercader.
—El Osterley ha salido de Chingleput. Si los vientos le son favorables, debería atracar en Madrás mañana. Encárguese de recibirlo a su llegada, señor Marriott. Compruebe los manifiestos del capitán y organice el transbordo de todas las cargas consignadas a nombre de la Compañía. Puede llevar consigo al señor Fane y al funcionario jefe para que lo ayuden.
El abatimiento de Marriott desapareció. Por fin una tarea de bienvenida, una pausa en medio de la rutina diaria, una oportunidad para ver caras nuevas, para conocer los últimos rumores y noticias —aunque llegaran con seis u ocho meses de retraso— procedentes de un país que parecía estar a un millón de kilómetros de distancia.
—¿Me otorga su permiso para usar el buque de transbordo, señor? —dijo sonriendo feliz.
—Me temo que no. El buque del gobernador está reservado para ciertos pasajeros distinguidos: el general sir John Wrangham y su familia. Me imagino que los directores lo habrán puesto al mando del fuerte Saint George. Según cuentan, es un caballero bastante irritable. No creo que estuviese dispuesto a aceptar la humedad que sin duda llevaría con usted en una rudimentaria galeota hindú —respondió Harley. Luego sacó del chaleco su reloj de bolsillo—. Son casi las dos. Hora de comer. Tiene permiso para cerrar la oficina, señor Marriott.
Marriott estaba en la parte baja de la playa, tratando de averiguar con cuánta fuerza romperían las olas en la costa.
Media milla más allá, como rocas en medio del mar teñido por el sol, los cascos y los palos de las embarcaciones abarrotaban los fondeaderos. Una fragata naval, elegante y reducida, con portas negras que contrastaban sobre las rayas de color amarillo pálido que adornaban sus costados. Los bergantines del comercio de Sumatra. Un bajel danés que portaba índigo y especias de Tranquebar. Gran número de embarcaciones del país: botes de Cochin y Malabar con elevadas popas, piraguas de velas latinas y lanchas pesqueras. Y, algo más allá, se izaban majestuosos los mástiles de un mercante inglés dominando la formación en su calidad de buque de guerra cargado de cañones. En los astilleros, se apreciaban las siluetas de los marineros en un constante hormigueo ajetreado.
El fuerte oleaje hizo tambalearse a una galeota hindú a las orillas. Era una disparatada caja abierta de cinco yardas de eslora y dos de anchura, con seis pies de fondo. Estaba hecha de tablones de madera hueca sujetos con fibras de cocotero. La gruesa capa de hierba que cubría su parte superior impedía ver íntegramente la alarmante escena del agua rasgando sus costuras. En la popa, había una plataforma destartalada en la que se encontraba el timonel. Contaba con unas bancadas para los remeros, dispuestas en parejas por todo el bote a intervalos regulares. El asiento de los pasajeros era un tablón situado bajo la plataforma del timonel.
Marriott contempló una inmensa ola que, con gran estruendo, se curvó y rompió unas yardas más allá lanzando unos sibilantes chorros que asemejaban tentáculos. Se echó a los hombros una capa de marino.
—Una marejada moderada —dijo—. Si Dios quiere, puede que no tengamos motivo de queja. Cuanto más tiempo nos quedemos mirando, peor será la cosa. Embarquemos ya. William, tú primero.
Un barquero cargó a Fane a la espalda y cruzó con él los bajíos. Lo siguió el funcionario con su mochila de lona llena de manifiestos hindúes y conocimientos de embarque. Marriott saltó bruscamente de los curtidos hombros desnudos del porteador que lo llevaba y aterrizó a bordo dando una suerte de voltereta. El timonel subió a la plataforma y se hizo cargo del gaón. Seis remeros tripulaban las bancadas, con sus cuerpos de color chocolate únicamente cubiertos por unos taparrabos. El timonel, dándose sombra en los ojos con la mano, examinó atentamente el oleaje.
Marriott, como tantas otras veces antes, se preguntaba si semejante artilugio sería capaz de desafiar a aquel precipicio de blanca cresta que, como una montaña inmensa, se dirigía velozmente hacia la costa para perderse en un rugido de espuma. Desde su plataforma, el timonel contemplaba cómo las olas rompían y estallaban en furiosos cañoneos.
—¡A sotavento! ¡A sotavento! —gritó tan fuerte como pudo levantando un brazo hacia la jarcia.
Rápidamente, los remeros sacaron los remos del agua de un tirón brusco y los dejaron señalando hacia el cielo. Marriott se sujetó a la borda y cerró los ojos. Podía oír el bramido de las enfurecidas aguas y sentía cómo las cuadernas que cruzaban el casco se hundían bajo sus pies. La espuma del mar azotaba con fuerza su cara. El bote dio unas siniestras sacudidas, suspendido sobre la agitada cresta de la ola, con la tripulación remando caóticamente y gritando en medio de la confusión. Después, cayó por la acentuada pendiente como un trineo, deslizándose a toda velocidad. El timonel sonrió nervioso, dejando al descubierto sus dientes enrojecidos por el betel[6], y ordenó a los remeros que prosiguiesen. El agua llegaba casi hasta sus bancadas.
Fane escurrió su capa.
—¡Maldita sea! —exclamó tiritando—. ¡Jamás me acostumbraré a esto! —El rostro enrojecido del funcionario había adquirido un matiz verdoso; la punta de una ola le había arrebatado el turbante de la cabeza; la toga de algodón que vestía estaba completamente empapada y se le pegaba al cuerpo.
—Todavía quedan dos más —anunció Marriott con seriedad—. El oleaje del centro suele ser el peor.
Un indígena se afanaba en achicar el agua con un cubo de cuero como única tarea. A treinta yardas por ambos lados, dos hombres casi desnudos, sentados a horcajadas sobre unos troncos de árbol amarrados entre sí, remaban con gran esfuerzo intentando seguir el curso de la rudimentaria galeota; era una escolta de catamaranes para rescatar a los pasajeros si el bote volcase. A pesar de los catamaranes, Marriott recordó con desánimo el destino de dos ingleses que se habían ahogado el mes anterior: un guardiamarina de setenta y cuatro años y un comerciante de Cuddalore.
La galeota, anegada por el agua hasta la mitad y mecida lentamente por el oleaje, se arrastró hasta la ola central. Los remeros comprobaron la trayectoria a una distancia de un remo de donde la ola formaría un rizo y rompería con tremenda fuerza. La estacionaria embarcación ascendió vertiginosamente por un torrente de espuma que irrumpió bajo la quilla y cayó como un halcón encorvado en el valle que se formó después. El timonel, estudiando con cautela las sucesivas olas de gran tamaño, sacudió la cabeza. Fane sintió arcadas y vomitó entre sus pies, sobre la hierba totalmente encharcada. El funcionario se cubrió la cabeza con su capa en una imagen de absoluto desamparo. El sol provocaba un vapor húmedo en las empapadas vestimentas que se secaba en la piel de los tripulantes dejando rastros de salitre en sus poros.
El achicador seguía con su trabajo, canturreando una canción para sí mismo. Marriott luchaba por superar su sensación de mareo y armarse de paciencia. Probablemente, tendrían que esperar media hora antes de lanzarse a cruzar otra vez el oleaje. No se podía meter prisa a los remeros de las galeotas hindúes. Habían aprendido mucho sobre estos asuntos gracias a sus muchas experiencias —en ocasiones, muy duras— y eran capaces de calcular el punto exacto donde romperían las olas.
Fane se frotó la boca con el dorso de la mano y se despojó de la capa de marino y los zapatos.
—Será mejor que nos preparemos para lo peor —se lamentó con ironía.
Marriott asintió con aspecto somnoliento; a pesar de los bandazos y las arremetidas, se estaba empezando a quedar dormido.
—¡A sotavento!
El bote avanzó con una sacudida, se empinó, se balanceó hacia un costado y se deslizó por la pendiente marcha atrás como un cangrejo. La regala se hundió y empezó a entrar agua a bordo. Fane soltó un desgarrador grito de terror y desapareció en medio de la catarata. Marriott se zambulló por un costado y lo cogió del pelo; después, se agarró a un escálamo y se sujetó fuerte a él, con la cabeza y los hombros enterrados en el mar. La inmensa ola rugió a su paso. Marriott sacó a Fane a la superficie. A su lado, aparecieron otras dos cabezas de brillante cabello negro y bronceadas caras. Los hombres de los catamaranes, ágiles como tiburones en el arte de nadar, sujetaban a Fane por las axilas. Los remeros dejaron sus bancadas y fueron a socorrerlo. Lo metieron en el bote.
Fane escupió agua y dijo jadeante:
—¡Maldita sea! ¡Menos morirme, me ha pasado de todo! —Echó una mirada vengativa al timonel—. Ese granuja incompetente se merece una buena paliza —el indígena, indiferente, abrió las manos y se encogió de hombros—. Por favor, Charles, acepta mis agradecimientos. De no haber sido por tu rapidez, sería pasto de los peces. Yo no sé nadar.
—¿Y quién sabe? —gruñó Marriott— ya me invitarás a una botella cuando tomemos tierra; si es que la tomamos…
Empapados y con aspecto desaliñado, los escribientes subieron por la escalerilla de cuerda que colgaba de un costado del Osterley. Una figura pequeña y gruesa los esperaba en cubierta con su casaca azul, su sombrero de tres picos y un catalejo bajo el brazo.
—Capitán Browning. ¡A su servicio, caballeros! —anunció—. Han tenido ustedes una tormentosa travesía en medio del oleaje; los he estado observando con el catalejo. Acompáñenme a la cabina.
Les puedo ofrecer una selección de malvasía que les quitará el salitre de la garganta.
Los pasajeros se agolpaban a ambos lados de los macarrones contemplando curiosos la costa bordeada por palmeras, las formidables murallas de Saint George, los blancos y finos tejados de las casas, que despuntaban sobre las copas de los árboles tierra adentro. Había oficiales vestidos de rojo, caballeros de la marina de azul, civiles barrigudos sudando sin parar bajo sus chaquetas con cuellos de terciopelo. Las damas se abanicaban en vano intentando recuperar la respiración entrecortada por el calor y los niños miraban con atención cómo los lascar[7] subían las mercancías de las bodegas. Fane echó un rápido vistazo a las mujeres.
—Todas muy poco agraciadas —declaró entre dientes—. ¡Una remesa sin talento, Charles!
Marriott sonrió: cada vez que llegaba un mercante inglés, los jóvenes de Madrás esperaban ansiosos que desembarcase una remesa de encantadoras damas, pero resultaban decepcionados constantemente.
El capitán Browning condujo a sus invitados a la cabina. Estaba en la popa y se encontraba dividida en camarotes por medio de unas lonas colgadas que hacían las veces de tabiques. En el centro, había una enorme mesa llena de botellas y copas alineadas como si de una formación de soldados se tratase. Los oficiales y los pasajeros de la embarcación que, tras un viaje de ocho meses habían trabado una íntima amistad o una enemistad acérrima entre sí, charlaban de pie alrededor de la mesa e intercambiaban despedidas. El capitán echó vino en unas copas.
—Supongo, caballeros, que están aquí en representación de la Compañía, ¿no es así? Mi sobrecargo traerá los manifiestos de las mercancías para que puedan empezar con sus asuntos.
Un hombre rubio de muy buen color, que vestía indumentaria militar y llevaba una copa en la mano, se acercó a ellos y les preguntó:
—¿Son funcionarios de la Compañía? —les preguntó acercándose a ellos—. Quizá, caballeros, puedan decirme cuándo podré desembarcar —sus sombrías cejas se erizaron por encima de su puntiaguda nariz, desde la que partían unos enormes surcos que recorrían su rostro hasta los labios—. El capitán Browning ha tenido la amabilidad de anunciar mi llegada y ya hace tres horas que echamos el ancla.
Browning se apresuró a intervenir.
—Permítanme que les presente. Sir John Wrangham —entonces, señaló con la mano a una pálida dama entrada en años—. Lady Wrangham y…
A Marriott casi se le cayó la copa de la mano al contemplar aquellos ojos verdes con motas doradas, aquel rostro perfectamente definido, aquella piel de color marfil y aquellos labios rojos como dos rosas. El cabello, de un precioso tono cobrizo, formaba graciosos tirabuzones. Los rizos sobresalían por debajo de un sombrero de paja de ala ancha sujeto mediante un lazo anudado bajo la barbilla, en la que resaltaba un hermoso hoyuelo. Bajo un vestido de seda floreada y talle alto, con una hechura que los ojos de Marriott jamás antes habían contemplado, se adivinaba una figura alta y esbelta.
—… Miss Caroline Wrangham —dijo Browning concluyendo la presentación.
Marriott la saludó con una reverencia. Miss Wrangham, consciente de la impresión que había causado, lo examinó divertida igual que él había hecho con ella.
—Está usted un poco despeinado, señor. ¿Es inevitable darse un chapuzón en el camino del barco a la costa? ¡Menos mal que he aprendido a nadar!
Marriott recordó con rubor que tenía el pelo lleno de salitre y la ropa empapada y totalmente arrugada. Entonces, se presentó y presentó a Fane que, estupefacto, no lograba apartar los ojos de aquella visión. Entre balbuceos, aseguró a miss Wrangham que no tenía por qué temer. El buque de transbordo que la llevaría a la costa era perfectamente seguro; una nave amplia, mucho mejor equipada que las galeotas comunes de la India, con muchos más remeros y, además, decentemente vestidos. Con suma torpeza, Fane también mencionó un incidente en el que el buque del gobernador se inundó en medio de una furiosa marejada cinco años atrás y todo el pasaje se ahogó.
—Después de haber visto las vicisitudes por las que han pasado en el oleaje, esperaba poder correr una aventura similar —dijo miss Wrangham mirándolo decepcionada—. La existencia a bordo del Osterley se me ha hecho terriblemente monótona, a excepción de un día en aguas de Trincomalee, cuando un corsario francés intentó darnos caza. Uno o dos golpes de costado —continuó con tristeza— lo disuadieron, así que izó su vela y se marchó.
«Peculiar observación —pensó Marriott— para una dama de refinada educación que debería haber buscado refugio en la despensa cuando el barco se dispuso a entrar en combate».
—Me imagino que sería Surcouff, del Ajax. Un nauseabundo pirata que navega a sus anchas entre Comorin y Calcuta hostigando a nuestra flota. ¿Por qué no puede el almirante Troubridge…?
—Disculpe la intromisión, señor —un hombre pálido de nariz alargada ataviado con el uniforme del Regimiento de los Dragones Ligeros apareció al lado de Marriott—. Sir John está impaciente por desembarcar. ¿Me permite preguntar cuándo estará listo el transbordo? —dijo escudriñando con sus ojos de color ámbar el desastroso aspecto de Marriott, al tiempo que le lanzaba una mirada insolente.
—Permítame que le presente al señor Anstruther, el edecán de mi padre —interrumpió miss Wrangham ocultando el placer que le producía el instante de rivalidad que parecía haberse establecido entre ambos hombres. Después, se escabulló discretamente para entablar conversación con un joven bajo y fornido de mandíbulas angulosas, que llevaba la sencilla casaca roja con botones clorados de los cadetes del ejército de la Compañía.
—Les aconsejo armarse de paciencia, señor —dijo Marriott cortante—. El oleaje, como puede ver, es bastante violento y puede que haya dificultades.
—¡Al diablo con las dificultades! —la voz atronadora del general resonó en toda la mesa—. Ustedes han cruzado ese oleaje. ¿Por qué no iba a hacerlo yo? Le ordeno que parta inmediatamente hacia Saint George y acelere el envío de su medio de transporte, ya bastante retrasado.
Las formas del oficial disgustaron a Marriott profundamente. Además, sir John no tenía autoridad directa sobre él. Había un abismo que diferenciaba claramente a los militares de los civiles dentro de la Compañía. Y ambos grupos velaban celosamente por sus propios beneficios y privilegios. Pero hubiera sido una estupidez que un humilde escribiente se enfrentase innecesariamente a un general; y más aún cuando el general no era otro que el padre de miss Wrangham.
Partiré hacia la costa sin demora, señor —respondió; pero, en voz, baja, le dijo a Fane—: ¡Vaya un contratiempo desafortunado, William! Tú y el funcionario os quedaréis a bordo dando cuenta de los manifiestos. Comprueba bien mi remesa personal y entrega esta letra al capitán.
Le puso en la mano un arrugado documento, se despidió cordialmente de Browning, hizo una reverencia a las damas y subió a cubierta dando grandes zancadas. Los marineros habían colgado una escalerilla de transbordo que llegaba hasta la galeota, mecida por las aguas a sus pies. Marriott la bajó y saltó a bordo. Entonces, notó algo en la escalerilla. Un vestido de flores inflado, seguido por una casaca roja. Caroline Wrangham resbaló en los últimos peldaños y cayó dentro del bote. El cadete de aspecto apesadumbrado la ayudó a sentarse en la bancada de los pasajeros y, con desgana, él mismo saltó a la endeble nave.
Marriott, atónito, intentaba que las palabras salieran de su boca.
—Miss Wrangham, no se le ha perdido nada…
—Suelte amarras, ¡rápido! Se lo ruego, antes de que papá se dé cuenta —respondió la joven. Llevaba el sombrero ladeado, tenía el pelo alborotado y sus ojos resplandecían como dos esmeraldas pulidas en su rostro, lleno de excitación y rubor. Su aspecto era encantador.
Marriott, sin saber qué hacer, miró al nervioso cadete, que no pudo contener una mueca.
—Será mejor que obedezca, señor —fue todo lo que acertó a decir.
El timonel, viendo que su pasaje estaba al completo, levantó el gaón y ordenó a sus hombres que remasen. Marriott se sentó en la bancada junto a la joven y la cubrió con su capa.
—No alcanzo a comprender el sentido de este disparate —dijo con tono adusto—. Si algo le ocurriera, el general acabará conmigo.
—¡Oh, no! —replicó ella resueltamente— por supuesto que papá estará enfadado, pero su furia nunca dura demasiado… Ya sabe, es incapaz de negarme nada. Le juro que no hubiese aguantado ni un instante más en el ambiente tan cargado de ese barco. Y estoy segura de que esto —continuó dirigiendo la vista hacia la zona de oleaje que tronaba un poco más adelante en su trayectoria— será sumamente entretenido.
Marriott miró hacia atrás y, tras las aguas que los separaban, en los macarrones del Osterley, vislumbró la enfurecida cara del general, que agitaba los brazos gesticulando con rabia. A su lado, lady Wrangham, su esposa, tenía la expresión de una mártir a punto de ser quemada en la hoguera. Volvió la cabeza apresuradamente y trató de consolarse pensando que, según se contaba, cruzar el oleaje hacia la costa y, por tanto, en la misma dirección que tomaba el empuje de las inmensas olas, siempre era menos arriesgado que hacerlo hacia el exterior, cuando no había más remedio que chocar frontalmente contra ellas.
—Agárrese bien —ordenó a miss Wrangham. Después, le pasó un brazo por la cintura en actitud protectora. Pero… ¿se estaba apretando ese delicado cuerpo contra su pecho? Seguramente sería por los bandazos que daba el bote.
—¡A sotavento!
La galeota planeaba como un pájaro.
Marriott cogió a la traviesa muchacha en brazos y cruzó los bajíos con ella. Los mechones de cabello caoba le hicieron cosquillas en la mejilla. Por un instante, Marriott acunó el suave pecho de la joven con la palma de la mano; la retiró de inmediato, incómodo. Depositó a la muchacha sobre la arena y se secó la empapada cara.
—Un cruce afortunado. Lo hemos terminado razonablemente secos. Aunque el objetivo de esta misión ya se ha cumplido —dijo señalando hacia el mar, donde el buque de transbordo navegaba presuroso hacia la primera zona de oleaje—. Será mejor que la acompañe a los aposentos del gobernador donde, sin duda alguna, su padre se reunirá pronto con usted.
Caroline hizo una reverencia.
—Como guste, señor… —El ridículo sombrero había desaparecido en la marejada. El pelo húmedo y alborotado le cubría las orejas; su preciosa cara estaba radiante y sus ojos, encendidos por la emoción—. Le ruego que acepte mi agradecimiento por su indulgencia. ¡No había disfrutado de una aventura tan apasionante en toda mi vida!
Marriott gruñó de manera descortés al recordar las posibles consecuencias que hubiera podido tener la hazaña. Pagó a la tripulación de la rudimentaria galeota hindú y de los catamaranes. Los hombres, con sus relucientes cuerpos desnudos, estaban agazapados en cuclillas a su alrededor y observaban atentamente cómo los fanams caían de su cartera a su mano. Por menos de lo que costaba una botella de cerveza negra, aquella docena de hombres había arriesgado la vida. Marriott añadió una moneda o dos más de las convenidas y cruzó la playa de guijarros hasta la explanada adoquinada que bordeaba las murallas de Saint George. El cadete respiraba con dificultad.
—¿Es excepcional este bochorno, señor? —inquirió—. ¡Caramba! ¡Nunca me había sentido así!
—En absoluto. Las estaciones varían muy poco en la costa de Coromandel. Excepto en los meses de los monzones, en los que la humedad es aún mayor. Ha decidido usted prestar servicio —concluyó Marriott adustamente— en un clima que pone a prueba la resistencia de los hombres.
—Al amanecer, cuando subí a cubierta, ya tuve un aviso —replicó Caroline despreocupada—. La brisa procedente de tierra traía consigo un soplo nauseabundo, similar al hedor de un matadero. Desde entonces, ese soplo —añadió con desagrado al tiempo que arrugaba la nariz— no se ha reducido ni un ápice.
Los centinelas que hacían guardia a las puertas de la casa del gobernador los saludaron. Un guardia que lucía una reluciente casaca carmesí y portaba una lanza dorada custodiaba el pórtico flanqueado por columnas. Escuchó las órdenes de Marriott y los dejó pasar. Un secretario ataviado con ropajes de color rapé cruzó el vestíbulo caminando con gran afectación. Al ver a Caroline, se quedó pasmado admirando su belleza, con los ojos abiertos como platos. Después, recuperó la compostura y pidió que le contasen qué asuntos los habían conducido hasta allí. Marriott explicó la situación. El secretario hizo una reverencia e hizo pasar a la dama. Esta apoyó una mano sobre el brazo de Marriott.
—Señor —dijo—, le doy mi palabra de que la aventura que hemos compartido esta mañana no le ha de acarrear problema alguno. Ha sido culpa mía y así se lo haré saber a mi padre.
Dicho esto, desapareció tras un colorido tapiz cantonés que colgaba de la puerta que conducía al interior. Marriott hizo una seña al cadete.
—Venga conmigo. Vayamos a ver al comandante del fuerte. Le encontrará aposento en los barracones. Me imagino que pronto traerán su equipaje a tierra. Pero me temo que no tengo el gusto de saber cómo se llama usted…
—Henry Todd, señor, nombrado cadete recientemente en el ejército de la Presidencia.
Mientras recorrían las calurosas calles, Marriott inspeccionaba con disimulo el fornido aspecto de su acompañante, con su angulosa cara y su protuberante barbilla. Le pareció que tenía las facciones excesivamente marcadas para ser tan joven y juzgó que tendría unos diecisiete años o incluso menos.
—Cuando se haya establecido en sus aposentos, deberá buscarse un banian[8] de confianza.
—¿Un banian?
—Una especie de mediador; un musulmán. Todos tenemos uno. Le conseguirá sirvientes, le prestará dinero, le comprará un caballo y saldará las cuentas que tenga pendientes. Por cada transacción que realice en su nombre, cobrará una comisión cuya cantidad dependerá de los medios con los que usted cuente; dato que él conocerá a la perfección. Estafan con astucia a los proveedores de sus amos pero raramente engañan a estos. Si vive lo suficiente, será un estipendio de por vida para su banian. Suelen hacer apuestas sobre el tiempo que vivirán sus amos ingleses.
—¿Tiempo que, me temo, a menudo es corto?
—Con frecuencia. Los veteranos dicen que si uno logra sobrevivir cinco años, le aguardan otros veinte. Pero no se puede uno fiar de los viejos dichos… ¡Eche un vistazo a los epitafios de nuestro cementerio!
Al pasar por la calle Saint Thomé, Marriott le indicó cuál era su casa y lo convidó a visitarlo cuando estuviera asentado.
—Aunque me voy a mudar dentro de poco —añadió.
El cadete le contó que, al cabo de uno o dos años, aspiraba a ascender al cargo de alférez del 33.o Regimiento de la Infantería Indígena de Madrás, actualmente destacado en Arcot y comandado por su padre.
—Con ayuda de su padre —afirmó Marriott— debería poder ascender rápidamente. Le recomiendo que se esfuerce para que así sea, porque los cadetes están demasiado constreñidos por la instrucción y la disciplina y llevan una vida sumamente aburrida.
—No tengo intención de recurrir a influencias para lograr mi ascenso —replicó Todd fríamente.
Marriott lo miró con recelo. ¿Tan mojigato era?
—Sin influencias —afirmó secamente—, los funcionarios de la Compañía ascienden muy lentamente. No desprecie jamás, señor Todd, la suerte de contar con un protector.
Atravesaron la Parada en la que Marriott había presenciado la ejecución militar, ahora desierta a excepción de un pelotón de reclutas cipayos que hacía maniobras bajo la insuficiente sombra de un árbol de Bo. Un grupo de indígenas indolentes los observaban con indiferencia, sentados en el suelo con las piernas entrelazadas. Marriott señaló con la cabeza al grupo de reclutas.
—Al menos, no tendrá que hacer maniobras al sol del mediodía. Los soldados europeos no salen de los barracones después de las nueve. Dígame —prosiguió—, ¿ha tenido mucho trato con miss Wrangham en su travesía?
—La señorita reveló una ligera debilidad por mi persona y tuvo a bien honrarme con su amistad —respondió en un petulante tono.
—Parece ser una dama de excepcionales cualidades.
—¡Miss Wrangham es un dechado de virtudes! —exclamó el cadete con encendido fervor—. Tiene carácter, sí; pero es de naturaleza tan gentil como hermosa.
«El pobre diablo está totalmente loco por ella —concluyó Marriott—. Seguro que no ha hecho otra cosa en todo el viaje de Tilbury a Madrás que atender a los deseos y caprichos de miss Wrangham como un fiel criado. Y, ahora, el pobre tendrá que luchar contra todos los jóvenes de Madrás, mojigatos o galanes, por obtener su favor». Por supuesto, el propio Charles Marriott tenía intención de contarse entre ellos.
Presentó al joven al comandante del fuerte, un capitán de mal genio y talante irritable, con la cara llena de marcas a causa de la viruela. Después, salió aliviado a la calle y se dirigió a su oficina. Se quitó la chaqueta y el pañuelo y los dejó caer sobre una silla. Con autoridad, exigió a su sirviente que lo abanicara con mayor brío y observó con aire taciturno la pila de papeles que descansaban sobre su escritorio. Encima de todos, había una carta dirigida a él. Marriott rompió el sello y la leyó:
Señor:
Si no fuese porque me he formado una impresión muy favorable sobre su persona, debería haber rechazado su petición para cambiar de aposentos. No obstante, estoy dispuesto a hacer uso de mi poder en su beneficio si usted accede a llevar sus asuntos de manera diferente a como lo ha hecho hasta ahora y se compromete a no volver a ver a sus amistades de Black Town. Si acepta, digo, dichas condiciones, gustosamente propondré la renovación de su comisionado, esta vez con la categoría de mercader asistente. Así mismo, le prestaré 200 pagodas para aliviar definitivamente sus deudas de juego. Ahora bien, me gustaría señalar que, si falta a su palabra, pediré al Comité que lo expulse, al menos de mi servicio.
A la espera de sus noticias, señor, se despide con honor, siempre suyo,
Joseph Harley
Madrás, 3 de marzo de 1800
Marriott respiró hondamente con satisfacción. El veterano estaba dispuesto a solucionarle la vida. ¡Quién lo iba a decir! Dejó la carta sobre la mesa y se deleitó pensando en un futuro feliz. Libre, lejos del agobiante confinamiento del fuerte, con una espaciosa casa bien ventilada a orillas del Adyar, sin estar endeudado hasta el cuello y con perspectivas de ascenso dentro de la administración. Marriott tarareó una melodía que reconoció como Nancy Darnon y apretó los dientes en un gesto evocador. ¡Qué primitivas eran las costumbres del ejército! Y, ahora, se proponía compartir casa con un oficial anclado en la tradición militar, con todo un dechado de virtudes militares. Los soldados y los civiles no solían vivir juntos… ¿Funcionaría la cosa? Hasta ese momento, Amaury tan sólo había sido un mero compañero en sus momentos de ocio, un camarada de cenas y juegos de azar. Aunque, últimamente, el galante capitán se había convertido en una especie de guardián que lo reprendía ligeramente por los desatinos que cometía en Black Town; como si él fuese un polluelo errante y Amaury la gallina protectora. La comparación le hizo reír: ¡era difícil imaginar algo menos parecido a un soldado joven y gallardo!
Feliz, se acordó de miss Wrangham. Se preguntó cómo reaccionaría aquella caprichosa belleza ante el elegante encanto de Amaury.